Marcelo Chiriboga, el escritor más importante del boom

Durante estas doce semanas hemos estudiado, comentado y, sobre todo, debatido obras de escritores sobresalientes, que se pueden integran dentro del denominado “boom de la literatura latinoamericana”. Sin embargo, no hemos hablado del escritor más importante del boom, quien prácticamente lo encarnó: el ecuatoriano Marcelo Chiriboga. Él es el autor de la célebre y estupenda novela La caja sin secreto. Pero mejor de lo que yo podría hacerlo, lo describe el escritor chileno Julio Méndez, quien, paradójicamente, aunque lo deseó con fervor, no fue parte del boom:

Marcelo Chiriboga: el más insolentemente célebre de todos los integrantes del dudoso boom. Su novela, La caja sin secreto, es como la Biblia, como el Quijote, sus ediciones alcanzan millones en todas las lenguas, incluso en armenio, ruso y japonés, figura pública casi pop, entre política y cinematográfica, pero la calidad de su obra sobresale, para mi gusto y el de Gloria [su esposa], casi sola en medio de los pretenciosos novelistas latinoamericanos de su generación: pertenece al, y fue centro del, boom, pero en su caso no se trata de una trapisonda editorial manejada por la capomafia, sino la simple y emocionante aclamación universal. Pequeño, flaco, tan “bien hecho” como una de esas figuras creadas por orfebres renacentistas.

Esta declaración de Méndez es de principios de los ochentas. Catorce años más tarde, sin embargo, la situación de Marcelo Chiriboga era completamente distinta. Tanto así que Carlos Fuentes llegó a hacer un viaje de caridad para tratar de ayudarlo: “Yo había ido [a Barcelona] a visitar a mi amiga y agente literaria, Carmen Balcells, con un propósito caritativo. Quería pedirle que apoyara al novelista ecuatoriano Marcelo Chiriboga, injustamente olvidado salvo por José Donoso y por mí. Ocupaba un puesto menor en el Ministerio de Relaciones en Quito, donde la altura lo sofocaba y el empleo le impedía escribir. ¿Qué podíamos hacer por él?”

Realmente no sé lo que hicieron, pero al año siguiente (1995) se supo que Chiriboga estuvo en Estados Unidos, específicamente en Chicago, donde dio una conferencia titulada “Lo público y lo privado en las novelas de García Márquez”. Aprovechó su visita a EE.UU. para visitar a un profesor de literatura chileno (Gustavo Zuleta), especialista en su obra (“un chiriboguista fino”, según el mismo Chiriboga), quien estaba como profesor invitado en la Universidad de San José (conocida como “Saint Jo”), ubicada en el corazón del Midwest norteamericano. Sin embargo, esto no animó a Chiriboga, quien llegó a manifestar lo siguiente durante su visita: “Porque por desgracia, ya nadie lee a Julio Cortázar. Y muy pocos a Marcelo Chiriboga, al que dentro de cinco años absolutamente nadie leerá”.

Lo último que escribió Chiriboga fue un comentario para la contratapa del libro Nueve novelas breves (1996) de su querido amigo José Donoso. Allí comenta el ecuatoriano: “Para José Donoso el rostro es la máscara que oculta el vacío… que es también una máscara. Los espejismos de la identidad, del origen, de la tribu que -mentirosamente- nos concede un lugar visible en el mundo, aparecen como fogonazos aquí y allá, como la respiración misma del novelista, o el parpadeo de sus ojos lúcidos y lúdicos, en estos nueve relatos. De soslayo unas veces, obsesivamente otras, reconocemos en esos espejismos la misma mirada perturbadora e irónica con que este malicioso y desencantado fabulador chileno ha construido sus célebres novelas mayores”.

Algún tiempo después, Chiriboga murió en París junto a su esposa la ex-actriz Adéle de Lusignan. La pareja no tuvo hijos.

De modo que fama y olvido, auge y decadencia se conjugan en el escritor más importante del boom. Ironías de la vida (o del arte).

Algunos datos más, aunque completamente irrelevantes: Marcelo Chiriboga nunca existió (en nuestra realidad al menos), salvo como personaje recurrente en algunas novelas de José Donoso y Carlos Fuentes y hace no mucho en la biografía inventada por el escritor ecuatoriano Diego Cornejo, titulada Las segundas criaturas (2012). Méndez y Zuleta tampoco forman parte de esta realidad, son personajes de El jardín de al lado (1981) y Donde van a morir los elefantes (1995), respectivamente; ambas novelas de José Donoso. La primera es una sátira estupenda del boom, dicho sea de paso. Por lo tanto, es altamente recomendable desde mi punto de vista. Como también, por supuesto, La caja sin secreto.

