Personajes de carácter y de destino, y el (buen) uso de la garlopa. Notas sobre Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas

Si bien Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas, evoca directamente la batalla entre persas y helenos que “salvó a occidente de las garras de oriente” en la antigüedad, en la novela esta evocación es más ironía que hermenéutica. El relato comienza con un narrador fácil de confundir con el mismo Cercas, un periodista de mediana edad que ha publicado varias novelas y que lleva el mismo nombre del autor. Éste entrevista a Rafael Sánchez Ferlosio. Mientras que la entrevista va por un sendero incierto y rocoso, pues Ferlosio, como menciona el narrador, cuando se le pregunta algo responde con otra cosa, la charla entre ambos fluye hacia otra parte. En un momento, Ferlosio le cuenta a Cercas sobre su padre, Rafael Sánchez Mazas, uno de los fundadores de la Falange y luego ministro en la dictadura franquista. Cuando el gobierno republicano estaba por ser consumido por la cruenta guerra civil en España, y el avance de los nacionalistas, comandados por Franco, ya anunciaba su triunfo inevitable, muchos presos importantes para los republicanos fueron mandados a fusilar. Entre estos presos estaba Sánchez Mazas. La particularidad del asunto no es sólo que Sánchez Mazas sobreviviera al fusilamiento colectivo, sino que su escape está lleno de enigmas y traiciones. Si bien, él se mantiene fiel siempre a la Falange, y luego al Franquismo, su escape de la muerte depende de, primero, un soldado republicano y luego de unos desertores republicanos y campesinos catalanes. 

Con todo y que el texto enfatice en repetidas ocasiones que no se trata de una ficción, sino de un evento “real,” lo que está en juego en Soldados es la forma en que tanto “lo real,” como “lo ficticio” generan memoria. De hecho, el argumento del texto está dado desde las primeras páginas. El relato de Ferlosio sobre su padre es lo que se repite durante toda la novela. Más aún, la misma entrevista con Ferlosio da la pauta de la dinámica a seguir en todo el texto. Cuando el narrador recupera parte de la “entrevista” menciona: 

“El problema es que si yo, tratando de salvar mi entrevista le preguntaba (digamos) por la diferencia entre personajes de carácter y personajes de destino, él se las arreglaba para contestarme con una disquisición sobre (digamos) las causas de la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina, mientras que cuando yo trataba extirparle su opinión sobre (digamos) los fastos del quinto centenario de la conquista de América, él me respondía ilustrándome con gran acopio de gesticulación y detalles acerca de (digamos) el uso correcto de la garlopa” (19) 

No sólo se trata de la imposibilidad de “extirparle” a Ferlosio algo de información, sino que cada respuesta de Ferlosio va, aparentemente, hacia un campo semántico y temático disperso. Como si no hubiera nada en común entre los héroes de carácter y destino, y los quinientos años de la conquista, con la batalla de Salamina y el buen uso de la garlopa, la narración pasa por alto estas respuestas. No obstante, lo que hay aquí es el borboteo de una embriaguez argumentativa que ya obedece una lógica de readymade: las respuestas de Ferlosio son imágenes analogables, objetos que se encuentran (“no fue hasta la última cerveza de aquella tarde cuando Ferlosio contó la historia del fusilamiento de su padre, la historia que me ha tenido en vilo durante los dos últimos años” [19]). Así, los héroes de carácter y de destino tienen todo que ver con las causas de la derrota persa, y los quinientos años de la conquista también tienen todo que ver con el uso apropiado de la garlopa. A la larga, también, estas respuestas son las mismas que explicarán la misteriosa manera en que Sánchez Mazas sobrevivió a la guerra civil. 

