Machine’s monotony. A note on Anthropocene: The Human Epoch by Jennifer Baichwal, Nicholas de Pencier and Edward Burtynsky

The praised 2018 Canadian documentary Anthropocene: The Human Epoch is without a doubt one of those films that both attracts via its mesmerizing images and scares by the horrific factual reality that it portrays. Directed by Jennifer Baichwal, Edward Burtynsky and Nicholas Pencier, the documentary depicts the so-called epoch of Anthropocene, which is, among many, a name that our current geological epoch receives (cfr. Capitaloscene). The Anthropocene, then, gathers a series of images that illustrate the ways humanity has been directly modifying the Earth’s surface natural development. From animal extinction, floods, massive pollution of the glaciers, uncontrolled mining and deforestation, giant dumps to, also, successful projects of modern engineering —the Brenner Base tunnel in Austria—, the documentary attempts to critically call for an “awakening” as the voice of the narrator, Alicia Vikander, states at the end of the film: “We are all implicated, some more profoundly than others.” As much as this statement invites for positive social change, it also signals something that the documentary forgets to explicitly acknowledge: the role of the machines in the so-called Anthropocene. 

From the beginning until the end of the documentary machines occupy a key role. As much as the Anthropocene identifies humans as the “evil doers” in this geologic era, our means of changing the surface of the Earth have always relied on the assemblage human-machine or machine-human (the order is not very important), never on human agency alone. A machine is not necessarily an object that obeys human desires. As depicted many times in the documentary, it is quite the opposite. When asked about their jobs at an iron factory that massively pollutes the Siberian steppes, Russian workers happily admit that at the beginning they did not like the job, but by force of habit they ended up liking it, even finding beauty in it. A Chilean worker at a Lithium mine in the Atacama Desert feels happy “to help humanity.” There is no single human agent in the documentary that does not happily expresses their pleasure of doing something meaningful. Even the ecologist at the beginning of the film expresses enthusiasm when thousands of ivory pieces are returned to Nigeria so that these objects will never hit the market or become a trinket, a mantelpiece or any other “luxurious object.” The confiscated ivory might have not become another object but unsuspectedly another machine put these objects in the market. Cinema after all is, if not, 20th century dream factory. 

Anthropocene barely relies on human agency. That is, most of the takes, cameos and travellings of the most heartbreaking and amazing images of the film are drone taken. Even the narrator’s voice, in a monotonous Alexian, or Sirean, register displays facts about human history and its implications. This contributes to the “lack” of human agency all over the film. The movie only has two registers, enthusiasm, and monotony. Human agency, then, is everything but easy to recognize since enthusiasm comes directly from the monotony that machines express. There is, then, one tone for machines, that of increasing different but concomitant happiness. In other words, the monotony of the machines accelerates the process of habituation of humankind. Happiness happens when you get used to things, so would say any of the workers addressed by the documentary. From this perspective, someone who is inside a machine’s mechanism can hardly see another way of living but the one the machine itself has built. Some of the last words of the narrator recognize that “the tenacity and ingenuity that helped us thrive, can also help us to pull these systems back to a safe place for all life on earth,” it is then, on “us” to change our habits. However, that us is already including the machines and, perhaps, our problem as humanity is directly tied to the too easily trust that we have given to machines. We have never learned how to differentiate the way machines should be used. In the meantime, we are told at the end of the film that “The scientists of the Anthropocene Working Group will continue to build the evidence towards a formal proposal for inclusion of the Anthropocene epoch in the Geological Time Scale.” Building and reforming our time, but not actually destroying it, would bring new and amazing evidence to the screens, but hardly move the ground we inhabit, hardly change a thing.  

