Apuntes sobre lo doméstico

Richard Hamilton, Just what is it that makes today’s homes so different, so appealing?Domesticar, doméstico, domesticidad… Al escuchar estas palabras las primeras imágenes que me vienen son las de un domador de fieras. Y casi simultáneamente, la amplia cocina de adobe y piedra de la casa de mi abuelo en una aldea perdida por Ávila, en medio de un secarral que hoy en día está deshabitado. Una cocina cubierta de telarañas y cuyo hogar (nombre que se le daba antiguamente a la chimenea) ha sido también tapado.

Tales imágenes tienen que ver con la misma etimología de lo doméstico: el diccionario nos informa que proviene del latín domestĭcus, de domus “casa,” y hace referencia tanto a todo lo que pertenece a la casa, como a los animales que se crían en compañía del hombre (opuestos a los salvajes).

De este modo, cuando se sugiere que el mundo doméstico es de las mujeres nos imagino no sólo dedicadas a todas las tareas del hogar a lo largo de los siglos, sino también como animales salvajes sometidas “a la vista y compañía del hombre” (como nos indica, de nuevo, el diccionario). Animales de compañía, como los gatos que, según me dijeron hace poco los del control de plagas, ya no asustan a las ratas al saber que dejaron de ser cazadores salvajes hace mucho tiempo. Una lástima pues nos acompañan pero han perdido parte de su poder dentro del espacio común.

La idea de que el espacio doméstico nos pertenece a las mujeres y, por el contrario, el espacio público a los hombres es ciertamente muy problemática: aceptar la misma división del mundo de las dos esferas implicaría aceptar el (injusto) reparto laboral por sexos. Sin embargo, la frontera entre estos dos mundos –público y privado– es bastante porosa y siempre ha habido algo de una esfera que se escapa a la otra, interacciones y contactos.

Ahora bien, retomar esta división para hacerla visible no siempre implica aceptarla. Creo que en muchas ocasiones posibilita el hacer notar y discutir tal reparto y la desigualdad que conlleva, paso inicial para transformarla. Segato propone empezar a nombrar esas historias del espacio doméstico de forma que creen una nueva retórica que haga frente a la dominante (la del valor de las cosas) y refleje lo que ella llama “política de los vínculos” y que asocia a lo femenino.

Pero, una vez más, dicha asociación puede resultar problemática. Al igual que cuando se asocia a la mujer a los cuidados (del hogar, de los hijos, de los mayores, de los enfermos, de las plantas, de los animales…) no podemos olvidar que es una labor histórica y arbitraria, al asociar a las mujeres a ciertos modos de sociabilidad y hacer política, no se debería perder de vista su carácter contingente. Nada hay que por nuestra fisiología haga mejores a las mujeres para los cuidados como todavía algunos se empeñan en asegurar, como tampoco en el pasado histórico las mujeres se encargaban de ello en exclusividad.

Muchos enfatizan que al ser nuestro cuerpo el que alumbra y sostiene la vida por medio del embarazo y el amamantamiento tal función biológica tiene un correlato social; sin embargo, según Durkheim todo lo social requiere una explicación de orden también social, no biológica. Por lo que tal vinculación de las mujeres a los cuidados tiene que ver más con los modos opresivos que se han usado históricamente para controlar a las mujeres en un espacio creado para ese fin. Tal espacio, además, ha ido adquiriendo una serie de significados relacionados con lo íntimo, lo privado, lo familiar y, hoy, lo individual, despojando de lo social y político al trabajo reproductivo (con el que me refiero no sólo a la procreación sino a todo el trabajo de cuidados y doméstico que facilita el sostenimiento de la vida). Según Bourdieu, “el orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya” (Dominación 22).

El simbolismo de tal espacio doméstico es lo que Segato propone transformar adoptando una nueva retórica, a pesar del riesgo esencialista que implica nombrar lo que ha estado por tanto tiempo en los márgenes de la política en una supuesta naturalidad.

