La Ciudad y los Perros

 

“-Escribir una carta es muy fácil – dice Alberto-. Lo más fácil del mundo. -No. Es fácil saber lo que quieres decir, pero no decirlo.”

Una de las cosas que resalta en la novela es la polifonía de voces y la abundancia de técnicas literarias, tales como la analepsis o recuerdos, diálogos sin narrador, saltos temporales, cambios del punto de vista que logran que la novela pueda ser leída e interpretada desde distintos puntos de vista; planteando un desafío de interpretación al lector.

El colegio militar Leoncio Prado sirve de escenario para graficar la estructuras de poder que se ejercen en un espacio donde jóvenes de diversas clases sociales conviven y comparten experiencias llenas de ambiguedad moral (leyes del colegio y la ciudad que los cadetes rompen continuamente) y en donde la violencia verbal y física se convierten en un medio de aceptación y sobrevivencia:

“El Esclavo pensó: en el fondo, todos ellos son amigos. Se insultan y se pelean de la boca para afuera, pero en el fondo se divierten juntos. Sólo a mi me miran como a un extraño.”

Todas estas experiencias en el colegio y la ciudad se convierten en rituales que los cadetes deben cumplir como preámbulo de una vida adulta. La novela nos lleva a reflexionar y explora algunas esencias del ser humano ante situaciones específicas ¿Es el ser humano en esencia violento o es la sociedad que lo pervierte? Pareciera que la propuesta de la novela es la importancia de la influencia que la sociedad ejerce sobre el individuo. Abría que reflexionar también sobre la función que cumplen los militares, los animales y las mujeres dentro de la novela.

La ciudad y los cachorros

El libro de Vargas Llosa es fundamentalmente un libro sobre la adolescencia. Tres años de la vida de unos adolescentes peruanos, tres años y un poco más, que van formando las personas y los personajes, marcando el paso entre su niñez y la edad adulta, entre los chicos que eran y los hombres que llegan a ser.

Casi todos los protagonistas de esta novela son muchachos: los Albertos, los Aranas, los Jaguares, las Teresas; se mueven en un ambiente delimitado, la ciudad de Lima y especialmente el colegio Leoncio Prado, lugar destacado en el cuento, que amplifica los grandes temas de esa edad: la violencia, la amistad y el grupo social, los primeros encuentros con el sexo y el amor… todo visto a través de los ojos inexpertos de los muchachos. Las varias iniciaciones (sexual, militar…) se describen a lo largo del texto y, como es típico de su estructura narrativa, desde varios puntos de vista: cada personaje tiene una experiencia diferente, como diferente es su extracción social, su carácter, su raza. El Leoncio Prado es sin embargo un nivelador social: el rico y el pobre, el costero y el serrano comparten la misma divisa, los mismos deberes, los mismas humillaciones; allí cuenta ser fuerte, o por lo menos saberse defender.

En el Leoncio Prado tres destinos se cruzan, tres destinos con un punto en común (que luego el lector solamente descubrirá ser dos): Alberto, Arana y el Jaguar se encuentran en la misma sección del mismo año, viniendo los tres de familias destrozadas. Los tres han aprendido a convivir y reaccionar a su situación familiar, pero cada uno de una forma distinta, que originarán consecuencias opuestas. Alberto, con un talento por la palabra, se hará hombre a través de un hecho: la acusación de asesinato hacia el Jaguar; la toma de conciencia, el sentido de la responsabilidad serán más fuertes del miedo y del amor. El Jaguar encontrará su madurez a través de dos ejemplos de responsabilidad: la de Alberto y la del teniente Gamboa, que van a cerrar un camino de sensibilización empezado por el rechazo de los cadetes que sentía ser como su verdaderos parientes. El que nunca se hará hombre es Arana, quien, victima inerte de su condición frágil y desdichada, nunca alcanzará a superar sus debilidades y por eso caerá muerto, llegando a obtener tan sólo en ese momento el respeto de los compañeros, cuyo dolor será espontaneo y real.

Claro está que la novela se presta a varios niveles interpretativos: la fragmentación del Perú, la carga de conciencia, la ineptitud de las autoridades y la escasez de verdaderos modelos de honor entre otros; pero no me acuerdo haber leído un libro tan centrado en la adolescencia, esta etapa tan peculiar de la edad del hombre, desde que leí El cazador oculto (The Catcher un the Rye) de Salinger. Quizás sea esta la etapa más delicada y peligrosa que vivimos en nuestras vidas, un puente suspendido que tenemos que cruzar a veces con los ojos cerrados y que sin embargo es tan a menudo olvidada por los adultos.