Una reseña a Vive como un mendigo, baila como un rey (2020) de Ignatius Farray

Probablemente, en Vive como un mendigo, baila como un rey (2020) de Ignatius Farray no haya nada nuevo para las personas que conozcan de cabo a rabo la carrera de Juan Ignacio Delgado. En mi caso, no fue así. Hace ya casi cuatro años, cuando había terminado la universidad y estaba deprimido, uno de mis mejores amigos, Eino, me puso un videoclip de La vida moderna. Alguien se agarraba hablando animadamente del tabú que es la democracia. La democracia, “a esta rata quien la mata.” Todavía, cuando me siento desanimado y quiero reírme, busco el videoclip, lo repito algunas veces y me sigo riendo como la primera vez que lo vi. Desde entonces escucho asiduamente el programa que coprotagoniza Ignatius junto con David Broncano y Quequé. Lamentablemente nunca he visto a ninguno de los tres en un escenario. Aunque muchas veces en el programa se hacen comentarios a la vida personal de Ignatius, y también a las de Broncano y Quequé, las anécdotas, fotografías, viñetas y testimonios que aparecen en Vive como un mendigo, baila como un rey fueron para mí una suerte de revelación. Nunca he sido morboso con los actores, escritoras, o artistas en general, pero hay algo fascinante y al mismo tiempo entre triste y alegre en saber más sobre Ignatius y, por supuesto, sobre Juan Ignacio. 

Redactado a seis manos, sin contar las de quienes escriben el prólogo y el epílogo —Broncano y Javier Delgado, el hijo de Juan Ignacio—, Vive como mendigo, baila como un rey intenta marcar las diferencias entre Juan Ignacio Delgado e Ignatius Farray. Uno es un hombre de mediana edad originario de Tenerife, padre soltero, gordo, miope, tímido, pero también cálido, amable y afectivo. El otro es el que esnifa una raya de tabaco mentolado en transmisión en vivo en la cadena de Radio SER, el “bufón buscando la aprobación de sus amos” (13), alguien que se sabe Juan Ignacio, pero que se ve superado por la fuerza de la ironía, los empujones de una corriente afectiva ante la cual sólo hay una cosa que hacer: “dejarse llevar.” El libro promete describir, en la medida de lo posible, el proceso de la búsqueda su voz de cómico, que Juan Ignacio ha emprendido desde hace años. Las seis manos que escriben al Juan Ignacio del libro son como los tentáculos de Shiva que tantas veces se evocan en el texto. Esos mismos tentáculos también se han encargado de traer y tocar a otros dentro de la composición del libro. 

La sobrecubierta, en sí, ya anuncia muchas particularidades sobre la composición del libro. A simple vista, la sobrecubierta parece un papel arrugado y lo que tiene escrito asemeja letra de molde. Los colores, las manchas, y la textura vuelven a la sobrecubierta una de las tantas páginas que Ignatius escribe para preparar sus sketches, pero no sólo eso. Esta es una de las mejores características del libro. Es decir, que el libro se presente como hecho a mano restituye, en cierta medida, algunas de las bondades del “libro” como objeto. Igualmente, las diez partes en que se divide Vive como un mendigo… están adornadas de colores diferentes en el canto del libro. El color del lomo, la cubierta y contracubierta es amarillo y el título aparece en relieve en la cubierta. De la estridencia del amarillo, las páginas de cortesía van en negro y después aparecen en blanco y sin adornos una réplica de la portada de la sobrecubierta, las páginas legales, y finalmente el prólogo seguido de la introducción. Comenzar la lectura de Vive como un mendigo… es como encontrarse los flyers hechos a mano con los que Juan Ignacio se anunciaba sus primeros eventos. El amarillo que se devela al descubrir la sobrecubierta es como las luces que dan en el escenario y luego, cual telón, las páginas negras anuncian el inicio del show. Si hay comedia blanca, esta es siempre la que inicia y termina el espectáculo. 

