[Apokalupto]

A fines del año 2016 comencé a traducir en La Paz el libro Economy of the Unlost (1999), un ensayo de Anne Carson que en ese momento no se había publicado en español. Hace dos años Vaso Roto Ediciones publicó en España una versión de Jeannette L. Clariond, distinta a la que venía haciendo. Estas notas, por lo mismo, las escribí mientras traducía “Vela falsa” [False Sail], el prólogo, que en realidad es la lectura de un retorno imposible que se cifra en el romance Tristán e Isolda y que Celan reconstruye en el poema “Materia de Bretaña”. En el libro se despliegan cuatro capítulos devastadores a partir de allí (Alienación, Visibles/Invisibles, Epitafios, Negación), donde Carson insiste en el sentido de una poiesis anudada a la circulación del dinero, los bienes, el despilfarro, la negación, el desperdicio, la ausencia, el duelo, a través de un juego de migraciones anacrónicas que van (y vuelven) de Simónides de Ceos a Paul Celan.

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En una entrevista en The Guardian, el 2016, Carson tuerce el tropo de Heidegger al responder acerca de su visión de la poesía: “si la prosa es una casa, la poesía es alguien en llamas corriendo a través de ella” [If prose is a house, poetry is a man on fire running quite fast through it]. ¿Quién? No ya un ser consubstanciado en su morada ontológica, sino un cuerpo calcinando sus restos. La traducción de Valeria Tentoni que uso aquí es sutil; no un hombre (en genérico) o una persona (en deriva de semblantes), sino un “alguien” sin más, indeterminado, calcinándose.

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En medio de todo lo perdido, sostiene Celan, solamente ha quedado una cosa: la lengua. Una economía de lo no perdido será entonces concebir que en medio de la escritura poética hay un punto en el cual se concentra la cuestión lacerante de abominar cierta literatura que la sociedad trafica en su doxa.

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Edmond Jabès propone que “siempre se escribe al borde de la nada” (otras traducciones proponen “…al filo de la nada”); “por eso resulta un llamado de atención la facilidad con que escriben los poetas de hoy en día”, explicaría Eduardo Milán. Pero insistir en esa “nada” de la cita de Jabès conduce, antes bien, a ese “tono apocalíptico” todavía no interrogado. De la nada, parece intuir Jabès, solo sabemos “en borde”, vale decir, desde un límite que en el caso de un poema estaría confinado a las palabras. Es el riesgo que asume la aventura de escribir. Un riesgo no necesariamente formal, sino más bien una “pulsión de riesgo” que no se resuelve solamente a nivel de una logopeia, como pensó Pound, es decir, a partir de cierta danza del intelecto entre las palabras, parafraseo, donde los procesos de ideación operan en función de hábitos de uso, del contexto inmediato, de acepciones conocidas, de concomitancias habituales y de un juego de la ironía roída por un sentimiento inevitablemente cínico. Escribir desde el cuerpo calcinado es adherir esa “nada en borde” a una zona inasible a las palabras, que es la carne misma en una gimnopedia ardiente corriendo por su casa.

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Si retomamos la idea de “facilidad” que insinuaba Milán, todo a nivel de la escritura comienza a resultar posible y gratificante, si se escribe, además, despilfarrando palabras “al borde de la nada”. Pero algo falla en la idea de que todo en esta época es posible en el lenguaje y el sentido. La vanagloria, por ejemplo, descuida el enclave de las palabras puestas en tensión con el mundo. Según Carson, “los poetas son quienes despilfarran aquello que sus padres ahorrarían”, lo cual parece sugerir que en una civilización comprometida a la avaricia de manera incondicional, la oscura vinculación entre poesía y economía se despliega en interrogantes que van, según precisa, desde qué significa ahorrar tiempo, el aliento, un problema, el zapato de cuero, el plato del día, a qué significa finalmente ahorrar palabras. Los biógrafos de Celan, recuerda Carson, cuentan que cuando el poeta tenía cuatro años encontró el modo para inventar sus propios cuentos de hadas. Él anduvo contando esas nuevas versiones a todos en su casa, hasta que su padre le aconsejó que se detenga. ‘Si tu necesitas historias, el Antiguo Testamento está repleto de ellas’. El padre de Celan pensaba que elaborar nuevas historias era un derroche de palabras. La reflexión de Carson resulta entonces cabal: “los poetas son quienes derrochan aquello que sus padres ahorrarían”; pero esto no llega a ser del todo así, pues aquí se adhieren todavía otras interrogantes a contrapelo: ¿Qué es lo que exactamente perdemos cuando las palabras se despilfarran? Y ¿dónde está la tienda donde estos bienes [las palabras] se acumulan?

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Si la función del poeta fue permanecer fiel a la idea mallarmeana de “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”, la adecuación al presente de un lenguaje, incluso de una palabra puesta en tensión con el mundo, no parecería provenir del artificio de vehiculizar momentos anteriores de la lengua que se podrían enumerar de solemnes, ahorrativos y de purificación verbal. Al contrario, el riesgo que asumiría la escritura del presente, si vale esta falaz generalización, tiene que ver con una idea de “borde de la nada” que se ejerce a partir de un juego bastante macabro donde cada palabra termina siendo al final una “nadería” (Borges dixit) que acaba de ocurrir.

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La palabra “riesgo”, entonces, tiene que ver con un refugio que se abre en la experiencia de ese borde y, por ende, con la pérdida de solemnidad de una voz que coexiste, ahora sí, de manera apocalíptica con un cuerpo arrojado a su presente. Agregaría algo más: si la palabra “riesgo” es apostar por la eficacia de palabras de una logopeia de la inmediatez como “chat”, “pique a lo macho” o “dealer”, articuladas a la solemnidad de otras como “dios”, “muerte” o “soledad”, cada texto lanzado al lector presumirá de ser una respuesta terminal y hasta irónica al estado de cosas de este mundo, olvidando en tal arranque de ingenuidad, que su derroche o despilfarro dejó replegado en una esquina al triste pedazo de carne que lo fraguó.

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Apokalupto (palabra griega del hebreo gala, precisa Derrida) tiene que ver con aquello que se desvela y descubre la cosa, una cosa muda en la “nadería” de un pedazo de carne “aullando en su hueso”, como escribió Edmundo Camargo. Se trata del cuerpo de la escritura, de un no-tono o, quizás mejor, de un grito sonando a rajaduras y engranajes desde zonas de agujero. Un “alguien” en llamas corriendo a través de las palabras.

La Paz, 2016 – Vancouver, 2022

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