[Saenz y los trabajos de la poesía]

En el texto “[Editorial]” de La Mariposa Mundial Nº 18 quise reflejar cierta noción de la dicha de escribir. Ser un poeta, a la manera de nadie, señalará siempre un camino ajeno a la literatura. Cuando Saenz se interroga “para qué intentar la obra, para qué la obra, eso es lo que muchas veces me pregunto”, en el filo de tal indagación lo central no es el centro, sino más bien la búsqueda de ese centro, “el camino, no la respuesta”, como confirmará él mismo.

Esto puede prefigurar el inicio de su aventura, una espesura de múltiples resonancias donde se cierne la imagen oculta de su hacer, o si se quiere, de “los trabajos de la poesía”, según escribe en una página mecanografiada de La Piedra Imán. ¿Dónde precisar esta experiencia, que como en Benjamin, se orienta menos al resultado que a la aventura? Saenz, asumiendo que para ser poeta “no necesariamente se tiene que escribir poemas”, elige la prueba de una soledad que se extiende hacia los muertos y donde también amenaza la fascinación de escribir.

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Pero en el otro lado de la balanza están las lecturas que se hicieron de Saenz. Habrá que notar que su historia es también una historia “ideal” de otros trabajadores esta vez de sus trabajos. Llegamos a momentos luminosos cuando se nos advierte que la indagación de la escritura saenzeana prefigura una “poesía interior que es objetiva” (Antezana dixit), que topológicamente podemos imaginar como un internarse en el viaje de una obra que goza de sus excesos en cada uno de sus pasajes, de sus pliegues y de sus instantes verbales, a la manera de los márgenes de un libro total que siempre huye, o donde todo lo que está al alcance escapa, apenas alcanzado. Un accionar la obra para liberarla, al mismo tiempo, “del yugo opresor del sentido, de la tiranía de la Totalidad” (Jabès dixit). La bienvenida a ese “todo” y “no-todo” en la obra, asume aquí el carácter de una fuerza íntima, de una necesidad desplegada, que indaga siempre en la imposibilidad de atrapar, también desde la lectura, ese afuera que Saenz supo prefigurar a través de su escritura, claro está, en contra de esa “tiranía de la totalidad”. Agregaría, a la vez, que muchos lectores selectos de su obra cayeron sin más en ese yugo, deponiendo su práctica al servicio de un aparato crítico que otorga legitimidad y prestigio a ciertos saberes hallados de primera y segunda mano, y que hábilmente son volcados en una especie de tecnología de la reproducción crítica, aplicable a todo aquello que se toca desde tal aparataje conceptual.

Era muy obvio que a la postre iría a surgir cierto síntoma en el ámbito mismo de esta sociedad de lectores, que de una u otra manera, y a favor de la repetición, comenzaron a ejercer, consciente o inconscientemente, la consigna de “olvidar a Saenz”. Y no es de reprochar, la academia de lectores que le tocó a Saenz fue muy hábil en su capacidad igualadora, pues para estar en ella y con Saenz, todo el espectro lector estaba obligado a hacer lo mismo, “siguiendo las mismas tendencias de un mercado simbólico especializado”, para utilizar las palabras de Sarlo cuando se refiere a un fenómeno similar sufrido por Benjamin.

Por suerte los lectores de nuestros días poseen también hábiles competencias para saber hacer con su síntoma. Los trabajos de lectura registrados sobre la obra de Saenz, en este entendido, ganan por sintomáticos, y en muchos sentidos, pues no olvidemos que un síntoma es una metáfora abierta, donde caben todas las apropiaciones posibles de lo que se llama “otredad”. Sin embargo, es viable, operativo, en este caso, esperar las sorpresas que los archivos de Saenz habrán de provocar algún momento, consolidando un nuevo fenómeno de constelación interior, donde los “trabajos de su poesía” habrán de sintonizar nuevamente con un lector capaz de trascender el “yugo opresor del sentido” y la “red de contradicciones” a la cual fue sometida muchas veces esta obra.

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Como sugería Walter Benjamín en su tesis doctoral de 1918, se trata de establecer una “historia de los problemas”, en tanto estos, los problemas, conciernen no solamente a la tarea filosófica, sino también a disciplinas y prácticas que se hallan fuera, alrededor, expulsadas de ella. De ahí la mención posterior acerca del “empobrecimiento de la experiencia en el siglo XX” y de su necesaria restitución con el pasado. Así mismo, la escisión del platonismo que se va repensando desde Borda o Churata, nos abre toneladas de cosas para reordenar aquello que de “platónico” se hizo de la obra de Saenz, a propósito de un dualismo metafísico que ahogó una poiesis en torno al entendido de un falso romanticismo que vindica no el poema, o su proceso, sino una noción de poesía contaminada de oscuridad, substancialismo o misticismo trascendentalista.

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En este marco, el Romanticismo –alemán– se propone como la conciencia de una abertura, de un abismo. Pero es también una respuesta a esta desgarradura. Hoy podríamos insistir en que a partir del romanticismo la poesía se transforma en acto, y este cambio de dirección es quizás la primera raíz presente en la poética de Saenz: “…nada podrá hacerse sin antes haber vivido las experiencias que precisamente forman parte de los trabajos de la poesía”, advierte en otra página mecanografiada de La Piedra Imán. Sin embargo, el lector solus, pauper, nudus que nos recuerda Víctor Hugo en su “Prólogo de Cromwell”, sabe que la poesía como acto ha existido desde siempre. Pero el acto de Arquíloco de Paros escanciando vino “hasta el fondo de eses”, no es el de Saenz robando un pie de la Morgue miraflorina en la ciudad de La Paz. Las distancias son insalvables, podríamos imaginarlas, hasta cierto punto, indisolubles una en otra. La historia de los problemas, recuerda Benjamin, también está inmersa en una especie de río conceptual de sus transformaciones.