La distinción entre héroes de carácter y de destino es elaborada por Sánchez Ferlosio en varios ensayos. De forma muy escueta, la diferencia entre héroe de destino y héroe de carácter está en que el segundo es un manojo de repeticiones y el primero un nudo que siempre se resuelve. En otras palabras, el héroe de carácter tiene experiencias que siempre se repiten, es el héroe del hábito y del estoicismo. El héroe de destino, por otra parte, es el que actúa no por su experiencia, sino por otra fuerza, eso que el narrador de Soldados describe en la mirada del soldado que traiciona sus órdenes y deja ir con vida a Sánchez Mazas. El héroe del destino actúa por “una insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su condición de seres” (104). Ese flujo, que puede ser entendido como el conatus spinozista, es aquello que antecede y precede a la acción, pero sólo puede ser expresable en eso mismo: acciones. 

Con esto en mente, Soldados de Salamina es una novela sobre la posibilidad de pensar que la guerra civil española fue más que sólo una lucha entre carácter y destino. Es decir, Sánchez Mazas es el héroe del carácter, al que siempre se le regresa su experiencia primordial (que puede ser la ceguera), pero que por más que se empeñe por hacer destino (fundar la Falange) nunca lo logrará. Y de esta manera, su presunto salvador, un soldado republicano que termina peleando por Francia en la Segunda Guerra Mundial llamado Miralles, es el soldado de destino. Miralles, como Ferlosio en la entrevista, siempre hace lo opuesto de lo que se le pide en el momento indicado. Ser personaje de destino, pues, es saberse ínfimo, reconocerse como un personaje, no más, pues como le dice Miralles a Cercas, el narrador, “Los héroes de verdad nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos” (199). El asunto, pues, no es que el personaje de carácter y el personaje de destino se contrapongan, ni que alguno de los dos deba de volverse héroe. Lo que está en juego en Soldados es menos entender la historia como una dialéctica, y más como un posible buen uso de la garlopa (el instrumento que genera planicies entre dos junturas de madera), algo que, efectivamente, traiciona a la historia. Así, Soldados de Salamina triunfa como literatura y fracasa como historia (muchos datos son falsos en la novela). Este triunfo consiste en la transformación del evento repetido, y por tanto repetible, (la salvación de Sánchez Mazas) en un avance, en una larga acumulación. Esto es evidente en el último párrafo de la novela: una serie entrópica que va sólo hacia adelante, al afuera de las páginas, al lugar en el que, como la mirada del soldado anónimo que salva a Sánchez Mazas, el flujo encuentra y conecta a personajes de carácter y destino por igual, el acto de lectura.  

Desfacedor de entuertos y malas cuentas. Notas a Imperiofilia y el populismo nacional católico (2019) de José Luis Villacañas

Si José Luis Villacañas hubiera sabido que todo lo que trataba de prevenir y denunciar en Imperiofilia y el populismo nacional católico (2019) iba a reactualizarse, reforzarse y volverse el pan de todos los días en estos días de pandemia en España, quizás Villacañas hubiera escrito otro libro, o tal vez no. La importante tarea que motiva a Imperiofilia no es sólo la de responder a Imperiofobia y leyebda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español de María Elvira Roca Barea, sino también reformar cierto “amor” por España. Esto es, si Roca Barea denuncia el miedo a “la grandeza española” por parte de otras naciones europeas, Villacañas denuncia el desmedido amor a España. Desde esta perspectiva, Imperiofilia es menos un libro de amor loco por la patria y más uno que procura modular y sopesar el amor nacional. Entre Imperliofilia Imperiofobia hay, entonces, dos polos afectivos, uno movido por el amor loco, otro por el miedo y la victimización. Roca Barea representa populismo “intelectual reaccionario” que actúa bajo criterios que clásicos del populismo (un necesario otro exterior constituyente, un enemigo para atacar y unir al grupo para marcar un nosotros y un ellos) pero también lleva al extremo la necesidad de destruir al enemigo, de demonizarlo y acabarlo (14). Las lecciones de Imperiofilia, entonces serían “desfacer” los entuertos de Imperiofobia, pues “su esencia reside en mezclarlo todo, confundirlo todo, y en ese maremágnum no ofrecer razón atendible, sino solo un tu quoque infinito” (14). Villacañas, entonces, apuesta por un populsimo intelectual mesurado y comprensivo, que no mezcla y no confunde, que da buenas razones y sobre todo trata de evitar el “fácil” tu quoque. El problema, por otra parte, radica en que dentro de la hegemonía todo a la larga es un tu quoque. 

