Rivera, Silvia. Sociología de la imagen

Rivera, Silvia. Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia andina, Tinta Limón ediciones, 2015, 351 pp.

Susan Sontag, a quién Silvia Rivera menciona más de una vez en este libro, afirma que “una sociedad llega a ser ‘moderna’ cuando una de sus actividades principales es producir y consumir imágenes”. Esta afirmación parece no condecir con la propuesta teórica, metodológica y táctica de Sociología de la imagen, un libro conformado por una compilación de artículos, ponencias, entrevistas y escrituras de lo oral/iconográfico que montan una propuesta descolonizadora y desmantelizadora de los “procesos de internalización de lo colonial” (311). Si para Sontag la imagen (y sobre todo la fotográfica) es una clave para afiliarse en la modernidad, para Rivera es quizás el último resquicio desde el cual es posible indagar el tejido de lo social e incluso ingresar a un nuevo tipo de conocimiento “riesgoso y abismal” (286). Esto, insisto, a pesar de citar a Sontag a su favor.

Es así que la propuesta de una “sociología de la imagen” requiere una metodología que, según Rivera, nace de las exigencias de una práctica (académica) que se despliega en el abigarrado mundo andino. Rivera explica este proceso, en primera instancia, como un tránsito entre imagen y palabra: “El tránsito entre la imagen y la palabra es parte de una metodología práctica y pedagógica que, en una universidad pública como la UMSA, me ha permitido cerrar las brechas entre el castellano standard-culto y los modos coloquiales del habla” (176), o bien, “estamos construyendo un escenario taypi [en el glosario que se incluye al final del libro se define esta palabra aymara como “centro, término medio entre dos extremos”], en el que dialoga la teoría con la práctica, el norte con el sur, la realidad pensada y habitada con aquella enjaulada en los libros” (295-96). El anclaje metodológico que propone Rivera busca promover “historias alternativas” (73) y esto implica asumir la pluralidad de significados que puede tener la historia, en este caso, ya no tejida (y manipulada) solo por sujetos ligados al oficialismo, sino también por quienes hacen, narran o sufren esta historia, según afirma (73). “Un pasado remoto emerge vivo, imágenes atávicas salen a la superficie y actúan, la furia de los tiempos se desata” (285). Cabe resaltar que esta enfática afirmación, según reconoce Rivera, tiene que ver con el concepto de crisis social como un momento de disponibilidad cognoscitiva, propuesto por Zavaleta Mercado en Lo nacional popular, libro que comentaré próximamente.

El anclaje metodológico, a su vez, le permite a Rivera trazar un recorrido que pone en contacto diferentes periodos históricos, leídos desde dos recursos documentales concretos: las fuentes orales y la expresión iconográfica. Ambos recursos son incorporados desde publicaciones asumidas como representativas de periodos históricos concretos: los dibujos de Guamán Poma en la Nueva Corónica (s. XVI); las acuarelas del Álbum de Melchor María Mercado (s. XIX); las fotografías del Álbum de la revolución de José Fellman Velarde (s. XX); o los montajes cinematográficos de Javier Sanjinés. También Rivera incorpora en este corpus de publicaciones su propia experiencia como docente e investigadora a través del uso de material fotográfico y gráfico.

Existe en este anclaje metodológico, entonces, una apuesta directa por la imagen (¿moderna?) y su capacidad irreductible de producir grietas y fracturas en el ámbito normativo de lo histórico, social y político. Esta apuesta es la que Rivera encara para demostrar su hipótesis de trabajo a partir del estudio concreto de las fuentes mencionadas más arriba.

Algo más, Rivera formula (fiel al gesto descolonizador que asume) un operador intelectual y práctico, el significante ch’ixi, para dinamizar sus aproximaciones y, a su vez, para deslindarse de cualquier perspectiva endógena o esencialista, aunque, valga decirlo, en cierto momento plantea el uso de las imágenes como illas [según el glosario, las illas son objetos pequeños (piedras, miniaturas) que se usan para invocar la materialización del objeto real que representan, vale decir, illas “que representan la esencia del objeto…” (299)]. El significante aymara ch’ixi circula inclaudicable por todo el libro y es un operador porque determina el punto de vista de esta lectura. Estas “miradas ch’ixi desde la historia andina”, según dice el subtítulo, buscan establecer zonas taypi en las cuales se pueda leer un sentido de “gris jaspeado” que trae esta palabra, es decir, las manchas que se sustentan en lo múltiple y contradictorio de la historia, donde lo ch’ixi no establece, en sus tensiones, estados transitorios que habría que superar a la manera de Hegel, sino campos de “fuerza explosiva y contenciosa” (295, 310) que potenciaría nuestra capacidad de pensamiento y acción.