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La traición de Rita Hayworth, un texto de todos y de nadie

El título de mi comentario menciona la palabra texto adrede, pues realmente no sé cómo catalogar a La traición de Rita Hayworth. Ya antes nos habíamos hecho preguntas como si había narración, si había trama o si había destino en determinadas obras (El lugar sin límites, Paradiso, Cien años de soledad), pero más o menos podíamos inscribir dichas obras bajo el rótulo “novela”. Yo no sé realmente si podemos decir lo mismo de este texto de Puig. Al terminar de leerlo más bien me quedó la sensación de haber escuchado muchos “testimonios”, vivencias, opiniones, pero realmente de no haber leído ninguna trama. El parangón puede ser irrespetuoso, pero terminé pensando que había estado frente a una especie de talk show de larga duración (quince años), en el cual la transición hacia un capítulo nuevo era una especie de “que pase el siguiente”. En mi mente se me presentaron los personajes sentados en un escenario cada uno contándonos su historia.

Sin embargo, uno es terco y termina tratando de encasillar al texto dentro del género “novela” o, en otras palabras, uno trata de encontrar razones para considerar al texto una novela. En ese sentido, surgen preguntas como ¿quién es el personaje principal o quiénes son los personajes principales?, ¿qué historia se nos cuenta?, ¿cómo se entrelazaría todo dentro de un hilo narrativo? De estas preguntas, paradójicamente, surgen otras, aunque más concretas: ¿es Toto el personaje central o lo es Mita o lo es, en general, la familia Casals, pues son ellos, en general, una presencia intermitente en todo el texto?, ¿la historia, es la historia del crecimiento de Toto y su personalidad particular?, ¿es una novela, entonces, en la que Toto y su familia son los personajes principales y la trama gira alrededor de cómo este se desarrolla desde su infancia hasta su adolescencia? No tengo respuestas concretas a estas preguntas, y ciertamente me gustaría tenerlas.

Siguiendo con la línea de cuestionamientos para tratar de entender, se me ocurre también preguntar si acaso no son las personas los personajes centrales de la novela, sino más bien dos elementos que los unen de alguna manera a todos: el cine y la sexualidad. Quizás sean, entonces, estos dos grandes tópicos los verdaderos protagonistas de la historia y más bien los individuos son un vehículo para que éstos se manifiesten. Tal vez, entonces, sea una novela sobre el cine y el sexo quienes se vinculan en las diferentes vidas de los personajes, es decir, la trama es cómo cine y sexualidad se enfrentan con personajes de la “vida real” y cómo se entrelazan en ellos.

En fin, como dije, me parece que La traición de Rita Hayworth es un texto donde todos los personajes -como en un talk show– tienen espacio para explayarse, es decir, es un texto de todos (todos los personajes tienen sus quince minutos, diríamos). Pero al no haber, aparentemente, una trama en concreto es también un texto de nadie, pues es finalmente no sabemos bien de quién o quiénes (o de qué) se trata realmente la historia.

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Cien años de soledad: una novela contranatural e inmoral

En “La dialéctica de la soledad”, apéndice del célebre ensayo El laberinto de la soledad (1959), dice Octavio Paz: “La soledad, que es la condición misma de nuestra vida, se nos aparece como una prueba y una purgación, a cuyo término angustia e inestabilidad desaparecerán. La plenitud, la reunión, que es reposo y dicha, concordancia con el mundo, nos esperan al fin del laberinto de la soledad” (212).

No pude dejar de recordar el texto citado tras terminar de (re)leer Cien años de soledad. En ese texto, Paz describe, además, a la soledad humana como una carencia que tratamos de resolver por todos los medios (con énfasis en el amor: “las penas de amor, son penas de soledad”[212]). Los personajes de Cien años…, sin embargo, contravienen esta naturaleza humana. Buena parte de la estirpe Buendía (y quienes se adhieren a ella, como Rebeca o Fernanda) termina más bien entregándose a la soledad, encerrándose en ella o, como el coronel, entendiendo que la buena vejez es un “pacto honrado con la soledad”. La casa, más de una vez, es sellada, es decir, aislada. Y, finalmente, el último sobreviviente termina absorto en la más absoluta soledad mientras todo se disuelve a su alrededor.

Entonces, quizás, es por este acto contranatural de entregarse a soledad y regodearse con ella que “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra” (334); para ellos, que se perdieron en laberinto de la soledad no habrá reposo ni dicha. Así, ni los disparates de José Arcadio Buendía, ni la maldad de Amaranta, ni las guerras y levantamientos del coronel, ni las parrandas de Aureliano ni el incesto de Amaranta Úrsula, etc. son los excesos que explican el apocalíptico final de la estirpe; el verdadero exceso que explica el fin trágico es justamente haber hecho un pacto con la soledad que, finalmente, termina por cobrar la factura. Y, por supuesto, la consecuencia más triste de esta condición no es la desaparición física, sino el olvido. Finalmente, uno termina existiendo porque es recordado por los demás y muere no cuando deja de latir el corazón sino cuando ya nadie se acuerda de nuestra existencia. Macondo, por lo tanto, y sus habitantes no existieron jamás: han sido borrados de la historia y, por ende, olvidados. El olvido es la muerte sin posibilidad de resurrección.

