Monthly Archives: November 2015

La Autodeterminación de las masas: primeras lecturas de Rene Zavaleta Mercado (Bolivia, No. 3 Teoría)

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Una cosa es empero, lo que uno cree que piensa, y otra lo que piensa realmente.

Antes de adentrarnos a comentar el ensayo de Zavaleta sobre los obreros mineros de su país, sería pertinente revisar un par de conceptos que este propuso a la hora de entender a los países latinoamericanos más allá de un paradigma desarrollista y homogeneizador. Primero, recordemos la importancia que para Zavaleta tenía la idea de la articulación entre el movimiento obrero y el partido nacionalista. Para él, el fracaso en 1964 de la revolución del 52 se origina en el instante en que la separación de estas dos agrupaciones claves se derrumba: la base social queda sin sostén y el proyecto culmina en un “desbandamiento” total de las organizaciones obreras-nacionalistas. Desde ahí, mas específicamente desde el ascenso de Barrientos al poder de forma violenta en 1964, Zavaleta echa a rodar aparato conceptual heterogéneo y ecléctico -tan abigarrado como el objeto mismo de estudio, la sociedad boliviana en su tiempo. Zavaleta nos recuerda a esa especie de teóricos que se dedican a pensar desde la derrota, es decir, a elaborar un sistema que permita entender las razones de los fracasos políticos en conjunción con una perspectiva enfocada hacia un futuro incierto, (Benjamin, Arendt o los pensadores de la revolución mexicana, entre otras).

Desde lo específico el pensamiento de Zavaleta Mercado aparece como lectura obligatoria a la hora de iniciar una discusión teórica sobre el papel histórico de la minería en el devenir político de Bolivia. Desde lo general, Zavaleta debe ser leído y releído por su mirada atenta y su pensamiento político heterogéneo: su obra problematiza el tema de la diversidad social desde la teoría política y la sociología, en un contexto histórico donde todavía predominaban modos mono culturales de reflexionar sobre lo social y lo político en el horizonte de la modernidad.

He dedicado algunos ratos a sus escritos, específicamente, a aquellos que se preocupan por la cuestión de lo nacional-popular en la historia reciente de Bolivia. Así mismo, he repasado sobre algunos que invierten más atención en eventos precisos como la experiencia del Che en el Churo o su análisis comparativo de casos de Latinoamérica.

Zavaleta en ensayos como “Forma clase y forma multitud en el proletariado minero de Bolivia” (1983) argumenta que el proletariado minero parece ser la fuerza de masas constitutiva a la hora de jalar el devenir histórico social del país desde su organización formal luego de la matanza de Catavi en 1941. El estructura su discusión tratando de intercambiar cargas teóricas con el fin de alejarse de los análisis basados en “clase social” y hacia conceptualizaciones más flexibles como el encuadre del “medio compuesto” o especulaciones “no-cuantificables” acerca de fenómenos como la “irradiación” o “iluminación” hacia otros grupos periféricos al obrero minero (amas de casa, comerciantes, ex obreros ahora desempleados). A contrapelo del teórico peruano Heráclito Bonilla, Zavaleta rechaza los argumentos que enfatizan la incapacidad del sector minero debido a sus bajos números (demografía), a la hora de actuar como agente trasformador en la historia boliviana. Bonilla hace alusión al proletariado boliviano como “uno minoritario y de carácter incipiente,” Zavaleta contrapone los argumentos del peruano señalando una y otra vez el peso de masas que corresponde al sindicato (no al partido) de los mineros bolivianos: este peso se ve reflejado en la formación de lo que él llama sindicalismo-campesino, los procesos de irradiación que alcanzan grupos aledaños al hombre minero y otros casos de transformación y composición política. Rechazando los argumentos sobre el primitivismo Zavaleta agrega que la persistencia de creencias en el Tío o el Yatiri no ha sido obstáculo para el desarrollo del principio corporativo. (277)

Pero más allá, Zavaleta interpreta el actuar histórico del obrero minero como agente “realmente democrático” privilegiado en tanto que se dedica a construir una historia reciente de los movimientos mineros y campesinos bolivianos donde traza la contingencia histórica a nivel macro y en cierta medida, a nivel molecular (“intersubjetivo” en sus palabras) de dicho desarrollo.

Al final, el propósito de Zavaleta es estudiar la naturaleza política de este sector de lo social nacional, su predominancia en la historia de la movilización en Bolivia desde la revolución de 1952, la capacidad “de determinar en tan extensa medida los acontecimientos,” (276) su condicionamiento geográfico y demográfico al mismo tiempo que propone de manera paradójica “su incapacidad de ser referencia de sí mismo, o sea de la independencia de la ideología.” Zavaleta revisa las características de población, de localización de irradiación extensamente para concluir que “la causa de su fuerza es la misma de su impotencia clásica; factualmente es dueña del país, sin embargo incapaz de introducir una nueva visión de las cosas es decir, una reforma intelectual y moral” (287).

Para Zavaleta el movimiento obrero boliviano con sus heterogéneas agrupaciones irradiadas y su “historia triunfalista” falla por su extenso permanecer ante el poder en actitud “cismática o escicionista, esto genera un estancamiento o un anamnesis de su subalternidad” (287). De ahí, se desprenden una serie de interrogantes derivativos: ¿Cuánto tiempo puede durar la deslealtad hacia el estado?, o ¿hasta qué punto es posible para una clase la sustitución de las características propias de su momento constitutivo? Pareciera que Zavaleta adjudica al movimiento obrero un cegamiento epistemológico que le impide la revelación o le permita imaginar horizontes organizativos más allá del modo actual de operación e ideologización. En otras palabras, la clase obrera boliviana comandada por el sector de los mineros no puede salir de una repetición mecanista de resistencia que le permita la constitución de un nuevo patrón económico.

Desde este locus, Zavaleta desarrolla conceptos metodológico – teóricos como crisis y momento constitutivo, donde arguye que en medio de las crisis políticas surgen momentos privilegiados para localizar nuevos discursos críticos, “son coyunturas en las que el conocimiento social puede ser ampliado en tanto que una crisis implica una fractura y un quiebre de las formas ideológicas de representación de la vida social” (19). En el momento de la crisis, se hace más visible la diversidad social existente y al mismo tiempo se tienen que hacer más visibles y más adaptables o más precisos los instrumentos teóricos que el científico social aplica con el fin de entender nuevas formaciones sociales instantáneas.