Ignatiusal menos en las últimas tres temporadas de La vida moderna, se ha repetido. Muchas de sus maneras para comenzar un chiste, una anécdota o alguna sección, ya las ven venir sus compañeros y él mismo. La repetición, comúnmente, se asocia con la incapacidad de percibir algo nuevo. Sin embargo, con Ignatius siempre pasa lo contrario. Cuando repite un chiste, una frase, una anécdota, siempre es diferente. Muchas veces la broma mejora, otras veces no. Como si Ignatius siempre hubiera estado preparándose para grabar una serie de televisión como El fin de la comedia (2014), la comedia para él no es sino el placer de salvarse por la ficción y repetir las cosas hasta el cansancio. Sobre el rodaje de El fin de la comedia, se dice en el libro “la parte de repetir toma tras toma me encantó. Al ser tan obsesivo con los textos y ensayar mi monólogo durante meses, estaba encantado con repetir una frase mil veces. El trabajo repetitivo a mí me da la vida. Me hubiera tirado así hasta la muerte, intentando darle frescura a una frase que había repetido veinte veces” (169). Incluso las definiciones más ortodoxas de poesía encontrarían un nicho en la forma de hacer comedia de Ignatius. Su comedia, y la de muchos cómicos, tiene más de poesía que de espectáculo, pues la poesía es el arte de la mímesis, de saber imitar, de saber repetir. 

Una de las cosas que más me gustan de las intervenciones de Ignatius en La vida moderna son sus constantes comentarios autorreferenciales sobre la comedia. Un chiste con comentario incluido, o un comentario con cubierta de chiste, y que adentro es chiste. O un comentario que se vuelve chiste, se comenta y se hace otra vez chiste y sigue la conversación con los otros estelares del programa de radio. No es que Ignatius concentre toda la genialidad de La vida moderna, sino que cómo él dice de sí mismo, él es un volcán y sus compañeros se encargan de evacuar la zona de deslave o de dar las mejores tomas de la erupción. La vida moderna se parece a Into The Inferno (2016) de Werner Herzog. Broncano es el vulcanólogo flipado en el documenta, la voz narrativa de Herzog es la de Quequé, y las intervenciones de Ignatius son las tomas a los volcanes en erupción que guardan toda la magnífica fuerza de eventos que tienen más de afecto que de intelecto o razón. En Vive como un mendigo… abundan también los comentarios sobre la comedia. En uno de ellos, Ignatius, o una de las manos que escriben el libro, dice “Me intentaré explicar mejor. Cuando te sale una gracia, no dices ‘he inventado’ un chiste, sino ‘se me ha ocurrido’ un chiste. No es un proceso activo en el que sabes que si mezclas esto con aquello, y dominas esa especie de alquimia matemática, crearás el elixir de la comedia. Al contrario, es un proceso pasivo en el que no sabes muy bien de dónde te llega eso que de repente te sale y es gracioso” (184). La comedia es sobre todo afecto. La razón y sus medidas ideales, poco o nada garantizan que un chiste pueda tener algo de bueno. Tampoco es que la comedia sea irracional, sino que el afecto sólo sabe modular las reacciones del cuerpo, sean risas, enojo o llanto. Todas estas emociones vistas y contadas hasta el cansancio sobre los shows de Ignatius, y de, cierta manera, también expresadas en su libro. 

No hay precisamente un final en el libro. La clausura del show de Vive como un mendigo corre a cargo de Javier Delgado. Si uno de los amigos queridos, Broncano, escribe de corrido el prólogo, para así cumplir con la fecha límite que le ha puesto la editorial, las palabras de “el heredero” ratifican que tristemente uno vive dentro de compromisos. Los amigos están, más o menos, forzados a hablar bien de sus amigos, los hijos a hablar bien de sus padres. Incluso como objeto, el libro ya está derrotado por los compromisos, hay un sello editorial fuerte y contratos que se deben cumplir. Sin embargo, esta imagen de decoro, la de cumplir los contratos y compromisos, no es sino otra broma dentro del show del libroEl decoro con ironía es, tal vez, lo más cercano al amor, sea filial, amistoso o erótico. Como ya se dijo, estas páginas —las del prólogo, la introducción, la “Carta de despedida apresurada” y el epílogo— son comedia blanca, palabras con cierta tersura que cierran y abren el inicio o el final de la comedia. 

