Monthly Archives: November 2014

Sin las mujeres, ni un año de soledad

Lo intuí hace exactamente diez años cuando todavía era joven e indocumentado, lo noté hace unos años ya como estudiante universitario de pregrado y lo corroboré ahora: Cien años de soledad es una novela en cuya trama la figura femenina es clave, indispensable; diría, incluso, que sin las mujeres, la historia de Macondo sería imposible.

Es cierto que es gracias a José Arcadio Buendía que, finalmente, llegan a la arcadia que llega a ser Macondo (aunque, luego, ese locus amoenus cambia para mal). Pero este hombre tan sensato como disparatado (más esto último) no habría podido sobrevivir –y con él el la familia misma– sin la imponente figura de una de las mujeres más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX: Úrsula Iguarán. Esta mujer que vive más de cien años, de una fuerza física y psíquica casi sobrehumanas, que parece nunca tener un solo segundo de descanso es el pilar de la familia Buendía hasta sus generaciones remotas. Logró impedir un fusilamiento, convirtió la casa en una mansión gracias a su audacia comercial, trajo consigo nuevos aldeanos cuando fue a buscar al hijo fugado con los gitanos y hasta tuvo la voluntad de criar a un tataranieto para Papa. Casi podríamos decir, entonces, que en el diccionario debería aparecer junto al significado de la palabra matriarca, el nombre de Úrsula.

Dentro de la familia Buendía, por supuesto, hay otras mujeres muy interesantes. Empezando por Amaranta. Ella es una especie de Lucrecia Borgia del trópico, femme fatale de la ciénaga, pero al mismo tiempo virgen, religiosa devota y entregada la crianza de los nuevos descendientes que iban apareciendo. Este personaje me parece especialmente fascinante, pues conjuga la maldad pura, el egoísmo, el egocentrismo, pero al mismo tiempo un sentido de culpa que la lleva al autocastigo físico. Victimaria y víctima de sí misma, compone uno de los personajes más complejos, a mi juicio, y por eso mismo más interesantes y hasta cautivantes (entiendo, por eso, la pasión que Pietro Crespi, Aureliano José y Gerineldo Márquez sienten por ella).

Remedios, la bella, por su parte, un personaje completamente inexorable, dueña de una hermosura literalmente mortal que, sin embargo, vive en una estado de inocencia y despreocupación constante (solo el coronel la considera la más lúcida de todos). Esta mujer de belleza inaudita está cerca de aquello que Gustav von Aschenbach, el personaje de la espléndida novela La muerte en Venecia de Thomas Mann, llega a concluir sobre la belleza encarnada: “Aquel que ha conocido la belleza está condenado a seducirla o morir”. En esta caso, seducción y muerte van de la mano. Pero ella, finalmente, es elevada a los cielos, tal vez a donde siempre perteneció.

Hay, por supuesto, otras mujeres importantes. Pilar Ternera (adivinadora y matrona) y Petra Cotes (dadivosa y lujuriosa), por ejemplo. Ambas cumplieron el rol de “volver hombres” a varios de los Buendías y la primera contribuyó al aumento de la estirpe. La segunda, por su parte, con su sobrenatural poder (ligado, por supuesto, a su voracidad sexual) de hacer que los animales se reproduzcan volvió rico a Aureliano Segundo y siempre fue un refugio para él, pese a sus años.

En fin, la lista podría ser mucho más larga. Pero el punto central es que, a mi juicio, Cien años de soledad es prácticamente una novela matriarcal. Sin las mujeres, todo se hubiese disuelto ni bien empezó.

Sin las mujeres, ni un año de soledad

Lo intuí hace exactamente diez años cuando todavía era joven e indocumentado, lo noté hace unos años ya como estudiante universitario de pregrado y lo corroboré ahora: Cien años de soledad es una novela en cuya trama la figura femenina es clave, indispensable; diría, incluso, que sin las mujeres, la historia de Macondo sería imposible.

Es cierto que es gracias a José Arcadio Buendía que, finalmente, llegan a la arcadia que llega a ser Macondo (aunque, luego, ese locus amoenus cambia para mal). Pero este hombre tan sensato como disparatado (más esto último) no habría podido sobrevivir –y con él el la familia misma– sin la imponente figura de una de las mujeres más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX: Úrsula Iguarán. Esta mujer que vive más de cien años, de una fuerza física y psíquica casi sobrehumanas, que parece nunca tener un solo segundo de descanso es el pilar de la familia Buendía hasta sus generaciones remotas. Logró impedir un fusilamiento, convirtió la casa en una mansión gracias a su audacia comercial, trajo consigo nuevos aldeanos cuando fue a buscar al hijo fugado con los gitanos y hasta tuvo la voluntad de criar a un tataranieto para Papa. Casi podríamos decir, entonces, que en el diccionario debería aparecer junto al significado de la palabra matriarca, el nombre de Úrsula.

