Narrativas andinas I

La tradición realista en la narrativa andina acompañó el proceso de transición del siglo XIX al XX, un momento en el que las repúblicas boliviana, peruana y ecuatoriana estuvieron marcadas por la confrontación oligárquica entre el modelo conservador, que se alimentaba del patriotismo republicano del siglo XIX, y el modelo liberal, que emergía como alternativa progresista y modernizante acorde a los cambios políticos y económicos globales. Queda abierta la pregunta acerca de si las narrativas andinas del siglo XX tardío y del XXI (a un siglo del espacio narrativo abierto por las vanguardias literarias europeas y latinoamericanas) tienen algo nuevo que decir con respecto a las tradiciones indigenistas y vanguardistas.

Esta tradición realista produjo narrativas que la elite letrada privilegió y aprovechó para implantar un proyecto de nación acorde a los lineamientos de su geopolítica homogeneizadora y colonialista. El indigenismo, por ejemplo, fue una de ellas. Lejos de conformar un campo de fuerza alternativo, el indigenismo se prefiguró como un constructo, un artificio de lengua literaria nacional, que la comunidad letrada imaginó para alcanzar o legitimar su soberanía. La narrativa realista que se produjo a raíz de este impulso no dejó de lado la importancia de practicar una “política del idioma”, estratégicamente inclusiva y abierta, totalizadora y homogeneizante.

La novela indigenista Raza de bronce (1919) de Alcides Arguedas se constituye en un ejemplo paradigmático de lo anterior. El análisis del final que Arguedas urdió sobre la rebelión de los comunarios aymaras por la violación y asesinato de la pastora Wata-Wara (la primera versión o “bosquejo” de Raza de Bronce se publicó en 1904 con el título de Wata-Wara y con un final diferente), fue en el fondo una puesta en escena del mecanismo civilizador que se buscaba proyectar desde La Paz. Arguedas fue un intelectual ligado al discurso oligárquico-liberal positivista y como tal se propuso pensar cómo la nación boliviana fragmentada en diversas regiones y grupos étnicos podía unificarse, a plan de “dato realista”. Su meta era llevar adelante el proyecto moderno que florecía desde la ciudad de La Paz. Era obvio, entonces, que Arguedas leyese su novela como un alegato “positivo” en defensa de los indios, aunque el narrador que se instala en la versión final de 1919 no lo ve con el mismo humanismo redentor, sino con la voz del autor de Pueblo enfermo, es decir, del propio Arguedas, quien en este ensayo, sabemos, no se ocupó de reivindicar a los indios.*

Pero hubo también una articulación entre indigenismo y vanguardias que Cornejo Polar resalta como parte de la intensa “renovación de los códigos literarios” (146). Claro está que esta articulación se produjo durante el mismo periodo en el cual se circunscribe la novela de Arguedas. Para Cornejo Polar la vanguardia literaria y la vanguardia social lograron una especie de mestizaje ideológico andino, según mi interpretación, en un momento ambiguo y contradictorio de exploración moderna y reivindicación del pasado. A su vez, esta articulación obliga a preguntarnos por qué se dio una articulación de este tipo, a diferencia de otras formas de experimentación lingüística que proliferaba fundamentalmente en el cono sur. El elemento remarcable es que tal articulación dio paso a una renovación del realismo narrativo. En principio, Cornejo Polar considera dos obras narrativas ecuatorianas que ponen de manifiesto la tensión entre prosa vanguardista y realismo indigenista: “Un hombre muerto a puntapiés” (1927), de Pablo Palacio, y la novela Huasipungo (1934), de Jorge Icaza. A estas obras agregaría Cuentos andinos (1920), de López Albújar, para articularlas a su vez con dos narrativas bolivianas que surgen a fines del siglo XX y principios del XXI: la novela Manuel y Fortunato. Una picaresca andina (1997), de Alison Spedding, y Cuando Sara Chura despierte (2003), de Juan Pablo Piñeiro. El puente que articula ambos puntos de este arco lo constituye, sin duda, la novela Los ríos profundos (1958), de José María Arguedas, no solo por el giro lingüístico que opera desde su interior, sino por referencias explícitas que aparecen sobre todo en el texto de Spedding. Se trata de un campo de fuerzas narrativas en relación y en tensión, que surge en respuesta a ese punto de encuentro entre vanguardismo e indigenismo. Voy a desglosar en la segunda parte algunas ideas/conexiones/proyecciones que justifican el hecho de una “renovación de los códigos literarios” en estas obras, pero que también complejizan la propuesta del surgimiento de “un nuevo sujeto productor de cultura” (146).

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Un primer acercamiento descriptivo a este campo sería el siguiente:

Huasipungo despliega un realismo social indigenista que busca dar una respuesta a la oposición entre hablas orales y escritas. Al hacerlo, la crítica reconoce que se forja una nueva retórica alternativa al realismo indigenista alambicado, por ejemplo de Alcides Arguedas, pues se trata de reproducir e incorporar con crudeza y evidentes intervenciones quechuas el lenguaje popular de los hacendados, indígenas y mestizos. Cornejo Polar destaca una de las descripciones que la crítica hizo de este mecanismo como “proceso de acumulación originaria de materiales culturales autóctonos” (155).

El cuento de Palacio, al contrario, explora un lenguaje urbano que parodia la comprensión realista. Palacio condena la realidad degradada. Su crítica del realismo es dar una imagen veraz más allá del realismo. En el cuento, la búsqueda de la verdad de la muerte de un tal Ramírez (asesinato o suicidio, no se sabe) se da a través de una puesta en relación de un relato “verídico” sustentado en datos no del todo empíricos (noticias, fotografías, testimonios) y un relato “ficticio” que no vulnera sino parodia, mediante la imaginación intuitiva, los datos del primero. La narración ficticia se instala en los intersticios de la otra narración, dando paso a un proceso de semantización de la realidad. Si el realismo es tautológico, como parece sugerir Palacio, la ficción insertada en él, a través de un dispositivo intuitivo e imaginativo, muestra que la narración realista es incapaz de dar sentido a los hechos. En otras palabras, Palacio cuestiona la estética racionalista del realismo/naturalismo y plantea no otra realidad alternativa (digamos de corte creacionista), sino la urgencia de semantizar y expandir el sentido que desoye el realismo. Este último punto lo conecta con Juan Emar pero también de Mariátegui, cuando decía que la ficción no es libre, pues “más que descubrirnos lo maravilloso, parece destinada a revelarnos lo real” (“La realidad y la ficción”).

La picaresca andina de Spedding parece entrelazar ambos realismos, pues arranca con un sueño referido a un saqueo indígena de la ciudad de La Paz en la Colonia. En una “Nota sobre las fuentes”, al final de la novela, Spedding reconoce en Los ríos profundos una fuente insoslayable, puesto que el sueño de Saturnina Mamani que aparece en el Prólogo “es una especie de continuación e inversión de la escena final de la novela de Arguedas, cuando los colonos invaden la ciudad de Abancay en busca de la bendición que les salvará de la epidemia” (260). Este proceso de inversión se despliega en diferentes niveles textuales, donde los personajes indígenas y la visión aymara que despliegan en los diálogos del texto cuentan también su propia historia. Como señala Spedding en la “Nota” mencionada: “los indígenas –lejos de ser víctimas del colonialismo– se valen de mil trucos para esquivar las imposiciones” (261).

A su vez, el tratamiento heterogéneo y celebratorio de la hoja de coca en Manuel y Fortunato, encuentra una conexión importante con el libro Cuentos andinos (1920) de López Albújar. El humor parece ser el instrumento que destroza las representaciones sagradas recurrentes en otros tipos de indigenismo. La coca transforma su carácter sagrado cuando se la aborda desde la perspectiva del vicio y de la droga, como en los cuentos “El campeón de la muerte” o “Cómo habla la coca” de López Albújar y también, por ejemplo, en el ingreso “carnavalizado” del indio a la mita en uno de los capítulos de la novela de Spedding. La radical ambigüedad que adquiere la hoja de coca, dada por el humor y la ironía, trastoca su carácter de un bien de consumo sagrado de los sectores empobrecidos pasando a desempeñar un rol más perverso como mediador de la fiesta, el vicio y el júbilo. Saturnina o Satuka Mamani, que en la novela es una bruja andina, reaparecerá en las otras novelas de Spedding como traficante de droga, lesbiana y anarcofeminista.