A estas alturas (andinas) creo vale la pena, al menos, exhibir un ejemplo de los varios que propone Rivera. La oficial valoración histórica que se festeja o se festejaba en Bolivia por la revolución nacionalista de 1952 es desmantelada por Rivera a partir del análisis del Álbum fotográfico que publicó Fellman Velarde en 1954, el conocido ideólogo movimientista y mano derecha de Paz Estenssoro. Rivera “mira” y analiza el mecanismo ideológico y manipulador del montaje fotográfico y textual plasmado en las páginas de este Álbum y demuestra el uso de esta publicación masiva y lujosa como estrategia de domesticación de las multitudes insurrectas según los lineamientos para la conformación de una ciudadanía mestiza y homogénea. Si bien este Álbum se propone como un órgano político-cultural que pretendía lograr una reinvención de la historia, este programa ideológico no tarda en revelar sus macabras intenciones respecto a ese nuevo ciudadano híbrido (y sin memoria), pero homogéneo, que se deseaba forjar. Vía oral/visual (directa) Rivera se entera, por ejemplo, que una de las fotos utilizadas por Fellman Velarde estaba “trucada”, es decir, modificada, alterada en su composición original (infra.). La estrategia narrativa consiste, señala Rivera, en presentar de par en par las oposiciones culturales y políticas como en la foto claramente se da. La alegoría del ferrocarril del progreso liberal en el escenario del altiplano que se dirige hacia la derecha pictórica, acompañada de un texto que dice: “Se construyen ferrocarriles que son solo caminos por donde fugan las riquezas bolivianas…”, en contraposición a la imagen de una mujer de luto y de pollera que camina cuesta arriba, acompañada de un texto que dice: “…mientras, al ‘Indio’ le queda solamente el camino de la angustia, de dolor y de miseria” (113-15). Fellman había recortado la imagen de la ciudad de La Paz, donde se dirigía la mujer, para que encaje en su texto y por supuesto en la composición fotográfica final. Rivera al parecer no reniega de este ardid, para ella “crear es también descubrir” (287), como dice citando a Sontag. Su reclamo radica en el uso de estos recursos sin asidero de base, vale decir (y aquí considero radica su propuesta de fondo), sin entender que el “montaje creativo” (289) debe interpelar el colonialismo interior y exterior de una sociedad, un montaje que haga hablar desde una práctica ch’ixi a las fisuras del tiempo y que muestre cómo las cosas son (¿esencialismo?), en vez de figurarse cómo deberían ser; en este caso, cómo las voces subalternas deberían resistir a integrarse en una narrativa monológica de progreso y modernización. Solo así, insiste Rivera, podrá reconstruirse una realidad “por las mutuas resonancias que produce el montaje entre imágenes diversas” (290), pues la imagen (bajo una mirada ch’ixi) “reactualiza las fuerzas que dan forma a la sociedad, a tiempo de organizar lo abigarrado y caótico en un conjunto de descripciones ‘densas’ e iluminadoras” (88-89).

La palabra ch’ixi anda circulando desde hace tiempo en los estudios andinos y cada vez más prolifera en ámbitos académicos que Rivera abiertamente desacredita en este libro, me refiero, sin ir muy lejos, al mercado intelectual de los estudios culturales presente en la academia norteamericana “donde proliferan los intereses corporativos y las camarillas” (306). Si bien este término, y todo el aparato intelectual “alternativo” que lo acompaña, fue acuñado por una socióloga que se reconoce (también a la manera ch’ixi) artista e intelectual iconoclasta (283), es probable que su impulso de resistencia corra el riesgo de diluirse en la boca de Leviatán que ya anda al acecho para transformar esta propuesta en materia prima de nuevas elucubraciones teóricas.

Rabasa, José. Without History

Rabasa, José. Without History. Subaltern Studies, the Zapatista Insurgency, and the Specter of History, U of Pittsburgh P, 2010.

Without History, el título, reúne dos términos hasta cierto punto antagónicos y que denotan al mismo tiempo, según Rabasa, una “anfibology” (13). Por un lado, se sugiere un registro contrainsurgente, el archivo, la continuidad, y por el otro, se da cabida al excedente, al grito ininteligible (Agamben dixit) y a ese cúmulo de fuerzas ruidosas que quedan, al cabo, fuera de la historia. Pero la preposición “without” también alberga un sentido que complementa las ideas de exclusión y de experiencia subalterna sugeridas anteriormente, me refiero al sentido de falta o carencia que se genera frente al impulso privilegiado de capturar el conocimiento y ordenar el pasado. Este matiz no está exento de las reflexiones de Rabasa, pues su interpretación de la Historia proviene del punto estratégico que le otorga a ese “without”, estratégico pero también primordial, pues ese espacio que aparentemente surge al margen del Estado se proyecta desde lo inmemorial en el presente. La conexión entre historia y estado produce subalternidad, señala Rabasa, pero también produce la posibilidad de elegir permanecer fuera de la historia. La palabra “without” trae consigo, entonces, la simultaneidad y coexistencia de temporalidades indígenas con la modernidad.