Es así como una de las nociones más interesantes emanando del pensamiento Zavaleteano, más específicamente en su etapa madura, que figura en El poder dual (1974) la encontramos dentro de lo que el boliviano llamó momento constitutivo y crisis. El procedimiento en este caso de método/teoría se inicia concibiendo las teorías sociales generales como insuficientes a la hora de captar toda la actividad social que se despliega en el ámbito de los movimientos y las disputas ideológicas. Para Zavaleta los métodos occidentales que privilegian el locus del estado contienen puntos ciegos  considerables pues no prestan atención a las condiciones de heterogeneidad cultural y estructural de los objetos de estudio. Este tipo de teorías hace invisible cierto tipo de realidades sociales, limita el conocimiento ya que solo es visible aquello que la teoría general permite ver en tanto relaciones de poder y discursos dentro de la modalidad del conocimiento social. En este sentido, la crisis política constituye un momento privilegiado de conocer y entender más profundamente lo social: las coyunturas son oportunidades para ampliar este saber y para posteriormente tratar de identificar el momento constitutivo de las instituciones que ahora se muestran quebradas y a punto de ceder ante el peso que la crisis les ha arrojado encima. En otras palabras, el momento de la crisis hace más visible la diversidad social existente y permite al investigador social identificar cual es el momento constitutivo de las estructuras que están entrando en crisis para luego reconstruir la historia de reforma de ese momento constitutivo. Para Zavaleta el problema radica en cómo pensar las dos puntas extremas de un evento histórico: desde el momento en que se constituye como tal (donde algo adquiere la forma que va a tener por un buen tiempo en adelante), digamos “A.” Desde tal instante, hasta su crisis, el momento en que está a punto de desaparecer, o entrar a formar parte de la realidad bajo otras formas y cumpliendo otras funciones, o -para completar nuestro esquema alfabético-  “Z.” En este sentido vemos como el procedimiento de Zavaleta consiste en remontarse de una crisis al momento constitutivo.
En estos tiempos donde en las repúblicas latinas de América la función del ideologema parece rotar de campos de significación, las formas de pensamiento Zavaleteana parecen invitarnos a replantar la naturaleza de las crisis como tales y las causas que han permitido que su momento constitutivo haya caído en desfavor.

Hijo del salitre, la pedagogia de un proletario (Chile, No. 2 Específica)

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“A la literatura no le corresponde mostrar una nación sino también decir y transformar por medio de las letras volviéndose entonces una práctica social.”

¡Con los chilenos vinimos, con los chilenos morimos!”

 

Aunque Hijo del salitre podría ser insertada en un plano unidimensional más pedagógico que literario, podríamos rescatar un par de factores que configuran el relato: denuncia social (forma estética) y por su contribución crónica (forma histórica). Hijo del salitre (1952) del chileno Volodia Teitelboim constituye uno de los relatos claves dentro de la historiografía del proletariado chileno al localizarse como lectura obligada para el que quiera adentrarse a los orígenes de los movimientos sindicales de Chile y su devenir en partido obrero socialista bajo la dirección del líder obrero Luis Emilio Recabarren, en 1912.

Hijo del salitre narra la gesta de los trabajadores salitreros del norte grande siguiendo de cerca la historia de un abnegado líder de masas, Elías Lafertte tambien -minero del salitre y posteriormente secretario de la federación obrera de Chile- desde la formación del primer conjunto de oficinas salitreras hasta la dramática resolución de la huelga de los 18 peniques en lo que se denominó luego la matanza de la escuela de Santa Maria de 1907, en Iquique. En sus más de 400 páginas Teitelboim pretende incorporar la historia proletariada chilena del norte del país para configurar un relato total que dé cuenta de los eventos más dramáticos que han forjado esta lucha social: las injusticias humanas y sociales que enfrenta su protagonista Lafertte junto a los demás trabajadores del salitre.

El héroe, Lafartte quien es individual y colectivo a la vez podría ser, en sus caracteres esenciales y por sus sufrimientos, el pueblo de cualquier parte del mundo donde todavía hay pobres y ricos y, en forma más específica, la gente común de América Latina. En el prólogo de la primera edición los editores aclaran: “Volodia Teitelboim es eso, un luchador de vanguardia. Como tal, se comporta en la acción civil y en esta nueva forma de actuar: la novela. Pero tampoco es un panfleto, una oración política o una novela histórica. Es simplemente una obra realista por los cuatro costados.”

Pero probablemente uno de los valores más destacables de esta obra es introducir en la novela chilena al personaje “proletariado” como una clase social independiente. Algo similar escribe Pablo Neruda en su prólogo a la segunda edición: “De ahí que en el vasto drama de Chile, el protagonista incesante sea el pueblo… este libro nos muestra con pureza y profundidad el amanecer de la conciencia.” Aunque encontramos la noción de la conciencia como punto ideal de alcanzar una auto-realización, ciertamente no se trata de la misma conciencia que algunos años más tarde Carlos Fuentes y Julio Cortazar durante el apogeo del boom prefiguraran como la máxima expresión del ser latinoamericano. Neruda parece aludir al amanecer de una conciencia de clase -que siguiendo a Marx- le permitirá al proletariado constituirse y entenderse como clase privilegiada movilizadora de la dialéctica de la historia occidental.

Más adelante el poeta agrega “Son muchos los problemas del realismo para el escritor en el mundo capitalista.” ¿Qué quiere decir Neruda? Tal vez, que el realismo literario y la representación en general no alcanzan para retratar la frenética y compleja realidad desatada por el capital y su ordenamiento social. Tal vez que el formato de la novela no alcanza a la hora de condensar la experiencia humana, múltiple y molecular. Neruda lo valora por escribir “la crónica definitiva de una época, pues la historia siempre está en disputa con los falsificadores oficiales de la burguesía.” Y nos recuerda de paso al historiador dialectico de Walter Benjamin y su imperativo por salvar una historia a punto de borrarse por siempre. Es este mandato el que le asigna más generalmente Neruda a los escritores de la época: “A los escritores del mundo capitalista nos corresponde preservar la verdad de nuestro tiempo.” Hijo del salitre también recurre a un tipo de “estrategia sinécdoque” que había tratado de esbozar en el post anterior; es decir, la cristalización de un yo colectivo dentro de la trama para dar cuenta de una experiencia mayor social. Teitelboim en su prefacio trata de clasificar su obra constatando que no es una “biografía novelada,” que el héroe es un individuo pero también colectivo a la vez (el proletariado salitrero). Al renunciar al rubro “biografía novelada” Teitelboin parece apelar a la factualidad de los hechos narrados dentro de su novela, mediados por una credibilidad hacia el lenguaje y la composición de lo que Barthes llama el efecto de lo real.

Otro punto que interesa resaltar acá es la pérdida por lo menos temporal de los enlaces al grupo nacional por parte de los sujetos más expuestos a la violencia y a la coerción del capital. Recuerdo la falta de apego de los mestizos que Rivera en La vorágine describe en los llanos colombianos para con cierta idea de la nación, o la falta de subjetividad nacional que proliferaba en las junglas interestatales del amazonas (Perú, Colombia, Brasil) donde poco importaba o no se sabía muy bien si los asentamientos indígenas o los campamentos caucheros correspondían al territorio de algún estado y mucho menos si se podría decir que el anterior los representaba. De igual manera, en los relatos mineros chilenos como en el Hijo del salitre de Teitelboim, hay pasajes donde encontramos una misma insatisfacción y un desapego general en tanto identidades nacionales. Los historiadores confirman el fenómeno de “borramiento” o desvanecimiento de la identidad nacional:

“A las 14:30 horas del viernes 20 de diciembre, llegaron hasta la Escuela Santa María los cónsules en Iquique de Argentina, Bolivia y Perú. Se reunieron con sus connacionales. Les instaron a abandonar el movimiento y dejar la escuela, advirtiéndoles que si no lo hacían, los cónsules no podrían responder por ellos. Les dijeron que la cosa era grave, pues los militares tenían órdenes de disparar y que las balas no discriminarían entre chilenos y extranjeros. La respuesta fue inmediata. Los obreros argentinos, peruanos y bolivianos se negaron a desertar. Los trabajadores bolivianos respondieron a su cónsul: “Con los chilenos vinimos, con los chilenos morimos.”