Todo el libro de Imperiofilia es una corrección a Imperiofobia. Lejos de escribir como Roca Barea, que se excita con todo. Recorre los siglos, acumula noticias que le afectan y como el penitenciario en Semana Santa le duelen los latigazos sobre la espalda desnuda” (109-110), Villacañas escribe desde “la distancia adecuada” (como se repite varias veces en el libro). Así, saber bien de política, de historia y de cualquier cosa en general es saberse medir, saber calcular. Sin arriesgarse mucho, la lección de libro sería saber medir el miedo y el amor. Pues amobs no están mal, pero hay que tener dosis adecuadas de éstos. El asunto es que la medida de los afectos y su posterior cristalización en emociones o su devenir máquina en pasiones, no responden nunca a una fórmula adecuada. De hecho, el mismo Villacañas parece sugerir que no es tarea fácil determinar cómo es que ciertas cosas nos han afectado y luego éstas se cristalizan en la vida cotidiana. Cuando se escribe sobre la inquisición, se dice que lo necesario sobre esta institución: 

 “es que los españoles logremos un relato de la manera en que nos afectó esta institución y apreciemos lo específico de la misma, no que nos enrolemos en una guerra de cifras y de muertes, de pequeños detalles sin densidad significativa. Lo relevante es lo que significó para nosotros como pueblo y la manera en que afectó a la constitución de nuestra inteligencia y a la formación de elites; a la manera de ejercer la dirección y de lograr obediencia y confianza” (143) 

Si es tan difícil saber eso que la inquisición significó y cómo afectó a “la inteligencia y a la formación de élites”, ¿cómo presuponer que “el pueblo” (o un pueblo) estuvo ahí para recibir esos afectos?, ¿no es más bien, como se sugiere en otras secciones del libro, que en “los gloriosos años del imperio” la formación social de la península ibérica era múltiple y por tanto carente de una idea de pueblo?, ¿no es más bien que precisamente la inquisición afecto a “España y las colonias” al grado de convertirlas en pueblo? Consecuentemente, esos “detalles sin densidad significativa” se convertirían en los resabios de aquello que procuró la formación de pueblo. 

De hecho, las diferencias entre los enfoques de Villacañas y Roca Barea están en las formas de contar, ya sea la historia y/o los “detalles sin densidad significativa” que forman la historia. Para Villacañas, Roca Barea se la pasa contando, acumulando, para ella “todo reside en saber quién mató más” (111) entre la Inquisición y el Calvinismo. Al mismo tiempo, cuando se llega a discutir la lista de libros prohibidos por la inquisición, Villacañas comienza su conteo de detalles nimios. “No hace falta recorrer todo el índice del 1922 para darnos cuenta de que para la casta sacerdotal que guiaba con paso firme a la humanidad católica hacia la ciencia y el progreso, no se podía leer nada de la historia del pensamiento humano” (205). Desde esta perspectiva, se puede decir que la fobia y la filia del Imperio invitan a que a las masas, y a las élites conservadoras, los conmueven los muertos y a la “valiente” sociedad civil, la prohibición de libros. Si dentro de los “juegos” populistas todo es conteo y suma, espejo y reflexión para proyectar a y en un “otro” aquello que “uno” no quiere ser, ¿de qué le sirve a la política contar(se)? A su vez, sin la cuenta, ¿cómo saber que el “eterno retorno” y la línea progresiva de la historia han cambiado? Tal vez valga menos “desfacer” enredos y proyectar otros afectos, incluso, tal vez, desde la risa, como el cómico Ignatius Farray ya lo ha sugerido: más valdría jugar a una verdad y un conteo afectivo, que a una reparación emotiva, didáctica y empalagosa.