Con un grado de complejidad distinto, la novela de Piñeiro aborda el entrecruce conflictivo e incompatible entre las lógicas culturales occidental y aymara-quechua. Es a través de la piel y la superposición de sus capas, como las doce polleras de la chola festiva Sara Chura que el texto interviene en el espacio urbano andino. Sara Chura es el personaje central del texto, aymara y bailarina de la comparsa waka-wakas en la Fiesta del Gran Poder o Fiesta Mayor de los Andes, en cuya danza las mujeres representan a “las lecheras” con un cántaro en las manos y varias polleras superpuestas de diferentes colores. Esta imagen se desplaza por el texto y, por lo tanto, todo es susceptible de vestir varias “pieles”, la ciudad, sus habitantes, las fiestas, los rituales y, por supuesto, también el lenguaje. La representación del autor en el libro también parece entrar en esta dinámica, pues Piñeiro se presenta en la solapa como iniciado “en las artes ilusionistas de la ciudad [y] paxp’aku en la Plaza San Francisco”.

* Para un análisis detallado de este procedimiento de “intertextualidad refleja” sugiero la lectura del artículo “Sobre Alcides Arguedas” (1989) de Pedro Lastra.

Vanguardias andinas I

Sugiero partir de la siguiente interrogante: ¿existe una vanguardia andina del Titikaka que desafía/problematiza/subvierte el continuismo crítico entre vanguardias históricas y vanguardias americanas? Antes de intentar una respuesta, pienso que subyacente a esta pregunta se desliza aun otra, que incorpora además las lecturas de la vanguardia que hacen Rosenberg, Schwartz, Cornejo Polar y Monasterios: ¿Es posible una nueva geopolítica andina que se contraponga a la lógica de las geopolíticas dominantes de principios del siglo XX o se trata de una zona de producción cultural excéntrica y dislocadora de esta lógica? Voy a comenzar estableciendo algunos contrapuntos entre las lecturas sugeridas.

Si bien el tema de la geopolítica fue consustancial al despliegue de los proyectos de nación durante las primeras décadas del siglo XX, las vanguardias latinoamericanas asumieron procesos de resistencia geográfica, política y cultural, lo que equivale a decir que al menos buscaron una dislocación de este continuismo espacial y temporal. Rosenberg considera que el simultaneísmo y el cosmopolitismo fueron estrategias de intervención crítica dentro del espacio geopolítico que desplegaba la modernidad europea, por lo tanto, los textos vanguardistas latinoamericanos, aquellos que él supone adecuados, asimilan y transforman los nuevos objetos de la modernidad desde espacios periféricos y en permanente dinámica migratoria; Arlt y De Andrade son sus ejemplos favoritos. Por otra parte, Cornejo Polar analiza el vínculo sociocultural que se establece entre la vanguardia y el indigenismo, aspecto que hace posible, según afirma, la conformación de un “nuevo sujeto productor de cultura” (146). Sin embargo, a diferencia de Rosenberg, Cornejo Polar no incorpora el tema de la espacialización geopolítica como un aspecto relevante para la comprensión crítica del fenómeno vanguardista y, menos todavía, para esbozar una respuesta a los dualismos excluyentes y contradictorios de nuestra tradición, como por ejemplo, el de la oralidad y la escritura, que durante las vanguardias se despliega como un proceso de “reinserción de la lengua literaria en la lengua común” (148). Para Cornejo Polar el proceso de la experimentación vanguardista andina hace inteligible, por ejemplo, las tensiones lingüísticas extremas de Trilce y otras modalidades del “no-estilo” de algunos indigenistas.

Monasterios considera que la interpretación de Cornejo Polar es todavía insuficiente para la comprensión de las estéticas beligerantes que en su investigación se focaliza como “vanguardias plebeyas del Titikaka”. En primer lugar, Monasterios interpreta el surgimiento del “andinismo” como una “estrategia geopolítica” que desde el principio se orientó hacia el “liderazgo continental e integración latinoamericana” (134). Este punto de partida da un giro a la interpretación de Rosenberg. Sin embargo, el aporte de su investigación con respecto a la construcción de un nuevo campo de estéticas beligerantes no es equiparable a la propuesta de Cornejo Polar, debido a que la singularidad vanguardista estaba vinculada a los debates acerca de lo peruano y a la emergencia de un “nuevo sujeto productor de cultura”, este sujeto para Cornejo Polar encarnaba en el escritor César Vallejo, digamos que a la manera de una audaz metonimia de la intelectualidad que debatía las posibilidades del andinismo y la estética andina.

En sus artículos y crónicas Vallejo varias veces insiste en la necesidad de construir una “nueva sensibilidad”, más aun, nos habla de un proceso de asimilación de lo moderno para convertirlo en sensibilidad. Se entiende, según Vallejo, que esta sensibilidad haría posible calibrar el “indigenismo”. Lamentablemente, Vallejo no profundizó en el análisis de este concepto, pero sí dejó construcciones importantes en algunos poemas que abordaban la inviabilidad de una modernidad en un mundo andino que era percibido como arcaico/autóctono y fatalista.

Aquello que no se entendía en esta aproximación de Vallejo, insiste Monasterios a propósito de Cornejo Polar, radicó en que plantear una modernidad inviable en los Andes soslayaba la proyección y asimilación crítica que Gamaliel Churata hacía de la modernidad, mucho más si constatamos que tanto Rosenberg como Cornejo Polar no lo incluyeron en sus fuentes de referencia. Esto, a su vez, hace evidente que las propuestas renovadoras de una “vanguardia andina”, como la de Churata y el grupo Orkopata, fueron formuladas “al margen de la reflexión matriz que podría legitimarlas” (36). Para Churata las imágenes antropomórficas de la Puerta del Sol en las ruinas de Tiwanaku, por ejemplo, son “un antecedente necesario a toda estética porvenirista hasta el cinematógrafo” (BT 95).

Cosmopolitismo, nacionalismo, vanguardia

Rosenberg plantea que las vanguardias latinoamericanas funcionaron dentro de los discursos literarios de manera interruptiva. Al explorar los límites de lo nacional, las vanguardias “interrumpen” estos proyectos mediante recursos teoréticos (manifiestos, conjeturas estéticas, etc.) y tecnocráticos (exploración formal, experimentación cinemática, etc.). Pero a la larga no resultó suficiente el enfrentamiento contra la cultura nacional. El punto importante fue demarcar qué llegaba a constituir la posibilidad latinoamericana con respecto a la situación política y al crecimiento de la economía global, aspectos que estaban en juego en muchos textos vanguardistas de los años 20 y 30. Para Rosenberg el intento por demarcar el lugar de enunciación del “espíritu nuevo” de las vanguardias pasa por su reacción frente al nacionalismo, pero también por su esfuerzo de reacomodación crítica en la lógica de producción/consumo dentro de la economía global. Esto es parcialmente cierto, aunque no suficiente. Schwartz, por ejemplo, propone que el conflicto entre cosmopolitismo y nacionalismo es una polémica cultural constante y compleja, que tuvo en las vanguardias precisamente un punto significativo de conciencia crítica, que trascendía, por ejemplo, el modernismo positivo de Darío cuando afirmaba “Buenos Aires, cosmópolis y mañana!” (PP). Para Schwartz el conflicto surge porque los intelectuales y artistas fueron cobrando “mayor conciencia de su alteridad en relación con los pueblos que los colonizaron” (493). Por supuesto, este impulso fue el que derivó durante el siglo XIX y parte del XX en la “búsqueda de una afirmación nacional” (493), sin embargo, el surgimiento de las vanguardias europeas, además de acrecentar este fervor, llegaba para producir nuevos interrogantes en la tradición literaria e identidad cultural latinoamericana. ¿Cómo subirse al carro del “espíritu nuevo” sin descuidar lo “propio” y lo “local”? Para Rosenberg esta problemática tiene que ver con el grado de negociación de los conceptos de “lo tradicional” y “lo nuevo” que los textos vanguardistas llevaron a cabo, pues al cuestionar el proyecto global, teleológico y utópico de la modernidad, no necesitaron salirse de ese marco para ejercer su resistencia (aspecto que aporta al análisis de la noción de “modernidades periféricas”). Rosenberg percibe una doble imposibilidad en este proceso: primero, la vuelta al pasado pre-moderno fue inasequible porque implicaba la réplica de los discursos coloniales (aquí un aspecto que las vanguardias andinas problematizarán notablemente y que no fue visto por Rosenberg), y segundo, el fracaso en la asimilación de los utopismos futuristas y progresistas de la modernidad no se consumó del todo porque los contextos sociohistóricos eran notablemente distintos. Ambas imposibilidades, vale la pena resaltar, fueron asumidas en términos temporales siguiendo la misma linealidad moderna. En este sentido, Rosenberg abre un lugar intermedio (espacial) en el cual sitúa a los vanguardistas de su interés (Arlt, De Andrade, Huidobro, Vallejo, básicamente), bregando por re-articular el proyecto de la modernidad desde diferentes posiciones de negociación y resistencia, posiciones que para este crítico son geopolíticas, pues los vanguardistas en Latinoamérica conciben el proyecto moderno y el suyo también en términos de espacialidad.* Para argumentar esta interpretación Rosenberg visualiza dos estrategias (también bastante mencionadas por otros) de esta lógica geopolítica (no temporal) en los textos vanguardistas: el “simultaneísmo” (dinámica espacial discontinua que mapea la totalidad en términos paradójicos (37)) y el “cosmopolitismo” (pensado esta vez como ejercicio discrepante de entendimiento global (40)). En suma, para Rosenberg la polémica entre tradición/modernidad o nacionalismo/cosmopolitismo es crítica porque cuestiona y hace ambiguas la rigidez de estas clásicas oposiciones. Los textos vanguardistas, en este sentido, dislocan los discursos lineales y evolutivos, enfatizando un presente que se satura sincrónicamente en respuesta a los esencialismos (pasado) y utopismos (futuro) que marcaron otros discursos.