Por otro lado, como comenté en clase, algo quería agregar sobre el “realismo mágico” y su implicancia, digamos, ética en la literatura latinoamericana. En el prólogo de la antología de cuentos McOndo (1996), titulado “País de McOndo”, Alberto Fuguet y Sergio Gómez citan, porque están en completo acuerdo, al poeta chileno Óscar Hahn, quien irónicamente comenta lo siguiente sobre García Márquez y el realismo mágico:
“Cuando en 1492 Cristóbal Colón desembarcó en tierras de América fue recibido con gran alborozo y veneración por los isleños, que creyeron ver en él a un enviado celestial. Realizados los ritos de posesión en nombre de Dios y de la corona española, procedió a congraciarse con los indígenas, repartiéndoles vidrios de colores para su solaz y deslumbramiento. Casi quinientos años después, los descendientes de esos remotos americanos decidieron retribuir la gentileza del Almirante y entregaron al público internacional otros vidrios de colores para su solaz y deslumbramiento: el realismo mágico. Es decir, ese tipo de relato que transforma los prodigios y maravillas en fenómenos cotidianos y que pone a la misma altura la levitación y el cepillado de dientes, los viajes de ultratumba y las excursiones al campo”.

Para estos autores, además, “Vender un continente rural cuando, la verdad de las cosas, es urbano (más allá que sus sobrepobladas ciudades son un caos y no funcionen) nos parece aberrante, cómodo e inmoral” (9). En suma, su queja está fundada en que, después de Cien años de soledad, Latinoamérica ha sido cubierta bajo el manto exotista del realismo mágico y, en consecuencia, se refuerza y perpetúa el estereotipo que encontramos denunciado, por ejemplo, en la canción “Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos” del grupo de rock chileno Los prisioneros. (Aquí el link donde se puede escuchar la canción: https://www.youtube.com/watch?v=oED3w_1CZyQ )

En fin, dejo esto aquí, pues da para mucho más. Quizás algo podamos discutir en clase.

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Sin las mujeres, ni un año de soledad

Lo intuí hace exactamente diez años cuando todavía era joven e indocumentado, lo noté hace unos años ya como estudiante universitario de pregrado y lo corroboré ahora: Cien años de soledad es una novela en cuya trama la figura femenina es clave, indispensable; diría, incluso, que sin las mujeres, la historia de Macondo sería imposible.

Es cierto que es gracias a José Arcadio Buendía que, finalmente, llegan a la arcadia que llega a ser Macondo (aunque, luego, ese locus amoenus cambia para mal). Pero este hombre tan sensato como disparatado (más esto último) no habría podido sobrevivir –y con él el la familia misma– sin la imponente figura de una de las mujeres más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX: Úrsula Iguarán. Esta mujer que vive más de cien años, de una fuerza física y psíquica casi sobrehumanas, que parece nunca tener un solo segundo de descanso es el pilar de la familia Buendía hasta sus generaciones remotas. Logró impedir un fusilamiento, convirtió la casa en una mansión gracias a su audacia comercial, trajo consigo nuevos aldeanos cuando fue a buscar al hijo fugado con los gitanos y hasta tuvo la voluntad de criar a un tataranieto para Papa. Casi podríamos decir, entonces, que en el diccionario debería aparecer junto al significado de la palabra matriarca, el nombre de Úrsula.

Dentro de la familia Buendía, por supuesto, hay otras mujeres muy interesantes. Empezando por Amaranta. Ella es una especie de Lucrecia Borgia del trópico, femme fatale de la ciénaga, pero al mismo tiempo virgen, religiosa devota y entregada la crianza de los nuevos descendientes que iban apareciendo. Este personaje me parece especialmente fascinante, pues conjuga la maldad pura, el egoísmo, el egocentrismo, pero al mismo tiempo un sentido de culpa que la lleva al autocastigo físico. Victimaria y víctima de sí misma, compone uno de los personajes más complejos, a mi juicio, y por eso mismo más interesantes y hasta cautivantes (entiendo, por eso, la pasión que Pietro Crespi, Aureliano José y Gerineldo Márquez sienten por ella).