También leemos pasajes históricos que nos cuentan acerca de esta reorganización de identidades nacionales: “La numerosa columna de huelguistas de Alto San Antonio llegó al puerto de Iquique, sede del gobierno regional, portando banderas de Chile, Perú, Bolivia y Argentina, alojándose en el hipódromo del puerto.”

En las últimas páginas de Hijo de salitre donde Teitelboim describe las últimas palabras emitidas cuando las multitudes huelguistas sentían el ataque del ejército chileno contra ellos, asistimos a una expresión aún más clara de la idea, los mineros y sus familias gritaban la consigna: “¡No queremos más ser chilenos! ¡No queremos más ser chilenos!” (446). Ese renunciar a la identidad nacional parece reproducirse en zonas territoriales donde el estado no solo ha entrado en crisis profunda en tanto entidad protectora de la ciudadanía sino que revela a través de su violencia directa la profunda inoperatividad de regular la vida comunitaria nacional en un territorio determinado además de su impotencia de jure y de facto.

Entonces es en los límites del capitalismo que los estados parecen desplegarse y replegarse simultáneamente de la manera más evidente: desde una inoperatividad y fracaso en lo que comúnmente se llama “presencia del estado” y al mismo tiempo en una exhibición del militarismo más desmedido evidenciando una suerte de impulso por conquistar y manejar el territorio desde el nivel más básico: haciendo uso legítimo de la fuerza. Es una simetría extraña que no nos sorprende: en tierras indefinidas, se acentúan las actitudes y expresiones culturales y sociales más nacionalistas y más intensificadas. Sea en la selva del amazonas o sea en los desiertos salitreros del norte de Chile, las identidades nacionales se refuerzan y se imponen con énfasis por medio del monopolio de la violencia factual porque los sujetos nacionales han cesado, se están diluyendo o están en proceso de solidarizacion comunal, una solidarizacion que arriesga la estabilidad de comandar identidades nacionales. Muchas veces estas asociaciones preceden el estado nación, como las comunidades indígenas que se encuentran en áreas de disputa limítrofe, otras veces los grupos son parte de una ciudadanía predefinida, pero las condiciones de un capitalismo de márgenes los ha empujado hacia una nueve re- significación de lo que llamamos: ciudadanía (legal) o pertenencia al grupo nacional (afectual).

La pertenencia simbólica o la identificación se diluye como se diluyen los colores nacionales de los países pertinentes: es esta operación de dilución de grupos nacionales la que aterroriza al estado. Estas operaciones no se dan sin razón: surgen cuando el capitalismo de márgenes (una maquina alimentada de recursos naturales y humanos que se desplaza en el espacio) -un capitalismo sin las instituciones y las garantías que la doctrina liberal promete y da por sentadas-, se adentra hacia un espacio territorial encontrando poca o ninguna fuerza opositora empujando naturaleza y hombres hacia el abismo de la explotación y la instauración y reproducción de organizaciones productoras sin fin. En estas circunstancias, el capitalismo de márgenes desbocado como fiera sin lazo, produce su propia antítesis dialéctica. Aunque las categorías de particularidad, de forma, de causa, de posibilidad pueden variar, sus correspondientes de generalidad, contenido, efecto y realidad parecen no mostrar variación mayor. Esta antítesis dialéctica toma una forma que no es determinada (organización de obreros mineros en Chile y en Bolivia pero en el caso de las explotaciones caucheras más bien indignación y propuestas burguesas liberales o el fin de las condiciones de producción que requerían estos productos naturales) pero que en su función ofrece una respuesta y una resistencia al avance extraordinario y desmedido del capital. La novela de la mercancía, es decir, la novela del caucho, del salitre, del petróleo, parece emitir señales que apuntan hacia reorganizaciones y conductas similares.

Al final Hijo del salitre es una novela ambiciosa pero se queda corta en algo que podríamos llamar “literalidad.” Su lenguaje, su ritmo y su desarrollo están marcados por rastros de naiveté que impregnan el relato. Sus asociaciones estéticas son banales, y su narración en tercera persona omnisciente, poco convincente. El valor que sin embargo contiene esta novela radica en su operación lúdica/pedagógica que la configura como testimonio/novela desde el pueblo y para el pueblo; sirviendo un propósito determinado de instrucción y recreación, la novela tiene valor no tanto por su innovación estética o su trasgresión a la forma dominante de la novela como tal sino porque se dirige hacia el futuro como parte de una educación popular o una historia popular. De alguna manera el relato de Teitelboim recuerda las ideas sobre educación popular del filósofo Paulo Freire quien proponía que la educación debería restituir la humanidad de los oprimidos una literatura nueva y moderna en lugar de una meramente anticolonial. Esta literatura moderna es la que se constituye como unidad testamentaria de la experiencia prelatariada chilena en Hijo del Salitre.

Tierras Hechizadas (Bolivia, No. 9 Especifica)

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La novela del boliviano Costa du Rels está escrita en clave autobiográfica, desde la experiencia vivida, o parcialmente vivida; se dirige hacia un público ajeno a cualquier asociación con su trama (Tierras Hechizadas fue originalmente publicada en 1939 en francés con el título Terres Embrasees), el público burgués europeo francoparlante y está sustentada en la noción de alguna base factual que pretende concederle legitimidad literaria (factor importante para la crítica de la época). En sus 220 páginas Costa du Rels relata la historia de Carlos, un joven militar ex revolucionario que trató algún cambio político en La Paz pero al ser capturado terminó por aceptar la hacienda de su padre en el suroriente de Bolivia como cárcel. Carlos, educado en artes militares de la academia Francesa no encuentra sosiego en esta tierra tropical dotada de personajes extraños y dominada por su padre Don Pedro, un viejo hacendado que maneja con tiranía excesiva su estado. El que nos relata la desgracia de Carlos y Don Pedro es un narrador sin nombre del que poco sabemos que llega desde Inglaterra acompañado por Mr. Treweek, un ingeniero en busca de petróleo. Costa du Rels agota sus páginas en el ejercicio de la nostalgia y la descripción sensual. En lugar de encontrar una novela balanceada, el lector se encuentra distraído, tal vez tanto como Costa du Rels, en contemplar los farallones, las cuñitas (jóvenes indígenas) y las monstruosidades que Don Pedro adjudica para mantener el orden social.