El peligro mayor, no obstante, está en la aceptación e inmovilidad de tal espacio donde seguiríamos siendo animales de compañía. Animales que al tomar el espacio público se exponen a recibir, como sabemos, acusaciones de ser salvajes que cometen actos vandálicos.

Parece necesario para la des-domesticación de lo doméstico y cambiar el rumbo de la historia de violencia contra las mujeres dejar de una vez atrás esa simbología del hogar y la mujer como su ángel o animal de compañía del hombre: seamos, en cambio, (todas y todos) compañeros salvajes.

Cuerpo y fuego

“Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enríquez

Por Olga Albarrán
PhD en Estudios Hispánicos de la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)

El fuego, en muchas tradiciones originarias, no pertenecía a los mortales, tuvo que ser robado a los dioses. El tlacuache, en algunos mitos prehispánicos, fue el encargado de hacerlo. Para los griegos, fue Prometeo. Y gracias al fuego, nació la civilización… Y la inmolación. El fuego purifica por medio de la destrucción, uniendo principio y fin en una misma llamarada. Quizá por ello provoca a un tiempo terror y fascinación: permite acabar con todo en cuestión de segundos ofreciendo la oportunidad de un nuevo comienzo.

En “Las cosas que perdimos en el fuego,” Mariana Enríquez relata también otra historia del robo del fuego a los que se creyeron en algún momento dioses. Su cuento narra cómo un grupo de mujeres decidieron auto-inmolarse para carbonizar toda huella de feminidad, la principal culpable de la furia machista, con la esperanza de acabar así con el mundo viejo y encender uno nuevo en donde sus cuerpos no sean calcinados a causa de su misma corporalidad.

El cuerpo de la mujer, como sabemos, ha sido identificado con la naturaleza en la tradición humanista occidental (la cual ha naturalizado asimismo sus propias construcciones), mientras que el del hombre ha sido equiparado al reino de la razón. Cuerpo y mente, dos extraños entre sí que mantienen una relación desigual. Y la mente, dicen, es la que debe mantener al cuerpo (ese gran enigma) bajo control.

Al igual que a la naturaleza.

En el campo, por ejemplo, se realiza periódicamente una quema de rastrojos para regenerar el terreno y poder cultivarlo. O, históricamente, se ha venido incendiando algunos cuerpos de mujeres para “beneficio” del campo social. Como recuerda una mujer en el cuento: “siempre nos quemaron,” evocando la quema de brujas que durante siglos bien servía de escarmiento y advertencia para toda (potencial) desviación.

Tras arder, sin embargo, la regeneración puede ser simplemente una copia de lo anterior, como el Ave Fénix. O no, como sugiere la chica del subte del cuento: arde y resurge a una nueva vida en que su sensualidad y belleza han sido completamente calcinadas a manos de su marido. Ahora es un monstruo que provoca compasión y rechazo, pero también, como el cuento insinúa, la chispa de la rebelión.

Y el contagio.

El fuego sigue acabando con la vida de otras mujeres: sus parejas (y padres) las rocían con alcohol y queman vivas. Como una “epidemia” que se va propagando por la ciudad, los crímenes contra las mujeres se reproducen rápidamente. Hasta que, en el relato, llega el contraataque y un grupo de mujeres se apropia de los modos incendiarios de sus agresores y empiezan a auto-infligirse quemaduras en hogueras rituales. Su plan es crear una nueva realidad de “hombres y monstruas,” escapando así a la mirada que al ser mujer las convertía en presa, adquiriendo, en un doble sentido, “anti-cuerpos.”

Ese nuevo mundo que propone el relato es, no obstante, perturbador. Un mundo que, como a la amiga anoréxica, si bien le permite tomar el control, le conduce a la muerte. Las alternativas que hace plantearnos el relato de Enríquez para erradicar la violencia machista tan presente en nuestras sociedades apuntarían entonces hacia otras líneas de acción, pues son demasiadas las cosas que podríamos perder en el fuego.

Nuestra tarea es ahora imaginarlas.

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