Schwartz ofrece una interpretación distinta acerca de las respuestas vanguardistas latinoamericanas frente a la idea amenazante de no convertirse en “víctima del modelo importado” (494), es decir, refutaciones al cosmopolitismo ingenuo del periodo inicial de las vanguardias europeas: la antropofagia (De Andrade), la crítica al culto del “color local” (Borges), el anti-regionalismo (Mario de Andrade), el retorno a lo autóctono (Vallejo), el indigenismo vanguardista (Mariátegui). A pesar de los aportes documentales de Schwartz para la comprensión de la polémica entre cosmopolitismo y nacionalismo en las vanguardias, pienso que el debate estético-cultural alcanza un punto de discusión importante a partir de la lectura que abre Monasterios en torno a las vanguardias andinas**, precisamente porque su campo de desarrollo, no abordado en profundidad por Schwartz aunque sí sugerido, denuncia el escepticismo con el cual la sensibilidad moderna procesó las prácticas plebeyas que configuraban espacios nuevos de auto-representación (152). El cosmopolitismo de Mariátegui revelado en la “Advertencia” de sus Siete ensayos (1928), “creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales” (1), resulta insuficiente y no del todo provechoso para dar cuenta de la “sensibilidad” que buscaba Vallejo*** y, a su manera, el grupo Orkopata de Puno encabezado por Churata. Para Monasterios la “conversión” de esta sensibilidad se traduce como “sensibilidad indígena” a partir del debate que se produjo entre Vallejo y Churata en 1927. Se entiende que este debate fue una respuesta tajante a la polémica entre el cosmopolitismo y nacionalismo en el marco vanguardista, pero también se entiende que este debate ventiló sus argumentos con el fin de articular una nueva estética andina que surgía, según Vallejo, frente al rechazo de la experimentación vanguardista y a la incapacidad de sus congéneres “para crear o realizar un espíritu propio” (421).

* Me parece interesante contrastar el entrelazamiento espacial/crítico que establece Rosenberg entre vanguardias y cosmopolitismo, con la recepción que hacía Benjamin de este fenómeno en 1929, cuando situaba la emergencia del surrealismo, por ejemplo, como “un delgado arroyuelo alimentado por el húmedo aburrimiento de la Europa de la post-guerra” (43). Voy a profundizar en esta lectura de Benjamin en una próxima entrada.

** En siguientes entradas me referiré al proceso de conformación de las vanguardias andinas como un fenómeno de imbricación de los campos literario y político, en tensión a las vanguardias históricas europeas y americanas.

*** En “Poesía Nueva” (1926) escribe Vallejo: “Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad” (300).

Ese “opaco excedente” de los lenguajes imaginarios

La búsqueda de nuevos lenguajes, en algunos casos infinitos o imposibles, es un impulso que emerge en Latinoamérica desde muy temprano. Esta dinámica estuvo ligada, en un principio, al proyecto lingüístico de circunscribir dentro del campo de lo posible y de lo realizable la utopía de una “lengua nacional” que vaya acorde a la idea de un “país nuevo” y un “hombre nuevo” americano. El recorrido de este sentimiento va del proyecto de “pintar las palabras con signos que representen la boca” de Simón Rodríguez (Rama 61; Schwartz 58), pasando por la “gramática” de Bello y la conocida controversia de 1842 con Sarmiento, hasta los proyectos vanguardistas de Oswald y Mário de Andrade en Brasil, la “panlengua” y el “neocriollo” de Xul Solar en Argentina o la “ortografía indoamericana” de Chuqiwanka Ayulo en los Andes.

La polémica en torno al idioma de los latinoamericanos es de raigambre decimonónica. Si agregamos a este debate las “Notas acerca del idioma”, que González Prada escribió en 1889, no resulta extraño que durante el siglo XX este debate, no resuelto hasta hoy, haya revelado en sus esfuerzos de restauración la presencia de un “excedente opaco”, la expresión es de Cornejo Polar, que fuga constantemente frente a los intentos de adulteración plebeya de la lengua. Fue González Prada quien además de ratificar la postura de Sarmiento, practicó tal adulteración plebeya incorporando en sus movimientos de asimilación y segregación, como advierte en su ensayo, “neolojismos o células nuevas i los arcaísmos o detritus” [sic].

Este dilema de las contradicciones y ambigüedades que se apoderó de los lenguajes nacionales es percibido por Cornejo Polar como detonante para el surgimiento de nuevas literaturas, que traían en sus propuestas nuevas concepciones más porosas e imaginativas de lenguaje. Pero estas “nuevas” concepciones estaban marcadas por una tensión, no menos compleja, entre “proyecto literario” y “espacio social” (158), aspecto que claramente se equipara al nexo conflictivo entre geopolítica y lugar de enunciación.

Para Cornejo Polar, legitimar lo “plebeyo” era abrir el lenguaje al habla popular, pero este movimiento era también una manera de “religar la normatividad estética a la vida cotidiana” (158). En otras palabras, legitimar lo “plebeyo” no se resuelve por el lado de la eficiencia artística o pertinencia ideológica. El dilema, en todo caso, marca de entrada una zona de articulación compleja donde inmediatamente queda en el fondo un “excedente opaco” irrepresentable e inexpresable. Tampoco vale la pena dejar de lado la posibilidad de articulación de esta idea del “excedente” con la noción de la “querella del excedente”, que Zavaleta Mercado sitúa en el corazón mismo de la construcción de la soberanía y autodeterminación indígena cuando propone pensar la “unidad del espacio” como prolongación del “tiempo histórico” en “instantes anómalos” de crisis (21, 28).

Si los proceso de “oralización de la escritura”, según Cornejo Polar, produjeron literaturas de la re-presentación (narrativas realista-indigenistas, a la manera de Icaza o J.M. Arguedas), pero también literaturas de la re-producción (escrituras vanguardistas que densificaban la realidad a través de la parodia y la imaginación extremas, a la manera de Palacio o Vallejo, agregaría, Emar o Mundy), este crítico andinista no descuidó en resaltar que la posible articulación entre escritura y oralidad, entre letra y voz, o mejor, entre proyecto literario y espacio social, no se libraba de la homogeneización y, lo que es más riesgoso aun, de la paradoja de abrir un canal no letrado donde fluyan hablas populares y originarias sin otorgar un lugar de enunciación a quienes en este caso “prestan su voz” (159).