A pesar de las descripciones no encontramos nada sustantivo que justifique la trama, además de la anticipación irregular que al final termina decepcionando a cualquier lector atento. Tierras Hechizadas está escrita como una postal exótica que desde la perspectiva más masculinista y colonialista intenta ofrecer al europeo francoparlante una invitación al mundo salvaje y erótico del otro americano. Escrita en francés y luego traducida por el mismo autor, la novela se lee como un obsequio del sur hacia el norte, mediada por un traductor autorizado. Parece un obsequio porque dentro de la novela uno parece encontrarse con entidades elementales dentro del repertorio de la exotizacion del sur, o llamémosle un orientalismo latinoamericano: la naturaleza (el clima tanto las plantas) excesivamente fértil en necesidad de un orden y un sentido, el tropo de la mujer que requiere ser defendida o conquistada, la promesa de los recursos baratos y su fácil extracción… Costa du Rels parece ofrecerle al lector cosmopolita del norte una estampa donde todas las fantasías del inconsciente industrializado pueden echarse a rodar dentro de la seguridad de la representación literaria.

Al final, no se sabe que ocurre con los descubrimientos de petróleo, ni con las ideas progresistas de Mr. Treweek o de su acompañante. El desarrollo de los personajes es tan escaso como el de la trama: no sabemos que sucedió con el ingeniero, ni la causa de la tiranía de Don Pedro; no terminamos de entender bien como afectó la Guerra del Chaco (1932–1935) aquella región, ni mucho menos algún otro tipo de evento histórico que permita a du Rels construir alegorías más memorables que las descripciones naturales y costumbristas.

Parece que la novela nunca supo cómo asumirse con respecto a otras obras similares: La vorágine, o Doña Bárbara. Por consecuencia, parece extenderse innecesariamente por casi 200 páginas, solo para después encontrar un final poco notable. A lo menos, un final extraño, pues hacia la pagina 207 encontramos un epilogo que más que ofrecer una resolución concisa, termina extendiéndose como un capítulo más; un capitulo poco coherente donde Costa du Rels en un momento de distracción parece olvidar la localización de sus personajes en el tiempo y en el espacio. En fin, Tierras Hechizadas promete más por el título, y por el bagaje del autor. Luego de 220 páginas, o tal vez antes, entendemos que tal promesa solo ocurrió entre el lector mismo como signo de apuro y que Tierras Hechizadas le falla a su público en más de un frente simbólico.

“The Devil and Commodity Fetishism in South America:” El devenir de un ritual en entredicho (Estados Unidos, No. 1 Teoría)

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“To know is to be associated with everything around one and to enter into and be part of the land.” -Michael Taussig

¿Qué sucede históricamente cuando dos sistemas metafísicos y religiosos chocan con fuerza descomunal como chocaron las civilizaciones americanas con la ibérica en el siglo XV? ¿Qué consecuencias tiene esta colisión apocalíptica que parece arrojar fuera de balance toda una civilización (o las dos civilizaciones)? Sus respectivas certidumbres y verdades fueron descolocadas, puestas en entredicho por el otro; las operaciones lógicas que rigen su funcionamiento religioso afectadas por la presencia de otro sistema tan comprehensivo y completo como el propio, -para no mencionar las consecuencias materiales de destrucción. Y para agregar más profundidad a la cuestión, ¿qué sucede cuando estas dos civilizaciones y sus metafísicas respectivas se ven confrontadas por una tercera fuerza (el capitalismo de monopolio) que pretende reconfigurar de nuevo el valor de las cosas, la naturaleza del tiempo y la labor, y entronar la mercancía como nuevo dios entre dioses; dios que reina sobre los hombre como ningún dios había jamás reinado?

Estas son las preguntas que motivan el estudio del antropólogo australiano Micheal Taussig The Devil and Commodity Fetishism in South America. En este, el médico-venido-antropólogo pretende dar cuenta sobre los enlaces insospechados y no poco siniestros que se trenzan entre diferentes modos de producción y las explicaciones metafísicas elaboradas por el subalterno quien permanece excluido de la ganancia marginal –aunque a la vez agente a la hora de construir sistemas que dan razón de su precaria posición en el orden material de trabajo y recompensa.

Taussig pretende investigar cómo se manifiestan en rituales, en magia y en las metafísicas de los habitantes del Valle del Cauca en Colombia y de Oruro en el occidente de Bolivia el paso violento y traumático entre un orden de producción basado en un valor de uso a otro basado en el valor del intercambio es decir la transición incompleta y dispareja entre modos de producción basados en la reciprocidad y el balance y modos de producción basados en la lógica de la ganancia marginal y la acumulación de capital. Proceso -bien sea dicho de paso- acompañado por una serie de transformaciones en los comportamientos de los individuos y la percepción de los objetos, a saber: el fetichismo de la mercancía como tal, la re-significación de ritos e ídolos prehispánicos para hacer frente a la explotación capitalista, en otras palabras entender cómo el intercambio reciproco del don (Mauss) deviene en intercambio de la mercancía (Marx). Este último proceso resulta inevitablemente crítico a la hora de entender los cambios históricos que han afectado la relación de los mineros bolivianos entre sí mismos y con la unidad de la tierra.

La tesis de Taussig sostiene que las comunidades tradicionales no conocen la figura equivalente del demonio occidental que se deriva de la literatura judeocristiana sino que existen basados en sistemas muchas veces politeístas que le asignan a diferentes dioses, espíritus y otras entidades propiedades muy flexibles, que se caracterizan por cualidades como la dualidad, multiplicidad, neutralidad, cuatriplicidad etc…(179). Naturalmente si se cometen crímenes o se altera el orden natural de la comunidad se administran castigos que constituyen una medida punitiva con el fin de subsanar la falta que se ha cometido contra la tierra o contra la comunidad -digamos una especie de justicia restaurativa. La corrección de estos crímenes se realiza porque se ha violado una normatividad, más no porque se halla traspasado una sacralidad abstracta como podría ser el cometer un pecado. En la tradición metafísica andina no contamos con las duplas polarizadas del bien puro (Dios) y el mal puro (Satanás) como sí en el sistema cristiano. En esta encontramos más bien una serie de espíritus y dioses que se conciben como una entidad dentro de la totalidad; a partir de este conjunto de entidades el individuo procura obrar con su favor, respetando una economía del don (el “hecho social total” de Levi-Strauss), una lógica de reciprocidad, lo que en quechua se conoce como Ayni.

Este orden involucra el ofrecer regularmente ciertos ritos a la Mama Pacha con el fin de obtener su simpatía y su favor a la hora de tomar recursos de la tierra (de ella misma) o de emprender alguna empresa importante. Esta era la lógica que comandaba los procesos sociales y económicos de los pueblos andinos hasta la llegada de los europeos y la violenta instalación de otro tipo de economía, otro tipo de relación con la naturaleza y otras serie de piezas metafísicas que muchas veces sustentaban las bases filosóficas de las anteriores.

De alguna manera la religión andina se transformó y se reoriento -no en menor medida como respuesta a la conquista- hacia la construcción de un repertorio de contención y un reservorio de resistencia con el fin de contrarrestar la imposición total de un sistema metafísico y religioso desconocido. Los ritos andinos evolucionaron para servir de apoyo moral a los más desventajados dentro del nuevo orden de intercambio mercantilista. El Supay que en tiempos prehispánicos había servido varias tareas dentro de la cosmología de los indígenas, en tiempos capitalistas ha reducido su papel como agente contractual con quien se legalizan pactos para ganar riquezas individuales continuando el ciclo de acumulación y el fetichismo de la mercancía.

