Durante las últimas dos semanas, a propósito de Hijo de hombre, veíamos la desgraciada fortuna de aquellos que creyeron en la Revolución, es decir, en el cambio. Ahora, con La muerte de Artemio Cruz, tenemos otra perspectiva de los “excombatientes”, la de aquellos que, como el personaje central de la novela, fueron parte de una lucha revolucionaria y que, finalmente, lograron realmente un cambio; pero un cambio egoísta y corrupto, por supuesto, cuyo precio es el de la traición de los ideales (si es que alguna vez los hubo realmente).
Don Artemio Cruz, sin duda, representa, dentro de todo el simbolismo de la chingada muy bien explicado por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, al “chingón”, el “mero chingón”. Sin embargo, Artemio Cruz, el niño que vivía al lado de Lunero, era literalmente, por más crudo y soez que suene, un “hijo de la chingada”: el hijo de una violación sexual. El “logro” vital del personaje es “superar” este status primigenio, darle la vuelta y ser él el “chingón”, el que se “chinga” a sus enemigos, el que, finalmente, “chinga” a la patria –un simbolismo de la madre– con su corrupción. En otras palabras, él “venga” la violación de su madre, ese oprobio del cual él es fruto, siendo él, finalmente, el “violador”, como si así su origen pudiese ser borrado.
Sin duda, Artemio Cruz es un símbolo de la peor corrupción institucionalizada, del oportunismo rapaz, del cinismo, etc. Sin embargo, creo que la genialidad de la novela radica en que no es un personaje que se pueda catalogar de “repulsivo”. Creo que, con todos los anticuerpos que sus acciones pueden generar, es posible al menos “comprender” a Artemio y hasta sentir cierta compasión por él. Y esto se siente cuando nos damos cuenta que, realmente, Artemio Cruz fue un hombre que supo amar.
Gran parte de la novela nos muestra que Artemio amó: amó a Lunero, por quien llegó a cometer un crimen; amó a Regina: “amé a Regina, se llamaba Regina y me amó, me amó sin dinero, me siguió, me dio la vida allá abajo…” (120) pese a que su encuentro inicial fue una violación que ambos transforman en una fantasía en la playa y es por ella que, además, abandonó a su pelotón y tuvo “su primer llanto de hombre” (80) cuando la encontró colgada; amó, al menos al inicio, a Catalina, pese a que su acercamiento fue oportunista: “La quería. Supo, al tocarla, que la quería. Debía hacerle comprender que su amor era real, aunque las apariencias lo desmintieran” (54; mi énfasis). Amó a su hijo Lorenzo, pese a que lo dejó ir a la Guerra Civil Española (¿quizás en un modo de resarcir su propia traición a la Revolución mexicana?). Probablemente, también, amó a la refinada Laura y a Lilia, aunque más bien en el caso de ellas al parecer lo que quería era no estar solo (y este es otro rasgo que nos muestra la dimensión humana del personaje).
El problema es que, al final, toda esta capacidad de amar termina siendo sobrepasada por la ambición desmedida de un hombre que, incapaz realmente de superar el trauma de su origen, elige la coraza de hombre poderoso, chingón de chingones. Todo, finalmente, se pudre dentro de él, hasta sus viseras. Su vida podrida por su corrupción se termina por somatizar en sus entrañas, precisamente en sus intestinos (espacio simbólico, pues finalmente es donde se procesa todo el “miasma”; miasma en el cual él vivió inmerso y que lo hizo don Artemio Cruz), que finalmente sucumben al infarto mesentérico –o isquemia mesentérica, por usar el término médico– que lo lleva a la muerte. Quizás, al final de todo el “arte mío” de Artemio termina por ser su propia cruz.
Finalmente, creo que no está demás remarcar el estupendo manejo del narrador en segunda persona que tiene Carlos Fuentes. En su novela corta Aura –contemporánea a La muerte de Artemio Cruz; ambas aparecen en 1962– termina de demostrarnos su genial capacidad de narrar desde este complicado punto de vista.
Bruno, me interesa la conexión de Artemio Cruz como otro “excombatiente”. La temas congruentes entre las dos novelas que hemos leído me llamaron la atención también (la estructura fragmentada, la narrativas múltiples, revolución y muerte) aunque diría que – para mí – en el caso de Fuentes, todo es aún más compleja.