La palabra “runa” la escuché primero del habla quechua/aymara en calles y mercados. La escuché de los pobladores altiplánicos que migraban a El Alto y a La Paz. Luego, como sucedió en muchos casos de transmigración lingüística, los citadinos la incorporaron y le dieron usos desviados y tergiversos. Runa, en quechua, significa gente, ser humano; en aymara el vocablo posee un asidero aglutinado y por lo tanto no existe una definición exacta, de hecho, “ningún vocablo de esta lengua aymara comienza por R”, como dijo Bertonio. En el “Guion Lexicográfico” de El pez de oro (1957), Churata incorpora dos acepciones quechua de esta palabra: Runa-challwa, que significa “pez-hombre” y Runa-simi, que significa “lengua del hombre gentilicia”, vale decir, lengua que se habla desde una relación con el origen, fundamentalmente geográfico y cultural. Se podría afirmar, entonces, que el aymara o el pukina o el uru son el runa-simi de los habitantes altiplánicos del Titikaka y no así el quechua o el español, este último en sí mismo una lengua híbrida europea que en la colonia a su vez se hibridó alimentándose de otras runa-simis. Félix Layme, en su “Introducción” al Vocabulario de la Lengua Aymara (1612) de Ludovico Bertonio, da a entender que Runa-simi significa Quechua y a su vez “lengua humana” (15), así como “lengua humana” también significa Jaqi Aru o Aymara. Reconociendo que no se trataría aquí de una identificación de esencias ontológicas puras o a-históricas, pienso que la idea de una “lengua del hombre gentilicia” es una respuesta compleja que Churata, por ejemplo, elabora para repensar procesos de autodeterminación cultural en los Andes, más allá del impulso “gentilicio” y de provocación nacionalista que evidentemente se filtra cuando se pronuncian los vocablos “peruano” o “boliviano”.
Lo anterior me lleva a conectar dos líneas de reflexión importantes. Por un lado, la problemática en torno a los procesos de institucionalización de la “lengua nacional”, que trae consigo una definición implícita de nuestra relación con el castellano; y por el otro, la respuesta crítica que se despliega frente al proceso de homogeneización y marginalización lingüística anterior, a partir de la creación de diversos “lenguajes imaginarios” (Schwartz 55-78) que durante las vanguardias americanas se pusieron en relieve. Considero que ambos procesos poseen sus particulares rasgos de bifurcación y densidad interna que valdría la pena analizar.
Respecto al primer punto, pienso que el impacto tiene que ver con la política de represión cultural que desde la colonia se ejerció al promover una escritura institucionalizada monolingüe que definía, por ejemplo, al Perú como nación y que no debatía el problema de la “lengua nacional” que al menos era bífida (Vich 19-20) o más que bífida desde el principio. De ahí que el castellano, lejos de constituirse en una runa-simi de más de cinco siglos, se convirtió en una lengua de poder y un mecanismo de control y marginación lingüística, aspecto que, se sabe, no llegó nunca a consolidarse y menos durante el periodo vanguardista desplegado en los Andes.
Y es aquí donde sugiero articular el segundo punto. Si bien el debate a nivel intelectual se instaura en la denuncia de “ceguera nacional frente a lo indígena” que González Prada enarboló en su ensayo “Nuestros indios” de 1908, es al interior de la dinámica vanguardista donde se condensa esta problemática y donde se fraguan las respuestas críticas más sugerentes. Resalto dos: en primera instancia, la respuesta negativa frente a la perspectiva asimilacionista que reclamaba la aculturación como única vía de acceso a la modernidad (respuesta de Mariátegui y la revista Amauta, por ejemplo) y, la segunda, la lucha por devolver funcionalidad a las lenguas indígenas partiendo de su lugar de enunciación (respuesta de Chuqiwanka Ayulo, Churata y el Boletín Titikaka).
Si bien el fenómeno de transmigración lingüística fue algo que aconteció a nivel continental y que en principio derivó en esfuerzos utópicos de aglutinación (como en Mario de Andrade y la búsqueda de una lengua de síntesis de las expresiones dialectales del Brasil o Xul Solar y la creación del “neocriollo” como un dialecto basado en el castellano y el portugués para ser usado en América Latina (Schwartz 55)), es en la “ortografía indoamericana” (1927) de Chukiwanka Ayulo o más tarde en Hathawi (1931) de Ramún Katari, donde sin volcar la atención a la posibilidad de articular diversos movimientos culturales al vuelo, se plantea la necesidad de re-inventar y ejercer políticamente un lenguaje desde una dinámica de “raíz migratoria” (Churata dixit), es decir, desde un movimiento que produzca, al mismo tiempo, modos variables y runa-simis de existencia. Chukiwanqa Ayulo, desde una afrenta oral vanguardista propuso en ese texto una nueva ortografía incisiva que iría a representar una nueva política desde los Andes: “qada palabra se escribe qomo se pronunsya”.