The name of the trashcan is forcible frame

Some notes on “Torture and the Ethics of Photography” (2007) by Judith Butler

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One can easily think that by analyzing photography of torture from the Abu Ghraib camp in Iraq by American soldiers, Judith Butler mimics torture in order to produce certain criticism about it. That is, Butler, in “Torture and the Ethics of Photography” (2007), would fall, somehow, in the predicament of most literary and discursive criticism. This predicament is rightly pointed out by Carlos Alonso, since —according to Alonso— most criticism merely mimics the same critical stance already depicted by the original work. From this perspective, the forms that the photography of torture from the Abu Ghraib camp has affected society, already point out a severe criticism of American society and of postmodern times. Yet, Butler’s perspective strives to open a place for ethics in this turbulent context.

Most of Butler’s text dwells in an intricate space. While we see how the text is built, that is we witness Butler’s train of thought —not to mention that this text was a public talk—, at the same time we lack a certain point of rupture, or a precise critique of what is really at stake when reading, interpreting or witnessing photographs of torture. I am not saying that the way the text concludes does not address a major problem. If the “not seeing”, that all of us share, is a conditioning condition for framing our disavowal of ethics when witnessing torture, then, we somehow embrace our norm. This means that ethics, for our postmodern and neoliberal world, no longer care for the other. This, for sure, is a big problem. However, it is not clear what does Butler has to say about this disavowal of ethics.

While we read rejections of Susan Sontag’s reading of the ethical force of photography, Butler only addresses the importance of learning where and how what we see —in photography and in reality— is framed. That is, that beyond the way photography mirrors back “the final narcissism of our desire to see and to refuse satisfaction to that narcissistic demand” (966) —in Sontag’s terms—, for Butler what is at stake is “to learn to see the frame that blinds us to what we see that is also matter. And if there is a critical role for visual culture during times of war it is also precisely to thematize the forcible frame, the one that conducts the dehumanizing norm” (966; emphasis added). The problem of the forcible frame is that it is one of many frames that shape, form and sustain photography. In the end, photography would be the space that happens between the camera lens and the targeted object. Photography would be a continuum of frames and ethics would emerge precisely as a mechanism to force a frame, to decide when and how to cut the continuity of the frames.

Butler was writing in years prior to the boom of selfie. Yet, the soldiers who took the photos of torture were sharing the same thirst and excitement that each of us has when taking a selfie. If reality can be registered by simply pressing some buttons, then, a camera goes hand in hand with desiring production. This means that photography cannot be stopped, since everyone can and will register things the way they want to (or triggered, of course, by the way reality affects them and habituates them). Thus, the criticism of photography should go beyond identifying the forcible frame, since knowing about this frame won’t stop us from eating from the trashcan of ideology everyday —as Slavoj Žižek puts it in Perverts Guide to Ideology (2012).

Soplar arriba

Soplar arriba, una línea de fuga hacia la tierra: del cuento a la fotografía y luego al cine y viceversa
Notas sobre “Las babas del diablo” (Las armas secretas 1959) de Julio Cortázar y Blow up (1966) de Michelangelo Antonioni

Por Ricardo García
Estudiante en el Doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)

Al cuento “Las babas del diablo” (Las armas secretas 1959) de Julio Cortázar y a la película Blow up (1966) de Michelangelo Antonioni, los une más que una relación intertextual. Es decir, no es sólo que la película de Antonioni esté inspirada en el cuento de Cortázar, sino que ambos textos comparten ciertas interrogantes enrevesadas en ese marco tejido por la modernidad que se extiende hasta nuestros días. Estos textos se preguntan por las posibilidades de un cuento (Cortázar) y una película (Antonioni); por el rol de los productos artísticos en las sociedades capitalistas post segunda guerra mundial; por el rol del escritor, fotógrafo y cineasta; y por el rol de aquellos que participamos de la lectura o del cine. Así, ambos textos son autorreferenciales, juegos de espejos. Con esto, claro está, no es que otras lecturas no sean posibles ni necesarias, sino que la autorreferencialidad de ambos textos y sus implicaciones son las condiciones condicionantes de todas las demás lecturas.

Hay más semejanzas que diferencias entre ambos textos. Desde el inicio de “Las babas del diablo” la preocupación central del narrador (o narradores) está en saber cómo contar o relatar una fotografía: “Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada”. Esto es, si la fotografía, por la potencialidad de sus imágenes, agota al lenguaje —demás está decir que una imagen vale más que mil palabras—, ¿por qué empeñarse en darle una narración a una fotografía? Igualmente, las letras de los créditos que inauguran Blow up ya sugieren una dificultad al contar en imágenes, pues dentro de la plasticidad del lenguaje, una multiplicidad de imágenes se mueve. El cine mina cualquier sistema de escritura y más aún la escritura, en los créditos, se proyecta siempre sobre una suerte de meseta (en el caso de los créditos, un llano verde, quizás el mismo que aparece el final del filme). Si la narración de una foto no puede ser en su totalidad, porque los sistemas lingüísticos no bastan, la narración cinematográfica, por su parte, ya parece exceder el espacio de la fotografía y de la escritura. Si la foto supera a la escritura, el cine supera a la fotografía. No obstante, en el arte no hay superaciones definitivas, sólo repeticiones, semejanzas, saltos, aceleraciones, intensidades y de vez en cuando algunas diferencias. Estas características son, precisamente, las que sobresalen y se tejen entre “Las babas…” y Blow up. Así, entre ambos textos se retrata el complicado lugar que ocupa la ficción escrita y el cine en contextos tan cercanos pero tan separados por una serie de intensidades y coordenadas afectivas.