Remedios, la bella, por su parte, un personaje completamente inexorable, dueña de una hermosura literalmente mortal que, sin embargo, vive en una estado de inocencia y despreocupación constante (solo el coronel la considera la más lúcida de todos). Esta mujer de belleza inaudita está cerca de aquello que Gustav von Aschenbach, el personaje de la espléndida novela La muerte en Venecia de Thomas Mann, llega a concluir sobre la belleza encarnada: “Aquel que ha conocido la belleza está condenado a seducirla o morir”. En esta caso, seducción y muerte van de la mano. Pero ella, finalmente, es elevada a los cielos, tal vez a donde siempre perteneció.

Hay, por supuesto, otras mujeres importantes. Pilar Ternera (adivinadora y matrona) y Petra Cotes (dadivosa y lujuriosa), por ejemplo. Ambas cumplieron el rol de “volver hombres” a varios de los Buendías y la primera contribuyó al aumento de la estirpe. La segunda, por su parte, con su sobrenatural poder (ligado, por supuesto, a su voracidad sexual) de hacer que los animales se reproduzcan volvió rico a Aureliano Segundo y siempre fue un refugio para él, pese a sus años.

En fin, la lista podría ser mucho más larga. Pero el punto central es que, a mi juicio, Cien años de soledad es prácticamente una novela matriarcal. Sin las mujeres, todo se hubiese disuelto ni bien empezó.

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Todos los fuegos el fuego: una búsqueda de estéticas

Casi siempre es muy difícil al enfrentarse a una compilación de cuentos encontrarles una línea común, una reiteración que unifique los relatos bajo alguna premisa. Por supuesto, esto no tiene que ser así. De hecho, muchas veces –acaso las más de ellas– las compilaciones responden a hechos metaliterarios o simples casualidades. Creo que tal es el caso de Todos los fuegos el fuego. Desde mi perspectiva, finalmente, no hay un mismo puerto donde desembarquen todos los cuentos; cada uno tiene un universo particular que debemos desentrañar como lectores.

Sin embargo, creo que algunos cuentos del libro pueden compartir algunos rasgos en común (no de contenido, pero sí de estética). Así, por ejemplo, La autopista del sur, La isla al mediodía, Instrucciones para John Howell me parece que juegan con el absurdo, pero no en el sentido de Beckett o Ionesco en el teatro, sino simplemente en el sentido de ponernos en situaciones absurdas, irracionales, altamente improbables, inverosímiles… pero, dentro de todo, posibles. En otras palabras, se trata de situaciones que, con su absurdo esencial, nos ponen en los límites de la realidad y de lo creíble; conceptos distintos, dicho sea de paso. No son, tampoco, universos neo-fantásticos, como define Jaime de Alazraki algunos cuentos de Cortázar y Borges; nadie vomita conejos, por ejemplo. Son eventos reales, de personas comunes llevados al límite; increíbles pero posibles (casi al final de estas historias podría ponerse la famosa leyenda “aunque usted no lo crea”). Y creo que la virtud de estas historias es cuestionarnos nuestra propia realidad, que casi siempre damos por sentado que está bien centrada en los límites de lo que consideramos “normal”.

En cuentos como La salud de los enfermos, La señorita Cora (mi favorito después de La autopista al sur, confieso) y El otro cielo más bien parece haber una estética del aburrimiento. Los personajes que allí se nos presentan son mujeres y hombres que parecen tener un aburrimiento existencial, una especie de tedio superpuesto en sus vidas. Así, la madre en La salud de los enfermos se resigna a un aburrimiento que, finalmente, es el aburrimiento que le producen las mentiras que de antemano sabe y que, por tanto, inútilmente urdieron sus familiares. La enfermera Cora, por su parte, encuentra en cierto modo un alivio al aburrimiento de su rutina al cuidar a Pablito, pero finalmente regresa ella a su aburrimiento en un acto más de resignación que de convicción. Y, finalmente, el personaje en quien más se aprecia esta estética del aburrimiento es el narrador de El otro cielo, quien parece más bien entristecerse un poco cuando encuentran al asesino que mantenía a todos en acecho y en constante alerta. No es casualidad, quizás, que cuando todo eso se acaba, se termina por someter definitivamente al aburrimiento que su madre y su novia le proponen. Lo genial de estos cuentos es que, finalmente, la estética del aburrimiento nos mantiene alertas como lectores y con ganas de seguir leyendo.

La isla al mediodía, me parece, puede ser un cuento que engrane estas dos estéticas, pues estamos antes un hombre aburrido cuya vida llega a un destino absurdo que finalmente termina con un hecho completamente improbable que es que justo se estrelle el avión en esa isla que había adoptado como su nuevo hogar.

Hay otros elementos por discutir, por supuesto. El cuento que le da título al libro es de por sí una pieza única, me parece, dentro del libro. Y cada cuento, en general, propone distintas temáticas y formas que componen universos narrativos únicos, como decía al inicio. El encontrar estéticas es casi un ejercicio un poco desesperado por la búsqueda de cierta unidad que no tiene por qué existir, finalmente. Y mejor así, pues la complejidad aumenta.