Al igual que el libro de García Linera, este libro reúne artículos de Rabasa que fueron publicados durante diez años y que mantienen un eje de aproximación común basado en los estudios subalternos. Pero es diferente pues los artículos no están ordenados cronológicamente, sino responden a una perspectiva que entremezcla una reflexión entre lo antiguo, colonial y moderno. En estos artículos Rabasa examina las intervenciones políticas indígenas que sin llegar a constituirse en nuevos centros de poder y hegemonía, logran configurar espacios autónomos que más bien desestabilizan y afrontan la hegemonía del estado. El reconocimiento de la lucha zapatista contra el estado mexicano es un ejemplo que Rabasa utiliza para dar cuenta de la pregunta acerca de cuál es el verdadero sentido o cómo debemos entender (tomando en cuenta las particularidades) el concepto de insurgencia subalterna. La pregunta, en todo caso, esta volcada a cómo los movimientos insurgentes interpretan o construyen su posición de resistencia frente al Estado y sus proyectos de dominación. Al respecto, un análisis notable se refiere al del Códice de Mendoza, a partir del cual Rabasa da cuenta de la complejidad de los mecanismos de insurgencia que se dan en la yuxtaposición de lo pictográfico con lo escrito, proceso que a su vez entrevera glosa y traducción desde diferentes ángulos y lenguajes, es decir, procesos de interpretación que revelan tensiones lingüísticas notables. De aquí que para Rabasa la yuxtaposición entre los pasados pre-colombinos y los presentes indígenas sea una manera más eficaz de entender una nueva forma de continuidad en los flujos de una historia que ya no comienza a ser la misma. El Códice, a pesar de las glosas españolas y la intervención de los intérpretes indígenas, fue un registro que da cuenta que la historia puede albergar otras formas de pensar y de vivir. Para Rabasa lo moderno y lo no-moderno (no necesariamente anti-moderno o pre-moderno) son dos temporalidades distintas que coexisten en un mismo espacio. Lo no-moderno precisamente pensado desde esa zona del “without” que no se reduce a la modernidad ni queda subsumida en la Historia. De ahí que para Rabasa resulte atractiva la idea de Spivak cuando propone que los subalternos pueden interactuar con el Estado sin aprender los lenguajes del Estado o requerir la mediación de los intelectuales. Para Rabasa esta idea es pertinente solo cuando los subalternos están preparados para interpelar al Estado. Entonces, si bien el pasado puede quedar trivializado al pretender historiarlo, la historia puede ser interpelada desde lo contemporáneo, es decir, en ese sesgo de contemporaneidad que se abre entre las comunas indígenas (y proletarias) y el capitalismo (de estado). El método trazado por Rabasa resulta entonces sugerente: trazar los espectros del pasado en las historias de vida inmanente del presente (13). El tema de la inmanencia, podemos inferir, Rabasa lo retoma de las reflexiones de Negri sobre la multitud, es decir, frente a cómo se hace posible en el espacio público (allí donde Sigüenza y Góngora escucha ruido de indios desde su gabinete con libros (cf. Rabasa Ch2)) una configuración entre la comunidad y la diferencia. A su vez, Rabasa incorpora este concepto de multitud, de la misma manera siguiendo a Negri, a partir del concepto de “poder constituyente” sugerido por Spinoza. La relectura del Tratado político de Spinoza, desde la interpretación de Negri, le permitirá la postulación de un “telos de lo común” como nueva racionalidad para la constitución del mundo. En el artículo donde discute las bases epistemológicas de los estudios de la subalternidad, Rabasa reflexiona sobre esta idea de la materialización de poderes de la singularidad o al menos trata de visualizarla en los casos de insurgencia mexicana, como la revolución zapatista. Agregaría, finalmente, que esta noción de “poder constituyente” tiene que ver con la expansión de una potencia que se alimenta de la lucha y fundamentalmente de la interconexión entre la singularidad y la multitud, mas que de la confluencia de un ideario cerrado que constituya a los sujetos, tal como se da desde el “poder constituido” del Estado. En Spinoza lo político parece plantearse como algo abierto y de fuerzas diversas que cohesionan por la lucha, es decir, de un poder constituyente más que constituido. El problema, que no estoy seguro si Rabasa resuelve, radica cuando el pensamiento constituyente comienza a ser sometido a la hegemonía del pensamiento racionalista, que es cuando, por ejemplo, los movimientos insurgentes se sindicalizan, se institucionalizan o finalmente se transforman en una nueva forma estatal.

