Posted by: | 15th Sep, 2008

La crónica fantástica de Cabeza de Vaca (Parte II)

Naufragios, Alvar Núñez Cabeza de Vaca (Capitulos XXI a XXXVIII)

Naufragios, Alvar Núñez Cabeza de Vaca (Capítulos XXI a XXXVIII)

Antes de comentar sobre los capítulos XXI a XXXVIII, quisiera recordar al lector de cómo iniciaron las supuestas curas, milagros y el proselitismo por parte de los españoles. En el capítulo XV, Cabeza de Vaca dice que los indígenas curaban enfermedades «soplando al enfermo» (Núñez Cabeza de Vaca, 129). Admite que se burlaban de estos actos y que ni él ni nadie de su grupo sabía curar. Por estas razones, los indígenas les quitaron la comida a los españoles, y no les darían nada hasta que estos hiciesen lo que dijesen. Tuvieron la necesidad de obedecer a los indígenas, dice Cabeza de Vaca, y que eran capaces de lo que hacían porque eran «hombres», él dice, de «mayor virtud y poder» (129). Es decir, eran mejores, en un sentido bastante amplio de la palabra, que los aborígenes. Aquí el cronista muestra cierta separación entre «hombres de mayor virtud y poder» e «indígenas despiadados de menor virtud y poder». Explica que las tribus aborígenes llamaban a un médico para curar al enfermo y luego se le daba todas las posesiones de uno y de sus parientes. Más allá de que Cabeza de Vaca muestra su destreza quirúrgica más adelante, explica que la manera en que él y su grupo curaban al resto era santiguándose, soplando al enfermo, rezando un Pater noster y un Ave María, rogando a Dios que se curasen y santiguando al enfermo. Afirma que los enfermos se sanaban y por quedar tan impresionados, los indígenas los trataban muy bien y les ofrecían toda su comida, mantas y demás cosas; debido a estas razones, nos asegura Cabeza de Vaca, los indígenas se morían de hambre.

Este tipo de «homenaje» continúa por casi el resto del libro, y en el capítulo XXI, nuevamente los indígenas les ofrecieron dádivas: «muchas tunas, porque ya ellos tenían noticia de nosotros y cómo curábamos, y de las maravillas que nuestro Señor con nosotros obraba» (152). Es decir, los pueblos les regalaban sus comidas porque pensaban que podían curar a los enfermos y porque pensaban que Dios actuaba a través de ellos: el cronista una especie de Mesías acompañado por soldados de Dios. Pero Dios también les daba «gente por donde muchos tiempos no la había» (152); es decir, Dios les brindaba gente que los ayudaban de muchas formas: cargando materiales, regalándoles mantas, ropa, dispuestos a ofrecerles servicios de mensajero (200) y, en fin, cualquier cosa para estos individuos que los indígenas llamaban «hijos del sol» (158), o sea, hombres con linaje divino de un dios supremo. En adición, tampoco permitía el Hacedor que matasen a los españoles; todo lo contrario, permitía que los indígenas los sustentasen «con tanta hambre, y poner aquellas gentes en corazón que nos tratasen bien» (152).

En el capítulo XXII, después de que Castillo, el sacerdote católico, haya curado a varios, los indígenas trajeron a Cabeza de Vaca y a su grupo mucha carne de venado, tanta que no sabían dónde ponerla. En otra ocasión, le llevaron a que curase a un aborigen que estaba muerto ya, y Cabeza de Vaca lo santiguó y lo sopló, y esa noche resucitó milagrosamente. Poco a poco, empezaron a dominar a los indígenas porque estos creían que Cabeza de Vaca y su grupo tenían el poder de sanar y matar a quienes quisiesen. Y cuando un enfermo no sanaba, decían que había sido demasiado malo. Además de esto, Cabeza de Vaca siempre decía que si creyesen en Dios, podrían ser redimidos.

Cabeza de Vaca admite que todas estas cosas fueron mentiras: «teníamos poder para sanar los enfermos y para matarlos, y otras mentiras aún mayores que éstas» (180). Por tanto, el lector entiende que hay motivos ocultos para hacerles creer que sí podían curarlos, matarlos y que eran hijos del sol o que provenían del cielo. Como se sabe, una parte integral de la colonización es que el colonizado asimile las tradiciones del colonizador; por tanto, la cristianización de América fue muy importante, sino hubiese habido mucha resistencia y hubiese sido demasiado trabajoso colonizar las diversas regiones. Cabeza de Vaca indica que había miles de personas siguiéndolos y queriendo que los sanasen (185). Incluso, había tribus enemigas que se juntaron para alabar a Cabeza de Vaca, la palabra que predicaba y a su grupo porque le tenían miedo. Su temor era tanto que ni siquiera se permitían reír ni llorar en la presencia de estos hombres (188). Además, toda esta gente ayudaba a saquear a los otros pueblos que se resistían y los que se rendían daban dádivas a este grupo de «hombres divinos», según los aborígenes.

Al fin Cabeza de Vaca había conseguido su meta: «Teníamos con ellos mucha autoridad y gravedad, y para conservar esto, les hablábamos pocas veces» (195). En otra oportunidad, les preguntó «en qué adoraban y sacrificaban, y a quién pedían el agua para sus maizales y a la salud para ellos, respondieron que a un hombre que estaba en el cielo» (210). Afirma que se llamaba Aguar, creador supremo. Cuando Cabeza de Vaca los interrogó sobre él, ellos contestaron que creían en él porque sus antepasados habían compartido esta misma noción. Prosiguió el cronista con una breve lección cristiana: sin poder entender ni explicar los conceptos complejos como las nociones paganas de estos grupos aborígenes ni los de los dioses debido a la barrera idiomática, Cabeza de Vaca les aseguraba que ese que llamaban Aguar era el mismo que el cristiano llamaba Dios. Y luego ordenó a los indígenas que siempre lo llamen Dios y que usen la cruz. Este proselitismo facilitó imponer las ideas del Viejo mundo ante el nuevo y gobernar las diferentes regiones de América. Llegaron a bautizarlos, construyeron iglesias y los cristianos del Viejo mundo tuvieron muchos esclavos (213), ya que todavía no tratarían el tema de la naturaleza del indígena, que fue descrita y protegida en las leyes de Burgos, siempre y cuando el indígena aceptase la evangelización.

Bibliografía

Núñez Cabeza de Vaca, Alvar. Naufragios. Madrid, España: Ediciones Cátedra, 2005.

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