En este contexto de discusión acerca de cómo “escribir la voz” y cómo en este gesto siempre existe algo que escapa a los intentos de otorgar representación a quienes serían los emisores de ese discurso, pienso que se articula un debate (digamos fugaz pero no menos importante) entre Vallejo y Churata. Vallejo publicó el artículo “Contra el secreto profesional”, en el mes de mayo de 1927, un texto controversial, sin duda, que interpelaba la supuesta originalidad de las prácticas vanguardistas latinoamericanas y que abría nuevamente el debate en torno a la tensión entre el campo letrado y el espacio social. Los juicios de Vallejo deslegitimaban los lenguajes vanguardistas y golpeaban también las prácticas descolonizadoras del grupo Orkopata, que se tramaban desde los márgenes de Puno. “La actual generación de América es tan retórica y falta de honestidad espiritual, como las anteriores generaciones de las que ella reniega”, escribía Vallejo. La respuesta de Churata no se hizo esperar. Ese mismo mes escribió en el Boletín Titikaka un texto que tituló “septenario”, aludiendo a los siete puntos que Vallejo había desplegado en ese artículo como ejemplos de su argumentación. Reproduzco un par de fragmentos de esta respuesta, que comentaré luego: “vallejo juzga con criterio historicista primitivo formulando objeciones que circunvalan la periferia pero cuando se le ofrece oportunidad de ahondar en el organismo del movimiento se decide por una solución empírica (…) vallejo concede demasiada importancia al documento sin ocuparse del fenómeno…” (46).

Vallejo, de manera indirecta y generalizadora, ponía en cuestión el tema de la originalidad de las estéticas locales, regañando la identidad y eficacia del lenguaje vanguardista, incluso periférico; Churata criticaba puntualmente a Vallejo la ausencia de una respuesta “orgánica” con respecto al “problema del indio” y el “lenguaje nacional” que no lo representaba, poniendo nuevamente sobre la mesa dos aspectos que atienden más al “fenómeno” que a la confrontación “documental”: la urgencia de reconstruir/inventar un lugar de enunciación y la necesidad de quitarle “opacidad” a ese excedente que quizás aun se constituye en un foco de resistencia desde los márgenes andinos.

Runa-simi

La palabra “runa” la escuché primero del habla quechua/aymara en calles y mercados. La escuché de los pobladores altiplánicos que migraban a El Alto y a La Paz. Luego, como sucedió en muchos casos de transmigración lingüística, los citadinos la incorporaron y le dieron usos desviados y tergiversos. Runa, en quechua, significa gente, ser humano; en aymara el vocablo posee un asidero aglutinado y por lo tanto no existe una definición exacta, de hecho, “ningún vocablo de esta lengua aymara comienza por R”, como dijo Bertonio. En el “Guion Lexicográfico” de El pez de oro (1957), Churata incorpora dos acepciones quechua de esta palabra: Runa-challwa, que significa “pez-hombre” y Runa-simi, que significa “lengua del hombre gentilicia”, vale decir, lengua que se habla desde una relación con el origen, fundamentalmente geográfico y cultural. Se podría afirmar, entonces, que el aymara o el pukina o el uru son el runa-simi de los habitantes altiplánicos del Titikaka y no así el quechua o el español, este último en sí mismo una lengua híbrida europea que en la colonia a su vez se hibridó alimentándose de otras runa-simis. Félix Layme, en su “Introducción” al Vocabulario de la Lengua Aymara (1612) de Ludovico Bertonio, da a entender que Runa-simi significa Quechua y a su vez “lengua humana” (15), así como “lengua humana” también significa Jaqi Aru o Aymara. Reconociendo que no se trataría aquí de una identificación de esencias ontológicas puras o a-históricas, pienso que la idea de una “lengua del hombre gentilicia” es una respuesta compleja que Churata, por ejemplo, elabora para repensar procesos de autodeterminación cultural en los Andes, más allá del impulso “gentilicio” y de provocación nacionalista que evidentemente se filtra cuando se pronuncian los vocablos “peruano” o “boliviano”.

Lo anterior me lleva a conectar dos líneas de reflexión importantes. Por un lado, la problemática en torno a los procesos de institucionalización de la “lengua nacional”, que trae consigo una definición implícita de nuestra relación con el castellano; y por el otro, la respuesta crítica que se despliega frente al proceso de homogeneización y marginalización lingüística anterior, a partir de la creación de diversos “lenguajes imaginarios” (Schwartz 55-78) que durante las vanguardias americanas se pusieron en relieve. Considero que ambos procesos poseen sus particulares rasgos de bifurcación y densidad interna que valdría la pena analizar.

Respecto al primer punto, pienso que el impacto tiene que ver con la política de represión cultural que desde la colonia se ejerció al promover una escritura institucionalizada monolingüe que definía, por ejemplo, al Perú como nación y que no debatía el problema de la “lengua nacional” que al menos era bífida (Vich 19-20) o más que bífida desde el principio. De ahí que el castellano, lejos de constituirse en una runa-simi de más de cinco siglos, se convirtió en una lengua de poder y un mecanismo de control y marginación lingüística, aspecto que, se sabe, no llegó nunca a consolidarse y menos durante el periodo vanguardista desplegado en los Andes.

Y es aquí donde sugiero articular el segundo punto. Si bien el debate a nivel intelectual se instaura en la denuncia de “ceguera nacional frente a lo indígena” que González Prada enarboló en su ensayo “Nuestros indios” de 1908, es al interior de la dinámica vanguardista donde se condensa esta problemática y donde se fraguan las respuestas críticas más sugerentes. Resalto dos: en primera instancia, la respuesta negativa frente a la perspectiva asimilacionista que reclamaba la aculturación como única vía de acceso a la modernidad (respuesta de Mariátegui y la revista Amauta, por ejemplo) y, la segunda, la lucha por devolver funcionalidad a las lenguas indígenas partiendo de su lugar de enunciación (respuesta de Chuqiwanka Ayulo, Churata y el Boletín Titikaka).

Si bien el fenómeno de transmigración lingüística fue algo que aconteció a nivel continental y que en principio derivó en esfuerzos utópicos de aglutinación (como en Mario de Andrade y la búsqueda de una lengua de síntesis de las expresiones dialectales del Brasil o Xul Solar y la creación del “neocriollo” como un dialecto basado en el castellano y el portugués para ser usado en América Latina (Schwartz 55)), es en la “ortografía indoamericana” (1927) de Chukiwanka Ayulo o más tarde en Hathawi (1931) de Ramún Katari, donde sin volcar la atención a la posibilidad de articular diversos movimientos culturales al vuelo, se plantea la necesidad de re-inventar y ejercer políticamente un lenguaje desde una dinámica de “raíz migratoria” (Churata dixit), es decir, desde un movimiento que produzca, al mismo tiempo, modos variables y runa-simis de existencia. Chukiwanqa Ayulo, desde una afrenta oral vanguardista propuso en ese texto una nueva ortografía incisiva que iría a representar una nueva política desde los Andes: “qada palabra se escribe qomo se pronunsya”.

Bosteels, Bruno. Marx and Freud in Latin America

Bosteels, Bruno. Marx and Freud in Latin America. Politics, Psychoanalysis, and Religión in Times of Terror, Verso, 2012, pp. 326.

No hay duda que Marx y Freud fueron los pivotes sobre los que se asentó el pensamiento de avanzada del siglo XX en Occidente. Quizás a este par se sume Nietzsche, quien tuvo, al igual que los otros, más de una interpretación de sus escritos. De estas posibles y disímiles interpretaciones Bosteels rastrea aquello que quizás siga generando problemas en los procesos de recepción de estas obras. Este procedimiento se da desde fuentes no necesariamente canónicas y oficiales, aspecto que resulta un aporte sustancial del libro, pues en contraste a la numerosa producción intelectual que se produjo en los años 70, Bosteels rescata producciones latinoamericanas marginales poniendo especial atención en narrativas policiales, melodramas, cine, autobiografías, poemas, teatro. Este desvío, según Bosteels, se refiere particularmente a la búsqueda de otras formas de recepción de los problemas teóricos y políticos que se desplegaron en torno a las lecturas locales de estas obras, digamos latinoamericanas y de la izquierda en general. El caso paradigmático de Martí, que abre el libro, no resulta casual pues refleja el impacto inicial del marxismo a partir de un espectro que persistirá en la ideología de “nuestra América”. Sin embargo, solo tres de los diez capítulos del libro abordan el tema del psicoanálisis y es quizás el análisis de la noción de “inconsciente político” el que constituye el elemento principal en un libro que aborda principalmente los problemas del marxismo latinoamericano.