García Linera, Álvaro. La potencia plebeya

García Linera, Álvaro. La potencia plebeya. Acción colectiva e identidades indígenas, obreras y populares en Bolivia. Antología y presentación de Pablo Stefanoni. CLACSO, 2009,  pp. 530.

¿Nosotros? La historia vista como un todo organizado es en el fondo un elogio de los que dicen nosotros en su empleo inclusivo. En términos más locales diríamos, por ejemplo, que el nombre “indio” cuando se lo trata de manera inclusiva se llama “indigenismo” o quizás también “indianismo”, un gesto que incluye y al mismo tiempo censura aquello que insiste como grito ininteligible y amenaza al discurso totalizador de la historia. La gramática distingue en ese pronombre (un poco misterioso) dos modalidades enunciativas: una inclusiva, cuando el que lo pronuncia incluye al interlocutor; y otra exclusiva, cuando el que lo pronuncia excluye al interlocutor. Esta distinción destaca que las formaciones culturales han explorado diversas variantes del nosotros inclusivo sin prestar atención a lo que quedaba concentrado detrás de la otra modalidad de enunciación.

¿Hay la sociedad? La lectura del malestar postmoderno se clarifica a partir de una idea del discurso como un lazo social basado en la inconsistencia del lenguaje y no en lo social como un espacio igualitario entre semejantes. En este sentido, el lazo social es transindividual, pero al mismo tiempo se sostiene críticamente en un campo intersubjetivo, donde lo que prevalecen son las articulaciones posibles de una red simbólica siempre fallida que regula de diferentes maneras las relaciones sociales. Un lazo igualitario, señala Lacan al respecto, conduciría inevitablemente a la guerra, y la guerra es la más clara manifestación de la pulsión de muerte en la actualidad. La explosión de la pulsión de muerte durante la Primera Guerra Mundial le enseña a Freud, por ejemplo, una profunda verdad sobre la imposibilidad de las relaciones igualitarias: el descubrimiento de que el odio es inseparable del amor. Freud instaló esta idea en el centro de su pensamiento sobre el malestar en la cultura y esto mismo le reveló, según señaló J.A. Miller en “Psicoanálisis y sociedad”, la estrecha relación que existe entre el avance tecnológico y la autodestrucción del hombre. Así fue, prosigue Miller, cuando Freud preguntó en una carta a Einstein de 1932 qué iba a hacer con su descubrimiento de la materia y la energía, es decir, “el secreto de lo que mantiene todo junto”, descubrimiento que sabemos fue la base de la bomba atómica. Einstein, según cuentan los papeles de su archivo, no le respondió absolutamente nada.

Propongo estas interrogantes como trasfondo a estas notas sobre la selección/compilación que presenta Pablo Stefanoni de los textos de Álvaro García Linera publicados entre 1989 y 2005 (salvo el último, inédito, que fue escrito el año 2008 durante su segundo año vicepresidencial). Un trasfondo necesario, pienso, pues los conceptos de “sociedad” y “Estado” que propone García Linera, en su intento por fundir marxismo con realidad andina (Stefanoni dixit), son abordados desde una óptica que no depone la idea de una unidad social cohesionada en un “nosotros” o “comunidad nacional” (458), la cual se acercaría, incluso, a la dinámica de un nuevo “Estado en transición” (García Linera propone cuatro fases de este proceso de conformación), donde confluyen, según afirma, una “correlación política de fuerzas entre bloques y clases sociales con capacidad de influir en la implementación de decisiones gubernamentales” (502).

En otras palabras, esta compilación de artículos propone un recorrido nítido, repetitivo, casi cronológico de una reflexión sociopolítica que vista retrospectivamente, sienta las bases ideológicas de la llegada al poder del Movimiento al Socialismo en el año 2006, y que prosigue con cierto capricho hasta hoy, valga decirlo. Stefanoni, en este sentido, realiza una cauta pero a su vez astuta selección que refleja los entretelones discursivos de este intelectual en el arco temporal de poco más de 15 años (el último artículo, como mencioné anteriormente, es el que sintomáticamente plantea las nociones de “Estado en transición” y “punto de bifurcación”, este último, definido como “punto de conversión y estabilización del desorden del sistema en orden” (524)).