La ciudad y los perros

Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros

Mario Vargas Llosa’s first published novel, La ciudad y los perros, ends with something of a twist, as we discover that one of the book’s central characters is also one of its principal narrators, a boy who’s been telling us a fairly sad but quite sweet tale about his love for a young girl who lives near him. This comes as a shock because when he is portrayed by others, it is as the ringleader and tough guy of a student gang at Lima’s Leoncio Prado Military Academy, where much of the novel is set. Fully deserving his self-appointed nickname of “the Jaguar,” there he is uncompromising and absolutely unsentimental, quick to jump on the slightest weakness or avenge any slight or infraction. He may well have gone so far as to murder a classmate whom he suspects of snitching. As another gang member puts it, a guy who could be the Jaguar’s best friend if only he had friends rather than merely henchmen and enemies: “Nothing surprises me about the Jaguar, I knew he has no feelings” (317). Hence the surprise indeed when we discover that this hard-bitten delinquent is in fact a closet romantic, whose voice we’d heard but hardly recognized. How much do we, or anyone else, know him after all? We never even discover his real name.

In part, Vargas Llosa is playing with the basic illusion that we can know any character in literature, or even that there are characters to be known. All we have are textual effects. The Jaguar has no “real” name, because he doesn’t exist outside of a text in which any such name is perpetually with-held. Or to put this another way: the Jaguar’s function in the novel is to be a character whose “real” name can only be the subject of conjecture. That’s how the character was written, and if we were to be given his name, it would be less a question of our knowing more about him (as though he really existed, outside the text) than of his becoming a different character with some other function. Likewise, the point is less that we should try to reconcile the apparent divergences between the Jaguar as he is portrayed by others in the Academy, and the character as he is made to reveal himself through first-person narration. It is more that we shouldn’t really be expecting consistency in the first place. The notion of character as a consistent set of attributes and dispositions that endures over time and space is itself a literary fiction, a narrative device.

To put it yet another way: the kind of fractured, non-linear, distributed narration employed by a book such as La ciudad y los perros, with its abrupt shifts of style, point of view, location, and temporality, makes us question the forms of subjectivity that other modes of literary fiction (realism or costumbrismo, for instance) had presented as natural or self-evident. The characters inscribed in Vargas Llosa’s novel are both excessive and elusive: we know too much about them, and find this excessiveness untidy and ambivalent; and yet we also realize that we can never really know them, that they do not exist to be known. In a novel that is obsessed with faces (and above all with “saving” face), we are reminded that neither the Jaguar nor anyone else in the book has a face unless the narrative deigns to describe it. Which is of course how it can get away with its long-delayed twist: the Jaguar is never given a face, so we are unable to recognize that the same character spans two sections of the text. Again, we are reminded of what is left out of the narrative. Or rather, once more, it is not so much that the Jaguar has a face that is simply never shown to us; his facelessness is a constitutive characteristic of his inscription on the page.

All this suggests perhaps other modes of subjectivity, other ways of conceiving the self or selves. An inconsistent, self-contradictory, and faceless self. For all selves are fictions of one sort or another, and we could imagine the effects of different narrative strategies on the construction and presentation of the self. In a fight near the end of the book (a strange, wordless struggle between two of the schoolboy cadets), the Jaguar mutilates the face of one of his classmates: “He’s destroyed his face,” an observer says, “I don’t understand” (382). But it may be that this is the Jaguar’s function more generally (the “jaguar effect,” if you like): an assault on all our faces; a violent desecration of outmoded notions of the subject.

See also: Boom!.

El Leoncio Prado: un espacio donde no es posible el cariño [esbozo de una idea después de una tercera lectura y un par de links de interés]

Esta es la tercera vez que leo La ciudad y los perros. La primera vez fue en el colegio, la segunda durante el pregrado en un curso sobre narrativa peruana contemporánea. En aquellas ocasiones, así como en esta tercera, no deja de sorprenderme el extraordinario “oído” de Vargas Llosa, es decir, su capacidad de captar y reproducir sin transformar en caricaturas las distintas voces que convergen dentro de la novela. En otras palabras, Vargas Llosa tiene un talento extraordinario para la polifonía, característica que Bajtin considera indispensable en el género novelesco.