No hay sino 7 años entre ambos textos. Aún así, ambos parecen estar hablando de contextos históricos muy diferentes. Demás está decir que Cortázar escribe sobre fotografía pocos años después de la muerte de Robert Walser —quizá el escritor paseante (y no flâneur) por antonomasia— que capturaba en su prosa la vida cotidiana; y que Antonioni dirige y piensa el cine en las épocas aceleradas y turbias de los sesenta, cuando cada noche era la posibilidad de aperturas de múltiples líneas de fuga. En este sentido, ambos textos evocan una misma posición en la modernidad pero afectada a diferente intensidad. En Cortázar, la fotografía tiene siempre una segunda oportunidad de volver a ayudar al niño que se encuentra preso de la muerte para devolverlo a “su paraíso precario”. Esta segunda oportunidad debe ser entendida como la posibilidad crítica que tiene el “arte” al escribir sobre fotografía e incluso al tomar fotografías, sea de forma amateur o profesional. El problema es que después de esta posibilidad crítica, o luego de tratar de bombear agua fuera del barco que se hunde, como dijera Benjamin, la fotografía y todos los que se relacionan con ella quedan a la sombra del diablo, de esa figura de boca de “lengua negra”, que después borra todo en un perfecto foco. Luego de este momento traumático, fotografía, cuento, escritor, fotógrafo y espectador/lector tienen derecho a deleitarse en el cielo, en ese paisaje que siempre ha estado entre paréntesis en el cuento, detrás de las fotos y de los textos, pero que al final de la desgracia causada por ese monstruo baboso y diabólico adquiere un mal sabor, una mirada más, otra falsedad más.

Antonioni por otra parte, no sucumbe ante el diablo. Los acelerados minutos de la antepenúltima secuencia de la película —que pueden ser leídos como el enfrentamiento del fotógrafo de Blow up con el diablo, situación que comparte con el fotógrafo de “Las babas…”—, contrastan con la calma, la pausa y el silencio del final del filme. Thomas, ese nefasto fotógrafo, deja de dar órdenes, deja de creer que salvó a alguien al tomar fotografías, y al contrario se deja llevar por el juego sencillo de la pantomima. Thomas acepta el juego de la pantomima porque el cine regresa a la imagen a su estado de transferencia afectiva lúdica —aunque también haya transferencias violentas en esto, claro. Si el cine tiene un origen, éste es análogo al de la pantomima, pues una imagen no tiene palabras, pero sí ruidos, sonidos y afectos. Mientras que Roberto Michel, en “Las babas…”, se convence de la posibilidad de segundos escapes, pero de la condena de todo aquel que garantice la fuga de los “oprimidos”. Thomas, en Blow up, por su parte, no sólo explota el dilema al que se enfrenta Michel y Cortázar, pues no es ya el paisaje el que aparece en la instancia narrativa de forma repentina, sino que es Thomas el que se desvanece en una superficie cinematográfica luego de dar un paso hacia atrás. Si el arte tiene un lugar en la sociedad capitalista, no es sólo el de bombear agua fuera de la nave que se hunde, sino el de dejar de apuntar a las nubes para emprender la línea de fuga ya no hacia el cielo, sino hacia la inmensidad de la tierra, pues el artista, después de todo es una columna que hiere el cielo con su frente pero con sus manos, pies y pecho, tangencialmente y en movimientos hacia atrás, transforma silenciosamente el mundo.

Notas a La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark (2)

Estas son (otras/más) ideas desparpajadas sobre la cuarta sesión del ciclo de lectura sobre La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark que Ana Vivaldi organizó para el VK. Presento algunas reacciones a la productiva charla que se tuvo el jueves con Diego Sztulwark luego de leer la mayor parte del libro.

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Pensar desde la crisis no es pensar sobre la crisis. Hay, al menos para mí, un saber desde la crisis que es similar a la suspensión —o el paso hacia atrás— de la infrapolítica, a la exposición de la inestabilidad de cualquier verdad fundacional de la anarqueología, a la imposibilidad de nombrar el cambio o el régimen consecutivo en el momento de  interregnum y a la semiótica de la contrapedagogía de la crueldad. Este saber radicaría en eso que Diego Sztulwark llama experiencia plebeya, que “no es la revolucionaria, porque no supone ni da lugar a una política específica, aunque sí involucra una relación explícita y desprogramada con la propia potencia, una indecibilidad de su propio lugar en relación con la axiomática del capital” (57). Así, si la existencia (y la vida) para pensarse debe(n) dar un paso atrás, no llenar los huecos del pasado compulsiva e inquisitorialmente, dudar de someterse a la fuerza del capital, desconfiar terriblemente del estado, pero también apostar por uno que sea restituidor, se debe a que sólo dentro de la sensibilidad plebeya es posible ver formas de vida que desbocan la “razón” del estado y la paranoia del capital. La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark ofrece, quizá, uno de los aportes más interesantes para repensar el excedente de vida (y muerte), de potencia y de deseo que ha dejado el neoliberalismo en su producción de subjetividades en América Latina (por su puesto, claro, con énfasis en la historia moderna y reciente de Argentina).