Después de la llegada del invasor español todo fue trastocado: una economía que giraba alrededor de las comunidades rurales, que se concebía como parte de una totalidad mayor, que no conocía valor en el oro y la plata más allá del ornamental, que -más importantemente- manejaba un balance dentro de lo que se toma y lo que se ofrece del entorno natural, fue violentamente devastada. Sus preceptos fueron cuestionados y deslegitimizados con el fin de instaurar en su lugar nuevas modelos europeos que respondían al culto católico y la acumulación de capital. El hombre blanco no solo destruía el mundo material del indígena, también sus edificios metafísicos y su cosmovisión que consideraba la totalidad como un campo de balances y no como los europeos un objeto para someter y subyugar. Los españoles se dieron a la tarea de extraer sin fin: “Las cantidades extraídas de la tierra excedían de lejos cualquier actividad prehispánica indígena; al final del día el inca era quien estaba endeudado mientras se embarcaba todo el oro posible hacia España. No habría restitución -ni material ni espiritual- suficiente para superar los traumas perpetrados contra los dioses de la montaña, traumas que debido a su dimensión inconmensurable no podrían ser reparados por la capacidad re-sintetizadora de cualquier ritual tradicional (204)” Taussig nos hace entender la extraordinaria extensión del daño causado a estos pueblos no solo a su base económica -y su cuerpo social como tal- sino frente a su relación con los dioses: la afrenta y deuda inimaginable que se había perpetrado en su contra. Luego de semejante saqueo ¿qué ritual puede restablecer el orden prehispánico? Cuando nada se devolvía a la tierra -esperando su favor y la continuación de la fertilidad- sino que se custodiaba celosamente camino a una tierra desconocida, que esperanza quedaba en el indígena sobre el futuro del mundo, sobre su ser y sobre una totalidad original ahora quebrada en todos los puntos?

Es en el contexto de la explotación capitalista primero bajo la industria privada y luego de 1952 bajo el capitalismo de estado que el Challa (ceremonia de reciprocidad con la Mama Pacha) al Supay cobra una forma de pacto con el diablo. Es en parte para pagar esa inmensa deuda casi inconcebible que ha sido infligida por el invasor, que el indígena tiene que iniciar una serie de ofrendas (sangre de llama, alcohol, hojas de coca, cigarrillos). Es en parte también con el fin de lograr la aprobación del Supay y de alimentarlo -para que él (Supay) no se antoje por la carne de los trabajadores mineros- que ellos deciden celebrar estos rituales. Es decir, el Challa constituye una especie de economía reciproca para sostener una economía de mercado donde el fetichismo de la mercancía amenaza al trabajador de forma indirecta, por medio de la revancha del Supay y de forma directa, en forma de muerte temprana por la silicosis o por un accidente fatal.

En The Devil and Commodity Fetishism in South America encontramos una antropología tan distante al cuadro total y empírico que pretendía avanzar June Nash en su estudio We Eat the Mines and the Mines Eat Us. Podríamos especular que para Taussig, la praxis antropológica debe estar orientada hacia una auto reflexión sobre nuestras propias normas y convenios sociales en tanto estudiamos y entendemos las normas y los convenios de los otros. Ésta, debe entender las supersticiones y creencias del otro en tanto estas explicaciones ayuden a revelar hasta qué punto el occidente moderno e industrializado (o posindustrial, basado en las economías de información o creativas) también trabaja con sus propias supersticiones y mitos.

En otras palabras es una tarea dedicada a la desnaturalización de lo mas antinatural como es concebido en el norte global (4). Para realizar esta tarea, un tanto heterodoxa para la fecha de la escritura -1980-, Taussig pretende hacer uso promiscuo de teóricos un tanto marginales en el ejercicio antropológico académico: las frases mesiánicas de Walter Benjamín guían el método materialista dialectico, además de los planteamientos de pensadores como Marcel Mauss, George Bataille, Claude Levi-Strauss, Friedrich Nietzsche y Karl Marx que orientan el análisis dialectico de Taussig para encontrar puntos de iluminación, puntos de especulación dialógica dentro del ejercicio de la antropología como story telling y como herramienta dialéctica de análisis contemporáneo.

“We Eat the Mines and the Mines Eat Us” o como entender más allá de lo concreto (Bolivia, No. 8 Específica)

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“My experience living in mining communities taught me more than anything else, how a people totally involved in the most exploitative, dehumanizing form of industrialization managed to resist alienation” -June Nash

El estudio antropológico de June Nash, We Eat the Mines and the Mines Eat Us: Dependency and Exploitation in Bolivian Tin Mines, pretende realizar una mirada total sobre el sujeto minero, su historia, sus prácticas sociales, sus prácticas culturales, su rol dentro de la economía nacional, su concepción de la clase obrera y de sí mismo dentro de ésta, su fuerza como sujeto histórico y su fuerza corporal como obrero dentro de las minas de estaño bolivianas.

Sin embargo, en este espacio me interesa más discutir el análisis de Nash sobre los múltiples sistemas de referencia que apoyan el proletariado minero. Es decir, comentar cómo los obreros bolivianos -quienes se encuentran relegados a las clases más precarias dentro del orden capitalistas y sujetos a una condición de doble explotación (interna y global)- logran sostener una cosmovisión capaz de racionalizar su explotación y de promover un espíritu de lucha y superación constante. Un espíritu que le hace frente a condiciones de trabajo inhumanas, opresión estatal sistemática y disputas internas dentro de los órganos sindicalistas a partir de la Revolución Nacional de 1952.

La monografía se puede leer más como un estudio total de los complejos mineros del occidente del país, que una etnografía clásica que pretende clasificar prácticas para luego esbozar un análisis comparativo nacional o regional. Su tesis principal refiere a la generación de una consciencia de clase que emerge desde el hogar y la comunidad, y que deriva su fuerza gracias a la interpenetración de la reproducción social y la producción industrial (XXXIII). En otras palabras, Nash entiende que la formación de una conciencia de clase -en una comunidad periférica como esta- no está desligada de un orden social que genera y mantiene múltiples sentidos a la hora de explicar eventos que parecen inexplicables y desafían la razón; un orden social que además, se beneficia de vínculos muy fuertes y a la vez muy flexibles dentro de la comunidad minera y otras más pequeñas y periféricas (121). De ahí que las secciones más amplias de su estudio estén dedicadas a estudiar las creencias y la conducta en la vida familiar, capítulo 3; el orden natural y el orden sobrenatural, en el capítulo 5; y la comunidad y la conciencia de clases en el capítulo 9. (Tal vez ignoro el capítulo 2 sobre la historia de los mineros debido a mi lectura inmediatamente anterior: A History of Mining in Latin America: From the Colonial Era to the Present del norteamericano Kendall W. Brown.)