Dentro de la familia Buendía, por supuesto, hay otras mujeres muy interesantes. Empezando por Amaranta. Ella es una especie de Lucrecia Borgia del trópico, femme fatale de la ciénaga, pero al mismo tiempo virgen, religiosa devota y entregada la crianza de los nuevos descendientes que iban apareciendo. Este personaje me parece especialmente fascinante, pues conjuga la maldad pura, el egoísmo, el egocentrismo, pero al mismo tiempo un sentido de culpa que la lleva al autocastigo físico. Victimaria y víctima de sí misma, compone uno de los personajes más complejos, a mi juicio, y por eso mismo más interesantes y hasta cautivantes (entiendo, por eso, la pasión que Pietro Crespi, Aureliano José y Gerineldo Márquez sienten por ella).

Remedios, la bella, por su parte, un personaje completamente inexorable, dueña de una hermosura literalmente mortal que, sin embargo, vive en una estado de inocencia y despreocupación constante (solo el coronel la considera la más lúcida de todos). Esta mujer de belleza inaudita está cerca de aquello que Gustav von Aschenbach, el personaje de la espléndida novela La muerte en Venecia de Thomas Mann, llega a concluir sobre la belleza encarnada: “Aquel que ha conocido la belleza está condenado a seducirla o morir”. En esta caso, seducción y muerte van de la mano. Pero ella, finalmente, es elevada a los cielos, tal vez a donde siempre perteneció.

Hay, por supuesto, otras mujeres importantes. Pilar Ternera (adivinadora y matrona) y Petra Cotes (dadivosa y lujuriosa), por ejemplo. Ambas cumplieron el rol de “volver hombres” a varios de los Buendías y la primera contribuyó al aumento de la estirpe. La segunda, por su parte, con su sobrenatural poder (ligado, por supuesto, a su voracidad sexual) de hacer que los animales se reproduzcan volvió rico a Aureliano Segundo y siempre fue un refugio para él, pese a sus años.

En fin, la lista podría ser mucho más larga. Pero el punto central es que, a mi juicio, Cien años de soledad es prácticamente una novela matriarcal. Sin las mujeres, todo se hubiese disuelto ni bien empezó.

Cien años de soledad en compañía de los muertos

Gabriel García Márquez - Cien años de soledad

El reciente fallecimiento de Gabriel García Márquez despertó en mí la curiosidad por observar la manera como nuestro eximio escritor representó la muerte en su afamada obra.

La muerte parecía escurridiza en los primeros años de existencia de Macondo. José Arcadio Buendía al refutar el sorpresivo reclamo e instalación de Apolinar Moscote como nuevo corregidor, alude que en ese pueblo “Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos muerto de muerte natural. Ya ve que todavía no tenemos cementerio” (55) Esta declaración tuvo un tono vaticinador. Hubo muertes violentas, suicidios y las que parecían normales estaban envueltas en un velo de misterio.

Las muertes llegaron con el tiempo, pero los muertos -o mejor dicho; las ánimas- estuvieron desde el principio. Fue la fantasmagórica presencia de Prudencio Aguilar que incitó la huida de José Arcadio Buendía y Úrsula que culminaría con la fundación de Macondo. Con el tiempo, él vuelve a visitar a su verdugo estando éste amarrado al castaño “ya casi pulverizado por la profunda decrepitud de la muerte, iba dos veces al día a hablar con él” (124).

La primera en inaugurar sepultura fue Remedio, cuyo cuerpo de niña no tuvo cabida para cobijar los gemelos de Aureliano y murió “empapada en un caldo caliente que explotó en sus entrañas como una especie de eructo desgarrador” (80). A ella se le suma el suicidio de Pietro Crespi, la estrepitosa muerte de José Arcadio y la de José Arcadio Buendía. Pero, en realidad La primer “muerte” que tiene lugar en Macondo es la del gitano Melquíades, cuando se convirtió en “un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: Melquíades murió.” (22) Posteriormente reaparece luego de haber muerto en “los médanos de Singapur” (69) para volver a morir en Macondo.

En el génesis de Macondo y en su incipiente historia no había muertos. Son las muertes las que engendran los recuerdos y éstos se tornan en el tamiz que fecunda la historia. Es significativo que la primera muerte, la del inmortal gitano que había “conocido épocas remotas de la humanidad” (67) marca un hito en el desarrollo del pueblo. Melquíades había sido el portador de nuevos inventos y era un símbolo de evolución y modernización en Macondo.
Hay un fuerte vínculo entre la vida y la muerte en Cien años de soledad. Sus muertos vivos se pasean en un espacio-tiempo suspendido y conviven con los vivos. No son espectros, sino seres con quienes se puede dialogar y que deambulan por la noche y a plena luz. La muerte, más que marcar un final, señala un inicio y una evolución de la vida. A la muerte se va y de ella se regresa. En ella los seres se envejecen y sufren. Ella convive con los vivos. Es intemporal pero se temporaliza en las jornadas de los vivos.

