La palabra “rescate”, como todas las palabras de todas las lenguas, muda su sentido conforme mudan sus hablantes y con ellos las historias de las que provienen. Rescate era para los colombinos como Cortés una forma de transacción comercial estratégicamente ejercida y que también disfrazaba una forma de robo descarado. “Y luego que los vieron venir los naturales de la tierra se pusieron en manera de batalla fuera de su pueblo para defender la entrada, y el capitán los llamó con una lengua e intérprete que llevaba y vinieron ciertos indios a los cuales hizo entender que él no venía sino a rescatar con ellos de lo que tuvieran y a tomar aguaje”, dice en su famosa carta de 1519. Los estudiosos arguyen que este vocablo, además de su ancestral sentido teológico, de resurrección, no tenía sino el atrevimiento de fomentar el “intercambio” de oro por preseas. De cualquier manera, no es este el sentido que quisiera enfatizar ahora, aquí, en esta página escrita en la segunda década del siglo XXI y a casi un siglo del hundimiento del Lusitania, donde la palabra “rescate” bajaba a los abismos del océano Atlántico Septentrional. En mi escueto perímetro vital esta palabra se halla íntimamente ligada, hay que reconocer, a la fauna cartularia, y claro, a las leyendas que la circundan, pues habría que enfatizar que tales leyendas no son los membretes aferrados a las cosas sino una peste que se propaga por ellas. No hay pureza de la imagen, acotaría de soslayo, pues ¿qué leo cuando leo “Gavilán Katari más veloz que el puma” en la ventana trasera de un minibús o cuando miro a un perrito regando una llanta sin su papá? “Mucho promete el nombre”, decía Gracián no falto de ironía, y el gran Vallejo, más ducho que Barthes, escribió: ¿Qué se llama cuanto heriza nos? / Se llama Lomismo que padece / nombre nombre nombre nombrE.
Sin duda, todo “padece nombre” y esta fatalidad puede llegar a ser excesiva como la prosa de Pizarnik o discreta como los últimos poemas de Roberto Echazú, pero ese (no) más allá del lenguaje, ya nos previno Blanchot, Celan, Beckett, Michaux, et al., es la marca contra natura que pagamos por fijar la vista en algo. Y con esto, creo, volcamos la idea de lo real hacia ese “magma barroso” de la experiencia sensible a la que nos conduce el dominio de las leyendas al interior, por ejemplo, de la fauna cartularia de una ciudad y, por ende, de sus cementerios.
Toda imagen supone un nombre encubridor, aunque la supongamos real, desnuda, intocada por la lengua. De fierro,/ de encorvados tirantes de enorme fierro tiene que ser la noche,/ para que no la revienten y la desfonden/ las muchas cosas que mis abarrotados ojos han visto,/ las duras cosas que insoportablemente la pueblan, escribe Borges hablando del insomnio en 1936. Pienso que en esa tensión entre real y acumulación que proponen esas líneas es donde Borges sitúa algo que refuerza la idea anterior: la operación de la memoria como condena implacable y, junto a ella, la del olvido como acción insostenible desde el lenguaje. Bastaría caminar de la mano de Bloom por la ciudad de Dublín, quiérase también por La Paz, para entrever que es el mundo de la acumulación, la interferencia, la superposición, aquello que desovilla nuestras horas de insomnio por calles, recovecos y habitaciones.
“¿Por dónde se ensancha la inmensa ciudad?”, preguntaba Kafka, quizás a sí mismo, o tal vez al cuarto propio de su lengua, acaso a un lector “a venir”. La frase despunta en uno de sus “Cuadernos azules” de 1917, como un aerolito llegado de la inmensidad de sus noches de insomnio, entreveradas de lecturas y restos diurnos en Praga. En esa frase comprendemos que ver lo múltiple sin desorden puede ser el anhelo de quien mira una ciudad hasta el fondo. Sin anhelo (Kafka habla también de “capacidad intuitiva”) caeríamos en la arrogancia de una escritura que actuaría sin memoria e inmersa en el cinismo del caos fragmentario. Esto mismo plantearía una distinción importante: por un lado, la proliferación de escritores vanguardistas cuya desmemoria abundaría hasta la petulancia; por el otro, en un rescoldo menos visible, el sustrato de lectores retaguardistas que siempre estarían reinventando nuevos modos de leer. Kafka sin duda pertenece a los segundos. Y lo interesante de esta práctica es que el oficio intensivo y muchas veces aislado de estos sujetos se consume en esa dorsal que significa escribir el silencio de una lectura. Aquello que Lezama a su manera sugería cuando nombraba el plutonismo.
Comparto la atracción por este tipo de lectores anacrónicos y “rescatistas”, si vale el término, que se agitan por un “a venir” de ciertos modos de leer que vuelcan caminos. ¿No agradecemos a Benjamin el fervor por expandir los espacios de acumulación de lo leído cuando precisamente ejerce, al escribir, la insoslayable teoría de su arte de citar sin comillas? Son lectores retaguardistas porque leen, para júbilo de sus lectores futuros, desde un fuera de lugar y una orfandad articulada al fracaso de sus escrituras. Y esto los hace únicos, porque leen con la certeza de que la memoria es antes que nada interferencia, torsión, encubrimiento, un paso siempre atrás.
Absoluta en Borges, involuntaria en Proust o imprevisible en Urzagasti, esta memoria fue también sentida por Ismael Sotomayor y Mogrovejo. Urzagasti contaba que su padre le enseñó que “la memoria empieza con la mano”, Sotomayor y Mogrovejo nos enseñó que esa mano es antes que nada una mano amiga de las “alimañas de la fauna cartularia”, expresión esta última que aparece una sola vez y para siempre en su libro inédito Cachivaches de antaño.
Uno podría imaginar a Gabriel René Moreno como el primer guardador de rebaños de las letras bolivianas. Un lector arconte y recibidor, se podría decir. Sin embargo, no asentiría en promover la idea de que Moreno inició un modo de leer que sigamos practicando. Sí estaría más tentado en imaginar a Ismael Sotomayor escamoteando sus papeles, los de Moreno en este caso, y a hurtadillas. Esta alimaña de la fauna cartularia, que con simpleza también se autodefine como “aficionado a inquirir las cosas del pasado”, se cuela en todas las bibliotecas que encuentra y allí se queda eras y eternidades. Confuso, a solas, muerde, huele, devora; o acaso baila, llora y se revuelca, hasta hacerse azotar con cañería.
Un lector alimaña que se inventa a sí mismo con el ropaje de sus pergaminos es un lector que viste el íntimo ropaje de su ciudad. Alguien que, como Sotomayor, en cada palabra murmurada deja oír la acumulación de las hablas y con ellas deja ver los orificios suspensos, boquiabiertos, de sus habitantes. “Nadie como él para conocer la ciudad de La Paz; su pasado y su presente –y aun su futuro, si se quiere. (…) con algo así como un metro cincuenta de estatura y con una bien proporcionada joroba, era dueño del mundo”, Saenz dixit.
Agosto, 2014 – Junio 2021.