Pienso que la relevancia de este desvío o apropiación de otras lecturas responde no tanto al exotismo de explorar fuentes raras y marginales por sí mismas, sino para profundizar y problematizar el contexto socio-histórico de recepción del marxismo en Latinoamérica. En este sentido, Bosteels afirma que “the entire process of militancy procedes not against the registrers of popular culture, or over the heads of people, but in an intimate dialogue with them, to the point where rumors, anecdotes, and the lyrics of a bolero can have a contagious force equal to the ubiquitous picture of Che’s dead body” (191). Creo que el recurso al Psicoanálisis como una vía que produce interpretación permanente desde lugares no habituales resulta interesante en este punto, pues más allá del rescate de fuentes marginales, como sugerí, lo que interesa aquí es generar nuevas formas de simbolización de la izquierda y fundamentalmente de sus síntomas. Reactivar/desmontar los constructos simbólicos para develar sus contradicciones en el paso de la teoría crítica europea a las sociedades latinoamericanas.

Bosteels da cuenta de tales contradicciones en la configuración de las representaciones políticas, precisamente en la dimensión imaginaria de tales constructos. El conflicto que revela el marxismo latinoamericano entre ética y política da cuenta de ello, a partir de una oposición que Bosteels articula entre la “ética de la finitud” (Levinas) y la “política de la verdad” (Marx), donde el análisis entre las representaciones de lo político y de lo social cobran relevancia en el proceso mismo de su “eticización”, si vale el término, donde se favorece más una tendencia a representar la vida social a través de narraciones policiales o melodramáticas en desmedro a lo que sucedía antes con los intelectuales de izquierda que luchaban por pensar sus sociedades desde condiciones de una “verdad” impersonal y de consenso autoritario. El caso de la versión del todo social como conspiración que propone Piglia, por ejemplo, es significativo en el análisis de Bosteels, pues devela el desplazamiento que se produjo en el sentido de la ética y su relación con la política con relación a las lecturas marxistas de los años 70. La brecha/ruptura que se produce, entonces, entre la representación política de los 70s y las representaciones actuales conduce a Bosteels a replantear el concepto de memoria y contramemoria política: “[I]f we want to prevent the failures, defeats, and heroic nostalgias of those years (…) we will also have to go against the grain of this image of the Left, which finds itself absorbed in the total rejection of, and simultaneous fascination with, the logic of war and state terror” (272). En otras palabras, una izquierda marxista efectiva, no solo tendría que asumir sus derrotas sino también reconfigurar su memoria como contramemoria, más aun, despejando las coartadas e ilusiones masivas para confrontarlas con “its innermost and unsurpassable discontents” (251). Esta línea de reflexión que exige hacerse cargo del “malestar” freudiano, puede ser entendida y justificada desde la perspectiva del desenmascaramiento que el autor aplica como intento de resignificar el porvenir ya no a título de ilusión. Lo interesante es que las narrativas melodramáticas revelan precisamente la imposibilidad imaginaria de comprometerse y de resolver el conflicto entre el ideal de la buena conciencia y el estado real de las cosas, tal como sucede con la figura del “alma bella” en Hegel, que Bosteels utiliza y que Lacan retoma varias veces para indicar, precisamente, que esta figura critica al mundo desentendiéndose de la implicación que ella misma tiene con aquello que denuncia, perspectiva que ilustra la posición subjetiva de la histeria y, en este contexto, de casi todos los sectores de la izquierda marxista latinoamericana.

 

Sanjinés, Javier. Espejismo del mestizaje

Sanjinés, Javier. Espejismo del mestizaje. PIEB / IFEA, 2005, pp. 222.

Apartándose del grupo de intelectuales que forjó colectivamente el “culto del antimestizaje” (27) y a diferencia de la postura crítica de Silvia Rivera con respecto a encarar el protagonismo del mestizaje en la constitución de lo boliviano, en este libro Javier Sanjinés encara la hipótesis de concebir esta categoría “como uno de los discursos dominantes que, a fin de organizar la nación, los intelectuales bolivianos elaboraron durante el siglo pasado” (3). El libro Espejismo del mestizaje, que originalmente en inglés se publicó como Mestizaje Upside-Down (2004), se ocupa de analizar la importancia que tuvo el tema del mestizaje en el surgimiento y construcción de la modernidad boliviana del siglo XX. Tres son las propuestas de análisis crítico que plantea el texto de Sanjinés: la primera propuesta, encarar la distinción entre pensadores liberales ligados a la corriente civilizatoria (como Alcides Arguedas o Daniel Sánchez Bustamante) y pensadores reformistas que desarrollaron un discurso sobre lo autóctono (como Franz Tamayo y los llamados “místicos de la tierra”); la segunda propuesta, orientada a demostrar que la teoría social boliviana no se apartó de los lineamientos del pensamiento europeo, inclusive en el caso de los pensadores reformistas como Tamayo, quien se sirvió del modelo “vitalista irracional” de Nietzsche y Schopenhauer para construir su mestizaje ideal homogeneizador y sistémico de Occidente (Sanjinés al respecto propondrá una lectura crítica del mestizaje encarando el “centrismo ocular” (28) y contraponiéndolo a una “visión policéntrica” (110) de saltos sacádicos que ubicará en algunas obras pictóricas de Borda); la tercera propuesta, arranca oponiéndose al lugar de enunciación centrista, que Sanjinés llama “exclusivamente racional”, para analizar formas alternativas de conocimiento que, en su parecer, emergen del “adentro” o de lo más hondo de las sociedades marginales (en esta lógica, propone la teoría aymara de “los dos ojos” como una de las formas de ver del revés, en este sentido, “desde abajo” o “boca abajo” para evocar el título de la versión en inglés).

En otras palabras, Sanjinés intenta llevar a cabo el estudio de la construcción imaginaria de lo “nacional” relacionando dos dimensiones hasta ahora no teóricamente articuladas: lo “letrado”, referido al corpus ensayístico producido por una élite urbana estrechamente vinculada a los problemas del Estado; y lo “visual”, entendido como el modo de repensar las políticas de la representación, las dicotomías culturales y las fronteras discursivas, que ponen en tensión la lógica ocular céntrica de occidente y la imagen que invierte/diversifica el mundo andino postcolonial. De ahí que la metáfora del “espejismo” (en la versión del título en español) funciona como una imagen que, por un lado, impulsa la marcha de la construcción nacional desde el discurso intelectual de los reformadores paceños de inicios del siglo XX, pero por el otro, invierte y desmantela el artificio dada la crisis del ethos de la modernidad boliviana producida por la actitud de rebeldía de los movimientos sociales indígenas. Este proceso de inversión da paso, según palabras de Sanjinés, a un nuevo lugar de enunciación que articula la racionalidad subalterna que emerge “de” y responde “al” legado colonial no superado por el discurso del mestizaje (25). Para Sanjinés los movimientos sociales (lo dice el año 2005, es decir, vísperas de la nebulosa era evista) han puesto de cabeza la imagen del mestizaje que se proyectó desde la Revolución Federal de 1899 hasta nuestros días, pasando, por supuesto, por la otra revolución liberal, la Revolución Nacionalista de 1952.

Desde una perspectiva de las ideas históricas y políticas, Sanjinés encara y confronta diferentes territorios conceptuales. Por un lado, estudia el proceso de transición hacia el liberalismo en Bolivia, que se dio con claridad a partir del mentiroso federalismo de 1899 y la consolidación del Partido Liberal en la ciudad de La Paz, pero también analiza las intervenciones letradas y el debate intelectual en torno a la problemática del indio que se gestó durante las primeras décadas del siglo XX. En este proceso Sanjinés estudia y deslinda la propuesta de Tamayo del ancla positivista y darwinista en la que se la había colocado junto a Arguedas, remarcando la importancia en la creación de un discurso de lo autóctono que Tamayo forjará desde su visión reformista basada en la idea schopenhaueriana del conocimiento de la propia voluntad. Si para Schopenhauer la relación entre intelecto y voluntad se resumía en “ese ciego fornido que lleva sobre sus hombros al cojo vidente”, para Sanjinés de manera similar Tamayo estaría proponiendo que el mestizo ideal era “ese indio musculoso que llevaba en la cabeza al mestizo inteligente” (63). Esta metáfora corporal estaría abriendo un nuevo terreno en el debate sobre el problema del indio, pues propondría atender a “la observación subjetiva del hombre andino, alejada del distante y fríamente objetivo ojo mental cartesiano” (64).