Cuando Saenz afirma que “para escribir poesía, hay que hacer poesía”, desplegamos el proceso creativo de la dimensión de obra a la dimensión de experiencia. Consagrarse a la creación es antes bien una experiencia, parece sugerir Saenz, pero también un acto que se resiste al espejismo de una comunicabilidad inmediata. La “experiencia” no es algo que se resume en el empirismo del hurto o la ebriedad, es quizás un acto de retirada hacia el horror o el vacío. El gesto romántico, por ejemplo, radicaliza la experiencia asumiéndola como “retirada a lo profundo” (Berlin dixit) y esa es la condición que ha sembrado para todo acto creativo. La creación de una necesidad, una motivación, un impulso, caros a Saenz, pero también la liberación de una búsqueda que se tensa contra la generalidad realista.

La praxis de todo gran escritor es siempre incierta. Parece provenir de un proceso negativo y atroz que establece con las cosas del mundo. Una búsqueda que moviliza la experiencia en la aventura de escribir lo incesante, lo interminable, o el camino mismo que implica, por ejemplo, escuchar la 9na Sinfonía en Re Menor de Bruckner y escudriñar su carácter de obra interrumpida y compuesta por fragmentos inconexos, que para Saenz, dicho sea, será el aprendizaje de la creación de una obra como principio único e indivisible para conectar cosas inconexas. Una obra como la de Bruckner que pervive en la imagen del artista muriendo en la Abadía de San Florián con un rollo de papeles ilegibles en la mano.

Addenda

La lectura no hace nada. Solo hace que algo se haga, no tanto que sea. ¿Qué significa recibir manuscritos, papeles sueltos, y hasta libros, de un baúl donde casi nadie ha mirado y que ahora ingresan en la luz de una lectura que ve nacer las obras ya largamente públicas y leídas? A la vez, ¿qué sucede si condenamos la voluntad del autor que desatiende y olvida su obra inconclusa, marginal, fragmentaria, y mucho más la voluntad duplicada del lector que se queda solamente con lo comprensible de una música sin haber aprendido a escuchar el ruido de fondo que ahora contamina sus páginas? ¿Qué hacemos si invertimos la idea enfermiza de Pierre Janet que no quería leer porque “un libro que se lee se ensucia”?

Escribir y leer forman un pliegue negativo. ¿Desde dónde se escribe, desde dónde se lee? O mejor, la búsqueda de una escritura que hace pliegue en la búsqueda de una lectura, ¿dónde gana en horizonte? O más, leer sin presuponer ocultos simbolismos detrás de las palabras, leer como el rebús de los sueños que Freud compara con la escritura en imagen, ¿hacia qué límites de tal imagen se llega si una lectura es la imagen invertida que aparece como escritura? Si hay un rastro que deja el lenguaje, este no figura en el lenguaje, pero a la vez, un afuera del lenguaje no es otra cosa que la imagen de un camino “irrefrenable” de la escritura. La borradura en una página, por más ínfima, deja huellas indelebles que al leerlas se las vuelve a escribir. ¿Qué hay en esos rollos inconclusos de papel que agarra Anton Bruckner? ¿Un exceso, una chicane infinita o el logro de “la unidad de lo radicalmente separado”, como diría Guillermo Bedregal? La lectura no hace nada. Solo hace que algo se haga, como Saenz lo hace cuando escribe sobre Bruckner:

…y habiendo abandonado el sitio en que se hallaba avanzó hacia la mesa para encender la lámpara y luego de sentarse cogió con gesto resuelto el consabido rollo de papeles y entregándose al trabajo comenzó a consignar una que otra nota a medida que iba revisando los papeles la verdad es que estos bosquejos destinados a la composición de una sinfonía no le satisfacía en lo más mínimo y esto no dejaba de causarle cierta inquietud aunque por otra parte estaba en su conciencia que tales bosquejos no podían considerarse ni siquiera un tanteo y muchísimo menos aun el inicio de una obra… (Tocnolencias).

Saenz no pregona significaciones estables, ni siquiera de sí mismo como lector. Mira el proceso y consigna “una que otra nota” en lo irreductible de lo inacabado. Si algo pregona serán las fisuras de un lenguaje que tantea “en las regiones de la revelación no revelada”, como anota en otro lugar, o en “el hervor de estos signos”, como añade Felipe Delgado en sus “Cuadernos”. Su lenguaje no tiene garantías en el mundo y, como muestra Blanchot de los libros que se originan en el arte, cuando es leído aun no ha sido leído nunca. No encuentro nada más alentador como lector de Saenz que enfrentar un lenguaje sin garantías en el mundo y que sea al mismo tiempo el mundo depositado en la impasibilidad de las cosas. Si la escritura de Saenz alcanza este grado de radicalidad, habrá que meditar también en que la radicalidad de leer se encuentra quizás en pensar de costado, hasta el extremo del sueño, donde se lee fuera de lo visible.

La Paz, 2011 – Vancouver, 2021

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