El Leoncio Prado: un espacio donde no es posible el cariño [esbozo de una idea después de una tercera lectura y un par de links de interés]

Esta es la tercera vez que leo La ciudad y los perros. La primera vez fue en el colegio, la segunda durante el pregrado en un curso sobre narrativa peruana contemporánea. En aquellas ocasiones, así como en esta tercera, no deja de sorprenderme el extraordinario “oído” de Vargas Llosa, es decir, su capacidad de captar y reproducir sin transformar en caricaturas las distintas voces que convergen dentro de la novela. En otras palabras, Vargas Llosa tiene un talento extraordinario para la polifonía, característica que Bajtin considera indispensable en el género novelesco.

Esta virtud narrativa de Vargas Llosa permite que dentro de los muros del emblemático colegio militar Leoncio Prado se cree un “microcosmos” que representa en escala al Perú y sus distintos rostros. Pero también representa ciertos “valores” y “anti valores” difundidos en la sociedad que son exacerbados dentro de los muros del colegio. Sin duda, el “valor” más remarcado es el de la masculinidad. ¿Qué significa ser hombre? Pues en este contexto es ser macho, pendejo (en su acepción particularmente peruana de “vivo”, “tramposo”), rudo, soez, no mostrar sentimientos salvo los relacionados con la agresividad. Aquí se cumple muy bien la sentencia “los hombres no deben llorar”. Quizás el padre de Arana, el Esclavo, agregaría que llorar, como el ocio, es privilegio para las mujeres.

En un espacio así un sentimiento noble como la amistad sincera puede ser peligroso, pues puede significar debilidad u homosexualidad (el terror/horror de los militares, aunque recordemos que, siguiendo a Freud, todo miedo esconde un deseo). Los amigos, en el Leoncio Prado de Vargas Llosa, son más bien aliados para sobrevivir. Sin embargo, entre el cadete Alberto Fernández, el Poeta, y el cadete Ricardo Arana, el Esclavo, parece que este sentimiento de amistad sincera realmente existe. Para este último reconocerlo no es un problema. Y así lo manifiesta: “-Eres el único amigo que tengo” (150). Alberto de inmediato le responde: “-Eso parece una declaración de amor de maricón” (150). Y es que, en efecto, como decía, una declaración así de sincera, dentro de los muros leonciopradinos que nos pinta Vargas Llosa, es una “mariconada”.

Alberto, a diferencia de Ricardo, quien vive en la periferia, diríamos, del Leoncio Prado, sí forma parte del discurso oficial de masculinidad que se erige junto al busto del héroe nacional. Para él, entonces, es impensable sentir en ese ambiente el cariño de la amistad, pues estaría siendo un “maricón”. Pero el problema es que lo siente, y eso le causa un gran sinsabor. Me pregunto entonces si su “enamoramiento” por Teresa es, más bien, una manera de sublimar su sincero sentimiento de cariño por Arana. No digo que Albero esté enamorado de Ricardo, pero sí que, mareado por los discurso de virilidad del colegio, confunda el cariño que siente por él y piense que puede ser homosexual. Esto le aterra (y los comentarios burlescos de sus compañeros con respecto a su cercanía con Arana azuzan este terror) y entonces busca contrarrestar este gran miedo “enamorándose”.

Pero no se enamora de cualquiera, sino de Teresa, la amada de su amigo. Y es que tendría que ser ella, alguien cercano a Arana, pues de algún modo él está en ella (el cariño por Ricardo se canaliza a alguien cercano a él; alguien por quien sí es “lícito” sentir cariño pese a los prejuicios sociales). La traición, por su parte, le serviría a Alberto para demostrarse a sí mismo que no siente cariño por Ricardo; pero es justo en esta negación, donde, paradójicamente se evidencia que sí lo estima, pues la culpa lo persigue.

Cuando Ricardo muere y Alberto ve a Teresa y le cuenta el hecho, inmediatamente le dice que la quiere. ¿No será que realmente a quien le está diciendo –tarde ya– que quiere es a Ricardo? Hay que recordar, también, que durante el velorio de Arana Alberto se queda más tiempo del debido y, en el que acaso es el episodio más conmovedor de la novela, el personaje llora: “Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que escuchara toda la sección: ‘El Poeta está llorando’ (289).

Por supuesto que Vallano lo tiene que gritar, pues está denunciando a un “débil”, a ¡un hombre que llora por otro hombre! Finalmente, sin embargo, el cariño de Alberto se termina demostrando en su afán –que pudo arruinarlo, como le advierte el cínico coronel-director–de encontrar justicia por la muerte de Arana. Esa búsqueda de justicia es una búsqueda heroica, valiente, que sí se puede manifestar. De allí que, eventualmente, el “enamoramiento” por Teresa ceda (hay un nuevo catalizador) y gane el prejuicio social.

En fin, esto es solo un esbozo de una idea que recién después de una tercera lectura me aparece, con lo cual se demuestra una vez más que las grandes novelas son de lectura interminable.

Links de interés:


http://www.leoncioprado.com

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