La crisis del capital no es crisis, es paranoia. La crisis del estado no lo es tampoco, es neurosis. La crisis es, entonces, el momento de los afectos, el momento de la persistencia de viejos hábitos, o la apuesta por nuevos, es casi la antesala del vuelo de la multitud en una línea de fuga. Así, el conatus al que se enfrenta lo plebeyo queda puesto cara a cara con la forma neoliberal. Si el neoliberalismo se ha encargado de forjar modos de vida, que son ese afán “que persigue una adecuación inmediata a los protocolos de compatibilidad que ofrece la dinámica de la axiomática capitalista” (38), entonces, cuando lo plebeyo no entra en ninguna compatibilidad, no desea afirmarse en la axiomática del capital, pero tampoco negarse en la neurosis del estado, sólo queda la persistencia de colectivos, de masas, de multitudes. En este colectivo, por sus lazos comunes, por su amistad, surge también un “proceso de individuación alternativo al neoliberal” (114) e incluso, un proceso multitudinario y ajeno al pueblo. Hay en lo plebeyo todas las potencias para desbaratar la política y el mercado, y aún así, lo plebeyo no se abalanza, en su reverso se suspende como “sombra y vacilación”, como “plasticidad para atravesar el caos” (136), pues el plebeyismo apunta hacia la construcción de un texto en bricolaje, un texto que invita a ser mal leído, porque el exceso de potencia de lo plebeyo no se entrega ni a la red del estado, ni al axioma del capital, sólo a la mesa del Beteleur (el Mago) donde reinan siempre diversos flujos de cuerpos de todo tipo.

Sólo en las formas de vida surge el reverso de lo plebeyo. Forma de vida, “toda deriva existencial en la cual los automatismos hayan sido cortocircuitos” (38), ese “malestar que se hace carne en el cuerpo” (38) es también una fecunda reelaboración de esas potencias latentes de la fuerza de trabajo. Así, si el sueño neoliberal es la posible adquisición y adaptación de los modos de vida, de los medios de producción para explotar a otros, la fuerza plebeya y/o el momento plebeyo, recuerda siempre que la fuerza de trabajo no está sólo condenada a satisfacer a aquellos que poseen las máquinas y los mecanismos de producción y reproducción social, sino que los dueños de éstos y las máquinas mismas se alimentan de la potencia de esas aves libres como el viento, plebeyas de nacimiento, multitudinarias por hábito. Repensar la fuerza de trabajo, como forma de vida en la crisis, invita a repensar a los anfibios del mundo, a aquellos cuerpos que entre agua y tierra, como los galeses luego de la acumulación originaria descrita por Marx, están listos para exponer su plasticidad sin detenerse tanto en el pasado y su neurosis, pero sin someterse al narcisismo de los espejos del mercado. Esto, por supuesto, implica que la ofensiva sensible no puede negar su condena a la máquina, su lucha con los modos de vida, ni tampoco negar su ruina, ni su pasado, ni su militancia, ni su fracaso, sino que aún ahí persisten líneas de fuga porque el fracaso revolucionario no agota el planteamiento de los problemas que se hicieron, ni la posibilidad de relanzar el proyecto, de promover esa imagen que diagrame el lugar común de todo aquello que escapa. Aunque, claro, en estos días, no nos queda más que saber que todo va para mal, que ni programa, ni proyecto satisfacen. Por otra parte, ahí, otra vez, late el reverso de lo plebeyo, que se sabe pesimista en la historia, pero se mantiene loco y necio en la ontología, en la materia misma de todo cuerpo.

Notas a algunos fragmentos de La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark

Estas son sólo algunas ideas desparpajadas sobre la tercera sesión del ciclo de lectura que Ana Vivaldi, amablemente, organizó para el VK. Anoto sólo primeras impresiones acerca de un fragmento (p. 54-72) de La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark

La vida es, quizá, sobre todas las cosas vulnerable. No obstante, al menos hasta antes de la COVID, y quizá aún todavía, la idea que se vende, que se come, que se lee, que se vive, es la de una vida inmunizada, invencible, blindada y accesible para todos siempre a través de la limpidez de los cristales del neoliberalismo. Para nadie era un secreto que esa vida “invencible” depende de la alienación, o habituación, a un régimen que nos engaña y nos somete, pues es “imposible eludir el mandato de ser productivos en el espacio del mercado. La voz del orden ha sido inmanentizada y actúa como compulsión a desarrollar estrategias de valorización sobre nosotros mismos, a participar activa y voluntariamente de los dispositivos de valorización mercantil” (66). Esa vida, abnegada de su propia vulnerabilidad, es el vitalismo del neoliberalismo, una compulsión. Sin embargo, siempre parece emerger una movilización de lo sensible, una escucha del síntoma, un punto en el que pasamos primero “por no entender” (68), por el que los errores se vuelven productivos, por el que las suspensiones o los pasos hacia atrás son necesarios y precisos.

