Habría que agradecerle, entonces, a la doctora Rosa Monzón por haber rescatado los papeles de Miguel Vera y haberlos sacado a la “luz” (y, de paso, a Roa Bastos por este reordenamiento de la voz narrativa que, me parece, le da un interesante giro estilístico a la formalidad del texto. Cabe, de todos modos, la posibilidad de preguntarse si se trata de un arreglo forzoso para “cerrar” y/o “cuajar” la novela que termina siendo poco verosímil).
Debo decir que estoy de acuerdo con la reflexión intra-literaria o intra-novelesca (aunque también siento detrás la voz real de Roa Bastos) que hace este personaje cuando comenta que “el principal valor de estas historias radica en el testimonio que encierran. Acaso su publicidad ayude, aunque sea en mínima parte, a comprender, más que a un hombre, a este pueblo tan calumniado de América, que durante siglos ha oscilado sin descanso entre la rebeldía y la opresión, entre el oprobio de sus escarnecedores y la profecía de sus mártires”.
Sin duda, ayudarán a comprender, pero me temo que no más. La novela (o los papeles de Miguel Vera, para seguir en el juego literario), finalmente, me parece que nos muestra no solo el vaivén entre rebeldía y opresión de Paraguay (que es, en este caso, un espejo de Latinoamérica), sino algo que es tremendamente triste: la inutilidad de sus mártires, el fracaso oprobioso de sus rebeldes, el continúo aplastamiento de las esperanzas. El mismo Vera, quien se resistía a que la condición humana fuera tan miserable (“Alguna salida debe haber en este monstruoso contrasentido del hombre crucificado por el hombre”, reflexiona) termina muriendo de un modo ridículo y, por supuesto, sin encontrar esa ansiada salida.
Y es que, realmente, me parece que la novela si algo demuestra es que no hay salida. No la hubo para Casiano Jara/Amoité, para su hijo Cristóbal, para Vera, para don Macario: todos ellos rebeldes y, por lo tanto, hombres con esperanza, murieron en el más absoluto sinsentido, cuyos testimonios están plasmados en unos papeles arrugados que pudieron fácilmente haberse perdido (y esta me parece una metáfora muy dolorosa en la novela: conocemos de estos hombres prácticamente por casualidad, porque Miguel Vera escribió y la doctora rescató los textos, pero mientras tanto miles y miles de otros testimonios están olvidados de antemano).
Entonces, a mi juicio, Hijo de hombre es una novela de la desesperanza, que muy bien podría llamarse toda ella como su último capítulo, “Ex Combatientes”. Pero habría que decir que estos excombatientes se fueron a la tumba sin mayor galardón, pues el anhelado cambio nunca llegó. O, en todo caso, el único cambio que llegó fue uno más bien de talante “gatopardiano”: todo cambia para que todo siga igual. La Guerra del Chaco es el mejor ejemplo de esto en la novela, pues finalmente todos los “cambios” tras esta no fueron sino para que se prolongue y se ahonde la miseria de los habitantes.
No quiero dejar de comentar que, como suele ocurrir (al menos a mí), uno siempre termina sintiendo cierto cariño especial por algún personaje. En mi caso, este personaje es la enfermera Salu’í, quien es, también, una gran rebelde. Pero la suya es una rebeldía ante la indiferencia, ante el desamor. Y acaso la suya, aunque de manera fugaz y hasta pírrica, sí fue una batalla ganada, pues ablandó el corazón de Cristóbal y, sin duda, se enquistó en su pensamiento. Por eso acaso es ella la única que muere “feliz”.
Por último, es interesante detenerse en el contexto socio-político (no el interno, sino el externo) de la novela. Hijo de hombre se publica en 1960, es decir, apenas un año después de la Revolución Cubana que, como se sabe, fue motivo de algarabía entre muchos escritores e intelectuales en general. Pero este texto de Roa Bastos más bien parece una vacuna contra las esperanzas puestas en las revoluciones.