Por Rodolfo Ortiz
Estudiante en el Doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)
Reescribo unas notas sobre la palabra bizarre y cierta conexión que hallo con un cuadro de Joel Peter Witkin (una de las influencias de Nelson Garrido).
J.A. Miller propone no confundir la palabra bizarre con “bizarro”. Si la palabra española “bizarro” pasó de los adjetivos “valiente y esforzado” al opulento “grotesco”, bizarre sugiere un sentido más bien del lado de lo impar, de lo odd. En este sentido, usar un diccionario para definir esta palabra ya es en sí mismo un gesto antibizarre. Lo bizarre, en todo caso, florece en la abertura que quebranta una antigua conexión y, de esta forma, libera un saber. Para pulsar esta diferencia vale la pena volver al cuento de Poe, “The Angel of the Odd”, que Cansinos-Assens tradujo como “El ángel de lo grotesco”. En este cuento el narrador introduce al personaje del ángel como alguien portador de un acento en el habla que durante sus intervenciones e interferencias llegaba a configurar precisamente un gesto bizarre. Poe, ese “oscuro ángel de la zona increíble”, según Suárez Figueroa, hace hablar a un ángel en un espantoso acento alemán que representa el espacio de una práctica del habla perturbadora y trastocada. Un claro precursor de las peregrinaciones de Gombrowicz en la Argentina, sin duda, pues lo bizarre se engancha a un modo de la interpretación, a un modo particular del habla que interrumpe el sentido y desfamiliariza la lengua causando merecidamente imparidad.
Algo torna en bizarre cuando algún orden diverge del sentido común y se desestabiliza. Diría a favor de las reflexiones de Foucault, que un diccionario es lo menos bizarre que hay por el hábito de uso que se hace del mismo. Una práctica bizarre se define por su anomalía, su irregularidad, su discapacidad. De allí la fascinación que nos habita por los lenguajes mutilados, tartamudos, traslapados, que celebran siempre las fisuras del mundo. El genial fotógrafo Joel Peter Witkin elabora una réplica bizarre del cuadro barroco de Velázquez precisamente para perturbar, entre otras cosas, la categoría social de disability que los angloamericanos utilizaron para domesticar aquello que se nombró como “impedimentos [impairment] físicos y mentales” de sus habitantes. En Las Meninas (1987) de Witkin el efecto bizarre irradia, en todo caso, no en un encubrimiento sino en el mecanismo que pone a funcionar lo real. Aquello que operó en el barroco como fundamento o “doctrina exquisita” debajo del vestido, aquí es un espacio hueco conformado por un cuerpo, el de una Menina “discapacitada”, a quien no se le han desaparecido mágicamente las extremidades inferiores, sino que las expone en su faz de “par de piernas mutiladas” encima de aquello que malamente la cubre. Si Góngora celebró el vestido de un serafín (a mi serafín vestido/ hallé de un azul turquí/ que no se viste de menos/ que de cielo un serafín), aquí Lacan celebraría el “demonio pensante” de lo que carece de fundamento.
Por Rodolfo Ortiz
Estudiante en el Doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)
Decidí escribir esta nota porque el escenario boliviano sale a flote una vez más. La circunstancia detonante, en este caso al interior de VK’s, parte de la premisa de que en noviembre de 2019 se produjo un golpe de Estado en contra del régimen de Evo Morales. No soy militante político, tampoco afín a las lides de la tercera, quinta, ni décima internacional y menos a los ultrajes fascistas de la proto o ultraderecha. Mi territorio es la escritura y desde allí ejerzo los desbordes a los que me conduce esta práctica. Como muchos bolivianos asumo la condición de un ente abigarrado que abraza la precariedad de la vida, con una clara convicción anti-estatista para nada asintomática frente a las catástrofes políticas, en especial, de mi país. Desde ese lugar voy a referir algunos puntos que conciernen a la premisa señalada a un principio.
Pienso que el montaje dicotómico de los discursos neoliberal o de izquierda opera en un registro confrontacionista, por ende imaginario, inevitablemente propenso a la violencia. Neoliberales y revolucionarios, en mi opinión, son harina del mismo costal. Harina que amasa el control económico en el costal de la ocupación del poder. Quiero decir, ambos operan meticulosamente en la instrumentalización de sus consignas, recreándolas estratégica y tecnocráticamente en un discurso especular que hace de la confrontación la razón de ser de un proselitismo basado en la rivalidad y la paranoia. Su tema es fabricar un escenario donde se muestre al mundo que la sociedad está dividida entre opresores y oprimidos.