Esta virtud narrativa de Vargas Llosa permite que dentro de los muros del emblemático colegio militar Leoncio Prado se cree un “microcosmos” que representa en escala al Perú y sus distintos rostros. Pero también representa ciertos “valores” y “anti valores” difundidos en la sociedad que son exacerbados dentro de los muros del colegio. Sin duda, el “valor” más remarcado es el de la masculinidad. ¿Qué significa ser hombre? Pues en este contexto es ser macho, pendejo (en su acepción particularmente peruana de “vivo”, “tramposo”), rudo, soez, no mostrar sentimientos salvo los relacionados con la agresividad. Aquí se cumple muy bien la sentencia “los hombres no deben llorar”. Quizás el padre de Arana, el Esclavo, agregaría que llorar, como el ocio, es privilegio para las mujeres.

En un espacio así un sentimiento noble como la amistad sincera puede ser peligroso, pues puede significar debilidad u homosexualidad (el terror/horror de los militares, aunque recordemos que, siguiendo a Freud, todo miedo esconde un deseo). Los amigos, en el Leoncio Prado de Vargas Llosa, son más bien aliados para sobrevivir. Sin embargo, entre el cadete Alberto Fernández, el Poeta, y el cadete Ricardo Arana, el Esclavo, parece que este sentimiento de amistad sincera realmente existe. Para este último reconocerlo no es un problema. Y así lo manifiesta: “-Eres el único amigo que tengo” (150). Alberto de inmediato le responde: “-Eso parece una declaración de amor de maricón” (150). Y es que, en efecto, como decía, una declaración así de sincera, dentro de los muros leonciopradinos que nos pinta Vargas Llosa, es una “mariconada”.

Alberto, a diferencia de Ricardo, quien vive en la periferia, diríamos, del Leoncio Prado, sí forma parte del discurso oficial de masculinidad que se erige junto al busto del héroe nacional. Para él, entonces, es impensable sentir en ese ambiente el cariño de la amistad, pues estaría siendo un “maricón”. Pero el problema es que lo siente, y eso le causa un gran sinsabor. Me pregunto entonces si su “enamoramiento” por Teresa es, más bien, una manera de sublimar su sincero sentimiento de cariño por Arana. No digo que Albero esté enamorado de Ricardo, pero sí que, mareado por los discurso de virilidad del colegio, confunda el cariño que siente por él y piense que puede ser homosexual. Esto le aterra (y los comentarios burlescos de sus compañeros con respecto a su cercanía con Arana azuzan este terror) y entonces busca contrarrestar este gran miedo “enamorándose”.

Pero no se enamora de cualquiera, sino de Teresa, la amada de su amigo. Y es que tendría que ser ella, alguien cercano a Arana, pues de algún modo él está en ella (el cariño por Ricardo se canaliza a alguien cercano a él; alguien por quien sí es “lícito” sentir cariño pese a los prejuicios sociales). La traición, por su parte, le serviría a Alberto para demostrarse a sí mismo que no siente cariño por Ricardo; pero es justo en esta negación, donde, paradójicamente se evidencia que sí lo estima, pues la culpa lo persigue.

Cuando Ricardo muere y Alberto ve a Teresa y le cuenta el hecho, inmediatamente le dice que la quiere. ¿No será que realmente a quien le está diciendo –tarde ya– que quiere es a Ricardo? Hay que recordar, también, que durante el velorio de Arana Alberto se queda más tiempo del debido y, en el que acaso es el episodio más conmovedor de la novela, el personaje llora: “Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que escuchara toda la sección: ‘El Poeta está llorando’ (289).

Por supuesto que Vallano lo tiene que gritar, pues está denunciando a un “débil”, a ¡un hombre que llora por otro hombre! Finalmente, sin embargo, el cariño de Alberto se termina demostrando en su afán –que pudo arruinarlo, como le advierte el cínico coronel-director–de encontrar justicia por la muerte de Arana. Esa búsqueda de justicia es una búsqueda heroica, valiente, que sí se puede manifestar. De allí que, eventualmente, el “enamoramiento” por Teresa ceda (hay un nuevo catalizador) y gane el prejuicio social.