Del mismo modo, Sanjinés propone una aproximación dicotómica entre dos obras pictóricas fundamentales de la primera mitad del siglo XX, esto, entiendo, para reforzar la idea de principio que demuestra que el orden visual que operó desde la modernidad occidental tuvo una serie de implicaciones con relación a la constitución (muchas veces disfrazada y oculta) del poder, que dicho sea Sanjinés encuentra en la óptica disciplinaria de las pinturas de Cecilio Guzmán de Rojas (v.g. Cristo aymara, 1939), pero también en el desplazamiento de tal visualidad y con ella de la rigidez del mestizaje (ideal o encholado) que opera de acuerdo a nuevas epistemologías emergentes también en el periodo estudiado. Estas epistemologías emergentes, además de estar ligadas a nuevos espacios de la “indianidad”, se proyectan también desde otras maneras de ver, urbano popular marginales, pero también radicales y críticas que Sanjinés ubica en la “visión barroca de la realidad” que Arturo Borda plasma en su cuadro Crítica de los ‘ismos’ (1948). Quizás el capítulo que dedica a la confrontación de ambas obras y de ambos artistas (quienes también rivalizaron sus principios estéticos en vida) sea el más sugerente del libro, si consideramos que el análisis que despliega Sanjinés en torno al proceso histórico político en la construcción ideológica de lo mestizo en Bolivia, le otorga al paisaje una función hegemónica fundamental en la construcción de la nación. Si bien Guzmán de Rojas promocionó el pensamiento hegemónico de los letrados desde un proceso de estetización de la política, fue Arturo Borda quien contrarrestó esta estética y óptica disciplinaria del mestizaje ideal con la parodia de su grandiosidad espiritual. Señala Sanjinés: “Borda no se interesó en el conocimiento fijo, esplendoroso, de lo absoluto, y tampoco estuvo interesado en conectar acríticamente lo humano con lo divino. La visión policéntrica que Borda plasmó en cuadros como Crítica de los ‘ismos’, fue una mirada crítica radical de las ‘constelaciones eternas’ en las que Guzmán de Rojas pareció estar interesado” (110). Este razonamiento, por supuesto, prefigura descentramientos fundamentales en cómo pensar, a la inversa, una politización de lo estético y, junto a ella, una consecuente desintegración de todo orden…, aspecto que merecería, al menos, nuevas lecturas y cuestionamientos en torno a “la duda del progreso de la historia que Arturo Borda planteaba con su amenazantemente ruinosa mirada de las cosas” (118).

 

Cecilio Guzmán de Rojas – Cristo aymara, 1939

 

Arturo Borda – Crítica de los ‘ismos’, 1948

Holloway, John. Change the World Without Taking Power

Holloway, John. Change the World Without Taking Power, Pluto Press, [2002] 2005, pp. 767.

Percibo que el libro propone una aproximación fenomenológica y crítica al capitalismo a partir de variaciones sobre un eje central: el grito. Este eje tiene la particularidad de interpelar de manera permanente al lector instigándolo hacia la acción colectiva. Si pensamos esta palabra desde el sesgo del cambio, nos enfrentamos con la necesidad de comprender el “cómo” antes que la ontología de ese grito: cómo cambiar el mundo sin tomar el poder y no tanto qué significaría cambiar el mundo sin tomar el poder. Holloway es consciente de esta urgencia, casi metodológica, y del esfuerzo no solo reflexivo que implica dar cuenta de ese “procedimiento”. El libro, visto así, es una provocación directa a los pensadores de la izquierda latinoamericana que teorizaron el marxismo hasta sus últimas consecuencias. El libro abre una zona de conflicto y debate que interpela no solo la conceptualización de la teoría marxista sino fundamentalmente su praxis.

Esta dinámica funciona en todos los capítulos, pero fundamentalmente al final, cuando Holloway propone pensar la idea de “revolución” desde un concepto de crisis ajeno a cualquier idea de restitución del capitalismo. Holloway llega a afirmar que la crisis tiene que ver con un salto mortale (475) del capital y por tanto con un acto extremo de desarticulación de las relaciones sociales. No deja de ser interesante el recurso al italiano en esta definición, pues este gesto trae a colación la larga tradición anarquista que se incubó en Europa desde Fanelli y Malatesta, quienes pensaron la revolución como una intensificación de la crisis y una ruptura con el capitalismo de estado, aspecto que Holloway abiertamente incorpora. Pienso también que la imagen del “salto” puede servir para entender una especie de “salto fuera de la academia” que estaría proponiendo al mismo tiempo Holloway, pues se trata de una reivindicación del grito como punto de partida para entender la teoría social y política, antes que la repetición o depuración conceptual: “There is no room for the scream in academic discourse” (21).

El punto de partida, entonces, no enfatiza el análisis reflexivo sino la constitución de ese grito. El punto de partida es el punto de llegada; el hacer, el acto, la transformación…, que desde una especie de dialéctica negativa (es decir, de una crítica inmanente a la imposición de la identidad homogeneizadora del capitalismo) se convierte nuevamente en punto de partida. Dos cosas parecen preocupar a Holloway en este sentido: la constitución trans-individual de ese grito y la nueva construcción social de un “nosotros” en el cual ese grito vendría a desplegarse. En este sentido, percibo que la discusión que Holloway establece con algunos conceptos marxistas ampliamente tratados, responde a una mirada menos de re-estructuración teórica al interior de los discursos estructuralistas o postestructuralistas del marxismo que de una urgencia fenoménica transformadora. Holloway dialoga críticamente con las teorías de Luckacs, Althusser, Bloch, Foucault o Adorno buscando el giro no solo instrumental sino práctico mediante un esfuerzo re-interpretativo de las premisas marxistas, como la famosa tesis 11 sobre Feuerbach que Marx escribió en 1845: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo” [Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kömmt drauf an, sie zu verändern]. Al respecto Holloway comenta: esta tesis de Marx no implica abandonar la teoría, pero sí entenderla como parte de una lucha por transformar el mundo (74). Aquí cobra relevancia la distinción que propone entre done y doer, si pensamos que este último, un “hacedor” libertario, resuelve su acción en un doing como consecuencia directa del grito. A su vez, Holloway propone entender este doing como un movimiento plural creativo conformado por actos que no se sabe dónde comienzan o terminan (82), pero que en su entrelazamiento (interwined) siempre empujan más allá, vale decir, como un movimiento que se resuelve en una colectividad de hacedores (doers) del “más allá” (¿idealismo utópico?). Esta es la vía que Holloway abre para ir pensando en las posibilidades transformadoras del poder constituyente propuesto por Negri (vía Spinoza). Sin embargo, aquello que no cuaja muy bien, según mi interpretación, es que estos “hacedores del más allá” terminarían conformando un we-ness, es decir, un nosotros inclusivo representante de la “gran” subjetividad resistente a la cosificación del capitalismo y el fetichismo de la mercancía.

La palabra “nosotros”, tal como me referí en otro post, tiene sus riesgos y considero que su tratamiento tendría que trascender lo estrictamente fenoménico. Propondría, al respecto, una salida también política, retomando aquello que sugiere Rancière sobre la configuración del espacio inclusivo que en su movimiento abrazador suele no oír el otro lado de aquello que circunscribe. Escribe Rancière en “Políticas estéticas”: “El rechazo a considerar a determinadas categorías de personas como individuos políticos ha tenido que ver siempre con la negativa a escuchar los sonidos que salían de sus bocas como algo inteligible”. Que es una manera muy lacaniana y marxista de replantear la idea de “hombre político” que legó Aristóteles y perduró durante siglos, si recordamos que el filósofo estagirita proponía que “hombre político” es quien posee el lenguaje que pone en común lo justo y lo injusto, mientras que el animal solo tiene el grito para expresar placer o sufrimiento. No es difícil inferir de esta división que no basta con saber quién posee el lenguaje y quien solamente el grito. El psicoanálisis, en todo caso, optaría por interrogar ese espacio de inteligibilidad que queda afuera, que es fundamentalmente un espacio de habla y de escucha, como sugiere la cita de Rancière, en contraposición a ese otro espacio del nosotros, de aquello que consideramos nuestro gran nosotros, que se podría nombrar como el Gran Otro de la sociedad. Y aquí se abre una encrucijada: ¿cómo hacer del grito algo “inteligible” (Rancière) y “hacedor” (Holloway) sin caer en la parcelación del “uno por uno” (psicoanálisis) o del nosotros igualitario de la sociedad (utopismo marxista)?