Pienso también que los momentos de crisis siempre se hacen visibles junto a momentos de acumulación originaria que surgen allí para lidiar con esa crisis. En Bolivia una acumulación de este tipo fue la que detonó en noviembre de 2019 de manera multisectorial y no en el sentido de la instrumentalización del indígena que la izquierda latinoamericana utiliza como reserva moral de su régimen.
En ese marco sostengo que no hubo golpe de estado en Bolivia, sino una renuncia estratégica frente al descontento y la indignación acumulada del pueblo boliviano. El autoritarismo y abuso antidemocrático, los actos de corrupción estatal, el narcotráfico descarado, el fraude y la sedición fascistoide de los grupos de choque del Movimiento Al Socialismo reavivaron un sentido de crisis que develó una vez más la enorme complejidad histórica que caracteriza a sociedades como la boliviana.
Desde una perspectiva constitucional, la renuncia tiene que ver con un vacío institucional estratégicamente fraguado por una cadena de renuncias. Morales renunció a su presidencia y obligó a cortar el proceso de sucesión institucional de la Carta Magna, pues su renuncia fue secundada por la renuncia de su vicepresidente, García Linera, luego renunció la presidente del Senado, renunció el presidente de la Cámara de Diputados y renunció el primer vicepresidente de la Cámara de Senadores. El vacío institucional que protagonizó intencionadamente Morales era imposible de sostener en un país constitucional y de horizonte democrático, aspecto que hizo que el Tribunal Constitucional de Bolivia emita una declaración indicando que no se podía aceptar tal vacío y que por tanto respetando la línea sucesoria constitucional le correspondía a la segunda vicepresidente del Senado hacerse cargo de la presidencia hasta la realización de nuevos comicios en el año 2020. Sin embargo, frente al vacío de poder y credibilidad el gobierno transitorio allí instituido a la larga no produjo una suplencia sino otro vacío, un vacío de increencia en el sentido del Unglauben freudiano: no querer saber nada sobre ninguna “verdad” y cancelar allí toda posibilidad de credibilidad política. Esto, se entiende, llega a ser un arma de doble filo.
La premisa que apoya la idea de que en noviembre de 2019 hubo un golpe de estado olvida dos aspectos fundamentales: primero, un referendo popular que el 2016 le dijo NO a la continuación (anticonstitucional) de un cuarto mandato consecutivo y, segundo, un descarado fraude electoral urdido a todo nivel, inclusive a boca de urna. La cantidad incontable de actos de corrupción, narcotráfico y depredación ecológica a la que se suman ambos detonantes, ocasionó una movilización ciudadana indignada por el abuso de poder y la vulneración de los derechos democráticos (y naturales, si recordamos el incendio forestal de 5,3 millones de hectáreas en la Chiquitanía). Frente al rechazo en las urnas de la Reforma Constitucional (Referendum) Morales presentó un recurso extraordinario ante el Tribunal Supremo Electoral (conformado en su mayoría por militantes de su partido), argumentando que según el recurso interpuesto por los sectores sociales afines al Movimiento Al Socialismo tenía el “derecho humano” para ser elegido según establece el artículo 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos. El Tribunal Supremo Electoral aceptó su postulación dos días antes de que venciera el plazo legal para aceptar candidaturas. La decisión de la justicia boliviana fue ampliamente rechazada por la sociedad civil. Hubo movilizaciones en La Paz y protestas en todo el país exigiendo la inhabilitación de Evo Morales. Pese a todo, el domingo 20 de octubre de 2019, la población boliviana fue a votar nuevamente para elegir a su presidente democráticamente. Pero ese día se consuma un fraude de proporciones escandalosas, que derivó en la renuncia y luego en la huida de Morales fuera de Bolivia. El fraude consumado se ampara en las investigaciones científicas y documentalmente respaldadas que están en el Informe de la OEA, informe respaldado por la Unión Europea. A la fecha ninguna estadística parcial (universitaria o partidista) pudo demostrar lo contrario.