El gesto reformista y a su vez conservador, si vale la paradoja, resuena a lo largo de estos textos. Por ejemplo, cuando García Linera descompone la noción de ciudadanía para de esta manera achicar las distancias entre voluntad social y gestión estatal, plantea inmediatamente que el estado boliviano atraviesa “procesos de autounificación institucional creciente” (434). García Linera es un creyente fervoroso de la restauración y reestructuración del Estado, aunque su visión de partida sea buscar, debajo del pensamiento crítico de Marx, el espíritu agrario en proceso de enajenación y la vitalidad de la masa en movimiento. El horizonte de expectativas que se percibe en lo aparentemente innovador de cada uno de los textos es finalmente la “autounificación institucional” y la eficiencia igualitaria que viene de las pulsaciones emanadas de la sociedad civil. Todo esto como condición ineludible para la construcción de un proyecto nacional, no tanto plurinacional, que traía entre manos.

La pregunta que subyace es si tal restauración antineoliberal logra trascender los espacios hegemónicos donde el Estado hace posible una nueva administración de la ciudadanía y donde en “Estados de transición”, según señala García Linera, se debe incluir la fuerza poblacional de los movimientos sociales. Las múltiples entradas y caminos que proponen los textos compilados por Stefanoni en este libro, por más que se planteen como alternativos, renovadores o vindicadores del ayllu y el sindicalismo obrerista, terminan replicando la frase ancestral/popular de que todos los caminos conducen a Roma. Es decir, la lectura renovada del marxismo que descarta la idea de una revolución social como obra estatal por encima de la sociedad, o bien, la vindicación de la implicancia institucional de los movimientos sociales de fines del siglo XX, pasando por la relevancia sindicalista de los movimientos obreristas y las insurgencias de las masas indígenas kataristas en el siglo XXI, terminan solapadas en una idea de Estado correlacional, sí, pero centralizador también, que integra y se reconstituye a través de nuevas formas de ciudadanía y de un sindicalismo para entonces ya institucionalizado o institucionalizable. La ciudadanía, que no incluye la externalidad más fundamental que resiste a los Estados de exclusión, a pesar de quebrantarse cuando irrumpe la muchedumbre politizada, no deja escapar la idea de que “el sindicato es el modo en que la población adquiere ciudadanía” (186).

Si bien el sindicato, según García Linera, fue “la única organización de clase obrera del siglo XX” (224), agregamos en Bolivia, el nuevo obrerismo del siglo XXI logra una recuperación de su capacidad de acción, a través de la “producción de un horizonte de acción autodeterminativo” (247). Esta idea, que considero entre las más sugerentes del libro y que se articula al “muchedúmbrico exceso indígena-comunal frente a los poderes dominantes”, no llega a articularse a una tradición anarquista que, según se vio a partir de los trabajos de Huáscar Rodríguez y el propio Pablo Stefanoni, llegaría a encauzar una fuerza de rebelión con base en una autodeterminación común. García Linera hace caso omiso de esta larga y compleja tradición del anarquismo en Bolivia y Latinoamérica. Su punto de partida (y de llegada) es dar cuenta de un posible y añorado proyecto de construcción nacional aunado en un proyecto de reformismo social (62). Si el indio es el límite de comprobación del Estado (177), lo relevante de esta “comunidad imaginada” es, para García Linera, avanzar lo más posible en el “Estado de transición” para consumar un nuevo principio de orden estatal y consolidar finalmente el Estado (439-40), sin olvidar, según reafirma, que “pese a los profundos procesos de mestizaje cultural, aún no se ha podido construir la realidad de una comunidad nacional” (458). El último parágrafo del libro, escrito el año 2008, acaba así: “el punto de bifurcación y su cualidad van a definir la personalidad y la cualidad del nuevo Estado hacia el porvenir” (525).

Stefanoni, Pablo. Los inconformistas del Centenario

Stefanoni, Pablo. Los inconformistas del Centenario. Intelectuales, socialismo y nación en una Bolivia en crisis (1925-1939). Plural editores, 2015, 384 pp.

Al igual que el trabajo de investigación realizado por Huáscar Rodríguez, Pablo Stefanoni despliega en este libro una mirada que entrevera un criterio cronológico con un criterio analítico, quizás este último motivado por un trabajo archivístico y de rescate documental que le permite redibujar el complejo entramado de discursos, debates, redes de sociabilidad y transformaciones políticas con el objetivo de visualizar cómo se fue procesando “una revolución de las ideas tanto dentro como fuera del Estado” (16), vale decir, cómo se disputó el sentido, si es que alguna vez existió, de la nación boliviana. Tomando en cuenta, además, que este sentido debe ser pensado no solo desde fuentes centralistas, sino también desde zonas renovadoras que tuvieron como sustrato una serie de redes político-intelectuales que sustentaron un discurso antiliberal articulado a sectores inconformistas organizados por obreros, estudiantes y también militares de izquierda que bajo tendencias anarquistas y socialistas se lanzaron a disputar el sentido de la “bolivianidad” y de la “nación” con las clases dominantes.