En fin, esto es solo un esbozo de una idea que recién después de una tercera lectura me aparece, con lo cual se demuestra una vez más que las grandes novelas son de lectura interminable.

Links de interés:


http://www.leoncioprado.com

El Leoncio Prado: un espacio donde no es posible el cariño [esbozo de una idea después de una tercera lectura y un par de links de interés]

Esta es la tercera vez que leo La ciudad y los perros. La primera vez fue en el colegio, la segunda durante el pregrado en un curso sobre narrativa peruana contemporánea. En aquellas ocasiones, así como en esta tercera, no deja de sorprenderme el extraordinario “oído” de Vargas Llosa, es decir, su capacidad de captar y reproducir sin transformar en caricaturas las distintas voces que convergen dentro de la novela. En otras palabras, Vargas Llosa tiene un talento extraordinario para la polifonía, característica que Bajtin considera indispensable en el género novelesco.

Esta virtud narrativa de Vargas Llosa permite que dentro de los muros del emblemático colegio militar Leoncio Prado se cree un “microcosmos” que representa en escala al Perú y sus distintos rostros. Pero también representa ciertos “valores” y “anti valores” difundidos en la sociedad que son exacerbados dentro de los muros del colegio. Sin duda, el “valor” más remarcado es el de la masculinidad. ¿Qué significa ser hombre? Pues en este contexto es ser macho, pendejo (en su acepción particularmente peruana de “vivo”, “tramposo”), rudo, soez, no mostrar sentimientos salvo los relacionados con la agresividad. Aquí se cumple muy bien la sentencia “los hombres no deben llorar”. Quizás el padre de Arana, el Esclavo, agregaría que llorar, como el ocio, es privilegio para las mujeres.

En un espacio así un sentimiento noble como la amistad sincera puede ser peligroso, pues puede significar debilidad u homosexualidad (el terror/horror de los militares, aunque recordemos que, siguiendo a Freud, todo miedo esconde un deseo). Los amigos, en el Leoncio Prado de Vargas Llosa, son más bien aliados para sobrevivir. Sin embargo, entre el cadete Alberto Fernández, el Poeta, y el cadete Ricardo Arana, el Esclavo, parece que este sentimiento de amistad sincera realmente existe. Para este último reconocerlo no es un problema. Y así lo manifiesta: “-Eres el único amigo que tengo” (150). Alberto de inmediato le responde: “-Eso parece una declaración de amor de maricón” (150). Y es que, en efecto, como decía, una declaración así de sincera, dentro de los muros leonciopradinos que nos pinta Vargas Llosa, es una “mariconada”.

Alberto, a diferencia de Ricardo, quien vive en la periferia, diríamos, del Leoncio Prado, sí forma parte del discurso oficial de masculinidad que se erige junto al busto del héroe nacional. Para él, entonces, es impensable sentir en ese ambiente el cariño de la amistad, pues estaría siendo un “maricón”. Pero el problema es que lo siente, y eso le causa un gran sinsabor. Me pregunto entonces si su “enamoramiento” por Teresa es, más bien, una manera de sublimar su sincero sentimiento de cariño por Arana. No digo que Albero esté enamorado de Ricardo, pero sí que, mareado por los discurso de virilidad del colegio, confunda el cariño que siente por él y piense que puede ser homosexual. Esto le aterra (y los comentarios burlescos de sus compañeros con respecto a su cercanía con Arana azuzan este terror) y entonces busca contrarrestar este gran miedo “enamorándose”.

Pero no se enamora de cualquiera, sino de Teresa, la amada de su amigo. Y es que tendría que ser ella, alguien cercano a Arana, pues de algún modo él está en ella (el cariño por Ricardo se canaliza a alguien cercano a él; alguien por quien sí es “lícito” sentir cariño pese a los prejuicios sociales). La traición, por su parte, le serviría a Alberto para demostrarse a sí mismo que no siente cariño por Ricardo; pero es justo en esta negación, donde, paradójicamente se evidencia que sí lo estima, pues la culpa lo persigue.

Cuando Ricardo muere y Alberto ve a Teresa y le cuenta el hecho, inmediatamente le dice que la quiere. ¿No será que realmente a quien le está diciendo –tarde ya– que quiere es a Ricardo? Hay que recordar, también, que durante el velorio de Arana Alberto se queda más tiempo del debido y, en el que acaso es el episodio más conmovedor de la novela, el personaje llora: “Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que escuchara toda la sección: ‘El Poeta está llorando’ (289).