Si in the beginning was the scream (41), en el fin quedaría algo así como la vida “que está ahí al alcance del salto que no damos”.

Roberto Valcárcel [La Paz, 1951] – Grito

 

Roberto Valcárcel [La Paz, 1951] – 2018

Arguedas, Alcides. Pueblo enfermo

Arguedas, Alcides. Pueblo enfermo [1909]. Obras completas, Luis Alberto Sánchez ed., Aguilar, 1959, pp. 393-617.

Pueblo enfermo fue un ensayo sociológico controversial y ampliamente discutido por la crítica local boliviana, pero también por los estudiosos y disidentes del indigenismo. Las novelas de Arguedas, sobre todo Raza de bronce (una versión “ajustada” de una anterior que se publicó en 1904 con el título Wata-Wara), sufrieron el mismo derrotero. Raza de bronce hoy es considerada una obra “canónica” para entender la dinámica del “problema del indio” imaginado desde la cultura letrada. Algunos críticos literarios en Latinoamérica manifestaron abiertamente la tentación de interpretar esta novela a la luz de los juicios y principios de este ensayo, no sin chocarse con interesantes contradicciones entre el supuesto propósito de denuncia de la injusticia padecida por el indio del altiplano, las descripciones “realistas” y peyorativas de la condición indígena en Bolivia, y las valoraciones racistas del narrador con respecto a sus personajes (Lastra, 1981; Rose-Green, 1987). Por otra parte, lecturas cronológicamente más actuales de Pueblo enfermo analizan la posible mediación en esta obra del “discurso de la degeneración” que caracterizó ese “otro lado” o “lado oscuro” del progreso europeo a fines del siglo XIX y principios del XX (Paz Soldán, 1999). Esto, sin duda, tomando en cuenta al vínculo de Arguedas con el positivismo, ideario que florece en Bolivia luego de la Guerra del Pacífico de 1879, y el darwinismo social, cuyo programa nacionalista era convencer sobre la inferioridad de la “raza indígena”, considerándola un “peso muerto” para la sociedad (Demélas, 1981).

El esfuerzo por acuñar datos estadísticos positivos y “cientificistas” es evidente desde las primeras páginas de este ensayo, aspecto que se articula a una retórica “realista” que concibe la sociedad a partir de la idea (nacional-darwinista) de superioridad de raza. No es casual, en tal sentido, que en sus “averiguaciones sobre la realidad nacional” (Lastra dixit) Arguedas se muestre reticente con respeto al periodismo, la literatura y el trabajo del intelectual en Bolivia, a quienes exige un “designio realista” fundado en la verdad de la representación del medio y los individuos: “La mejor obra literaria será, por lo tanto, aquella que mejor ahonde el análisis del alma nacional y la presente en observación intensa, con todas sus múltiples variaciones” (596). Esta “observación intensa” venía de la mano de un proyecto geopolítico.

La geopolítica crítica, que sigue en parte los planteamientos de Foucault, afirma que en la sociedad inglesa del siglo XVIII la emergencia del problema de la population (el vocablo hispánico “población” tiene una resonancia estadística y de censo) da lugar a la organización de un arte racional de gobierno que se constituye alrededor del problema de la economía, no como administración de la familia (aspecto característico de las monarquías previas), sino como administración de la población del estado (es decir, la “economía” en un sentido moderno). Emerge, entonces, la figura del Gobierno de Estado que define la población como un dato (datum), como un campo de intervención y como un objetivo de la técnica gubernamental. Este datum se despliega en Bolivia a fines del siglo XIX a través de la emergencia de Sociedades Geográficas (la Sociedad Geográfica de La Paz se funda en 1889 como respuesta a la derrota de la Guerra del Pacífico y los problemas de límites fronterizos, entre otros) y del impulso “cientificista” que comenzaba a apropiarse de la cultura letrada dando lugar a un despliegue de investigaciones estadísticas, poblacionales, migratorias, de límites geográficos, biológicas, etnográficas que fueron dando forma a la creación de un Estado-nación liberal en términos de una ciudadanía en expansión y desarrollo que comenzaba a poner en práctica un supuesto proyecto nacional “imaginado” desde La Paz. Arguedas, que escribe Pueblo enfermo desde París en 1909, comienza sus reflexiones sobre su “psicología de los pueblos” refiriéndose a este cúmulo de conocimientos “cientificistas” y “positivos” de las regiones y sus habitantes, datos geográficos, datos del Censo de 1900, estadísticas poblacionales, medición de distancias en kilómetros entre capitales, estadísticas económicas, clasificaciones etnográficas y jerárquicas propias del darwinismo social mencionado, y demás. Edward Said había notado que el imperialismo es un acto de violencia geográfica a través del cual virtualmente todos los espacios en el mundo (en este caso el espacio que demarca el territorio nacional boliviano) están explorados, trazados y finalmente tomados bajo control.

Las lecturas de Pueblo enfermo enfrentarán siempre un texto atravesado por muchas capas interpretativas y momentos históricos relevantes. El texto fue revisado y completado por el autor hasta la edición que se publicó en Chile en 1937, lo cual implica la incorporación de nuevas lecturas y reajustes en función de los cambios históricos. Arguedas escribió la primera versión en Europa, pero la tercera y definitiva la concluyó en La Paz durante la crisis del liberalismo y la pérdida del Chaco con el Paraguay. Estas circunstancias, sin embargo, no afectaron la propuesta de fondo del libro que, al igual que el narrador de Raza de bronce, no desplegaba un alegato a favor de los indios. Es notable que en la publicación de 1937 que se realiza en Chile, Arguedas mantenga la carta de Ramiro de Maetzu (nítido exponente del darwinismo social en ese entonces) que se incluyó en las ediciones anteriores y que, según cuenta Luis Alberto Sánchez, Arguedas recitaba de memoria. Esta carta Maeztu la escribe en Londres en 1909.

Siempre bajo el influjo de resaltar la “enfermedad nacional”, a la manera del Idearium español (1897) de Ángel Ganivet o Enfermedades sociales (1907) de Manuel Ugarte, Arguedas intenta analizar “científicamente” todos los temas. Al respecto destacaría dos, que quizás no fueron debidamente atendidos por la crítica actual. El primero se refiere al análisis del “factor de corrupción” que el ensayista observa en la prensa boliviana, ese “cuarto poder del Estado” (485), según menciona, que se halla maleado en su base por su filiación anarquista. Para Arguedas esta institución estaría constituida por “semiletrados” (494), es decir, jóvenes universitarios perezosos que buscan notoriedad inmediata y que se inician en los lugares comunes de las ideas de avanzada (sigo las descripciones de Arguedas) y terminan promoviendo ideas radicalistas (Franz Tamayo funda el Partido Radical en ese entonces) tan solo leyendo a autores “fáciles (…) porque su sistema de las negaciones absolutas nace del puro raciocinio” (495). Y cita autores como Faure, Grave, Malato, Reclus, Kropotkin, Vandervelde, Tolstoy (495). El segundo tema, que se desarrolla ampliamente en el capítulo VIII, tiene que ver con el rol social de la mujer boliviana. A pesar del tratamiento conservador que da Arguedas a todos sus temas, nos enfrentamos a uno de los primeros escritos en Bolivia que indaga el problema del feminismo y que lo hace de una manera quizás visionaria al ligar este ámbito con la falta de un buen programa educativo para las mujeres. Arguedas menciona la construcción de lo femenino como la carencia principal de la formación intelectual en las generaciones jóvenes de la época. Desde su perspectiva letrada, denuncia la cosificación del cuerpo, la primacía de la apariencia, la banalidad de la moda, la construcción de estereotipos y la falta de entusiasmo por una formación intelectual, asumiendo que tal formación intelectual sería la vía de salvación para consolidar su proyecto nacional. En otras palabras, criticó a la mujer por ser ella precisamente quien promueve las superficialidades de clase y la construcción de la artificial aristocracia. Escribe Arguedas: “De esta lamentable concepción pedagógica, de semejante abandono espiritual, nace la falta de preocupaciones intelectuales en la mujer boliviana, cuyo sólo anhelo es seducir por las exterioridades ostensibles en la riqueza del trapo” (511). Lo que no llegamos a visualizar con claridad es si ese significante “mujer” abarcaba toda la population migrante e inmigrante que a principios del siglo XX se pronunciaba también desde sectores aledaños no del todo geo-grafizados.