A raíz de este fraude desvergonzado, del cual existen pruebas fácticas contundentes, la movilización ciudadana acata una huelga indefinida en nueve ciudades de Bolivia, paralizando el país por 21 días. Habrá que aclarar que fue Morales quien tildó estas protestas y bloqueos con el nombre de “pititas” porque la gente de los barrios bloqueaba las esquinas con cordones y banderas. Morales de manera sarcástica y despectiva afirmó públicamente que él podía dar cátedra a los bolivianos para enseñarles a bloquear, pensando que las movilizaciones pacíficas no tendrían resultado. Ante tales circunstancias, las movilizaciones ciudadanas y los cabildos fueron convocando a millones de bolivianos que demandaban echar del gobierno a Morales, a su partido político y a todos los funcionarios corruptos de ese régimen. Muchos sectores sociales (Central Obrera, mineros, trabajadores, sector médico, transportistas, juntas vecinales, etc.) le quitan también su apoyo, acto por el cual comienza una ola de renuncias de ministros, senadores y diputados afines al MAS, que culmina en la huida de Morales en su avión privado hacia el Chapare, zona de sus bases cocaleras, para desde allí emitir su renuncia el 10 de noviembre. En su huida Morales dejó instrucciones de hacer arder la sede de gobierno y atacar a las denominadas resistencias ciudadanas que ya habían sido hostigadas durante los 21 días de movilización sin que la policía interviniera. La noche de ese domingo, grupos de choque armados con dinamita, hicieron explotar la mitad de la flota de buses de transporte público del Gobierno Municipal de La Paz, ingresando a sus parqueos; atacaron diferentes barrios reventando a su paso cachorros de dinamita y lanzando piedras al interior de las casas. Incendiaron la casa del entonces rector de la Universidad Mayor de San Andrés de la Paz y militante por los DD.HH. Waldo Albarracín, intentando asesinar a su familia; así mismo, intentaron quemar y saquearon la casa de la periodista Casimira Lema del canal Universitario, etc.
Entre muchos otros actos de sedición propiciados por el MAS, como en Senkata, después de la renuncia de Morales se develó un video en el que instruía mediante llamada telefónica desde México a Faustino Yucra Yarwi (sujeto con sentencia ejecutoriada por narcotráfico) no solo bloquear sino cercar e impedir que “entre comida a las ciudades”. Tal acto de sedición y terrorismo fue denunciado y el 18 de diciembre del 2019 la Fiscalía emitió una Orden de Aprehensión que lo acusa de “delitos de sedición, terrorismo y financiamiento al terrorismo”. Se sabe que Morales salió de Ciudad de México para refugiarse en una mansión millonaria de Buenos Aires, cosa que parece no preocupar a ningún adepto al “socialismo siglo XXI”.
Por su parte, el actual gobierno interino de Jeanine Áñez tuvo que enfrentar no solamente la pacificación del país, sino también los actos de corrupción del anterior gobierno, a los cuales sumó otro tanto de su propia cosecha. Y como si fuera poco, tuvo que lidiar con una pandemia que hoy se sale de control debido a un sistema precario de salud. Dicho sea, el Parlamento (con mayoría masista) rechazó el proyecto de ley que daba luz verde a un crédito del Fondo Monetario Internacional para encarar los gastos de la pandemia. A esto hay que agregar que la torpeza del gobierno transitorio se coronó en el momento de la postulación de su presidente como candidata para las nuevas elecciones. Un gobierno que desde el 25 de enero de 2020 mira con un ojo la postulación a tal candidatura y con el otro sus responsabilidades constitucionales como gobierno transitorio.
Dentro de este entrevero de sucesos el panorama actual se torna aun peor. Evo Morales sigue hostigando a la ciudadanía y organizando a sus grupos de choque (milicia narcotraficante del Chapare) para atentar contra la vida de las personas mediante bloqueos armados de caminos impidiendo el paso de medicamentos y alimentos (40 muertos y 11 neonatos con daño cerebral por bloqueo de oxígeno, 2 muertos en ambulancias por bloqueo, 20 secuestrados y torturados, 15 camiones saqueados en actos vandálicos, entre lo más destacable). La sociedad boliviana nuevamente se encuentra en un vértigo social en el que sus demandas y derechos democráticos se ven intervenidos por la violencia narco-politizada de las huestes de Morales. El caso de la muerte del anciano albañil Mario Limachi por falta de oxígeno debido a los bloqueos causó mucha indignación. Se trata de un video donde este ciudadano de la tercera edad suplica a los bloqueadores por su vida. La doctora que lo atendió, Erika Pérez, luego dijo públicamente: “el Movimiento Al Socialismo ha engañado al mundo y a los bolivianos. Subí el video porque quiero que le llegue a la gente que está bloqueando, gente engañada por esa otra gente criminal, para que sepan que el pueblo sabe que son ellos, para la gente que los protege, para los gobiernos que asilan a estos criminales que nos están matando”.