Tal vez, a manera de Melquíades, la muerte de García Márquez es un eslabón en la historia literaria. Fue un símbolo de evolución que jamás dejará de convivir con los vivos porque continuará volviendo a la vida a través de su pluma.

Todos los fuegos el fuego

Julio Cortázar, Todos los fuegos el fuego

In the middle of a short story entitled “Instrucciones para John Howell” (“Instructions for John Howell”), Argentine author Julio Cortázar has his protagonist, a man called Rice, complain loudly about a play that he’s watching with some frustration: “It’s a scandal! [. . .] How can anyone stand the fact that they change actors halfway through a scene?” (133). But the man sitting next to Rice in the audience responds with little more than a bored sigh: “You never know with these young authors. [. . .] It’s all symbolic, I suppose” (133). And though by the time this collection of stories, Todos los fuegos el fuego, was published in 1966, Cortázar was 52 (and so a full decade older than fellow Boom writers such as Donoso, Fuentes, or García Márquez), one could still imagine that this might be the reaction it elicited: a contradictory blend of uncomprehending shock and knowing world-weariness. For by 1966 authors continued trying to shock their audiences, and yet the shock of the new had itself become old. The risk was that that text might get lost, stranded between scandal and déjà vu.

One might imagine a reader making a complaint much like Rice’s when faced with the story “La señorita Cora” (“Miss Cora”), which constantly and abruptly shifts between narrators, often in mid-paragraph. A young boy is in hospital for a minor operation, and we switch rapidly between the perspectives of parent, nurse, and patient. Similarly, the title story “Todos los fuegos el fuego” (“All Fires the Fire”) jumps back and forth between a story of gladiators in Rome and a much more contemporary tale of a fatal love triangle in Paris. Why do this? What does it add? Is there not something almost perverse in this drive to disrupt our reading that surely puts so many off? But the more resigned response of anyone familiar with the Boom might be to observe that such narrative fragmentation and changes in point of view are par for the course in mid-century experimental fiction. From Roa Bastos to Vargas Llosa, Fuentes to Lezama Lima, Boom authors and their peers seem devoted to making life hard for the reader, and ironically it’s the fact that these gambits have become so very common that gives readers a way out. For if sheer puzzlement leads to an emotive refusal to read, perhaps with a denunciation of innovation as elitist or unnecessary, jejeune familiarity is little better in that it entails a nonchalant declaration that a detailed reading is superfluous in that there’s nothing really new under the sun. “It’s all symbolic, I suppose.“ Or, as a free translation of this book’s title might have it: if you’ve seen one fire, you’ve seen them all.

By encoding these two apparently opposed (but secretly complicit) reactions within the text itself, Cortázar is also surely trying to ward them off. As such, if we can be sure of anything, it has to be that it’s not “all symbolic.” Readings that take refuge in symbolism and allegory have missed the point and neutralized the real impact of what the writer is trying to achieve. For there surely still is something at least faintly scandalous about abrupt shifts of points of view that disrupt grammatical or syntactical propriety. As soon as we see experimentation as just another trope, then we miss something of the text’s affective reality. After all, in the case of the play that Rice is watching, it’s been whispered in his ear that someone’s life may be at stake. Perhaps still more to the point, Rice knows that the actors have been changed because at one point he was up there on the stage himself. And perhaps this is also where the scandalized and the world-weary responses to the text join forces, in that both gloss over the reader’s own affective investment in the reading. When Rice complains to his neighbour about the scandalous nature of the play they are both watching, his comment hides his own contribution to that scandal.

In the end, what outrage and (purported) ennui alike deny are the ways in which readers get caught up in the text’s machinic assemblage. Machines are everywhere to be found in this collection of stories, from the opening tale of an almost interminable traffic jam on the outskirts of Paris (“La autopista del sur”) to the aeroplane from which (in “La isla a mediodía”) a flight attendant glimpses what he imagines to be a pristine Mediterranean Island. In “Instrucciones para John Howell,” it is the reader, as he or she becomes actor and thus (to an extent, however limited) author who is depicted in mechanistic terms. In the wings, preparing to go on-stage, Rice is described as “mechanically” changing his clothes (129). When in front of the footlights, realizing he has to “submit to the madness and give himself over to the simulacrum” (125), he finds his entry into the spectacle (which, while he is within it, is no longer spectacle) to be eased by his recourse to the automatism of habit. He picks up his role through gestures that he doesn’t even need to think through: the “trivial ritual of lighting a cigarette” for instance (125). What counts now is less the big scene or the broad overview, less the scandal or the context that neutralizes it, than “the details” and the detailed reading, because it is there and only there that reader, author, and actor finds his or her “maximum freedom” (128).