De alguna manera el contrapunto temporal y espacial que propone Stefanoni está timoneado por un proceso de reconstrucción histórica que trae al presente de su lectura un conjunto relevante de recursos documentales. Esto le permite interpretar la historia de las ideas en Bolivia menos como una secuencia y concatenación de propuestas ideológicas que como el producto de un campo de fuerza cuyos impulsos están en permanente conflicto. Esto logra que Stefanoni no se ubique como distante de ese campo cultural y político, sino que al contrario, y al igual que la propuesta de La choledad antiestatal de Huáscar Rodríguez, conceptualice su propio punto de vista desde una óptica no de debate ideológico sino de prueba documental, aspecto este último que el autor sustenta a partir de la propuesta de Robert Darnton, quien arguye que “escarbar en la historia intelectual requiere nuevos métodos y nuevos materiales, desenterrar archivos antes que detenerse en tratados filosóficos” (Stefanoni 17).

Stefanoni traslapa estas líneas de Darnton al contexto boliviano que arranca con la imagen de los festejos del centenario de la fundación de la república, en agosto de 1925, una imagen que evoca un cúmulo ordenado de desfiles, antorchas, carros alegóricos y homenajes, y junto a ella el registro oficial de una visión progresista/liberal que pugnaba por proyectar una nueva imagen del país y que quedó impresa en el grandilocuente Libro del Centenario, publicado ese mismo año, con tapas duras de cuero y tallado con motivos tiwanacotas. Allí, con un derroche fotográfico se representaba un país que aunaba lo pintoresco con la modernidad, es decir, se privilegiaba, por ejemplo, “una foto del Lago Titicaca que juntaba las tradicionales totoras con las grúas de vapor El Inca” (69; Stefanoni 47). En palabras de ese Libro, se proyectaba un país “atractivo, turístico, exótico, digno de descubrirse y lleno de potencialidades [para los inversores]” (68; Stefanoni 47).

En Los inconformistas del Centenario observamos precisamente que durante tales festejos del Centenario se gestaba también una impugnación a la nación oficial y sus galerías de cristal construidas por las élites. Esta gesta libertaria, esta impugnación, alcanza diferentes matices y contradiscursos críticos provenientes de una generación juvenil o juvenilista (Stefanoni dixit), que Enrique Baldivieso definió como la “generación del Centenario”.

Pero a Stefanoni le interesa estudiar cómo operó el concepto de socialismo para conformar nuevos proyectos estatales reformistas y antiliberales. En este sentido, rastrea las formas de articulación de los jóvenes inconformistas y sus modos de asimilación de las ideas renovadoras provenientes de la Revolución Mexicana y la Revolución Rusa. Stefanoni reúne personajes centrales que llama “intelectuales menores” (22) que coinciden en su antiliberalismo: anarquistas inclasificables y suicidas como Cesáreo Capriles, quien consiguió articular un espacio intelectual contestatario a través de su revista Arte y Trabajo; socialistas “revoltosos” como Roberto Hinojosa, o “populares” como Tristán Marof, quien ejerció una función pública durante el gobierno de Enrique Hertzog a fines de los años 40.

Si bien el interés de pensar en clave de “grandes” intelectuales a intelectuales “menores” supone una valoración particular de cada una de sus intervenciones históricas, el punto central radica en el esfuerzo de dar cuenta de los procesos de circulación y generación de ideas inconformistas. Y es al interior de esta dinámica donde entran en juego publicaciones y voceros como Bandera Roja en La Paz o Arte y Trabajo en Cochabamba. La primera se imaginó como “órgano oficial del proletariado”, en cuyas páginas circularon diferentes corrientes de izquierda promovidas más bien por obreros que por intelectuales; en Arte y Trabajo el impulso inconformista y contestatario iría más lejos, en una editorial del 24 de diciembre de 1922, por ejemplo, se lee que “Cochabamba no piensa en revolución, porque no piensa en nada”.

Esto demuestra el grado de complejidad y diversidad en ese “grupo” generacional que asume críticamente la realidad boliviana desde 1925 y que Stefanoni intenta articular a la manera de un pacto secreto de renovación antiliberal.

