La primera vez que leí “la noche boca arriba” de Cortázar, hace un año, tuve una reacción casi visceral. Durante años he tenido sueños recurrentes donde estoy perseguida por soldados enemigos e intento desesperadamente evadir la captura. Los soldados son a veces Nazis, a veces fuerzas policiales, y a veces algo que no puedo colocar, pero siempre me dejan con ese momento sin aliento, justo cuando despierto, cuando no estoy seguro de lo que es real y lo que es un sueño. La literatura fantástica vive en este momento, entre sueño y realidad, vida y muerte, cordura y locura, y “La noche boca arriba” no es una excepción—evoca un profundo sentido de duda sobre lo que realmente ha sucedido.
La segunda vez que leí “La noche boca arriba”, este año, me impresionó un poderoso sentimiento de dejá-vu. ¿Dónde había leído algo como esto antes? Después de reflexionar, me di cuenta de que el cuento me recuerdo mucho de uno de mis libros favoritos, Catch-22 de Joseph Heller, una novela que, a primera vista, tiene poco en común con “La noche boca arriba,” además de que también fue escrito en la década de 1950 y que sus personajes también pasan mucho tiempo en salas de hospital. Pero, si has leído Catch-22 (que recomiendo encarecidamente que hagas), sabes que también se trata de ese espacio entre la realidad y la fantasía. Atrapado en la agitación y destrucción de la Segunda Guerra Mundial, el excéntrico personaje principal, Yossarian, parece fundamentalmente loco. Al final de la novela, sin embargo, el lector se da cuenta de que Yossarian es perfectamente cuerdo; la sociedad es lo locura. Ya sea a través de una guerra o de los sueños, el espacio entre la realidad y la fantasía es un terreno fértil para la literatura, no sólo para el Boom Latinoamérica sino para historias de todo el mundo.