El viernes 14 de agosto, Áñez promulgó la ley que modifica el plazo para la realización de las elecciones generales hasta el 18 de octubre. El poder Legislativo aprobó la ley señalando su carácter impostergable. Pese a este acuerdo, la Central Obrera Boliviana calificó la aprobación como “traición” porque no se consensuó con este sector y Felipe Quispe, dirigente radical del Movimiento Indígena Pachakuti, aprovecha la coyuntura para continuar con los bloqueos en el altiplano abriendo brechas bajo el convencimiento de que “soy de otro lado, no me siento boliviano, mi ideología es diferente, soy del Kollasuyo”. La ley disolvió los bloqueos en algunos sectores, pero el horizonte de una vida en común se despedaza cada vez más. Así lo expresó ese mismo día un escritor y artista desde Cochabamba: “Lo común se ha reducido, se han atizado las diferencias y multiplicado la serie de vasos no-comunicantes. Menos comunicantes que nunca”.
La idea zavaletiana de que Bolivia es un “país imposible” porque es radicalmente heterogéneo parece reforzar el aire pesimista en el que muchos habitantes observan el destino incierto de mi país. Pero Zavaleta dice también que ese imposible hace posible una “excepcionalidad significativa” que habla en ese tejido social no como el resultado de fuerzas maniqueas sino como entramado político con autodeterminación. Se me ocurre pensar que tal excepcionalidad se acerca hacia una idea de cohesión negativa que trae a flote una entrevista que le hicieron al pintor Francis Bacon en 1985. Allí su “optimismo” opera como una salida política a la increencia, que se puede volcar en la epidermis, quiero decir, en las fisuras, de los acontecimientos inconclusos aquí trazados:
—Mi vida son mis impulsos. Y mis impulsos son los de un viejo profundamente optimista acerca de nada en particular.
—¿Cómo puede ser optimista acerca de nada en particular?
—El hecho de existir hoy me hace sentir optimista.
—¿Optimista en qué sentido?
—En ningún sentido.
Some notes on “Torture and the Ethics of Photography” (2007) by Judith Butler
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One can easily think that by analyzing photography of torture from the Abu Ghraib camp in Iraq by American soldiers, Judith Butler mimics torture in order to produce certain criticism about it. That is, Butler, in “Torture and the Ethics of Photography” (2007), would fall, somehow, in the predicament of most literary and discursive criticism. This predicament is rightly pointed out by Carlos Alonso, since —according to Alonso— most criticism merely mimics the same critical stance already depicted by the original work. From this perspective, the forms that the photography of torture from the Abu Ghraib camp has affected society, already point out a severe criticism of American society and of postmodern times. Yet, Butler’s perspective strives to open a place for ethics in this turbulent context.
Most of Butler’s text dwells in an intricate space. While we see how the text is built, that is we witness Butler’s train of thought —not to mention that this text was a public talk—, at the same time we lack a certain point of rupture, or a precise critique of what is really at stake when reading, interpreting or witnessing photographs of torture. I am not saying that the way the text concludes does not address a major problem. If the “not seeing”, that all of us share, is a conditioning condition for framing our disavowal of ethics when witnessing torture, then, we somehow embrace our norm. This means that ethics, for our postmodern and neoliberal world, no longer care for the other. This, for sure, is a big problem. However, it is not clear what does Butler has to say about this disavowal of ethics.
While we read rejections of Susan Sontag’s reading of the ethical force of photography, Butler only addresses the importance of learning where and how what we see —in photography and in reality— is framed. That is, that beyond the way photography mirrors back “the final narcissism of our desire to see and to refuse satisfaction to that narcissistic demand” (966) —in Sontag’s terms—, for Butler what is at stake is “to learn to see the frame that blinds us to what we see that is also matter. And if there is a critical role for visual culture during times of war it is also precisely to thematize the forcible frame, the one that conducts the dehumanizing norm” (966; emphasis added). The problem of the forcible frame is that it is one of many frames that shape, form and sustain photography. In the end, photography would be the space that happens between the camera lens and the targeted object. Photography would be a continuum of frames and ethics would emerge precisely as a mechanism to force a frame, to decide when and how to cut the continuity of the frames.
Butler was writing in years prior to the boom of selfie. Yet, the soldiers who took the photos of torture were sharing the same thirst and excitement that each of us has when taking a selfie. If reality can be registered by simply pressing some buttons, then, a camera goes hand in hand with desiring production. This means that photography cannot be stopped, since everyone can and will register things the way they want to (or triggered, of course, by the way reality affects them and habituates them). Thus, the criticism of photography should go beyond identifying the forcible frame, since knowing about this frame won’t stop us from eating from the trashcan of ideology everyday —as Slavoj Žižek puts it in Perverts Guide to Ideology (2012).
Por Jorge Izquierdo
PhD en Estudios Hispánicos de la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)
Actualmente Docente y Coordinador Académico de UDLA Honors, Universidad de las Américas, Quito-Ecuador
Co-fundador de Editorial Festina Lente
Planteo esta breve lectura de la novela de Fogwill en el marco de la conversación con Diego Sztulwark y el ciclo organizado por Ana Vivaldi, a quienes agradezco por su input reciente al Virtual Koerner’s.
