El ensayo “El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea” (1929), de Walter Benjamin, aporta dos conceptos importantes para la comprensión del fenómeno vanguardista europeo y, por extensión, latinoamericano: la organización del pesimismo y la iluminación profana. Utilizo la expresión “por extensión” en un sentido para nada tautológico sino crítico, pues los procesos de asimilación y rearticulación de las estéticas modernas durante las primeras décadas del siglo XX tuvieron particularidades y desvíos importantes, tanto en la zona del río de La Plata a partir de las vanguardias periféricas tipo Arlt, en el Brasil con la alegorización de la antropofagia o en la zona andina a partir de las tensiones y debates en torno al andinismo e indigenismo vanguardistas entre Mariátegui, Vallejo y Churata, entre los más destacados.
El primer concepto es casi una consecuencia de la reflexión general del texto, pues Benjamin discute la posibilidad de una “política poética” del surrealismo deslindada de los programas optimistas/progresistas del mundo burgués. A partir de la lectura de La revolución y los intelectuales (1926) de Pierre Naville, Benjamin propone la “organización del pesimismo” como un contrapeso necesario para establecer una relación distinta entre estética y política. Lo expresa de esta manera: “organizar el pesimismo no es otra cosa que transportar fuera de la política a la metáfora moral y descubrir en el ámbito de la acción política el ámbito de las imágenes de pura cepa” (60). El segundo concepto, que cubre in extenso las reflexiones del ensayo, se desprende de una relación también particular que se establece entre mundo moderno, experiencia estética y mirada histórica. Ambos adquieren dimensiones distintas en el contexto latinoamericano. Se entiende que Benjamin articula estos conceptos a partir de la estética del surrealismo al interior de sus distintas fases y antecedentes europeos. El surrealismo fue, al mismo tiempo, una estética y una política de notable incidencia en las vanguardias americanas. El libro 5 metros de poemas (1925) del puneño Oquendo de Amat en Perú, Pablo Neruda en Residencia en la tierra (1933) o Juan Emar en Chile, son ejemplos paradigmáticos de lo primero, el programa comunista/surrealista de Mariátegui, la participación militante de César Moro en París o la prosa de Churata, ejemplos de lo segundo.
Ambos conceptos, a su vez, conforman una respuesta crítica frente al culto de la modernidad por el progreso, que va ligada a la fascinación por el presente, y a la cancelación del pasado como potencial revolucionario. De ahí la relevancia de esta lectura con relación al fenómeno vanguardista visto desde Latinoamérica, aunque ese “desde” puede ser sopesado, a su vez, como contradictorio y heterogéneo. El punto crítico de la historia de occidente es también una cámara de eco desde la cual se escucha el rumor de esta noción de “organización del pesimismo”. La incógnita es cómo se ejerce esta escucha.
Dentro de esta problemática Benjamin plantea la posibilidad de articular dos aspectos que enfrentan las actitudes estéticas surrealistas, desde Lautréamont, Dostoievski, Rimbaud, hasta Aragon y Breton. Soldar, lo dice así, la experiencia de la libertad con la experiencia revolucionaria. La otra formulación, de igual forma sugerente y de directa resonancia en el despliegue de las vanguardias andinas, se refiere a que el surrealismo, en todas sus empresas, se aboca a “ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución” (58)*.
Benjamin busca focalizar en la idea de un pesimismo activo, la materialización de un programa organizado y de una praxis que encuentra en la “última instantánea de la inteligencia europea”, llamada surrealismo, la última suma crítica y límite de la experiencia moderna. Esta lectura, sugiere la idea de un proceso de transición que va de la intelectualidad europea hacia una fase crítica de su desarrollo histórico, aspecto que en mi lectura es el que absorbe la cara más inconformista de las vanguardias americanas.
No está demás remarcar que el propio Benjamin experimentó, en su anhelo y atracción por París, la tensión fundamental entre la captura de las “iluminaciones profanas” y la decadencia insalvable de la modernidad en la que poetas e intelectuales como él se hallaban inmersos. “En Alemania me siento completamente aislado de los hombres de mi generación”, le escribe en una carta a Hugo von Hofmannsthal, en 1927. Benjamin ubica en los ojos “como negros pozos” de Baudelaire el límite y el puente entre peligro de la ciudad cosmopolita y el asalto de lo profano y la miseria de los objetos, es decir, la experiencia exacerbada que desde el surrealismo se traduce en la sensación de conquista de la modernidad, amparada, eso sí, en la disolución del aura a través de la experiencia del shock.
Benjamin llama “iluminación profana” a esta experiencia contradictoria, indicando a su vez cuál fue el verdadero descubrimiento del surrealismo para el mundo europeo:
…las energías revolucionarias que se manifiestan en lo ‘anticuado’, en las primeras construcciones de hierro, en los primeros edificios de fábricas, en las fotos antiguas, en los objetos que comienzan a caer en desuso, en los pianos de cola de los salones, en las ropas de hace más de cinco años, en los locales de reuniones mundanas que empiezan a pasar de moda. Nadie mejor que estos autores para dar una idea exacta de cómo están las cosas respecto de la revolución. Antes de estos visionarios e intérpretes de signos nadie se había percatado de cómo la miseria (y no sólo lo social, sino la arquitectónica, la miseria del interior, las cosas esclavizadas y que esclavizan), se transmutan en nihilismo revolucionario. (“Surrealismo…” 48-49)
La evocación de otras fuerzas paralelas o más hondas que el progreso, pueden relacionarse a la experiencia poética que reclamaba Vallejo desde París, cuando en julio de 1926 escribe que “los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad” (Artículos 300). Esta lectura de la “materialidad” que hace Vallejo, no es para nada sencilla y sin consecuencias para la poesía vanguardista en Latinoamérica, pues la interpretación de la experiencia poética que hace Benjamin tres años después, se concentra precisamente en esa captura, en ese impulso de “asimilación” que percibe Vallejo y que Benjamin traduce como “iluminación profana”. La profane Erleuchtung, entonces, traduce una fuerza ambigua, contradictoria, intensa, menos de un estado pasajero de “ebriedad” que de una “intoxicación” [Rausch], como resultado de la experiencia de la urbe moderna.
