Alegria: No me agarran viva

Al igual que Nayid habla de Eugenia, en este post quiero analizar a Marina González, la “arquetípica mujer proletaria de El Salvador” (115). Marina, cuzcatleca de una tribu indígena que vive El Salvador desde hace siglos, creció en una familia muy grande y muy pobre; la casita era tan pequeña que “dormían hasta cuatro niños en una sola cama” (115). Su madre tenía que trabajar largas horas lavando y planchando ajeno para ganar necesidades para la familia. Marina asistió hasta el sexto grado de la escuela y después trabajó tres años en una fábrica de dulces y después se mudó a varias fábricas, siempre explotada, siempre al borde de la pobreza, hasta pedir un mejor salario al subgerente. Eventualmente la gerencia de las fábricas consideraba a Marina como subversiva; por eso ella no podía conseguir otro trabajo.

El marido de Marina, obrero, mejor pagado, trabajaba en una “fábrica gringa” donde “sintió la despiadada explotación a que está expuesta la gente trabajadora en El Salvador” (119). Marina, su marido, y sus cuatro hijos, tenían que vivir a dos horas en autobús de las fábricas en una casita lejana. La participación del marido en la organización de un sindicato luchando por mejores salarios y otras reivindicaciones resultó en una huelga en la cual la Guardia Nacional desalojó a los sindicalistas. A partir de entonces el marido estaba en la lista negra de sindicalistas reconocidos y no pudo encontrar trabajo por ningún lado. Pasó año y medio en Canadá trabajando en una fábrica y veía como vive la gente, en apartamentos, por ejemplo, bajo condiciones justas y derechos humanitarios.

Para Marina la educación de sus hijos queda una prioridad para que “sufrieran en menor escala” (121). En esta época Marina conocía a grupos religiosos que luchaban por derechos de los pobres y estaba “adquiriendo conocimientos” (123). Marina y su esposo se organizaron en grupos de sublevación en 1976. En efecto, “su marido se dedicó a tiempo completo a la revolución” (123) y Marina quedó responsable por cuidar a sus niños. En 1980, por había participado en varios tomas de ministerios y fábricas, la familia de Marina tuve que buscar refugio en Nicaragua. Por ejemplo, según una amiga religiosa de la aldea, un escuadrón de la muerte buscaba a Marina y su marido después de informaciones imprecisas de una colaboradora de las autoridades.

Lo que me impresiona más de este relato de la proletaria Marina, después de su “educación, después de darse cuenta que la gente trabajadora merezca derechos, es su reproche a su mamá justo antes de huir: “Si ustedes desde hace años hubieran luchado por la liberación de nuestro pueblo estuviéramos en diferentes circunstancias ahora” (126).

 

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