Monthly Archives: October 2014

La ciudad y los perros

Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros

Mario Vargas Llosa’s first published novel, La ciudad y los perros, ends with something of a twist, as we discover that one of the book’s central characters is also one of its principal narrators, a boy who’s been telling us a fairly sad but quite sweet tale about his love for a young girl who lives near him. This comes as a shock because when he is portrayed by others, it is as the ringleader and tough guy of a student gang at Lima’s Leoncio Prado Military Academy, where much of the novel is set. Fully deserving his self-appointed nickname of “the Jaguar,” there he is uncompromising and absolutely unsentimental, quick to jump on the slightest weakness or avenge any slight or infraction. He may well have gone so far as to murder a classmate whom he suspects of snitching. As another gang member puts it, a guy who could be the Jaguar’s best friend if only he had friends rather than merely henchmen and enemies: “Nothing surprises me about the Jaguar, I knew he has no feelings” (317). Hence the surprise indeed when we discover that this hard-bitten delinquent is in fact a closet romantic, whose voice we’d heard but hardly recognized. How much do we, or anyone else, know him after all? We never even discover his real name.

In part, Vargas Llosa is playing with the basic illusion that we can know any character in literature, or even that there are characters to be known. All we have are textual effects. The Jaguar has no “real” name, because he doesn’t exist outside of a text in which any such name is perpetually with-held. Or to put this another way: the Jaguar’s function in the novel is to be a character whose “real” name can only be the subject of conjecture. That’s how the character was written, and if we were to be given his name, it would be less a question of our knowing more about him (as though he really existed, outside the text) than of his becoming a different character with some other function. Likewise, the point is less that we should try to reconcile the apparent divergences between the Jaguar as he is portrayed by others in the Academy, and the character as he is made to reveal himself through first-person narration. It is more that we shouldn’t really be expecting consistency in the first place. The notion of character as a consistent set of attributes and dispositions that endures over time and space is itself a literary fiction, a narrative device.

To put it yet another way: the kind of fractured, non-linear, distributed narration employed by a book such as La ciudad y los perros, with its abrupt shifts of style, point of view, location, and temporality, makes us question the forms of subjectivity that other modes of literary fiction (realism or costumbrismo, for instance) had presented as natural or self-evident. The characters inscribed in Vargas Llosa’s novel are both excessive and elusive: we know too much about them, and find this excessiveness untidy and ambivalent; and yet we also realize that we can never really know them, that they do not exist to be known. In a novel that is obsessed with faces (and above all with “saving” face), we are reminded that neither the Jaguar nor anyone else in the book has a face unless the narrative deigns to describe it. Which is of course how it can get away with its long-delayed twist: the Jaguar is never given a face, so we are unable to recognize that the same character spans two sections of the text. Again, we are reminded of what is left out of the narrative. Or rather, once more, it is not so much that the Jaguar has a face that is simply never shown to us; his facelessness is a constitutive characteristic of his inscription on the page.

All this suggests perhaps other modes of subjectivity, other ways of conceiving the self or selves. An inconsistent, self-contradictory, and faceless self. For all selves are fictions of one sort or another, and we could imagine the effects of different narrative strategies on the construction and presentation of the self. In a fight near the end of the book (a strange, wordless struggle between two of the schoolboy cadets), the Jaguar mutilates the face of one of his classmates: “He’s destroyed his face,” an observer says, “I don’t understand” (382). But it may be that this is the Jaguar’s function more generally (the “jaguar effect,” if you like): an assault on all our faces; a violent desecration of outmoded notions of the subject.

See also: Boom!.

El Leoncio Prado: un espacio donde no es posible el cariño [esbozo de una idea después de una tercera lectura y un par de links de interés]

Esta es la tercera vez que leo La ciudad y los perros. La primera vez fue en el colegio, la segunda durante el pregrado en un curso sobre narrativa peruana contemporánea. En aquellas ocasiones, así como en esta tercera, no deja de sorprenderme el extraordinario “oído” de Vargas Llosa, es decir, su capacidad de captar y reproducir sin transformar en caricaturas las distintas voces que convergen dentro de la novela. En otras palabras, Vargas Llosa tiene un talento extraordinario para la polifonía, característica que Bajtin considera indispensable en el género novelesco.