El esfuerzo de Stefanoni se despliega en las tres partes, extensas y meticulosas, del libro, todas orientadas al estudio de los procesos de conformación de la sensibilidad inconformista. La primera, que asume la hipótesis central de reconstruir cómo fueron posible las diferentes expresiones intelectuales al interior del contexto en que se produjeron, explora las formas ideológicas mediante las cuales obreros, indígenas y estudiantes enfrentaron al Estado liberal oligárquico de Bautista Saavedra y del supuesto renovador nacionalista Hernando Siles, durante las décadas del 20 y 30. Stefanoni busca demostrar que es en este periodo donde la palabra “socialismo” opera no como una imposición ideológica sino como un elemento funcional significante que sirvió para la transformación y gestación de nuevos lineamientos de cambio social. Las vías de circulación y apropiación de este significante fueron precisamente las revistas, en las cuales se difundieron los importantes sucesos de rebelión indígena que marcaron este periodo, como la rebelión de las comunidades indígenas de Chayanta que se produjo en junio de 1927 o la masacre de Uncía que precisamente fue denunciada en las primeras páginas de Bandera Roja en 1926.

Las otras dos secciones del libro se refieren a las propuestas de superación del liberalismo durante y después de la Guerra del Chaco (1932-1935), donde la participación de intelectuales de izquierda como José Antonio Arze o Tristán Marof fue de vital importancia para comprender la emergencia de una minoría intelectual que interpela desde cerca a los centros de poder. Pero también Stefanoni abre la discusión hacia otros intelectuales más periféricos que promovieron el indianismo boliviano desde otras perspectivas también inconformistas, tales como el escritor Alberto de Villegas, quien organizó la semana indianista; María Frontaura Argandoña, quien participó en el Congreso Indigenal junto a Churata en los años 40; o Elizardo Pérez fundador y promotor del proyecto de la Escuela Ayllu de Warisata a partir de 1931 (donde también se integró de manera protagónica Churata y que Stefanoni descuida mencionar en su estudio).

La Guerra del Chaco, en suma, se constituye en una bisagra que, por una parte, hace posible la caída de los proyectos liberales y, por otra, abre las compuertas para la revolución nacionalista de 1952. Pero fundamentalmente el rol de la “generación de inconformistas”, desde diferentes flancos de acción, hace posible que en este proceso bélico de transición se encuentren las sociedades indígenas y las visiones occidentales que se desplegaban en los sectores urbanos. Es por eso que a Stefanoni le interesa indagar aquello que no encaja de las sensibilidades inconformistas locales con relación a los proyectos socialistas de corte internacional.

El estudio y análisis de este lugar intermedio de enunciación y su labor renovadora e inconformista durante este periodo del Centenario, es quizás el aporte fundamental de este libro que se empeña por dar forma a los cimientos ideológicos y contestatarios del siglo XX en Bolivia. Un libro que finalmente ofrece la trama de los discursos disruptivos que operaron con parcial eficacia durante el periodo que este autor nombra y delimita como el de “una Bolivia en crisis” durante 1925 y 1939.

Rodríguez, Huáscar. La choledad antiestatal

Huáscar Rodríguez. La choledad antiestatal. El anarcosindicalismo en el movimiento obrero boliviano (1912-1965), Muela del Diablo, 2010.

La tesis que moviliza las reflexiones de Rodríguez sobre el anarcosindicalismo en Bolivia se podría sintetizar como sigue: los ácratas bolivianos (que bregaron por la conformación de una matriz de acción y resistencia) concebían a Bolivia como una sociedad colonial étnicamente estratificada, debido a lo cual no soslayaron las reivindicaciones indígenas como un eje central de su accionar revolucionario (72).

Esta tesis cubre un espectro temporal dentro del cual se despliega el anarcosindicalismo boliviano y que va desde 1912, fecha de la fundación de la Federación Obrera Local (FOL), hasta 1965, año de la disolución de la Federación Obrera Femenina (FOF). El impulso que guía este recorrido es en principio histórico-político, sin embargo, no se trata aquí de un revisionismo histórico que intenta ajustar imprecisiones de la coyuntura oficial de Bolivia. Al contrario, el análisis de Rodríguez es deconstructivo de esta capa oficial y lo hace a través de un proceso de rearticulación documental, desarchivador o anárquico en tal sentido, pues Rodríguez intenta poner al descubierto el accionar de diferentes organizaciones sociales que operaron a contrapelo de la compleja historia política de Bolivia durante la primera mitad del siglo XX.

En tal sentido, un rasgo que destaco de este trabajo es el contrapunto entre lo oficial y un corpus documental valioso y hasta cierto punto periférico que extrae de diferentes fuentes. El acervo de este corpus es variado: periódicos y revistas anarquistas, cartas, manifiestos, reseñas y entrevistas a líderes y activistas, es decir, fuentes orales que Rodríguez personalmente elaboró para esta investigación o aquellas que recupera del registro del Archivo de Historia Oral Andina que en los años 80 Silvia Rivera, Zulema Lehm, et al., establecieron y que derivó en el trabajo pionero de los estudios anarquistas en Bolivia, Los artesanos libertarios y la ética del trabajo (1988).