Al parecer, este vínculo dentro de la comunidad (comenzando desde el nivel nuclear y que se extiende hasta movilizaciones masivas) con el lugar de trabajo, (con los reclamos de los mineros) constituye el lugar de fascinación y motivación intelectual para Nash. El punto de interés para la antropóloga norteamericana dentro de su estudio radica en estudiar y entender la relación productiva en la que se encuentran dialécticamente posicionados el situ del hogar con el situ de la explotación laboral. Para entender esta relación, Nash despliega una análisis social que presta mucha atención al intermitente papel de la mujer como compañera de lucha o como entidad subordinada a la jerarquía masculina (recordemos que el hogar es el locus apropiado de la mujer y nunca es bienvenida dentro de la mina). Así mismo el estudio trata de comprender porque en este enclave marginal de explotación (la periferia industrial boliviana) se generan este tipo de enlaces entre el hogar y el puesto de trabajo; fenómeno que no es típico en los países más industrializados (332).

Para el lector desprevenido la introducción y los dos prefacios (leo la “versión clásica centenaria” de la Columbia University Press), pueden ser más provechosos que algunos de los capítulos del libro; sobre todo, capítulos (como el 7) que se preocupan más con datos económicos y balances de productividad internos. En los paratextos mencionados, Nash trata de articular una especie de introducción en clave denunciadora acerca de las alarmantes condiciones de explotación en las minas bolivianas con breves anotaciones que se leen como respuestas a estudios subsecuentes o como críticas a monografías tan importantes para la bibliografía como el clásico The Devil and Commodity Fetishism in South America de Michael Taussig. Además incluye algunos ejercicios muy valorables en autor reflexividad profesional y notas biográficas desde el campo que ayudan a situarla como persona y no necesariamente siempre como investigadora durante su permanencia en los complejos extractivos. Este es el caso en el capítulo 6, “Condiciones de trabajo en la mina,” donde Nash se arriesga a pasar algunas horas -y posteriormente realizar varios viajes- al interior de los socavones (171-181); allí nos ofrece una descripción muy sensorial sobre la tenaz rutina del minero, sus estrategias para entender lo inentendible, y para concebirse como agente a la hora de lograr un balance (ayni) dentro del orden de las fuerzas sobrenaturales para asegurar supervivencia y prosperidad (164).

Con respecto a Taussig, Nash arguye que el antropólogo australiano elabora una serie de lecturas sobre los patrones de conducta de los mineros, basado en premisas unidimensionales que subordinan otros significados y no tienen en cuenta una riqueza latente dentro de la metafísica andina. En otras palabras el Supay -o el Diablo como se ha simplificado para el entendimiento de los foráneos- no cumple las mismas funciones operativas que parece cumplir dentro de la narrativa medieval en la que Taussig apoya su lectura; más bien, el Supay es una deidad que posee referentes múltiples dependiendo de las necesidades específicas de la comunidad en determinado momento (y que ha cambiado históricamente de acuerdo a la naturaleza del manejo y de los métodos de producción en las minas). Los rituales nunca son estáticos: muestran diferentes significados en diferentes momentos (XXXVII). La re significación no está ligada de necesidad a prácticas designadas: “pre capitalistas, al fetichismo de la mercancía  o a la personificación del diablo como tal” sino al enriquecimiento desproporcionado de un individuo debido a un pacto con el diablo que ha despojado a sus compañeros de sus justas porciones, ha convertido la acumulación en si en fetiche y ha alterado el balance con las fuerzas de la tierra propiciando algún tipo de venganza por parte del Supay en forma de accidente o de escasez a la hora de encontrar vetas de mineral.

We Eat the Mines and the Mines Eat Us constituye un ensayo destacable dentro de los estudios sociales latinoamericanos, sin embargo parece distraerse por partes en el abundante testimonio del subalterno que pretende incluir. No es en vano que Nash nos advierte en su introducción sobre su intención de no excluir o reapropiarse de las ideas expresadas por sus informantes. Esta inclusión de largos testimonios ciertamente ayuda a la hora de imaginar las situaciones concretas y de ofrecer una suerte de voz al subalterno.

Pero parecen alejar a la voz narrativa de cuestionamientos iniciales, ahora medio olvidados, de un retorno a la teoría o a las clasificaciones más generales para llegar a ciertas conclusiones menos empíricas y más rigurosas a la hora de usar todas las herramientas disponibles al investigador social o de breves descripciones comparativas que pueden ofrecer algún tipo de contextualización. Parece que Nash tiende a concluir sus capítulos y el texto en sí de manera algo apresurada o más bien sin tener muy claro qué hacer con los recién hallados “descubrimientos.” En específico, la conclusión del octavo y el noveno -y último capítulo- dejan al lector un tanto desorientado.

Desde la perspectiva del lector aficionado, las últimas páginas de las secciones se leen como apuntes apresurados donde de repente se redescubre un Marx un tanto olvidado durante el libro. Para agregar a la confusión se discute en lenguaje teórico los debates a favor o en contra de la actividad sindical organizada o espontánea sostenidos por Trotsky, Luxemburg y Lenin en relación con el contexto boliviano. Pero no encontramos algun resumen comprehensivo que logre incluir un análisis -o al menos unas reflexiones- sobre lo que este nuevo corpus (el mundo minero y sus referentes históricos y metafísicos) significa en relación a las múltiples teorías recién expuestas: es decir, como estos descubrimientos fuerzan una reinterpretación de las teorías mencionadas, retan o confirman algunas premisas. Hay que mencionar que Nash realiza algunos gestos más que todo simbólicos o “pronunciatorios” (más no comprehensivos) a propósito de categorías obsoletas empleadas por otros investigadores como Charles Wright Mills: “tradicional” o “moderno,” “heteronomía” y “autonomía” (310).

Finalmente debemos comentar también sobre la forma final del texto propiamente: las dos últimas páginas parecen desafiar el esquema organizativo de cualquier trabajo académico al titularse “Dependency and Exploitation.” La pregunta más obvia nos obliga a cuestionar la razón del subtítulo de esta última sección de solo dos páginas en relación al título del libro: We Eat the Mines and the Mines Eat Us: Dependency and Exploitation in Bolivian Tin Mines. ¿Por qué Nash asigna solo las dos últimas páginas -interrumpidas por una fotografía y una intervención de una minera- para comentar sobre dependencia y explotación? Si en realidad Nash se ha ocupado durante casi todo el libro a explicar -a veces muy hábilmente- como ocurren estos fenómenos ¿Por qué entonces nos relega a la última sección del último capítulo sin agregar algún tipo de nota explicatoria?