Una ofensiva de lo sensible estaría en buscar potencias ocultas o ajenas a toda estrategia del neoliberalismo. Sin embargo, aunque la crítica al propio sistema neoliberal es clara en el fragmento de La ofensiva…, no es aún preciso decir que ciertos “ejercicios espirituales” vayan a diferenciarse tan fácilmente de las estrategias del coaching. Esto es, que si el neoliberalismo reconoce su coaching como un ejercicio espiritual, nosotros, los que insistimos en la tarea crítica caemos presos del juego de transparencias y equivalencias del modelo neoliberal al reconocer que nuestras prácticas no son coaching, pero sí ejercicios del espíritu. Si el neoliberalismo es la voluntad de organizar “la intimidad de los afectos y de gobernar las estrategias existenciales. Llamamos neoliberalismo, entonces, al devenir micropolítico del capitalismo, a su manera de hacer vivir” (61), entonces, las oposiciones son, en buena medida, la leña que alimenta el fuego del soplado y transparente cristal del sistema neoliberal. Por otra parte, ¿no será más bien que la contradicción también demuestra la vulnerabilidad de la vida y que esto es precisamente eso que cataliza la emergencia de las potencias?, ¿no será que la contradicción propia del modelo neoliberal ya propulsa hacia “ese no-poder, trocado en una escucha, [que] es ya signo de la elaboración procesal de una potencia” (69) y así, por tanto, el neoliberalismo nos impulsa como nos detiene?

El neoliberalismo puede ser también una intoxicación del mercado, un dopaje de su forma. No es que la forma mercado esté limpia, que sea justa o que tenga alguna forma pura o verdadera. Sino que los males del neoliberalismo son también parte estructural de la labor silenciosa del estado, de su labor por cerrar y cancelar las posibilidades en que lo sensible podía, de una u otra forma emerger. Como Guillaume Sibertin-Blanc menciona, el mercado neoliberal se satura en los procesos de acumulación alargada y así el estado interviene sucesivamente con un nuevo proceso de acumulación originaria para generar un nuevo hueco a saturar (Politique et État chez Deleuze et Guattari, 211). Así, estado y capitalismo tejen una red que mucho abarca y captura. Uno no llega de ciudadano a consumidor sin el silencio concesivo del estado. El panorama se ve terrible. No obstante, por lo último que se lee en el fragmento de Sztulwark y por las entrevistas de Contra ofensiva sensible, uno puede intuir que a pesar de la reproducción alocada del modelo neoliberal, cada forma de reproducción social no sólo carga con su dosis de abyección, pero también con las herramientas para la recodificación de una potencia secreta que escape de la lógica del estado y del capital. En estos días, hablar de contrarrevolución resulta absurdo, pero la idea de programa persiste, la potencia se equivoca, no entiende, pero aún insiste.

Situaciones del “profesorado” en tiempos de COVID

Weave mirror (2007). Daniel Rozin

 

Con miedo a caer en una terrible precipitación, me arriesgo a pensar sobre el rol de los que “enseñamos algo” en estos tiempos de pandemia. Sí, es cierto, se ha perdido mucho, demasiado, tal vez. Las escuelas sólo siguen contando los números de estudiantes felices, sólo se sigue pensando en la forma en que la universidad no ha sabido apropiarse de los espacios más íntimos de los estudiantes para usarlos en su contra. Cada vez con más delirio los jefes de departamento, los profesores, los decanos, cualquiera que tenga algo de autoridad pide una prueba de la energía de los estudiantes. Los modelos estudiantiles buscan mayor productividad: colegas invitan a sus clases de simulacro sólo a aquellos que piensan igual que ellos. Y claro, no está para menos la situación, en tiempos de COVID sólo se quiere escuchar a los que piensan igual a uno, el desacuerdo está fuera de lugar, las preguntas extremas están todavía más desterradas.

A los que de forma necia hemos decidido estudiar algo que (nos) apasiona, pero nada nos tiene que retribuir (aunque de esto dependa el resto de nuestras vidas), las nuevas medidas de la pandemia no hacen sino deprimirnos. ¿Qué podemos enseñar en este conexto?, ¿nuestra vulnerabilidad?, pero ¿no ha sido claro que siempre hemos sido vulnerables, que siempre hay algo que nos falta y que precisamente eludimos esa carencia porque para nosotros la enseñanza no es una fórmula o una carencia que haya que satisfacer? Enseñar es exhibirse. Un amigo, un profesor (al que le debo mi escritura, y por supuesto más de una noche desasosiego —y claro, miles de crisis), siempre decía que un profesor universitario pasaba por diferentes “estados”. Este amigo me decía, “´primero pasas a ser comediante de ‘stand-up’; luego pasas a ser predicador y luego exorcista”. Terminábamos nuestras charlas con risas, sobre todo luego de que cada uno imitaba a un exorcista. Lo cierto, claro está, es que todos los que hemos estado frente a un grupo, a veces, quisiéramos que los estudiantes entendieran, por fuerzas ocultas, que el conocimiento viene de una invocación-ritual, que todos fuéramos exorcistas y que “el-mal-saber” no tuviera lugar en la clase. Claro, todos fantaseamos con esto, pero ¿hay un mal saber?