En alguno de los últimos episodios de la sexta o séptima temporada de La vida moderna, se dijo que el libro tenía la abierta intención de ser desacralizado, de ser usado de alguna manera profana. Yo, que no sé hacer otra cosa sino apuntarme ideas y tratar de terminar una tesis en estudios hispánicos que este año empecé, decidí profanar aquí el libro. Tal vez no lo logré. Sin ninguna ironía, esta reseña son sólo las horas que un hombre de veintinueve años, gordo, que sale a correr a medio día hasta que le duelen los muslos, que se despierta temprano y acuesta tarde, que lee casi todo el día y que cuando puede se emborracha a la primera provocación, pasó con gusto leyendo y luego escribiendo sobre Vive como un mendigo y baila como un rey. Con un poquito de ironía, esta reseña es un agradecimiento, un abrazo. 

Desfacedor de entuertos y malas cuentas. Notas a Imperiofilia y el populismo nacional católico (2019) de José Luis Villacañas

Si José Luis Villacañas hubiera sabido que todo lo que trataba de prevenir y denunciar en Imperiofilia y el populismo nacional católico (2019) iba a reactualizarse, reforzarse y volverse el pan de todos los días en estos días de pandemia en España, quizás Villacañas hubiera escrito otro libro, o tal vez no. La importante tarea que motiva a Imperiofilia no es sólo la de responder a Imperiofobia y leyebda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español de María Elvira Roca Barea, sino también reformar cierto “amor” por España. Esto es, si Roca Barea denuncia el miedo a “la grandeza española” por parte de otras naciones europeas, Villacañas denuncia el desmedido amor a España. Desde esta perspectiva, Imperiofilia es menos un libro de amor loco por la patria y más uno que procura modular y sopesar el amor nacional. Entre Imperliofilia Imperiofobia hay, entonces, dos polos afectivos, uno movido por el amor loco, otro por el miedo y la victimización. Roca Barea representa populismo “intelectual reaccionario” que actúa bajo criterios que clásicos del populismo (un necesario otro exterior constituyente, un enemigo para atacar y unir al grupo para marcar un nosotros y un ellos) pero también lleva al extremo la necesidad de destruir al enemigo, de demonizarlo y acabarlo (14). Las lecciones de Imperiofilia, entonces serían “desfacer” los entuertos de Imperiofobia, pues “su esencia reside en mezclarlo todo, confundirlo todo, y en ese maremágnum no ofrecer razón atendible, sino solo un tu quoque infinito” (14). Villacañas, entonces, apuesta por un populsimo intelectual mesurado y comprensivo, que no mezcla y no confunde, que da buenas razones y sobre todo trata de evitar el “fácil” tu quoque. El problema, por otra parte, radica en que dentro de la hegemonía todo a la larga es un tu quoque. 

Todo el libro de Imperiofilia es una corrección a Imperiofobia. Lejos de escribir como Roca Barea, que se excita con todo. Recorre los siglos, acumula noticias que le afectan y como el penitenciario en Semana Santa le duelen los latigazos sobre la espalda desnuda” (109-110), Villacañas escribe desde “la distancia adecuada” (como se repite varias veces en el libro). Así, saber bien de política, de historia y de cualquier cosa en general es saberse medir, saber calcular. Sin arriesgarse mucho, la lección de libro sería saber medir el miedo y el amor. Pues amobs no están mal, pero hay que tener dosis adecuadas de éstos. El asunto es que la medida de los afectos y su posterior cristalización en emociones o su devenir máquina en pasiones, no responden nunca a una fórmula adecuada. De hecho, el mismo Villacañas parece sugerir que no es tarea fácil determinar cómo es que ciertas cosas nos han afectado y luego éstas se cristalizan en la vida cotidiana. Cuando se escribe sobre la inquisición, se dice que lo necesario sobre esta institución: 

 “es que los españoles logremos un relato de la manera en que nos afectó esta institución y apreciemos lo específico de la misma, no que nos enrolemos en una guerra de cifras y de muertes, de pequeños detalles sin densidad significativa. Lo relevante es lo que significó para nosotros como pueblo y la manera en que afectó a la constitución de nuestra inteligencia y a la formación de elites; a la manera de ejercer la dirección y de lograr obediencia y confianza” (143) 