De todas maneras la monografía de Nash a pesar de sus desperfectos constituye un aporte invaluable a la historiografía de la región. En esta, la antropóloga nos ha adentrado al mundo y al ultramundo de los mineros bolivianos, a sus historias, a sus prácticas comunitarias y sus justificaciones sociales y culturales. Además, logra realizar una especie de entrelazamiento -que se había propuesto explícitamente al inicio de su trabajo: situar dentro de la narrativa histórica, testimonios de los habitantes locales para enriquecer las descripciones lineales de los estudios históricos respectivamente. Estas intervenciones permiten alumbrar, con la inmediatez de la voz o con la autoridad del espectador, las narrativas más distorsionadas por los intereses de la hegemonía o por los prejuicios de los obreros. Tal vez hoy es difícil recordar el contexto histórico en el que We Eat the Mines and the Mines Eat Us fue publicado y aún más difícil evaluar los diferentes logros que se dieron en un momento donde la intervención del intelectual denunciando injusticias en el tercer mundo desde el norte global parecía acarrear más importancia que la que contiene hoy. De cualquier manera, el estudio de Nash parece abrir una puerta para la producción de monografías heterodoxas como la suya donde la teoría marxista complementa una serie de testimonios, datos, fotografías.
Extrañé sin embargo algún tipo de referencia a lo literario: Nash no incluye ninguna discusión sobre alguna literatura minera existente ni la escrita por mineros ni los tomos más literarios escritos por escritores liberales-burgueses como Adolfo Costa du Rels. Mucho menos sobre poesía. También eché de menos, en su estudio total, alguna mención a la actividad misma de la extracción, algún tipo de reflexión sobre lo que significa extraer más allá de la definición más común que refiere al mineral como mercancía dentro de un mercado global. A la vez, alguna explicación, más allá de la literal, sobre el título “Devoramos las minas y estas nos devoran” hubiera servido para entender el acto de extraer mejor o tal vez desde otra perspectiva: una que se entienda a sí misma como operación dialéctica ya que la contradicción en la frase parece prometedora a la hora de adelantar algún tipo de análisis especulativo sobre canibalismo, autodestrucción, y relación de la actividad del hombre vis-a-vis la tierra. Quizás propongo dentro de mis propios intereses y al hacerlo le resto mérito al libro, en cualquier caso leer la monografía es obligatorio para entender la explotación de una tierra y de un pueblo comparable con muy pocas o en palabras de Nash entender aquello que no se puede entender.

“A history of mining in Latin America:” una historia de los opuestos (Estados Unidos, No. 8 Teoría)

Lagunas_Kari_Kari_(Potosí_-_Bolivia)

“Ahora que tanto oro se encuentra, surge una controversia en cuanto a que trae más beneficios, ya sea para ir a robar o para ir a las minas.”

Cristobal Colón

La monografía de Kendall Brown, A History of Mining in Latin America: From the Colonial Era to the Present (2012) ayuda de alguna manera a completar una suerte de vacío historiográfico concerniente a la importante -pero algo descuidada- influencia de la actividad minera en Latinoamérica y en Europa. El libro de Brown pretende ofrecernos un “recorrido no-exhaustivo” por algunos centros mineros de importancia desde la colonia, repartidos desde la amazonia brasilera hasta los campamentos instalados en el norte de México. En cierta medida el libro llena las expectativas aunque inevitablemente se queda corto cuando dimensionamos la vasta cantidad de material por procesar y las limitaciones de fuentes y del formato. Pero más allá de escribir una suerte de reseña académica quisiera esbozar algunas reflexiones basadas en su tesis y sus observaciones históricas.

Primero: entender Latinoamérica, entender la temprana modernidad europea, entender la era de los descubrimientos, entender la posterior acumulación de capital que permitió el advenimiento de la revolución industrial, se convierte en una tarea coja si no comprendemos la importancia de la actividad minera en la América Latina. Podríamos recordar que Europa se imaginó y entendió a si misma tras el contacto con el otro como lo arguye Todorov; pero de la misma manera Europa se enriqueció y desarrolló tecnológicamente tras la extracción de los minerales hallados en unos cuantos sitios del gran continente. Más allá, al entender las diferentes causas históricas y los comportamientos de los primeros exploradores no es difícil arriesgar que la modernidad fue inventada en Potosí (11, 42). O que desde un principio, como lo expresan las narrativas de Colon, Cortez o Pizarro el oro y la plata americano (o la promesa de su fácil adquisición) constituyeron piezas definitivas a la hora de abandonar un sistema de organización feudal e impulsar uno capitalista, (mercantilista) que en unas pocas décadas ya había extendido su alcance a nivel global. Solo recordemos algunos datos sueltos para contextualizar el tema: Potosí contribuyo 60% de las reservas totales de Europa, esto equivale a 22,700! toneladas hasta la fecha de su independencia en los 1820’s. Ya para esa época el Cerro Rico estaba tan agotado que su último tributo a la corona española equivalía solo al 10% del total recibido (28).

Brown siguiendo una línea muy tradicional dentro de la producción histórica angloparlante organiza su libro cronológicamente comentándonos primero acerca de las practicas metalúrgicas prehispánicas y sus variaciones dependiendo de las culturas del continente; prosigue a explicar el fenómeno de Potosí y sus tres booms de producción de plata, las dimensiones sociales que estos descubrimientos desenlazaron en el área (pero también en el bajo Perú y en los puertos de la Península); luego nos recuerda el funcionamiento de instituciones coloniales como la Mita, la Encomienda y el tipo de sujetos que estas producían como el mitayo, el mingado, las yanaconas y las palliris. Hasta este momento su atención se centra en el caso boliviano, en específico en el área de Potosí; sin embargo, Brown trata de incluir con menor dedicación los yacimientos y las transformaciones ocurridas en México, Perú y más adelante, Chile. (Esta de sobre indicar que países con una reciente explotación mineral como Argentina, Ecuador y Colombia son apenas mencionados.)

Hacia el quinto capítulo, Brown nos introduce a una exploración bastante lograda sobre del convulsionado siglo XIX. Este fue un periodo poblado de cambios drásticos, como nuevas unidades nacionales (emergiendo bajo la hegemonía de un nuevo imperio, el Reino Unido), además de nuevas tecnologías de refinamiento que prescindían de mano de obra y los impredecibles altibajos de un mercado mundial que requería más y al mismo tiempo diferentes metales.

Estos cambios conllevaron a la proletarización de algunos grupos mineros tales como los obreros de Huancavelica en el Perú o los mineros de las salitreras del desierto en Chile; pero el caso boliviano constituye la excepción. Brown argumenta que debido a una peculiar dinámica social -una donde los obreros de las minas de plata del altiplano podían laborar bajo una especie de trabajo por temporadas y al mismo tiempo regresar a sus comunidades para realizar agricultura de subsistencia- el cuerpo laboral no desarrolló rasgos de proletariado como fue el caso con los obreros industriales urbanos de países vecinos o los mineros Chilenos del norte de su país (47,117). Pero hablar desde el enfoque macro nos distrae del origen y los medios impuestos para extraer y procesar toda esta riqueza: recordemos que las condiciones de las minas eran precarias, los impuestos y trucos para estafar a los obreros sinnúmero y la opresión debido a la tenacidad propia de la labor, atroz. Las muertes prematuras eran cuestión de todos los días: la silicosis, la tuberculosis, -agregadas al soroche y a una alimentación insuficiente- acababan con las vidas de los indios y sus familias lentamente, tanto que un encargado religioso enviado a las minas como veedor real observaba en sus reporte, “Las riquezas que le llegan a España no consisten en plata, sino en sangre y sudor de los naturales” (70).