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Paradiso, el destino como definición vital

Ahora que hemos llegado al final de Paradiso, creo que quizás ahora pudiésemos “releer” esta novela en sentido inverso, es decir, reconstruir la trama –dejando de lado el barroquismo y los cultismos– desde la última línea hasta la primera (paradójicamente la novela termina con la frase “podemos empezar”). Al hacer este ejercicio nos encontramos con que, finalmente, más allá de la narración lo que realmente ha guiado todos los senderos de la novela ha sido el destino. En otras palabras, quizás ahora sí estemos ante una novela donde más bien haya destino y no narración o, mejor aún, la narración esté supedita al destino. Y, por supuesto, esta operación supone –lo que es más importante– que los mismos personajes estén dominados por el peso de su destino y su agencia ante este sea casi nula.

Así, entonces, entendemos que la filosofía vital, diríamos, que se esboza en Paradiso es la de que en la vida el destino que nos toca vivir –ya sea por azar, ya sea porque algo o alguien así lo quiso– marca indefectiblemente el camino que habremos de transitar. Y la huella de ese destino que nos ha tocado –o no ha escogido– está siempre presente como una manera de remarcarnos quiénes somos y acaso quiénes seremos. La siguiente cita de la abuela Augusta va por ese lado: “La cara de ella reflejaba la tristeza de un destino que se reitera en su amargura” (477; mi énfasis).

Esta reiteración del destino en la novela parece reflejarse sobre todo en las prematuras muertes masculinas: el padre del coronel José Eugenio; él mismo; Alberto Olaya; Andrés Olaya. Los dos primeros eran pilares familiares que desmoronaron a sus respectivas familias y de cuyos escombros que les dejó el terremoto del destino poco a poco fueron sobreviviendo los que quedaron. En el caso de los hermanos Olaya, Alberto muere de modo absurdo en medio de una vida caótica, lo que hace pensar que su muerte solo cobra sentido dentro de un destino que exige una seguidilla de muertes que empezó con la de su propio hermano Andrés (y, en este caso, si uno repasa esta historia, es como si cada detalle que propició su muerte fuese más bien una cadena azarosa paradójicamente al servicio de un destino: justo se sube al elevador, que justo tenía una tabla sin ajustar, porque justo el encargado fue llamado, porque justo era el cumpleaños de una niña, y, encima de todo, él no quería estar en esa feria… en fin, mucho azar para que, al final, todo sea simplemente casualidad, podríamos decir para seguir en el juego).

Entonces quizás por eso podamos entender por qué la trama como tal es tan escueta: todo ya está dado de antemano. Lo que se narra son, por un lado, los hechos que el destino tenía preparado y, por otro, lo que cada familia hace para sobreponerse a éste. Tal vez debajo de toda la maraña retórica esté, finalmente, escondido el destino; quizás sea el “arma escondida”. Lo curioso es que está tan bien escondido que está perfectamente a la vista.

Terminamos de leer la novela, por tanto, podemos empezar a discutir más. Es nuestro destino.

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Inverosimilitud, barroquismo, cultismo, egoísmo: cosmogonía lezamaniana

Allá por el siglo IV a.C, Aristóteles les comunicaba a sus discípulos en la Poética que algo puede ser cierto, sin embargo inverosímil; por otro lado, algo puede ser incierto pero verosímil. Entonces, lo verosímil es lo que es creíble, más allá de su certeza en la realidad.

Empiezo con esta cita a modo de guiño –muy burdo, por supuesto– al uso reiterado de cultismos presentes en Paradiso. Pero también porque no pasaron muchas páginas después de haber empezado la lectura para darme cuenta que ciertamente la verosimilitud no es una de las virtudes de este texto. Debo aclarar, sin embargo, que no digo esto en tono de reproche, aunque tampoco necesariamente de halago. Lo hago, más bien, para preguntarme por qué, de un modo deliberado, un autor que busca, aparentemente (reitero: aparentemente), crear un relato anclado en la realidad se pierde por los confusos vericuetos -como los de las tumbas de los faraones egipcios- de un lenguaje desmesuradamente barroco y lleno de cultismos (clásicos, sobre todo). Hay que agradecerle, en ese aspecto, a Eloísa Lezama Lima las notas a pié de página, de lo contrario estaríamos perdidos (al menos yo) en los laberintos de la hipertelia de la inmortalidad.

Así, por ejemplo, encontramos la siguiente disertación (porque en Paradiso los personajes no hablan, disertan) del personaje central, José Cemí:

-Platón el dialéctico o el de los mitos androginales –comenzó a decir Cemí- ha estado constantemente rememorado por Foción o Fronesis, pero ¡por todos los dioses del Helicón! yo voy a aludir a Aristóteles en su concepto de substancia… (422).