Luego de leer algunos textos del Colectivo Situaciones, sobre todo su hipótesis sobre la carencia de objeto en la investigación militante, uno pudiera preguntarse sobre el lugar de esta investigación en tiempos de la COVID. Si la situación es lo que determina las opiniones, ahora más que nunca compartimos algo en común. No obstante, ya nos fallamos: en Europa, y en muchas partes, los debates ahora son por saber porqué algo tan común, como la pandemia, no pudo unificarnos. Así, nuestra situación tiene algo particular: una capacidad de horizontalizar afectos en el plano más cercano y la de diversificar presentimientos en el plano más lejano. Un militante comprometido compone, por lo que se lee en Situaciones, pero a la vez experimenta. Esto es que antes de la composición hay una suerte de idealización, de imagen, de aquello que un cuerpo puede hacer. Claro que siempre hay un excedente de esta predicción, pues el cuerpo siempre nos excede, siempre se escapa a las predicciones. No habría, entonces, que abandonar las predicciones, pero sí la manera tradicional de hacerlas. Es decir, habría que desechar los modelos estudiantiles que piden siempre capturar, y mejor proponer fuerzas pasivas que saben cómo comenzar pero nunca hacia dónde ir. Suena todo esto a ese viejo slogan, ése de no saber qué querer pero sí cómo conseguirlo. A mi generación (nuestra generación) no nos sobran las imágenes pero sí los medios para producirlas, y más aún, la disputa de éstos medios de producción. Nosotros somos la generación que no soñó, pero sí repitió sueños; que no lloró, pero sí se perdió en los ruidos de la tristeza. Igualmente, somos la generación que sabe ocultar la cara en conferencias, que sabe seguir escribiendo en medio de comentarios difíciles, que sabe eludir cualquier captura, que sabe guardar secretos, vengan de dónde vengan. Nuestro rol, entonces, ahora que hemos reconocido nuestro lugar, está en saber que las imágenes nos van a acompañar (y nos han acompañado) por largo rato, que la imagen no se subordina, pero sí que el deseo mismo la excede. Enseñar en estos tiempos es exhibirse. Uno pasa de exorcista, diría mi muy querido amigo, a youtuber o instagramer, igual la imagen nos excedería, e igual nada nos capturaría completamente.

Una breve historia de enredos entre el dinero y la mercancía

Notas sobre Siete cajas (2012) de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori

“La mercancía es, en primer lugar, un objeto exterior, una cosa que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas del tipo que fueran. La naturaleza de esas necesidades, el que se originen, por ejemplo, en el estómago o en la fantasía, en nada modifica el problema.” Esta es una de las primeras formulaciones que aparecen en el canónico capítulo sobre las mercancías que Karl Marx escribiera en el Capital. A su vez, en Siete cajas (2012) de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori se ilustran ciertos comportamientos de la mercancía y sobre todo de la forma en que ésta satisface a otros cuerpos. La historia de Víctor, un carretillero en un mercado inmenso en Paraguay, es, en cierta medida, una historia sobre el dinero y su complicada relación con la mercancía. Esto es que Víctor, para poder comprar un celular con cámara y así multiplicar su imagen, debe entrar en relación con patrones que sólo buscan la oportunidad de mover una mercancía —el cadáver partido en siete de la mujer de un comerciante árabe— y ganar una gran suma de dinero. Así, Víctor se hace de una historia en el momento en que decide arriesgar su vida al transportar por un tiempo indefinido las siete cajas de esa “misteriosa mercancía”.

En Siete cajas no hay villanos ni héroes. Todos los personajes desean satisfacer sus apetitos: los policías su amor erótico, los criminales su codicia, otros criminales la salud de sus parientes, otros más sólo desean pasarla bien y Víctor sólo desea ver su imagen dentro de los sueños de la máquina, es decir, él sólo quiere verse de forma narcisista dentro de los medios de producción que también son los medios de su opresión. Víctor sueña con verse como los personajes de diversas películas que ve, incluso imita a la Tony Manero los diálogos en inglés de películas que consume. Víctor vive presa del sueño de otro(s). A lo largo de toda la película, todos los personajes esperan siempre conseguir una manera en que sus relaciones con otros personajes sean beneficiosas. Con esto, cabría decir que Siete cajas ilustra como la lógica del mercado se ha incrustado en la médula de los huesos de todos, desde las satisfacciones más simples, como el hambre, hasta el deseo o la fantasía, todo pasa por esa complicada relación que guardan dinero y mercancía.

En la clásica fórmula marxista, D-M, “M” es menos una mercancía y más la conjunción entre la fuerza de trabajo y los medios de producción. Si siempre hay un dinero antecesor o presupuesto (D´) al primer ciclo de intercambio entre dinero y mercancía, entonces, se tiene que el dinero no puede dividirse, pero la mercancía, aparentemente, puede partirse tanto le plazca. Justamente, este es el catalizador de la narrativa en Siete cajas, pues Víctor recibe un billete de cien dólares partido por mitad con la promesa de que luego de que cumpla con su tarea (pasear la mercancía —el cadáver partido de una mujer) verá su recompensa completada. El problema, claro está, es que los billetes de cien dólares pierden su valor una vez partidos. De igual manera, cualquier división o promesa de dinero en la película termina mal: la hermana de Víctor intenta ayudar a una amiga que acaba de dar a luz y el dinero se pierde en el suelo del hospital; los “socios” que orquestaron el secuestro de la mujer desmembrada que lleva Víctor por todo el mercado terminan peleándose y unos mueren; Nelson promete dinero, que no tiene, a sus compinches por matar a Víctor y el primero muere. Partir el dinero no es ganancia. La pregunta es, entonces, ¿por qué una mercancía se puede partir y seguir generando valor? Y más aún, ¿por qué el cuerpo de una mujer puede/debe sostener la mistificación misma de la producción de valor? Siete cajas no responde del todo a estas preguntas, pero sí apuesta por la distribución y multiplicación de la imagen de los deseos que se satisfacen por medio de las mercancías. Es decir que la película de Maneglia y Schémbori posiciona a Víctor dentro de un sistema cerrado donde su única aspiración es ver aquello que desea desde el hueco de una cámara de celular para que así su imagen se distribuya y se multiplique. En este orden de ideas, los deseos de Víctor están siempre capturados, carentes siempre de imaginación. Sin embargo, como se ve al final de la película, esa sonrisa que da Víctor, en primer plano, guarda una potencia ambivalente que sugeriría no sólo la reproducción de un sistema narcisista de la satisfacción de los deseos, sino también la producción de una ambivalencia, un terror, un suspenso, un secreto y un misterio que cargan todas las sonrisas. Esto es así porque el dolor y la tristeza nunca guardan secretos ni misterios en el cuerpo que los expresa y al contrario, cada sonrisa y cada alegría dentro de un mundo echado a perder, podrido y cerrado antes de comenzar, guarda una potencia ambivalente, casi constituyente de ese caos que orquesta los movimientos más esenciales de todo mercado. En el caos del mercado parece siempre sugerente la emergencia de una práctica o de un sujeto que contenga ese caos, que quizá evite el enredo constituyente de la narración (pero tal vez, sin ese enredo, no haya narración). 