Esta virtud narrativa de Vargas Llosa permite que dentro de los muros del emblemático colegio militar Leoncio Prado se cree un “microcosmos” que representa en escala al Perú y sus distintos rostros. Pero también representa ciertos “valores” y “anti valores” difundidos en la sociedad que son exacerbados dentro de los muros del colegio. Sin duda, el “valor” más remarcado es el de la masculinidad. ¿Qué significa ser hombre? Pues en este contexto es ser macho, pendejo (en su acepción particularmente peruana de “vivo”, “tramposo”), rudo, soez, no mostrar sentimientos salvo los relacionados con la agresividad. Aquí se cumple muy bien la sentencia “los hombres no deben llorar”. Quizás el padre de Arana, el Esclavo, agregaría que llorar, como el ocio, es privilegio para las mujeres.

En un espacio así un sentimiento noble como la amistad sincera puede ser peligroso, pues puede significar debilidad u homosexualidad (el terror/horror de los militares, aunque recordemos que, siguiendo a Freud, todo miedo esconde un deseo). Los amigos, en el Leoncio Prado de Vargas Llosa, son más bien aliados para sobrevivir. Sin embargo, entre el cadete Alberto Fernández, el Poeta, y el cadete Ricardo Arana, el Esclavo, parece que este sentimiento de amistad sincera realmente existe. Para este último reconocerlo no es un problema. Y así lo manifiesta: “-Eres el único amigo que tengo” (150). Alberto de inmediato le responde: “-Eso parece una declaración de amor de maricón” (150). Y es que, en efecto, como decía, una declaración así de sincera, dentro de los muros leonciopradinos que nos pinta Vargas Llosa, es una “mariconada”.

Alberto, a diferencia de Ricardo, quien vive en la periferia, diríamos, del Leoncio Prado, sí forma parte del discurso oficial de masculinidad que se erige junto al busto del héroe nacional. Para él, entonces, es impensable sentir en ese ambiente el cariño de la amistad, pues estaría siendo un “maricón”. Pero el problema es que lo siente, y eso le causa un gran sinsabor. Me pregunto entonces si su “enamoramiento” por Teresa es, más bien, una manera de sublimar su sincero sentimiento de cariño por Arana. No digo que Albero esté enamorado de Ricardo, pero sí que, mareado por los discurso de virilidad del colegio, confunda el cariño que siente por él y piense que puede ser homosexual. Esto le aterra (y los comentarios burlescos de sus compañeros con respecto a su cercanía con Arana azuzan este terror) y entonces busca contrarrestar este gran miedo “enamorándose”.

Pero no se enamora de cualquiera, sino de Teresa, la amada de su amigo. Y es que tendría que ser ella, alguien cercano a Arana, pues de algún modo él está en ella (el cariño por Ricardo se canaliza a alguien cercano a él; alguien por quien sí es “lícito” sentir cariño pese a los prejuicios sociales). La traición, por su parte, le serviría a Alberto para demostrarse a sí mismo que no siente cariño por Ricardo; pero es justo en esta negación, donde, paradójicamente se evidencia que sí lo estima, pues la culpa lo persigue.

Cuando Ricardo muere y Alberto ve a Teresa y le cuenta el hecho, inmediatamente le dice que la quiere. ¿No será que realmente a quien le está diciendo –tarde ya– que quiere es a Ricardo? Hay que recordar, también, que durante el velorio de Arana Alberto se queda más tiempo del debido y, en el que acaso es el episodio más conmovedor de la novela, el personaje llora: “Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que escuchara toda la sección: ‘El Poeta está llorando’ (289).

Por supuesto que Vallano lo tiene que gritar, pues está denunciando a un “débil”, a ¡un hombre que llora por otro hombre! Finalmente, sin embargo, el cariño de Alberto se termina demostrando en su afán –que pudo arruinarlo, como le advierte el cínico coronel-director–de encontrar justicia por la muerte de Arana. Esa búsqueda de justicia es una búsqueda heroica, valiente, que sí se puede manifestar. De allí que, eventualmente, el “enamoramiento” por Teresa ceda (hay un nuevo catalizador) y gane el prejuicio social.

En fin, esto es solo un esbozo de una idea que recién después de una tercera lectura me aparece, con lo cual se demuestra una vez más que las grandes novelas son de lectura interminable.

Links de interés:


http://www.leoncioprado.com

El Leoncio Prado: un espacio donde no es posible el cariño [esbozo de una idea después de una tercera lectura y un par de links de interés]

Esta es la tercera vez que leo La ciudad y los perros. La primera vez fue en el colegio, la segunda durante el pregrado en un curso sobre narrativa peruana contemporánea. En aquellas ocasiones, así como en esta tercera, no deja de sorprenderme el extraordinario “oído” de Vargas Llosa, es decir, su capacidad de captar y reproducir sin transformar en caricaturas las distintas voces que convergen dentro de la novela. En otras palabras, Vargas Llosa tiene un talento extraordinario para la polifonía, característica que Bajtin considera indispensable en el género novelesco.