Confieso que envidio mucho, mucho realmente, a José Cemí y prácticamente a todos los personajes de la obra. Ya quisiera yo tener tan a flor de piel como ellos el conocimiento clásico, literario, poético, musical, filosófico, retórico etc. que, como lo más natural del mundo, sale a relucir en sus conversaciones cotidianas. Pero justamente en esa supuesta naturalidad del conocimiento, sazonada con el lenguaje barroco, es donde yace la inverosimilitud del texto. Es evidente que esto es adrede. La pregunta es, nuevamente, por qué. ¿Cuál es el propósito –claro, no tiene que existir uno, pero démonos esa prerrogativa– de crear una obra de supuesto talante realista matizada con estos elementos que la vuelven finalmente inverosímil (aunque estéticamente bien lograda, por supuesto)?

Creo que, como se sugiere en los comentarios previos al texto, se trata de crear un universo propio; una cosmogonía poética que se diluye en las líneas del género vulgar de la novela (lo siento, se me pega –mal, evidentemente– el estilo barroco). Lo que quiero decir, en otras palabras, es que Lezama Lima –Góngora caribeño– construye un texto “egoísta”, es decir, cerrado en sí mismo y casi podríamos decir que para deleite de él mismo y acaso de unos cuantos –o, mejor dicho, unos pocos. No se trata, pues, de un texto con intenciones masivas, por ende ninguna sugerencia de denuncia o alegoría nacional se podría deslizar aquí (y tengo la esperanza que con este comentario se me deslinde de ser el portavoz de las alegorías nacionales). Y eso me parece genial, pues finalmente tampoco se trata de que la literatura “deba” cumplir tal o cual rol. Si es un ejercicio “egoísta” para el deleite de su autor, en buena hora. Adelante con la hiperterlia de la inmortalidad… a ver si la alcanzamos o, mejor aún, la entendemos.

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El infierno con límites

Si en Hijo de hombre discutíamos acerca de la importancia del rol de la simbología judeo-cristiana involucrada en la obra, creo que en El lugar sin límites podemos afirmar que este tópico es axial en la novela. Empezando por el epígrafe –siempre hay que prestarle mucha atención a los epígrafes– ya podemos sospechar que alguna carga religiosa habrá. Y, en efecto, la hay. La Estación El Olivo es justamente ese infierno que está en la tierra, ese espacio donde todos sus habitantes inevitablemente van a terminar calcinados (aunque no por las llamas, ciertamente, sino por los designios del capital). Casi podríamos rebautizar a la novela y llamarla El infierno con límites.

Sin embargo, dentro de este infernal panorama hay un “dios”. Y ese ser “supremo” en la novela es, sin duda, el personaje de don Alejo Cruz. Él, paradójicamente, es el dueño del infierno (aunque vive en un reducto mucho más “santo”), pero tiene “forma” de Dios: “Tan bueno él. Si hasta cara de Taita Dios tenía, con sus ojos como de loza azulina y sus bigotes y cejas de nieve” (4). Por otro lado, él tiene sus viñas (las viñas del señor), es quien podría traer la luz (la luz salvífica, la luz de la verdad) y, por supuesto, es quien puede, como con Sodoma y Gomorra, aniquilarlo todo: “[D]e pronto vio claro [Manuela] que don Alejo, tal como había cercado este pueblo, tenía ahora otros designios y para llevarlos a cabo necesitaba eliminar la Estación El Olivo” (33). Don Alejo, pues, no tiene intereses o deseos, sino designios, como el Dios católico (del Antiguo Testamento, sobre todo). Asimismo, a él también se le honra sin peros ni murmuraciones: “Pero porque se trataba de una fiesta en honor del señor y porque cualquier cosa que se relacionar con el señor era buena, por esta vez [las mujeres que dejaron ir a sus maridos al agasajo a don Alejo] no dijeron nada” (36). Claro, ¡cómo van a decir algo contra el “Señor”!

Pero así como don Alejo tiene la potestad de salvar o destruir al pueblo (él es todopoderoso), también puede hacerlo con su protegida Manuela (Manuel). Este personaje llega al pueblo y se queda con la esperanza de encontrar, por fin, un lugar estable. Aunque, claro, para esto tiene que pagar el precio de una apuesta sórdida. Pero más allá de esta parte de la novela, hacia el final vemos cómo trágicamente Manuela muere a manos de Pancho sin que don Alejo, como ella quisiera, la salve: “Y entonces Pancho, furioso, me encuentra en una esquina y me dice me das asco, anda a sacarte eso que eres una vergüenza para el pueblo. Y justo cuando me va a pegar con esas manazas que tiene, yo me desmayo… en los brazos de don Alejo” (12). No obstante, al final, a la hora de la verdad don Alejo no aparece. En su agonía Manuela podría decir: “Padre, por qué me has abandonado”. La “protección” de don Alejo se limitó realmente a una advertencia verbal a Pancho quien se libró de ella fácilmente a través del dinero. (¿Será Pancho –que anda en un camión nada menos que rojo– una especie de Satanás que, como Lucifer, se rebela, se va del “cielo”, reniega de quien tendría que adorar?)