Algunas apostillas sobre la visita de Rita Segato

Algunas apostillas sobre la visita de Rita Segato
(y en defensa del Koerner’s Virtual)

«Tout le malheur des hommes vient d’une seule chose, qui est de ne savoir pas demeurer en repos, dans une chambre»  Blaise Pascal

Con temor a caer en esa labor de aquellos que reescriben —porque muchas veces traicionan— lo que se dice en las conversaciones, habría que recuperar algunas preguntas y puntos que se tocaron muy brevemente en la charla que hace algunas horas tuvo el grupo del “Virtual Koerners” con Rita Laura Segato, que muy amablemente nos regaló más del tiempo que había acordado estar con nosotros.

Hay, al menos dos preguntas que requieren atención y discusión (quizá faltan otras):

  • ¿Cómo cambia el mandato masculino en el tiempo? ¿Es correcto el decir que en estos tiempos apocalípticos del capitalismo este mandato demanda más violencia del varón? ¿Ha cambiado el rol de las mujeres en este mandato?
  • ¿Cómo la domesticidad, que “nada tiene de privado o de íntimo”, se puede seguir reconceptualizando en tiempos de pandemia, cuando es impuesta por el Estado y sigue complicando la relación entre el mundo “de afuera” y el mundo “casa adentro”?

Las preguntas, de cierta manera, ratifican algo que se ha notado y anotado a la labor de Segato. Esto es que, detrás de la domesticidad y del rol emancipador de la mujer, al menos en esa necesidad de regresar o restituir esa historia de la prehistoria del patriarcado, esa historia dual y no binaria —que parece el primer objetivo de la labor feminista [según Segato, otra vez]—, hay un esencialismo. Por otra parte, estas preguntas pudieran encontrar cierta resonancia y respuesta en esa idea de Segato en abandonar la idea de humanidad. Es decir, que aunque el rol de las mujeres pudiera haber cambiado, o si el estado es el que exige la domesticidad, la salida que habría que buscar es la renuncia a la humanidad, construida e interpelada por el estado, y apostar por una existencia. Segato en la charla hablaba de un paisaje no-converso. Hay, quizá, un umwelt sin estar en la misma baldosa, un lugar que es condición de nuestras condiciones, por retomar eso que escuchamos en la charla de Alberto Moreiras. No obstante, la pregunta, otra vez, al menos para mí, sería pensar si todo esto no es una nueva demanda por la acción y por lo tanto no una demanda por la fascinación de la imposibilidad, de la muerte y de la crueldad, sino una afirmación más de la vida, que a todos nos excede. El comentario sobre estas preguntas es más una invitación (y a la vez una demanda) a la charla.

La reunión con Segato comprobó que hay muchos de sus temas que no nos mueven el piso ya. Esto es que con leer la obra de un autor basta, hasta cierto punto. Las charlas en vivo son más carácter institucional. Sin embargo, hay algo no codificable en ese cuadro de zoom, y en esos parches que se extienden en la pantalla del ordenador o del celular. Justamente, esa empresa, la de acercarnos a eso que escapa al carácter institucional, es lo que da más ganas para seguir leyendo o escribiendo, y más aún las charlas como la de hoy ratifican que tener desacuerdos es más productivo que juntar un puñado de acuerdos entre gente apática y que no quiere participar de ninguna forma (ni siquiera tomando notas). Habría que mantener abierto el canal con Segato y con los demás invitados (y sobre todo participantes del Koerner’s Virtual—sean ocasionales o frecuentes). Tal vez esos canales, a la larga de esta pandemia, que sigue sacudiendo viejos hábitos, puedan darnos otras respuestas.