Por supuesto que Vallano lo tiene que gritar, pues está denunciando a un “débil”, a ¡un hombre que llora por otro hombre! Finalmente, sin embargo, el cariño de Alberto se termina demostrando en su afán –que pudo arruinarlo, como le advierte el cínico coronel-director–de encontrar justicia por la muerte de Arana. Esa búsqueda de justicia es una búsqueda heroica, valiente, que sí se puede manifestar. De allí que, eventualmente, el “enamoramiento” por Teresa ceda (hay un nuevo catalizador) y gane el prejuicio social.

En fin, esto es solo un esbozo de una idea que recién después de una tercera lectura me aparece, con lo cual se demuestra una vez más que las grandes novelas son de lectura interminable.

Links de interés:


http://www.leoncioprado.com

La muerte de Artemio Cruz

Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz

Carlos Fuentes’s pioneering novel La muerte de Artemio Cruz is a book that, famously, plays with both temporality and narrative voice. On one level, everything takes place within a single day as the eponymous Cruz, a wealthy business magnate and politician now semi-conscious and close to death, is surrounded by family and staff, doctors and priest, who attend to him in what turn out to be his final hours of life. Much of the story is presented as more or less chaotic stream of consciousness, as Cruz is only dimly aware of what is going on around him and returns to certain repeated phrases and idées fixes whose true significance emerges only gradually. What apparently gives sense, then, to this confused present, this intense jumble of thoughts and impressions as life slips away, are a series of episodes recounted from Cruz’s past, recollections of other days of particular intensity and importance recounted almost as a set of short stories. Collectively, these vignettes also illustrate a paradigmatic Mexican life of the first half of the twentieth century, from the injustices of the Porfirian dictatorship to initial transformations generated by the Revolution until it turns sour and sediments into institutionalized corruption. Meanwhile, if the present of the sickbed is narrated in the first person (“I”), and the past vignettes gain clarity through the use of the third person (“He”), interspersed between them–uniting and further fragmenting the story at the same time–are passages in the second person (“You”) and, mostly, future tense whether the events described are past (“Oh, you will work hard yesterday in the morning” [14]) or still to come: “you will bequeath this country: your newspaper, the hints and adulation, the conscience drugged by lying men of no ability” (234).

It would seem, then, that this is a book largely about persons (grammatical or other) and personality: that through this circuitous and multi-faceted narrative, with all its various points and places of view, we will finally uncover the secret of who is this Artemio Cruz, the figure behind the voice that on the opening page tells us, fracturing the language in the process: “I am this, this am I: old man with his face reflected in pieces by different-sizes squares of glass: I am this eye, this eye I am” (9). Moreover, the further (if implicit) promise is that by understanding Cruz, we may also understand Mexico. Hence, for instance, Pedro García-Caro’s recent and apparently uncontroversial claim that Cruz “stands as a symbol of both the revolution and the Mexican nation reborn in its aftermath. [. . .] In La muerte de Artemio Cruz, the focus of attention is placed on one character allegorically used to parody the figure of the caudillo, the leader and savior who is subjected to a moral scrutiny” (After the Nation 87). Cruz, in other words, is the personification of the Mexican nation; his story is the history of Mexico, made person(al). It turns out to be fitting that “Artemio Cruz” is in fact a sort of pseudonym, a made-up name that hides his own illegitimacy (as the child of a landlord’s son’s rape) but exposes his generality, his all-encompassing hybridity: “Cruz without true first name or surname, baptized by the mulattos with the syllables of Isabel Cruz or Cruz Isabel, the mother who had been beaten out with a stick” (257; translation modified). In the end, the novel’s crux would seem to be that I is national allegory.