En fin, este es solo un retazo de todo lo que se puede decir en torno a esta novela y su simbología o, más bien, simbologías.

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El Leoncio Prado: un espacio donde no es posible el cariño [esbozo de una idea después de una tercera lectura y un par de links de interés]

Esta es la tercera vez que leo La ciudad y los perros. La primera vez fue en el colegio, la segunda durante el pregrado en un curso sobre narrativa peruana contemporánea. En aquellas ocasiones, así como en esta tercera, no deja de sorprenderme el extraordinario “oído” de Vargas Llosa, es decir, su capacidad de captar y reproducir sin transformar en caricaturas las distintas voces que convergen dentro de la novela. En otras palabras, Vargas Llosa tiene un talento extraordinario para la polifonía, característica que Bajtin considera indispensable en el género novelesco.

Esta virtud narrativa de Vargas Llosa permite que dentro de los muros del emblemático colegio militar Leoncio Prado se cree un “microcosmos” que representa en escala al Perú y sus distintos rostros. Pero también representa ciertos “valores” y “anti valores” difundidos en la sociedad que son exacerbados dentro de los muros del colegio. Sin duda, el “valor” más remarcado es el de la masculinidad. ¿Qué significa ser hombre? Pues en este contexto es ser macho, pendejo (en su acepción particularmente peruana de “vivo”, “tramposo”), rudo, soez, no mostrar sentimientos salvo los relacionados con la agresividad. Aquí se cumple muy bien la sentencia “los hombres no deben llorar”. Quizás el padre de Arana, el Esclavo, agregaría que llorar, como el ocio, es privilegio para las mujeres.

En un espacio así un sentimiento noble como la amistad sincera puede ser peligroso, pues puede significar debilidad u homosexualidad (el terror/horror de los militares, aunque recordemos que, siguiendo a Freud, todo miedo esconde un deseo). Los amigos, en el Leoncio Prado de Vargas Llosa, son más bien aliados para sobrevivir. Sin embargo, entre el cadete Alberto Fernández, el Poeta, y el cadete Ricardo Arana, el Esclavo, parece que este sentimiento de amistad sincera realmente existe. Para este último reconocerlo no es un problema. Y así lo manifiesta: “-Eres el único amigo que tengo” (150). Alberto de inmediato le responde: “-Eso parece una declaración de amor de maricón” (150). Y es que, en efecto, como decía, una declaración así de sincera, dentro de los muros leonciopradinos que nos pinta Vargas Llosa, es una “mariconada”.

Alberto, a diferencia de Ricardo, quien vive en la periferia, diríamos, del Leoncio Prado, sí forma parte del discurso oficial de masculinidad que se erige junto al busto del héroe nacional. Para él, entonces, es impensable sentir en ese ambiente el cariño de la amistad, pues estaría siendo un “maricón”. Pero el problema es que lo siente, y eso le causa un gran sinsabor. Me pregunto entonces si su “enamoramiento” por Teresa es, más bien, una manera de sublimar su sincero sentimiento de cariño por Arana. No digo que Albero esté enamorado de Ricardo, pero sí que, mareado por los discurso de virilidad del colegio, confunda el cariño que siente por él y piense que puede ser homosexual. Esto le aterra (y los comentarios burlescos de sus compañeros con respecto a su cercanía con Arana azuzan este terror) y entonces busca contrarrestar este gran miedo “enamorándose”.

Pero no se enamora de cualquiera, sino de Teresa, la amada de su amigo. Y es que tendría que ser ella, alguien cercano a Arana, pues de algún modo él está en ella (el cariño por Ricardo se canaliza a alguien cercano a él; alguien por quien sí es “lícito” sentir cariño pese a los prejuicios sociales). La traición, por su parte, le serviría a Alberto para demostrarse a sí mismo que no siente cariño por Ricardo; pero es justo en esta negación, donde, paradójicamente se evidencia que sí lo estima, pues la culpa lo persigue.

Cuando Ricardo muere y Alberto ve a Teresa y le cuenta el hecho, inmediatamente le dice que la quiere. ¿No será que realmente a quien le está diciendo –tarde ya– que quiere es a Ricardo? Hay que recordar, también, que durante el velorio de Arana Alberto se queda más tiempo del debido y, en el que acaso es el episodio más conmovedor de la novela, el personaje llora: “Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que escuchara toda la sección: ‘El Poeta está llorando’ (289).