Contra-pedagogía como semiótica

Contra-pedagogía como semiótica
Algunas notas sobre “Contra-pedagogías de la crueldad. Clase 1”

La primera clase de los seminarios impartidos por Rita Segato, que se convertirán luego en el libro Contra-pedagogías de la crueldad (2020), resume temas presentes en toda la obra de la antropóloga. La clase, al menos en su formato escrito, está dividida en diez apartados y una ronda de preguntas. Si bien, la clase es pedagógica, ésta está lejos de seguir moldes tradicionales, o al menos, Segato afirma su intención de comunicar a manera de diálogo polifónico. El fluir polifónico que registra la voz de Segato, vuelta prosa en la versión escrita de la clase, comparte saberes sobre el género, la violencia, el racismo, la colonialidad del poder y del saber, el eurocentrismo y el rol que juegan “los intelectuales” en la sociedad contemporánea. Por otra parte, hay un elemento no mencionado, pero aludido en toda la clase y éste mismo condiciona la articulación de toda la reflexión. Si la clase es polifónica y comunicativa, es porque la clase en sí misma también reflexiona sobre la posibilidad de comunicar y más aún sobre el funcionamiento de la comunicación. La comunicación fluctúa, no cristaliza interpretaciones.

Segato comenta algo particular que experimentó. Esto es, que su trabajo etnográfico en los años 70 excedía, no encajaba, o simplemente no era explicable por las categorías tradicionales con que la antropología estudiaba el género. “No tenía como nombrar lo que había encontrado” (24), dice Segato. El grupo analizado, en el que se ve cómo “un orixá coadyuvante o ‘adjunto’, un organismo biológico que sólo juega un papel en la división del trabajo ritual y un papel social que permite a mujer u hombre en sus muchas variedades ejercer el liderazgo político de la comunidad” (24) desafía completamente las normas de género convencionales. Para darle palabras al silencio antropológico, Segato dice que “recordé la gramática, con sus sustantivos masculinos y femeninos, con sus artículos masculinos y femeninos, donde masculino y femenino son atribuidos por reglas arbitrarias.” (24). Sólo dentro de la arbitrariedad lingüística es que se puede explicar la variedad de géneros, o mejor, la no reciprocidad entre cuerpo humano y su expresión sexual y lingüística. Si “el género organiza el mundo de la sexualidad, de los afectos, de los roles sociales y de la personalidad” (26), lo mismo se podría decir de la lengua y su eficacia simbólica, que, como el género, no requiere de manifestaciones abstractas ni espectaculares, sino de gestos, sonidos, manifestaciones silenciosas, constantes y reiterativas.

Casi al centro de la clase, cuando se contextualiza sobre la conceptualización de la violación como violencia expresiva, el problema del lenguaje aparece de nuevo. Los violadores entrevistados por Segato se quedan sin palabras. “Tuvimos largas conversaciones, sin límite de tiempo, lo que constituyó una oportunidad única de escudriñar el universo mental de un violador. Y uno de los temas centrales fue precisamente la ininteligibilidad de su acto [el énfasis es mío]” (39). Si para describir el género de los otros había que dejar la antropología y recurrir a la gramática, desde dónde o cómo habría que llenar ese silencio en boca de los violadores y agresores, o ¿habría que dejar la expresión tal cual es, silenciosa? Conforme prosigue la clase, se enfatiza siempre una forma de lectura semiótica, esto es, que la violencia siempre es interpretable, que siempre tiene un horizonte de sentido, de expresión y de significado, pero que también estos elementos pueden cambiar. Así es que los cuerpos de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, para Segato, escriben algo. Pronto, esa espectacularización de la violencia sirve para expresar un poder soberano, o un poder de “una segunda realidad”, un poder “mafioso”. No es de sorprender así, que en otra parte Segato enfatice la necesidad de un estado “restituidor de foro étnico o comunitario [que] podrá proteger a la gente” (La guerra contra las mujeres 178). No obstante, ¿no será que el mismo estado, en cualquier variante, guarda silencio, como los violadores entrevistados por Segato, frente a todos los abusos porque precisamente el estado y los violadores comparten “ADN” [este último símil es de Segato]? Es decir, ¿no será que la violencia más peligrosa no es la espectacular —preocupante y grave—sino la violencia más silenciosa, incapaz de narrarse, o al contrario capaz de ser interpretada de tantas formas como sea posible? Más aún, si la violencia es siempre interpretable, ¿no es ésta también la misma lógica del estado, que “guarda” el monopolio de la violencia y sólo él sabe cómo leerla? Habría en el texto de Segato un atisbo de respuesta, que sugeriría pensar una contra-pedagogía como una semiótica y no como una hermenéutica. Pues semiótica y contra-pedagogía abandonan todo tipo de profesionalización, (como se lee en la ronda de preguntas), de cristalización de las interpretaciones. Con esto, se abre la posibilidad de volver a interpretar, o de no hacerlo y comenzar a conceptualizar.

Complejo de Prometeo

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Complejo de Prometeo
Notas sobre Las cosas que perdimos en el fuego (2016) de Mariana Enríquez

Por Ricardo García
Estudiante en el Doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)

Los 12 relatos que forman la colección Las cosas que perdimos en el fuego (2016) de Mariana Enríquez pudieran ser eso que el título evoca. Es decir, que cada relato sería algo que se perdió en la hoguera de ese fuego fatuo al que llamamos, por comodidad, postmodernidad. Míticamente, el fuego es aquello que Prometeo robó para alumbrar las tinieblas en que vivían los mortales griegos. El fuego de Enríquez tiene carácter prometeico y ritual. Sin embargo, los cuentos no alumbran nuestra oscuridad, sino que, con sus llamas, nos oscurecen dentro un hornillo demente, adicto y hambriento que no se puede parar, que todo se traga. Este es el fuego ritual de la posmodernidad. En este sentido, las cosas que perdimos en el fuego son familias, casas, pueblos del oriente argentino, inocencia, maridos, hijos, parejas, niños criminales y asesinos, gente deforme e intoxicada, mujeres incendiarias, madres adictas y preocupadas, padres ausentes, ríos contaminados, trabajos, huérfanos y religiosos enloquecidos.