Si es tan difícil saber eso que la inquisición significó y cómo afectó a “la inteligencia y a la formación de élites”, ¿cómo presuponer que “el pueblo” (o un pueblo) estuvo ahí para recibir esos afectos?, ¿no es más bien, como se sugiere en otras secciones del libro, que en “los gloriosos años del imperio” la formación social de la península ibérica era múltiple y por tanto carente de una idea de pueblo?, ¿no es más bien que precisamente la inquisición afecto a “España y las colonias” al grado de convertirlas en pueblo? Consecuentemente, esos “detalles sin densidad significativa” se convertirían en los resabios de aquello que procuró la formación de pueblo. 

De hecho, las diferencias entre los enfoques de Villacañas y Roca Barea están en las formas de contar, ya sea la historia y/o los “detalles sin densidad significativa” que forman la historia. Para Villacañas, Roca Barea se la pasa contando, acumulando, para ella “todo reside en saber quién mató más” (111) entre la Inquisición y el Calvinismo. Al mismo tiempo, cuando se llega a discutir la lista de libros prohibidos por la inquisición, Villacañas comienza su conteo de detalles nimios. “No hace falta recorrer todo el índice del 1922 para darnos cuenta de que para la casta sacerdotal que guiaba con paso firme a la humanidad católica hacia la ciencia y el progreso, no se podía leer nada de la historia del pensamiento humano” (205). Desde esta perspectiva, se puede decir que la fobia y la filia del Imperio invitan a que a las masas, y a las élites conservadoras, los conmueven los muertos y a la “valiente” sociedad civil, la prohibición de libros. Si dentro de los “juegos” populistas todo es conteo y suma, espejo y reflexión para proyectar a y en un “otro” aquello que “uno” no quiere ser, ¿de qué le sirve a la política contar(se)? A su vez, sin la cuenta, ¿cómo saber que el “eterno retorno” y la línea progresiva de la historia han cambiado? Tal vez valga menos “desfacer” enredos y proyectar otros afectos, incluso, tal vez, desde la risa, como el cómico Ignatius Farray ya lo ha sugerido: más valdría jugar a una verdad y un conteo afectivo, que a una reparación emotiva, didáctica y empalagosa. 

Notes about Accumulation(s)

More (disorganized) notes

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Accumulation(s) III [the framing frame, why to relate narrative and accumulation]

How much is is enough? 

Is not a question of enough, pal. 

It’s a zero-sum game. Someday wins, someday loses. Money itself isn’t lost or made, it’s simply, uh, transferred from one perception to another, like magic 

Gordon Gekko in Wall Street, 1987

How many stories are enough? Do we ever get tired of more and more narratives? A story and a narrative hardly are different. In a way, storytelling is our adhesion to the world, or addi(c)tion to each other. Stories add us to one another while accumulate in the individual feelings, emotions and, over all, affects. If stories have always been with us, the question about every narrative is not when did we start telling stories to ourselves, but when did stories started moving us to reach disperse, to expand our spheres, to see limits, to expand them, but also to realize that a limit is an affirmation of existence, in its life as immanence. Myth circulated around the Mediterranean, the Tarot did it as a language and as a storytelling-story. Before the Americas, stories circled, crossed mountains but hardly crossed the exodus of the seas. After the first sailors came back from that misnamed land, some came back sick, some rich, some crazy, some astonished, some just destroyed. They brough animals, gold, bodies of all types, but also, their mouths mumbled nonsense stories. One man (Cabeza de Vaca) even proved with his body that he lived among the others, that he met them, that his poverty was useful for the crown. Of course, he later changed his mind. Something broke when he shipwrecked, something grew afterwards and at the same time another thing became more profitable. Somebody had to lose, domination, unlike money, had to be transferred and made.

