La búsqueda de nuevos lenguajes, en algunos casos infinitos o imposibles, es un impulso que emerge en Latinoamérica desde muy temprano. Esta dinámica estuvo ligada, en un principio, al proyecto lingüístico de circunscribir dentro del campo de lo posible y de lo realizable la utopía de una “lengua nacional” que vaya acorde a la idea de un “país nuevo” y un “hombre nuevo” americano. El recorrido de este sentimiento va del proyecto de “pintar las palabras con signos que representen la boca” de Simón Rodríguez (Rama 61; Schwartz 58), pasando por la “gramática” de Bello y la conocida controversia de 1842 con Sarmiento, hasta los proyectos vanguardistas de Oswald y Mário de Andrade en Brasil, la “panlengua” y el “neocriollo” de Xul Solar en Argentina o la “ortografía indoamericana” de Chuqiwanka Ayulo en los Andes.
La polémica en torno al idioma de los latinoamericanos es de raigambre decimonónica. Si agregamos a este debate las “Notas acerca del idioma”, que González Prada escribió en 1889, no resulta extraño que durante el siglo XX este debate, no resuelto hasta hoy, haya revelado en sus esfuerzos de restauración la presencia de un “excedente opaco”, la expresión es de Cornejo Polar, que fuga constantemente frente a los intentos de adulteración plebeya de la lengua. Fue González Prada quien además de ratificar la postura de Sarmiento, practicó tal adulteración plebeya incorporando en sus movimientos de asimilación y segregación, como advierte en su ensayo, “neolojismos o células nuevas i los arcaísmos o detritus” [sic].
Este dilema de las contradicciones y ambigüedades que se apoderó de los lenguajes nacionales es percibido por Cornejo Polar como detonante para el surgimiento de nuevas literaturas, que traían en sus propuestas nuevas concepciones más porosas e imaginativas de lenguaje. Pero estas “nuevas” concepciones estaban marcadas por una tensión, no menos compleja, entre “proyecto literario” y “espacio social” (158), aspecto que claramente se equipara al nexo conflictivo entre geopolítica y lugar de enunciación.
Para Cornejo Polar, legitimar lo “plebeyo” era abrir el lenguaje al habla popular, pero este movimiento era también una manera de “religar la normatividad estética a la vida cotidiana” (158). En otras palabras, legitimar lo “plebeyo” no se resuelve por el lado de la eficiencia artística o pertinencia ideológica. El dilema, en todo caso, marca de entrada una zona de articulación compleja donde inmediatamente queda en el fondo un “excedente opaco” irrepresentable e inexpresable. Tampoco vale la pena dejar de lado la posibilidad de articulación de esta idea del “excedente” con la noción de la “querella del excedente”, que Zavaleta Mercado sitúa en el corazón mismo de la construcción de la soberanía y autodeterminación indígena cuando propone pensar la “unidad del espacio” como prolongación del “tiempo histórico” en “instantes anómalos” de crisis (21, 28).
Si los proceso de “oralización de la escritura”, según Cornejo Polar, produjeron literaturas de la re-presentación (narrativas realista-indigenistas, a la manera de Icaza o J.M. Arguedas), pero también literaturas de la re-producción (escrituras vanguardistas que densificaban la realidad a través de la parodia y la imaginación extremas, a la manera de Palacio o Vallejo, agregaría, Emar o Mundy), este crítico andinista no descuidó en resaltar que la posible articulación entre escritura y oralidad, entre letra y voz, o mejor, entre proyecto literario y espacio social, no se libraba de la homogeneización y, lo que es más riesgoso aun, de la paradoja de abrir un canal no letrado donde fluyan hablas populares y originarias sin otorgar un lugar de enunciación a quienes en este caso “prestan su voz” (159).
En este contexto de discusión acerca de cómo “escribir la voz” y cómo en este gesto siempre existe algo que escapa a los intentos de otorgar representación a quienes serían los emisores de ese discurso, pienso que se articula un debate (digamos fugaz pero no menos importante) entre Vallejo y Churata. Vallejo publicó el artículo “Contra el secreto profesional”, en el mes de mayo de 1927, un texto controversial, sin duda, que interpelaba la supuesta originalidad de las prácticas vanguardistas latinoamericanas y que abría nuevamente el debate en torno a la tensión entre el campo letrado y el espacio social. Los juicios de Vallejo deslegitimaban los lenguajes vanguardistas y golpeaban también las prácticas descolonizadoras del grupo Orkopata, que se tramaban desde los márgenes de Puno. “La actual generación de América es tan retórica y falta de honestidad espiritual, como las anteriores generaciones de las que ella reniega”, escribía Vallejo. La respuesta de Churata no se hizo esperar. Ese mismo mes escribió en el Boletín Titikaka un texto que tituló “septenario”, aludiendo a los siete puntos que Vallejo había desplegado en ese artículo como ejemplos de su argumentación. Reproduzco un par de fragmentos de esta respuesta, que comentaré luego: “vallejo juzga con criterio historicista primitivo formulando objeciones que circunvalan la periferia pero cuando se le ofrece oportunidad de ahondar en el organismo del movimiento se decide por una solución empírica (…) vallejo concede demasiada importancia al documento sin ocuparse del fenómeno…” (46).
Vallejo, de manera indirecta y generalizadora, ponía en cuestión el tema de la originalidad de las estéticas locales, regañando la identidad y eficacia del lenguaje vanguardista, incluso periférico; Churata criticaba puntualmente a Vallejo la ausencia de una respuesta “orgánica” con respecto al “problema del indio” y el “lenguaje nacional” que no lo representaba, poniendo nuevamente sobre la mesa dos aspectos que atienden más al “fenómeno” que a la confrontación “documental”: la urgencia de reconstruir/inventar un lugar de enunciación y la necesidad de quitarle “opacidad” a ese excedente que quizás aun se constituye en un foco de resistencia desde los márgenes andinos.