El fuego de Prometeo permitió iniciar los sacrificios que daban forma a la cotidianidad griega. Prometeo no se preocupó por las cosas que habría que sacrificar y entregar a las llamas por complacer a los dioses, pero sí en cómo engañar a éstos para beneficio de los mortales. Los relatos de Enríquez, por su parte, también podrían apostar por ese engaño, es decir, por tratar de burlar a ese fuego de nuestros tiempos. Hay, en este sentido, una progresión en la colección. Del primer relato, que narra la desaparición de un “chico sucio”, como lo llama la narradora, y la aparición del cadáver de un niño que fue cercenado y mutilado en un barrio sórdido y ruinoso (Constitución) de Buenos Aires, se llega a un relato donde el fuego y la violencia tienen una función simbólica y política. En otras palabras, mientras en el primer relato no se explica ni la desaparición del chico sucio, ni leitmotiv del asesinato del niño mutilado, en el cuento que cierra la antología, “Las cosas que perdimos en el fuego”, la violencia tiene una función y forma parte de un rito: inmolar cuerpos de mujeres para fundar un mundo ideal de hombres y “monstruas”.

El cuento “Las cosas que perdimos en el fuego” comienza con un recuerdo de Silvina, personaje principal, en el subte de Buenos Aires. “La chica del subte”, probablemente la primera mujer en ser quemada por su esposo, sube a los vagones del transporte colectivo y besa a los pasajeros. Recibe propinas y limosnas, pero no para operarse las quemaduras, pues las cirugías “no tenían sentido, nunca volvería a su cara normal, lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida –nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera en puestos donde no hiciera falta verla” (pos. 295.0 / 315). Conforme progresa la narración, se cuenta cómo más mujeres son quemadas por sus parejas. La violencia contra las mujeres llega a tal grado que, en una estrategia radical, grupos de mujeres deciden prenderse fuego a ellas mismas, quemar la imagen que les había sido impuesta desde siempre. Las autoridades incrementan el control y la represión para evitarlo. Silvina participa en una hoguera filmando a una mujer que quiere difundir su inmolación. El video es visto en internet por millones. La madre de Silvina y una amiga suya son jefas de dos hospitales que atienden a las quemadas luego de su ceremonia, hasta que el gobierno desbarata la red de “Mujeres ardientes”. A pesar de las represalias, las hogueras siguen. “Algunas chicas dicen que van a parar cuando lleguen al número de la caza de brujas de la Inquisición” (314.0 / 315). Silvina duda del movimiento y “sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas” (314.0 / 315). Al final del relato Silvina no puede escuchar claramente a su a su madre y a la amiga que conversan sobre las hogueras, sólo escucha que “ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego” (314.0 / 315).

La historia enfatiza la relación entre “la quema” provocada por los esposos de las mujeres y la inmolación de las mujeres. “La quema” sería una herramienta de liberación de las mujeres, al mismo tiempo que antes fue una herramienta de opresión sobre sus cuerpos*. Si el fuego ritual destruye la imagen “normalizada” de la mujer, también da una nueva belleza, como dice la chica de subte. El problema, por otra parte, es que esta nueva imagen, aunque se produce en un nuevo ritual, voluntario y solemne, depende aún del cuerpo de las mujeres como única ofrenda sacrificable y la lógica de producción de la nueva imagen quiere a toda costa repetir el número de mujeres quemadas en tiempos anteriores, como si hubiera que igualar un marcador. Así, el problema del fuego no es el problema de su apropiación para la opresión o la liberación, sino que el fuego, siempre relacionado al sacrificio, al ritual, a los inicios y finales “del mundo”, guarda una estrecha relación con la reproducción de la realidad, pues el fuego es inmanente a la vida, como el sexo o la violencia. Desde esta perspectiva, tanto “Las cosas…” como otros relatos de la antología no hacen apología sobre aquello devorado por el fuego, pero sí evidencian la terrible situación de una realidad que se consume en clics sedientos de morbo y hambrientos por ver atrocidades (“Pablito clavó un clavito” y “Verde rojo anaranjado”), que sigue condenada por viejos fantasmas como la dictadura  de Videla o los conflictos por las Islas Malvinas (“La Hostería”; “Fin de curso”; “Nada de carne sobre nosotras”), que se vive intoxida para sobrevivir  y donde se es incapaz de producir lazos de ayuda entre los que más sufren de los “descontentos” de la posmodernidad (“Chico sucio”, “Los años intoxicados”, “Tela de araña”, “Patio del vecino” y “Bajo el agua negra”). Se perdió mucho en el fuego, pero no vale la pena llorarlo. Antes bien, parece que nuestra mejor actitud frente al fuego, posmoderno o de cualquier tipo, es la de ser responsables pero estar desempoderados, la de contar(nos) historias, para ver lo que se perdió, lo que queda y lo que podría perderse, o si acaso cambiar.

*Valdría revisar lo que otros han escrito sobre esta distinción, ya sea para la producción de géneros nuevos ” o sobre la dificultad de renunciar a la imagen de género y la distinción de arma y herramienta.

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