Regresando al XIX notamos que el apetito de la maquina capitalista mundial había mudado de preferencias: el imperio ya no era España sino Inglaterra y los Estados unidos, y estos ya no extraían plata u oro sino que se explotaba en busca de estaño, cobre y mercurio. Encontrar y procesar los minerales no bastaba, además, optaban por continuar el dominio ininterrumpido de la fuerza laboral a toda costa, y quebrar alguna capacidad comunitaria que pudiera ocasionar cambios a favor de los obreros. En este contexto entendemos como la política internacional que se desplegó a partir de los inicios nacionalistas resultaron en conflictos y guerras puramente impulsados por acceso a la extracción, el procesamiento y la exportación de materias primas como los minerales encontrados en el desierto de Atacama. En este caso, podríamos argumentar que la guerra del pacifico (1879-1883) Chile contra una alianza Perú-Bolivia ocurrió debido al potencial y -la promesa imaginada- originada por la minería (106).

Chile emerge como gran vencedor y hegemon de la costa pacífica pero su producción solo incrementa para llenar los bolsillos de algunos intermediarios nacionales y principalmente de los inversores extranjeros como el famoso Rey del Salitre, el inglés John T North, a costillas naturalmente, del abuso laboral, el maltrato sistemático, y las ocasionales revueltas y protestas que culminaban en masacres perpetradas por las fuerzas armadas chilenas contra su propio pueblo. Las masacres en Chile no cesaron. La más famosa y registrada en la conciencia literaria del país por Hernán Rivera Letelier en Santa María de las flores negras, (2002) ocurre en la escuela de Santa María en Iquique en 1907. Esta, junto a la Matanza de La Coruña en 1925 y otras, además de una conciencia obrera en formación contribuyen a la construcción de una razón socialista que culminó en el apoyo fundamental de las centrales obreras a la campaña y los primeros meses del gobierno de Allende (153).

Lo que observamos hasta este momento es una serie de patrones que vale identificar: desde los primeros contactos con los grupos indígenas, la actitud del invasor ha sido la de dominar y clasificar, sea bajo la racializacion de las Pinturas de Casta o las promesas del Catolicismo; esta devino en paternalismo y más opresión durante el temprano periodo nacional y el resto del siglo XIX, caracterizado -claro está- por los ciclos de altibajos (el cambio del estándar de plata por el estándar de oro realizado por la Alemania imperial en 1873, la Guerra del Pacifico en 1879, el Pánico Internacional de 1893, el boom de la Primera Guerra Mundial, la caída de precios de los nitratos con el fin de la guerra, la Guerra del Chaco en 1932, las nuevas tecnologías en plásticos y sintéticos -que disminuían la demanda de estaño-, la Gran Depresión de los 30’s, el boom de la Segunda Guerra Mundial, el decrecimiento al terminar la guerra, la Revolución Boliviana de 1952, la presión norteamericana por de-proletarizar los complejos mineros y sus sucesivas expulsiones forzosas y masacres, el régimen de Barrientos, el régimen de Banzer…) que afectaban a los obreros drásticamente y los exponía a desempleo, y hambrunas que a su vez se expresaban en protestas y marchas colectivas que como ya sabemos desembocaban en opresión simbólica, y represión militar en forma de masacres no solo contra los líderes de los movimientos sindicales sino contra toda la comunidad; la historia de Bolivia es un ejemplo tristísimo de este patrón macabro y a la vez de la perseverancia de un pueblo inquebrantable. Los textos y filmes comentados recientemente en este espacio solo corroboran y enfatizan esta dialéctica.

Leer la historia de la América Latina desde la perspectiva de la extracción mineral es entender como personajes tan disimiles como Cristóbal Colon, Felipe II, Carlos V, Simón Bolívar, Porfirio Díaz, John T. North, José Carlos Mariátegui, El Che Guevara o Domitila Chungara se inscriben en la historia política del continente como recién llegados a un banquete al que no fueron invitados y no pensaban asistir sino a última hora; es entender como la narrativa histórica ha descuidado el rol de la plata y el oro en la colonia así como el del salitre, el estaño, y el cobre en el periodo nacional, a favor de los llamados grandes hombres y eventos; es entender como todo un paradigma colonial y uno nacional ha concebido y utilizado la naturaleza nativa y los hombres propios de esta naturaleza.

Brown concluye su monografía evaluando el impacto que la extracción ha traído al continente. Los datos son naturalmente devastadores para cualquiera: en el centro-sur del Perú, en Huancavelica, existe contaminación por el uso indiscriminado del mercurio desde tiempos coloniales (174), Brown nos recuerda que en la época se requería 1.4 kg de mercurio para procesa 1 kg de oro, con ese promedio, los desperdicios de mercurio llegan a los miles de toneladas. Este elemento –se convierte en metilmercurio, una neurotoxina que ataca el sistema nervioso central- se termina vertiendo en los cuerpos de agua, se filtra a los acuíferos y penetra la cadena alimenticia afectando a todo organismo en el área (plancton, insectos, peces, mamíferos, y el hombre en procesos de bioconcentracion y biomagnificacion [175]).

Y para no extendernos demasiado no entraremos en detalles sobre Potosí, donde una actividad extractiva y de fundición de 450 años ininterrumpidos ha destruido toda fauna y flora nativa de la región, -el terreno árido que asociamos con las minas no fue siempre así, es más bien producto o subproducto de la extracción impuesta por los españoles. No entraremos en detalles sobre La Oroya en el Perú, -el lugar más contaminado del planeta- donde de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud los niveles de plomo durante los años 90’s eran 7000 veces más altos que los considerados aceptables! (179). O el apenas comentado, casi secreto incidente de Agosto de 1996 del rio Pilcomayo, cuando la Compañía Minera del Sur, subsidiaria de la británica Rio Tinto y el Banco Mundial, derramó 400,000 toneladas de relave -o colas- que contenían cianuro, arsénico, zinc, plomo, sulfato de hierro, cadmio, y cobre sobre la vertiente (Pilcomayo) que es tributaria del Paraná y alimenta áreas agricultoras de Bolivia y Paraguay (179).

Brown cierra su estudio con una conclusión un tanto desganada que no le hace justicia al resto del texto. Tal vez un poco desanimado por las noticias que él mismo ha incluido sobre el ambiente y tal vez un tanto cansado nos recuerda el concepto quechua “Ayni” que expresa un equilibrio con el otro y con la naturaleza además de una noción de ayuda mutua practicada en comunidades indígenas. Brown nos cuenta como este equilibrio ha sido violado por los españoles (además del resto de europeos) en su asalto no solo contra las riquezas de la tierra sino contra las comunidades locales y los ayllues del altiplano.
Al final no queda sino imaginar la plata que adorna los palacios europeos y asiáticos, las joyas y las indumentarias, el oro que deslumbra las paredes de bodegas subterráneas, el desierto y el viento que acompaña las rocas, la sangre seca que reposa bajo cientos de peñas subterráneas y sus huesos hechos astillas y polvo, y en la superficie la ruinas de la colonia, las ruinas de la modernidad y del neoliberalismo. Escribir tal vez en el futuro la historia de la minería (que es la historia de la opresión) del porvenir.