Esta virtud narrativa de Vargas Llosa permite que dentro de los muros del emblemático colegio militar Leoncio Prado se cree un “microcosmos” que representa en escala al Perú y sus distintos rostros. Pero también representa ciertos “valores” y “anti valores” difundidos en la sociedad que son exacerbados dentro de los muros del colegio. Sin duda, el “valor” más remarcado es el de la masculinidad. ¿Qué significa ser hombre? Pues en este contexto es ser macho, pendejo (en su acepción particularmente peruana de “vivo”, “tramposo”), rudo, soez, no mostrar sentimientos salvo los relacionados con la agresividad. Aquí se cumple muy bien la sentencia “los hombres no deben llorar”. Quizás el padre de Arana, el Esclavo, agregaría que llorar, como el ocio, es privilegio para las mujeres.

En un espacio así un sentimiento noble como la amistad sincera puede ser peligroso, pues puede significar debilidad u homosexualidad (el terror/horror de los militares, aunque recordemos que, siguiendo a Freud, todo miedo esconde un deseo). Los amigos, en el Leoncio Prado de Vargas Llosa, son más bien aliados para sobrevivir. Sin embargo, entre el cadete Alberto Fernández, el Poeta, y el cadete Ricardo Arana, el Esclavo, parece que este sentimiento de amistad sincera realmente existe. Para este último reconocerlo no es un problema. Y así lo manifiesta: “-Eres el único amigo que tengo” (150). Alberto de inmediato le responde: “-Eso parece una declaración de amor de maricón” (150). Y es que, en efecto, como decía, una declaración así de sincera, dentro de los muros leonciopradinos que nos pinta Vargas Llosa, es una “mariconada”.

Alberto, a diferencia de Ricardo, quien vive en la periferia, diríamos, del Leoncio Prado, sí forma parte del discurso oficial de masculinidad que se erige junto al busto del héroe nacional. Para él, entonces, es impensable sentir en ese ambiente el cariño de la amistad, pues estaría siendo un “maricón”. Pero el problema es que lo siente, y eso le causa un gran sinsabor. Me pregunto entonces si su “enamoramiento” por Teresa es, más bien, una manera de sublimar su sincero sentimiento de cariño por Arana. No digo que Albero esté enamorado de Ricardo, pero sí que, mareado por los discurso de virilidad del colegio, confunda el cariño que siente por él y piense que puede ser homosexual. Esto le aterra (y los comentarios burlescos de sus compañeros con respecto a su cercanía con Arana azuzan este terror) y entonces busca contrarrestar este gran miedo “enamorándose”.

Pero no se enamora de cualquiera, sino de Teresa, la amada de su amigo. Y es que tendría que ser ella, alguien cercano a Arana, pues de algún modo él está en ella (el cariño por Ricardo se canaliza a alguien cercano a él; alguien por quien sí es “lícito” sentir cariño pese a los prejuicios sociales). La traición, por su parte, le serviría a Alberto para demostrarse a sí mismo que no siente cariño por Ricardo; pero es justo en esta negación, donde, paradójicamente se evidencia que sí lo estima, pues la culpa lo persigue.

Cuando Ricardo muere y Alberto ve a Teresa y le cuenta el hecho, inmediatamente le dice que la quiere. ¿No será que realmente a quien le está diciendo –tarde ya– que quiere es a Ricardo? Hay que recordar, también, que durante el velorio de Arana Alberto se queda más tiempo del debido y, en el que acaso es el episodio más conmovedor de la novela, el personaje llora: “Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que escuchara toda la sección: ‘El Poeta está llorando’ (289).

Por supuesto que Vallano lo tiene que gritar, pues está denunciando a un “débil”, a ¡un hombre que llora por otro hombre! Finalmente, sin embargo, el cariño de Alberto se termina demostrando en su afán –que pudo arruinarlo, como le advierte el cínico coronel-director–de encontrar justicia por la muerte de Arana. Esa búsqueda de justicia es una búsqueda heroica, valiente, que sí se puede manifestar. De allí que, eventualmente, el “enamoramiento” por Teresa ceda (hay un nuevo catalizador) y gane el prejuicio social.

En fin, esto es solo un esbozo de una idea que recién después de una tercera lectura me aparece, con lo cual se demuestra una vez más que las grandes novelas son de lectura interminable.

Links de interés:


http://www.leoncioprado.com