But not all narratives are personal. Here, for instance, the various voices that surround Cruz’s ailing body include or are supplemented by the tape-recorder brought in by his loyal henchman, Padilla. It appears that this is Cruz and Padilla’s usual practice or habit: to go over their taped conversations and dealings, whether or not (it’s not at all clear) those recorded have consented to their recording and subsequent reproduction. And while other voices try to keep the machine out of the room, Cruz and Padilla insist, presenting this mechanized recapitulation as a rite of its own: “Today, more than ever, you ought to want me think that everything goes along the same as always. Don’t disrupt our rituals, Padilla” (11; translation modified). The device, moreover, in revealing the shadiness of Cruz’s business transactions, acts as a kind of material unconscious that undermines the false piety of the bedside mourning. No wonder Cruz’s daughter, on hearing it spit out the words “In plain Mexican, we’ll be fucked,” should shout out “Stop that machine! [. . .] What kind of vulgarity. . .” (51). But the scandal is less the bad language than the clarity with which mechanical reproduction reveals the corruption of the Mexican state. Or perhaps the real scandal is the way in which Cruz himself has, we gradually come to discover, become fully part of that state, buying into it and bought off by it.

We see, though the various third-person episodes, the steps by which a sort of primal liberty and enthusiasm is gradually both shut down and corralled. Perhaps the key turning point (though Fuentes suggests that each vignette offers a turning point in its own way) comes in 1915, at the heart of the Revolution, when Cruz escapes certain death at the hands of a firing squad by colluding with the enemy. We are told that the prisoner and his guard, a man named Colonel Zagal, “had acted not as Zagal and Artemio Cruz, but as two gears in opposing war machines” (156; translation modified). Cruz proposes to personalize their antagonism: “If you have to kill me, kill me as Artemio Cruz” (156; translation modified). But the savage irony is that this personification is only a front: Cruz’s collusion is a trap, and Zagal will himself be killed as he falls for the notion that honor and personal integrity can really be in play in what Cruz himself understands as nothing more than a cynical game. So Cruz’s cellmates are executed, which gives him the opportunity to take on the identity of one of them: Gonzalo Bernal, an idealistic if now disillusioned young man, son of the landed gentry. Taking Bernal’s place, and eventually assuming the role of the tasteful aristocrat whose house is decorated with fine colonial art and whose parties are catered with the best regional food, Cruz shows us that personality is at best a ruse. If anything La muerte de Artemio Cruz is the story of a becoming-impersonal, a multiplication and fracturing of points of view and perspectives, the many forms of death-in-life that lead to the bare life of the agonizing body helpless before the ministrations of family, church, and the medical profession, with the tape-recorder by his side emitting the only voice to be trusted in the whole crowded room.

See also: Boom!.

Entre Pendejos y Chingones (Historia de la pos-revolución mexicana)

Me parece que la novels es la  cartografía del mundo pos-revolucionario Mexicano, en todos sus estratos: político, social, económico e individual. Los narradores en la novela nos muestran en lo que se terminaría por convertir el ideal de la revolución en México. Si en “Hijo de hombre” la ansiada revolución era una cadena de fracasos, en esta novela, la revolución se concretiza, pero también se pervierte el ideal de la revolución, convirtiéndose en todas sus instancias en una cadena de apariencias.

Es a través de fragmentos que el lector se entera de las diferentes historias en la novela. Artemio cruz en su lecho de muerte no sólo recuerda los momentos más importantes de su vida, sino también los momentos más escabrosos de  la historia pos-revolucionaria de México. Artemio Cruz, en la novela, representa el nacimiento de una nueva clase social quizá tan corrupta y ambiciosa como lo era la clase anterior, de terratenientes en oposición a  Gamaliel Bernal que representa la muerte de esa antigua clase social.

Entre Pendejos y Chingones (Historia de la pos-revolución mexicana)

Me parece que la novels es la  cartografía del mundo pos-revolucionario Mexicano, en todos sus estratos: político, social, económico e individual. Los narradores en la novela nos muestran en lo que se terminaría por convertir el ideal de la revolución en México. Si en “Hijo de hombre” la ansiada revolución era una cadena de fracasos, en esta novela, la revolución se concretiza, pero también se pervierte el ideal de la revolución, convirtiéndose en todas sus instancias en una cadena de apariencias.

Es a través de fragmentos que el lector se entera de las diferentes historias en la novela. Artemio cruz en su lecho de muerte no sólo recuerda los momentos más importantes de su vida, sino también los momentos más escabrosos de  la historia pos-revolucionaria de México. Artemio Cruz, en la novela, representa el nacimiento de una nueva clase social quizá tan corrupta y ambiciosa como lo era la clase anterior, de terratenientes en oposición a  Gamaliel Bernal que representa la muerte de esa antigua clase social.