“Ganar las fuerzas de la intoxicación…” será entonces el prolegómeno de una visión que trasciende el estado prosaico de la realidad empírica. En este caso, el impulso de una sur-realidad de lo moderno en Latinoamérica.
Así, la intoxicación como fuerza atañe a un aspecto relativo a los escándalos semánticos que contaminarán lo histórico en el siglo XX latinoamericano. Si el soñar participa de la historia y la historia encarna en la banalidad de los objetos modernos, el conocimiento de la träumdeutung surrealista que se encuentra sepultado entre las ruinas es para Benjamin la verdadera “fuente de energía revolucionaria”. Entonces, la noción benjaminiana de “Onirokitsch” se articula aquí, pues nos ayuda a pensar la “iluminación profana” como un proceso de “iluminación histórica”, vale decir, donde la historia del sueño y de la imaginación (aún por escribirse), al estar aliadas al acelerado desarrollo de la técnica, producen un cambio en la estructura de la percepción y de la experiencia, en síntesis, una “conversión en sensibilidad”.
Sin embargo, la autopsia positiva que hace Benjamin del surrealismo, a pesar de exigirle la organización del pesimismo europeo, hace posible también la comprensión de la autopsia negativa que se ejerció desde Latinoamérica. Vallejo nuevamente tiene la palabra, pues fue él quien fiscalizó la “inteligencia capitalista” de las vanguardias europeas, tal como llama a los cenáculos literarios donde incluye al “superrealismo”. En el texto “Autopsia del superrealismo” (1930) Vallejo sugiere de entrada que tratamos con un cadáver, al cual reprocha su incapacidad para afrontar los problemas urgentes de la realidad, junto con el miedo a “saltar al medio de la calle y hacerse cargo (…) de los problemas políticos y económicos de nuestra época” (829). Vallejo observa en los cenáculos vanguardistas una falta de “unidad orgánica”, pero sobre todo destaca la decadencia y fragmentación de una estética que ni el “milagro burgués de eclecticismo” de Breton ayudó a comprender y practicar el espíritu revolucionario del marxismo. Estos juicios despiadados e ideológicos tampoco Vallejo ahorró para las estéticas vanguardistas en Latinoamérica (recordemos la polémica con Churata de 1927), aspecto que nos sitúa nuevamente en una zona conflictiva que revierte la idea de una continuidad fluida y mecánica entre vanguardismos y que más bien pone sobre la mesa el tema de una posible “sensibilidad indígena” que Vallejo entre-líneas también sugería: “La estética carece de fisonomía propia”; “adopta la camisa europea del llamado ‘espíritu nuevo’, movida de incurable descastamiento histórico”; “ni han sido concebidas por impulso genuino y terráqueo de quienes las cultivan” (421, 423); y los juicios de Churata, ni qué decir.
* En lugar de “ebriedad”, que propone la versión de Jesús Aguirre para la editorial Taurus, Herman Herlinghaus propone la palabra “intoxicación” (Herlinghaus trabaja esta traducción en inglés, sustituyendo la “inebriation” por “intoxication”, al considerar que la primera estaría más cerca de un “state of great excitement” que de una verdadera iluminación). La cita en alemán dice así: “Die Kräfte des Rausches für die Revolution zu gewinnen” (Gesammelte Schriften II-1 307). Si nos quedamos con la versión de Rausches como “ebriedad”, sólo llegaríamos a exaltar, por ejemplo, la presencia de una estatuilla africana en la casa de Huidobro en Cienfuegos. La ebriedad no deja de sugerir cierto distanciamiento museístico de los objetos del mundo, cuando en realidad Rausch, como intoxicación, sugiere una aventura que instaura una nueva filiación con las cosas, quiero decir, no un exotismo museístico, sino una captura o asimilación lúcida de la banalidad moderna. // Algo más, el plural sustantivo alemán Rauschen, posee un sentido relacionado con el “ruido de fondo”, “susurro”, “crujir del bosque”, que en el contexto benjaminiano llega a evocar el estado de captación del crujir urbano de la ciudad (que también Benjamin identifica con lo anárquico (58)). En todo caso, la fuerza de intoxicación tendría que ver con un trastorno en la captación del crujir, un trastorno de las capacidades físicas y mentales que trae consigo esta palabra y que inmediatamente se podría ligar al “dérèglement de tous les sens” que Rimbaud escribe en la carta a Georges Isambart del 13 de mayo de 1871: “Alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos”. El matrimonio de ambos infiernos, del Rausch alemán y el dérèglement francés, señala el punto a partir del cual se erige el surrealismo como la “última instantánea de la inteligencia europea” y, por qué no, como última instantánea que habrá de interesar a esa otra “inteligencia” que configuran las poéticas de la vanguardia en Latinoamérica, tomando en cuenta que el surrealismo habría de sufrir también autopsias letales y relecturas críticas profundas como las realizadas por Vallejo, en desmedro de los remedos vanguardistas, o Arturo Borda, desde su marginalidad retaguardista en el ámbito boliviano.