Considero que la presentación y en ciertos casos el uso interpretativo de estas fuentes conforman tanto un aporte de rescate archivístico como una puesta en escena de otra memoria histórica que hace posible una reinterpretación de los procesos y cambios políticos de la formación social en Bolivia. En tal entendido, el rastreo y rescate de documentos permite visualizar procesos de lucha y rebelión frente a las oligarquías que se consolidaron en la transición al siglo XX, vale decir, luego de la revolución federal de 1899 que enfrentó a conservadores y liberales (ambas fracciones de una misma élite oligárquica).

El caso del gobierno de Bautista Saavedra (1921-1926) resulta también ejemplar al respecto. Saavedra fue un político republicano que mediante golpe de estado y un hábil ejercicio de persuasión a la clase indígena se posiciona en el poder luego de doce años de gobiernos liberales. Sin embargo, su gestión llevó a la práctica medidas anti-populares aunque paradójicamente barnizadas con pigmentación obrera, lo cual lo hizo responsable de dos masacres que han marcado la historia de Bolivia en los años 20 (las masacres de Jesús de Machaca y de Uncía). Rodríguez demuestra que ambos acontecimientos tuvieron como movimientos sociales de resistencia y de base una articulación cada vez más cohesionada entre activistas del anarquismo libertario, federaciones obreristas locales y movimientos indígenas aymaras: “[D]ebajo del discurso pro-obrero, y del ataque retórico contra el latifundismo que demagógicamente lanzaba Saavedra, subyacía la intención de poner a raya al naciente movimiento laboral y campesino-comunitario que amenazaba con levantarse peligrosamente ante las condiciones de pobreza que se vivían en el país” (34).

Pero el libro se concentra en el complejo pero decisivo desarrollo del movimiento anarquista en Bolivia, el cual entra en tensión también con lecturas conciliadoras que lo subsumen a una lectura marxista que intenta justificar desde esa ala ideológica la emergencia del sindicalismo obrero boliviano. Rodríguez en desmedro de esta lectura marxista, que se “oficializa” desde los libros de Guillermo Lora, presenta un proceso de conformación de la conciencia de clase (trabajadora y creadora) no desde el lente distorsionador e importado del marxismo, sino desde la organización de sus bases de acción y de sus registros documentales dispersos y periféricos donde participan protagónicamente los “grupos culturales obreros” que existían ya desde 1906 (38), estos últimos, al menos, como un intento por pensar la complejidad del movimiento obrero vinculado con una población artesanal y manufacturera muy receptiva hacia el ideario anarquista que llegaba por un circuito informal desde Chile, Uruguay o desde los “crotos” o anarco-viajeros argentinos (28).

El libro organiza esta trayectoria en cinco capítulos, que rastrean siempre los levantamientos indígenas y populares frente a la influencia liberal, y apoya/amplía algunas reflexiones agregando tres apéndices muy útiles para ingresar en un análisis que sitúa al anarquismo en escenarios de expansión y rebelión producidos en diferentes contextos: el cholaje/mestizaje y el anarquismo (aspecto que constituye un eje de todo el libro, si asumimos la afirmación de Rodríguez cuando dice que el anarquismo boliviano es un “anarquismo cholo” (259) y por lo mismo forma parte del visitado “laberinto del mestizaje”); una vindicación del intelectual y anarquista aventurero Cesáreo Capriles y su revista Arte y Trabajo (1921-1922); y un apunte crítico final sobre la recepción o negación del anarquismo (que tuvo como epicentros de acción a las ciudades de La Paz y Oruro) al interior de la historiografía oficial del movimiento obrero.

Y un último aspecto que quisiera destacar. Rodríguez es consciente que sus extensos recursos documentales (orales y escritos) son menos un legajo fiel de los acontecimientos que un corpus de “docuficciones”, como los llama en una nota aparentemente marginal. Su intento de reconstrucción histórica, basada en los postulados de Hayden White y en Tamayo, se constituye, entonces, en una “aventura semiológica” donde se dan encuentro versiones de los hechos y acciones concretas, arte y trabajo, o mejor, en palabras de Rodríguez, la potencia creativa del trabajo con los ambiguos sentimientos antiestatistas.

En tal sentido, la frase: “Chayanta fue el escenario de reiterados abusos producidos por los latifundistas movilizados por intereses extranjeros cada vez más amenazados por la acción rebelde rural”, no queda exenta de ser finalmente una generalización más dentro de la vasta constelación de los microcosmos sociales, del pormenor rebelde, minoritario, inasible de la “choledad antiestatal” en Bolivia, y que Rodríguez comienza a desplegar en estas páginas.