Zavaleta Mercado, René. Lo nacional-popular en Bolivia

Zavaleta Mercado, René. Lo nacional-popular en Bolivia, Martí Soler ed., Siglo XXI, 1986, 273 pp.

  1. Lo nacional-popular en Bolivia es un libro póstumo e inconcluso. Durante los últimos años de su vida Zavaleta Mercado venía realizando un proyecto de investigación sobre la formación de lo nacional-popular en Bolivia. Afirma su editor Martí Soler que se trata de un trabajo de largo aliento. Los tres primeros capítulos que se publican en esta edición son los textos que quedaron de este proyecto y aunque presentan un nivel de elaboración no fueron revisados por el autor para su publicación. Esta aclaración es necesaria pues el lector se halla frente a un trabajo in progress, es decir, frente a una elaboración por cierto teórica que va trazando sus surcos y tentando hipótesis, así como precisando conceptos que alcanzan en algunos casos interpretaciones novedosas para entender el periodo al cual se aboca este trabajo, a saber, el periodo de la post revolución nacionalista hasta 1980, que Zavaleta visualiza a partir de un análisis sucinto de las explicaciones causales emergentes durante la Guerra del Pacífico en el siglo XIX (1879-1884) y la Revolución Federal de 1899.
  2. Partiendo de una lectura de Gramsci, Zavaleta propone pensar la nación en Bolivia como un proceso de construcciones hegemónicas. Sin embargo, el asunto consiste en pensar este proceso no solamente como la articulación de un discurso ideológico, sino como un objeto crítico, en permanente tensión negativa, ya sea como la conformación de un “capitalismo irracional” (178), que Zavaleta opone al momento constitutivo inglés (174-77), o desde su carácter de imposibilidad en tanto formación homogeneizadora. Zavaleta, al abordar este punto en diferentes momentos del libro, reintroduce la idea del límite en el uso de teorías generales para entender “lo boliviano” a la hora de pensar los hechos históricos concretos. El razonamiento que despliega Zavaleta podría resumirse de la siguiente manera: “para sostener una teoría general, el mundo tendría que estar homogeneizado. O en otras palabras: Bolivia es un país imposible porque es radicalmente heterogéneo, un territorio heterogéneo socialmente incognoscible, como seguramente otras sociedades también lo son” (cita que extraigo del texto sobre Mundy presentado al clustter). Quizás por esta razón en este libro es notable el esfuerzo de implantar un corpus conceptual nuevo que haga posible, a su vez, un acercamiento distinto a la condición abigarrada de Bolivia. “[L]a ciencia social es el estudio de la excepcionalidad significativa” (176), escribe Zavaleta, y tal excepcionalidad no fue el resultado de fuerzas maniqueas o marcadamente opuestas, sino de un entramado político que es todo menos una imagen totalizada en términos de relaciones sociales. Podría afirmar, incluso, que para Zavaleta aquello que está totalizado no es cognoscible bajo un solo patrón de conocimiento. Para Zavaleta la producción del conocimiento local sería la única posibilidad de lograr una producción de teoría adicional que permita pensar lo boliviano como una “nación” particular. La pregunta está en cómo y bajo qué condiciones de posibilidad es dable esta “teoría adicional”. Zavaleta la rastrea en dos momentos constitutivos de la historia política en Bolivia, la la Revolución Federal (1899) y la Revolución Nacionalista (1952), los cuales le permiten explicar y comprender gran parte de los hechos de insurgencia y rebelión indígena que los anteceden y continúan. Para Zavaleta un momento constitutivo es la gran determinación en la configuración de una forma primordial, forma que se refiere al surgimiento de lo que llama una “disponibilidad” decisiva y su consecuente proceso de “autodeterminación” colectiva. En términos de multitud lo nacional-popular vendría a encarnar ya no una idea capitalista de nación como sustancia socializada homogénea, sino de una especie de pachakutismo transpersonal de doble faz que se establece, por ejemplo, en la relación entre Pando y Zárate Willka durante el levantamiento indígena/federal de 1899: “no había nadie que supiera hasta qué punto la esforzada y sin duda tenebrosa multitud general de la raza aymara cumplía en efecto este papel lateral de amenaza-testigo, de informante geográfico o de fuerza de cansancio y hasta qué punto era algo que tenía su propio designio. En otras palabras, nadie sabía en qué grado [Zárate Willca] defendía a los paceños y a La Paz misma y en qué medida los cercaba” (153).
  3. La diferencia o “hiato histórico” (140) entre lo señorial y lo indio-popular como dos estirpes o dos “programas históricos” (130), le permite a Zavaleta entender ese “algo que se construye en el encuentro con lo indio” (131). “El pasado pesa” (123) y por lo mismo se abre una dimension de construcción histórica y reconstrucción de una memoria que son aquí entendidos como procesos troncales que despejan el hecho de que en Bolivia el proyecto nacional, ya sea capitalista o socialista, se enfrenta no solo a la autodeterminación indígena sino también a lo que había de no capitalista en los propios agentes de dominación. Siguiendo este razonamiento Zavaleta afirma que “lo que había de capitalista en Bolivia estaba siempre determinado por lo que había de no capitalista en Bolivia” (110). Lo “no capitalista” se refiere, en este caso y por un lado, al desperdicio señorial de aquello que se obtenía de un modo capitalista (aspecto que ya fue común en la devastación colonial y la crisis española en los siglos XVI y XVII), pero también por el otro, a la resistencia e imposibilidad de hacer de lo indio un todo nacional. Si bien Zavaleta reconoce que una nación que no abarca a todo el pueblo no es verdaderamente nacional, resulta que en la visión de la casta señorial, que se da desde los periodos histórico-políticos de la Guerra del Pacífico con Chile a fines del siglo XIX hasta la llamada revolución nacionalista de 1952, los indios no solo no eran el alma de esta “nación”, sino que eran el obstáculo fundamental para que ella existiera (119). Zavaleta, en todo caso, trata de hilar más fino y busca en la conformación del acervo social los modos en los que se establecen procesos de interpelación a la oligarquía, en la convivencia entre imágenes contradictorias que dan cuenta de esta propia formación (106), o bien, en la formación de una multitud que existe a raíz de momentos de crisis: “es la crisis del estado y sobre todo su desflecamiento hegemónico el hueco por donde ingresa la constitución de la multitud” (117). Así por ejemplo, analiza cómo Belzu desde la oligarquía o Katari desde la base indígena interpelaron a la masa. Sin embargo, Belzu y Katari, según Zavaleta, eran portadores de una bandera progresista bajo la cual la fuerza artesanal, los forasteros agricultores y los ccajchas (cf. 112) formaron parte del acervo social del que surgirá después el proletariado (118).
  4. Las dos estirpes en Bolivia, entonces, plantean en germen aquello que será uno de los aportes más relevantes del libro, hacer una caracterización del abigarramiento político, social y cultural en Bolivia. La noción de formación social abigarrada (donde lo múltiple y diverso conviven en “verdaderas densidades temporales” (Las masas en noviembre)) emerge en el escenario mismo de los procesos de transformación y de autodeterminación, pues surge para dar cuenta de la falta de articulación de los modos de producción (para decirlo en términos marxistas), pero fundamentalmente, de otras dimensiones de lo social donde el capitalismo (en los periodos estudiados) se desarrolló débilmente y sin unidad política. Una formación social abigarrada se caracteriza, en este sentido, por la coexistencia de diversas temporalidades o tiempos históricos heterogéneos. Esta complejidad es la que Zavaleta se propone analizar, sobre todo, en la segunda parte del libro referida al mundo del “temible Willca”, donde se comprende cómo la presencia e irrupción de los indígenas en la historia y la vida política acaba sobre-determinando la modalidad que adoptará la ideología de la casta señorial dominante en Bolivia.

Pablo Zárate Willca [1871-1900]