Por supuesto que Vallano lo tiene que gritar, pues está denunciando a un “débil”, a ¡un hombre que llora por otro hombre! Finalmente, sin embargo, el cariño de Alberto se termina demostrando en su afán –que pudo arruinarlo, como le advierte el cínico coronel-director–de encontrar justicia por la muerte de Arana. Esa búsqueda de justicia es una búsqueda heroica, valiente, que sí se puede manifestar. De allí que, eventualmente, el “enamoramiento” por Teresa ceda (hay un nuevo catalizador) y gane el prejuicio social.

En fin, esto es solo un esbozo de una idea que recién después de una tercera lectura me aparece, con lo cual se demuestra una vez más que las grandes novelas son de lectura interminable.

Links de interés:


http://www.leoncioprado.com

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Artemio, el hombre que supo amar

Durante las últimas dos semanas, a propósito de Hijo de hombre, veíamos la desgraciada fortuna de aquellos que creyeron en la Revolución, es decir, en el cambio. Ahora, con La muerte de Artemio Cruz, tenemos otra perspectiva de los “excombatientes”, la de aquellos que, como el personaje central de la novela, fueron parte de una lucha revolucionaria y que, finalmente, lograron realmente un cambio; pero un cambio egoísta y corrupto, por supuesto, cuyo precio es el de la traición de los ideales (si es que alguna vez los hubo realmente).

Don Artemio Cruz, sin duda, representa, dentro de todo el simbolismo de la chingada muy bien explicado por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, al “chingón”, el “mero chingón”. Sin embargo, Artemio Cruz, el niño que vivía al lado de Lunero, era literalmente, por más crudo y soez que suene, un “hijo de la chingada”: el hijo de una violación sexual. El “logro” vital del personaje es “superar” este status primigenio, darle la vuelta y ser él el “chingón”, el que se “chinga” a sus enemigos, el que, finalmente, “chinga” a la patria –un simbolismo de la madre– con su corrupción. En otras palabras, él “venga” la violación de su madre, ese oprobio del cual él es fruto, siendo él, finalmente, el “violador”, como si así su origen pudiese ser borrado.

Sin duda, Artemio Cruz es un símbolo de la peor corrupción institucionalizada, del oportunismo rapaz, del cinismo, etc. Sin embargo, creo que la genialidad de la novela radica en que no es un personaje que se pueda catalogar de “repulsivo”. Creo que, con todos los anticuerpos que sus acciones pueden generar, es posible al menos “comprender” a Artemio y hasta sentir cierta compasión por él. Y esto se siente cuando nos damos cuenta que, realmente, Artemio Cruz fue un hombre que supo amar.

Gran parte de la novela nos muestra que Artemio amó: amó a Lunero, por quien llegó a cometer un crimen; amó a Regina: “amé a Regina, se llamaba Regina y me amó, me amó sin dinero, me siguió, me dio la vida allá abajo…” (120) pese a que su encuentro inicial fue una violación que ambos transforman en una fantasía en la playa y es por ella que, además, abandonó a su pelotón y tuvo “su primer llanto de hombre” (80) cuando la encontró colgada; amó, al menos al inicio, a Catalina, pese a que su acercamiento fue oportunista: “La quería. Supo, al tocarla, que la quería. Debía hacerle comprender que su amor era real, aunque las apariencias lo desmintieran” (54; mi énfasis). Amó a su hijo Lorenzo, pese a que lo dejó ir a la Guerra Civil Española (¿quizás en un modo de resarcir su propia traición a la Revolución mexicana?). Probablemente, también, amó a la refinada Laura y a Lilia, aunque más bien en el caso de ellas al parecer lo que quería era no estar solo (y este es otro rasgo que nos muestra la dimensión humana del personaje).

El problema es que, al final, toda esta capacidad de amar termina siendo sobrepasada por la ambición desmedida de un hombre que, incapaz realmente de superar el trauma de su origen, elige la coraza de hombre poderoso, chingón de chingones. Todo, finalmente, se pudre dentro de él, hasta sus viseras. Su vida podrida por su corrupción se termina por somatizar en sus entrañas, precisamente en sus intestinos (espacio simbólico, pues finalmente es donde se procesa todo el “miasma”; miasma en el cual él vivió inmerso y que lo hizo don Artemio Cruz), que finalmente sucumben al infarto mesentérico –o isquemia mesentérica, por usar el término médico– que lo lleva a la muerte. Quizás, al final de todo el “arte mío” de Artemio termina por ser su propia cruz.

Finalmente, creo que no está demás remarcar el estupendo manejo del narrador en segunda persona que tiene Carlos Fuentes. En su novela corta Aura –contemporánea a La muerte de Artemio Cruz; ambas aparecen en 1962– termina de demostrarnos su genial capacidad de narrar desde este complicado punto de vista.

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