If there was a Latin American boom before the boom those were the chronicles from Indies. No other texts moved more people before (?). God without knowing it died slowly, because what crusaders did not cross, now sailors were willing to. And years and years passed, sailors and stories changed slowly, but they changed after all. They all cracked-up and became something else. Among the many things that the stories became, novels somehow captured better what those stories had to say. If the chronicles of Indies moved so many bodies in-between seas, the (new)boom moved affects overall. While bodies are things almost ready to be transferred, administered, accumulated more than cumulated, affects are meant to be created. An affect creates as it moves a body. An emotion (re)distributes the body’s affection. While the chronicles of Indies were an invitation to fly off fancy while trying to avoid the territorialization of extraction, of killing, administering and selling for others, the (new)boom was the intervention on the invitation. For the boom realized that once the world was seen as pure form, a body in all its nudity, all places were good burrows for lines of flight to take off. Yet, something cracked-up the boom. The explosion imploded and then again it exploded again. 

As the boom expanded. Somehow national literary spheres crystalized their own explosion. Literature became a machine, something to be exploited and that exploded. Not that this was completely new at all for literature. Literature has always been a sphere of contradiction since the term always has dealt with the hybrid and contradictory concept of representation. It is as Fredric Jameson puts it, “representation is both some vague bourgeois conception of reality and also a specific sign system” (Postmodernism 123). For once, in literature the lettered individuals had their chance to inaugurate their public sphere. But also, more than single individuals articulating freely their stories, a narrator, a writer, and later an author, became a new vessel where sometimes the murmurs of a multitude of stories would gather. For that thing we called literature, the authors, the champions of the lettered city, became addicts to the dictionary (as G. Steiner puts it) but also hoarders. The new authors of the boom accelerated this process but also something was captured, their work was accumulated. However, as their explosions inaugurated a time of change, acceleration and regression (namely postmodernism) they opened up a possibility for creation, for reposing the narrative problems of all times. A narrative is a way of solving narrative problems, but the narration always exceeds, it counts in other means and ends up affecting other fields. 

However, if stories are not a question of enough, would it be that today (and even before) they were about “a zero-sum game”, where “somebody wins, someday loses” (thus their necessity to always solve narrative problems)?  

Notas a Esferas II (2004) de Peter Sloterdijk

Capítulo 3

Si el fuego puede, al menos para Sloterdijk, asegurar la transferencia de solidaridades dentro de un espacio primigenio de inmunidad para las masas —dígase la aldea, la tribu—, el fuego también es vulnerable. Cuando la catástrofe natural aniquila a la aldea, las cenizas no son siquiera resto. La clave para sobrevivir a las desgracias estaría, entonces, en la sublimación del fuego y del agua, del calor y del frío. Un arca, sea la de Noé o la de cualquier mito, es un signo que da inmunidad y cobijo, es la condición de salvación y supervivencia. Para vencer a la catástrofe no hay sino que dejar la esfera primaria y expandirse en la técnica: armar a fuego, sudor y agua un casco protector. Para Sloterdijk, la idea de “arca” tiene una fuerte relación con la aparición de las primeras grandes metrópolis de la antigüedad (Nínive, Babilonia, Ur), pues sólo las arcas están destinadas a ser la prueba de que el suelo del ser puede darse por el ser mismo sin su yo-estar-en-el-mundo. “El arca no es tanto una estructura material cuanto una forma simbólica de cobijo de la vida rescatada, un receptáculo de esperanza” (289). Como los círculos alrededor del fuego inauguran los primeros asentamientos humanos (capítulo 2) luego del crimen originario que sacrifica a lo indeseable del centro (capítulo 1), así también la formación esferológica del arca comienza un nuevo capítulo de la macroesferológica de los seres humanos. 

