La historia no es la más triste cuando la relato yo. Esta frase la escribió Jesús Urzagasti al inicio del poema “Alabanza N° 2 al Gran Chaco”. Blanca Wiethüchter no solo la invocaba en su escritura, sino la celebraba al conversar, posiblemente por su potencial constructivo y de restitución de la tristeza para desde allí decir, decirse o decirnos las cosas de otra manera: ese acto de decir / la inmensa roca porosa, escribió en su primer libro Asistir al tiempo (1975). Cuando hablábamos en su casa me repitió la frase de Urzagasti varias veces, una de ellas, lo recuerdo bien, mientras hojeábamos la novela Rodolfo el descreído (1939) de David Villazón. La frase era para ella una especie de médula vertebral de lecto-escritura. Quizás por esto mismo habitaba su soledad con gratitud, esto es, desde una intensidad puesta a tino con un anhelo constructivo y colectivo también, a pesar de lo aislante y perturbador que puede significar la aventura de escribir. Pero también era leal a su soledad como lectora, pues estaba convencida que la literatura en Bolivia no era un puñado de lamentos provincianos o de obras sin sentido en el concierto global. Todo lo contrario, con “ferviente entusiasmo” y “dejando hablar a las obras”, como decía, abrió varias puertas a los lectores en diferentes latitudes, y lo hizo arrojándose al “mar tenebroso” de las obras donde a cada bello hallazgo acompañaba un naufragio todavía mayor. No hay duda que este gesto esconde una premisa muy antigua del navegante: el no vivir, sino el navegar de cara a lo desconocido; una premisa que seguramente la aprendió de su amigo Jaime Saenz y que le permitió no solo formar certeras elecciones en el bosque de las palabras, sino constelar los elementos de otra manera a partir de esa elección, a relatar las cosas según el camino que iba formando su propia obra al interior de su trayecto. Y ese relato, el de sus poemas y el de sus ensayos, fundamentalmente, tiene que ver con la feliz amalgama de sensibilidad y lucidez que habitaba en ella; sabía planear sobre el suceder para desde allí establecer puentes y relaciones insospechadas entre los elementos (y cada elemento podía ser una letra, como cada mundo llegaba a ser un libro). Para Blanca Wiethüchter “el lenguaje, siempre es un mediador, y cuando entra en el arte lo hace como un guerrero, ampliamente dispuesto a combatir nuestro vigoroso poder de destrucción”.
Con estas líneas preliminares, con la imagen del relato no-más-triste que representa la obra de Blanca Wiethüchter para mí, procuraré trazar algunos rasgos centrales de su práctica como escritora y caracterizar, en lo posible, su aporte en el ámbito de la literatura en Bolivia.
Hija de padres alemanes migrantes, Blanca Wiethüchter López nació en La Paz, en 1949. Sus restos fueron esparcidos, a pedido suyo, en el Lago Titikaka el año 2004. Fue ex alumna del Colegio Alemán de La Paz y allí compartió el mismo curso con Juan Conitzer, un poeta-narrador deslumbrante, además de inaudito pintor art brut. Conitzer murió cinco años después que Wiethüchter y a diferencia de ella, fue un escritor que pasó inadvertido o infravalorado por sus contemporáneos. Blanca no lo tomó en cuenta en sus estudios, a pesar de que sus escritos bien pudieron haber engranado en lo que llamó “el conjuro de la rueda”, un extraño mecanismo de proliferación lingüística que ya asoma en Arturo Borda. Lo cierto es que los escritos completos de Conitzer fueron publicados el año 2015 y no dudo que esta obra futura tendrá los lectores que se merece. Pero vuelvo a lo que me ocupa.
La producción poética de Blanca Wiethüchter ha sido bastante frecuentada por la crítica y también difundida dentro y fuera de Bolivia. Publicó doce libros de poemas, a los que se agregan dos que fueron póstumos. Todos ellos, o casi todos, son trabajos de entraña programática, vale decir, que funcionan desde un motor interior (llámese ausencia, llámese sensus) desde el cual se movilizan diferentes ropajes; la infancia, el retorno, la ciudad, las voces andinas, la intimidad, el paisaje local, que a la larga van hilando un proyecto poético mayor ligado a un “hacerse” labrado en la vida, a través de la obra. Esto toma cuerpo a partir del temprano y decisivo descubrimiento de la obra de Jaime Saenz. Lo conoció a sus diecinueve años, bachiller prácticamente, en un concierto de Alberto Villalpando para piano y orquesta de cámara. Blanca habló con él por primera vez a sus veinte años, cuando hacía su tesis de grado en la Carrera de Literatura de la UMSA. Luego, habrá que precisar, defendió una tesis sobre la obra poética de Saenz en la Universidad de Vincenes, París VIII, en 1975. Estos sucesos fraguan un trayecto que va de la mano de una amistad irrompible, pero fundamentalmente hacen posible una asimilación profunda, por parte de Blanca, en este caso, del sentido de la creación poética en sí, de una práctica, dicho sea, que ambos emparejan al proceso alquímico como tal; allí se prepara el “horno” para sublimar los metales y crear primero “la substancia de la creación”, solían decir. Este era el sentido de la noción de un “hacerse” que Blanca Wiethüchter nunca abandonó, porque implicaba además una “ética del trabajo” orientada hacia la búsqueda de una gramática propia, para desde allí “hacerse” otra cosa, es decir, realizar la obra en uno mismo, como expuso con admirable claridad en Memoria solicitada (1989) y en Ricardo Pérez Alcalá o los melancólicos senderos del tiempo (1997). Esta ética Blanca la cultivó sin concesiones en la base de su práctica, pues escribir, al cabo, fue para ella transformarse y, primordialmente, ejercer el rigor de un fuego donde se producen finalmente las correspondencias de las cosas con las cosas.
Y este es uno de los aspectos centrales que Blanca Wiethüchter desplaza también al campo ensayístico; el hecho de asumir que una obra (un cuadro, un poema, un ensayo, un relato…) no solamente es una experiencia basada en un rigor formal, es decir, en un campo de correlaciones lingüísticas capaces de generar múltiples niveles de significación, sino que una obra, aquella que se escribe mientras se lee, en este caso, es una experiencia que aviva en primera instancia el rigor de un fuego. Ese rigor (el rigor de la llama, ella diría) es el que incorpora, también sin concesiones, en su práctica como lectora de arte y literatura.
Cuando pienso cuál sería uno de sus más perdurables aportes al campo literario y artístico en Bolivia, esta potencia creadora que contagia a sus lectores es lo primero que despunta; no un legado, sino un contagio de otro orden, que tiene que ver con ese rigor de la llama que hace posible leer y escribir sin ataduras. La vi incontables veces “entrándole a los libros”, como me dijo recuperando su media sonrisa, para que hablen, para que nos relaten su historia. La vi semanas royendo hasta el tuétano la obra de Ricardo Jaimes Freyre, con un fanatismo jamás embrutecido, sino vital y atormentado en medio de esa “substancia de la creación”; hasta que finalmente un día nos leyó el inicio de un ensayo memorable, “El hospitalario”, que se publicó luego en Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia (2002).
Entonces aquí, en este texto, no vengo a contar historias tristes o felices, vengo a contar simplemente algunas cosas que tienen que ver con otras cosas; mientras escucho la historia de su relato, el de Blanca Wiethüchter, mirando cómo se incorpora nuestra vida a la suya.
Vancouver, 2022