El dilema de cualquier arca, como el de cualquier ciudad, es el mismo que el de la inclusión. Es decir, “en todos los fantasmas-arca se afirma como una imperiosidad sagrada la selección de los pocos; muchos son los llamados, pocos los que se embarcan” (295). Por consiguiente, se vuelve transparente que a la fiesta del fuego no todos son invitados. Todos sabrán de las danzas alrededor del templo, pero sólo unos pocos verán el desfile de brazos, caderas y pies. Como una ciudad, las arcas manifiestan que su razón de ser radica en una paradoja: “sólo si no entran todos, entran todos; pero si entran todos, no entran todos” (298). Los pocos, los elegidos, los que habrán de salvar, deben excluir para después erigir un milagro. No obstante, ciudades y arcas se diferencian. Mientras las segundas se entregan al impredecible devenir de la catástrofe, las primeras se empecinan obstinadamente a la superficie y también, de cierta manera, a inmunizarse en la llanura de otra imprevisibilidad, sea la del desierto, o la de la estepa. 

Las ciudades antiguas no son testimonios de megalomanías. Ni tampoco sitios de pecado, como las verían aquellos que recién salen de sus arcas. Para Sloterdijk, las ciudades antiguas sólo pueden sentirse “por una angustia especial iniciática” (302), un puente entre lo anterior y lo “de ahora”. Esa angustia es, a su vez, “un éxtasis que produce la sensación de seguridad y cobijo” (302). Habría, entonces, una guerra de afectos frente a los grandes muros de ciudades como las mesopotámicas: 1) asombro y seguridad, para los que viven dentro de los muros; 2) angustia, para los que piensan y saben que fuera del confort no existe nada; 3) recelo y fascinación, para aquellos que deambulan en el desierto y que, aunque saben del confort que hay del otro lado de los muros, no hacen sino pedirle a su dios que castigue a aquellos que se ufanan con alcanzarlo en obras (torres, murallas, estelas). Si el arca es el útero de la madre que nos vuelve a tragar para cargarnos y llevarnos hasta que termine la tormenta, la ciudad será la prostituta, que “está ahí para encandilar miradas, elevar miradas, humillar miradas” (303), un cuerpo que tiene que dejarlo ver todo y a la vez garantizar “el buen ambiente” y “la prosperidad del negocio”, de la mano siempre de una “seguridad con confort”. Mientras la madre sólo nos puede tragar para reconfortarnos, la prostituta promete reparación, como la que tuvo el espíritu del escritor José María Arguedas meses antes de su suicidio.

A diferencia de los círculos alrededor del fuego, las ciudades antiguas ahora se preocuparán por hacer visible y evidente que el calor del centro llega hasta los límites del inmenso poblado. Las grandes murallas no son delirios de paranoia ni nomos de la tierra para la mirada de los enemigos. Antes bien, son cuerpos que “ayudan a los habitantes de la ciudad en su intento de superar la inflamación anímica que les ha causado la asimilación interior del gran espacio” (342). Es decir, si ya todo lo que se puede se quiere y todo lo que se quiere se puede dentro de estas antiguas megalópolis, las murallas se convirtieron en la demostración para las masas de que esos muros son “receptáculos de funciones autorreceptivas” (344). Es decir, cualquiera se podía ver seguro en el sólido muro. La muralla era el retrato de perfil del centro. Con los muros, tanto las masas como los líderes encontraron que era posible “edificar un gran mundo como mundo propio e interior autoincubante” (352). Si el gemelo primigenio, muerto en el parto, nos había dejado solos en el mundo, el proyecto de las viejas megalópolis era hacerle justicia a los abandonados. Por otra parte, estos experimentos morfológicos sólo han cambiado para confundir la megalomanía, la paranoia y la inmunidad que brindan los muros. Hoy, en el mejor de los casos, una muralla es eso, confusión. A su vez, como se vio en estos primeros días del año, con la espectacular y risible alternancia democrática estadounidense, queda más que nunca evidente que los delirios de quienes construyen murallas están dictados para la incubación de lo “superior”. Sólo era posible “Make America Great Again” con muro que incubara, muro que hoy día ya ha sido detenido. Tal vez el loco tenía más de profeta babilónico que de tonto, pues hoy son más quienes aseguran que el mundo está mejor.