Los pichiciegos es una novela sobre la Guerra de las Malvinas, y en un principio, debo admitirlo, la testosterona detrás del proyecto, no solo por lo excesivamente masculino del tema sino de la escritura me desalentó un poco o me aburrió. Pero la novela de Fogwill funciona más y mejor mientras más se escarba en ella. El planteamiento no gira alrededor de la trama de los soldados (a la final sabemos quién va a ganar la guerra) sino que se construye como un espiral, los personajes vuelven y repiten reflexiones sobre el miedo, sobre el frío y el calor, sobre los detalles autóctonos de cada una de sus comunidades específicas, sobre el archivo y la escritura.
Además, es un texto que se ofrece como metáfora aguda de temas que se desprenden del conflicto armado por las Malvinas, ocurrido a inicios de los ochenta: el colonialismo, el mestizaje, la figura del criollo, el mundo natural. Es decir, calza muy bien en propuestas destinadas a pensar, reflexionar e interrogarse acerca de lo latinoamericano, acerca del Sur.
La novela sigue los pasos de un grupo de alrededor de veinte y cinco soldados desertores. Tienen pactos turbios con algunos británicos, pero que no les garantiza nada, se esconden de sus propios camaradas argentinos y son testigos privilegiados de la derrota bélica, que no puede ser otra que la derrota del proyecto Estado-nación. A los pichis los lidera un grupo conocido como los Reyes Magos. Sus circunstancias se conectan muy bien con, por ejemplo, las tantas historias sobre Lope de Vega, el pichi original, si se quiere. Renegado, violento, solitario, pero donde Lope tiene sueños de grandeza los Magos desean para ellos y su grupo cosas mucho más terrenales, como polvo químico para cubrir heces. También se me ocurre que la naturaleza de los pichis ayuda a entender el carácter criollo: personas de origen europeo nacidos en suelo americano y destinados a permanecer en él. Tienes ciertos privilegios (puertas adentro) pero eres desposeído apenas te colocas ante el Imperio. Por corregir esa injusticia lucharon figuras como Bolívar, Sucre y San Martín (otros Reyes Magos, otros pichis)… pero cometieron muchos otros errores en el camino y murieron traicionados por el mismo vuelco independentista.
Con la lectura de la novela de Fogwill me puse a pensar más en algo que Sztulwark dijo en un momento de la conversación que tuvimos con él. Dijo algo así como que estaba convencido de que las Madres de la Plaza de Mayo fueron las responsables directas de salvar a su país o rescatarlo, no me acuerdo las palabras exactas.
Más allá de lo que se pueda pensar ahora, en términos críticos, de las Madres de la Plaza de Mayo, por poner otro ejemplo del Cono Sur, en los movimientos sociales que luego conformaron los recientes gobiernos del Frente Amplio en el Uruguay, me pareció válido pensar en esto que planteaba Sztulwark, que en un determinado momento esos grupos, resistiendo a la dictadura, dotaron de sentido a algo que a todas luces perdía todo sentido, pero habría que entender que a la larga es un gesto conservador no progresista, valor, este último, al que a veces asociamos los procesos de la izquierda, en cuanto a que buscaron conservar, literalmente, el Estado-nación.
La postura de los pichiciegos de Fogwill frente al proyecto argentino tampoco es progresista, pero sí es radical: cavar un hueco en la tierra, desconsiderando que afuera existen los países, como insectos inmundos. ¿Es esa es la auténtica y pobre postura del criollo lationamericano? Casi al inicio de la novela, uno de los pichis quiere saber por qué “el uruguayo” está peleando en la guerra:
-…¿Si vos sos uruguayo, por qué carajo estás aquí?
-Porque me escribieron argentino. ¡Soy argentino!
-Che… ¿y por qué te dicen uruguayo?
-Porque yo nací ahí, vine de chico…
-¡Es una mierda el Uruguay!
-Sí, mi viejo dice que es una mierda. (Fogwill, 16-17)
Se refieren, creo, a que allá hay dictadura también. Ese país también está jodido por eso.
Existe un marco teórico, desarrollado por el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, para entender la organización de sociedades primitivas según el modelo de las sociedades frías y el modelo de las sociedades calientes. Lo frío en este caso, y reduciendo las cosas al mínimo, tiene que ver con sistemas estáticos, una organización social que se asienta, inmóvil. Lo caliente, en cambio, tiene que ver con una inclinación natural hacia la mutación constante y el movimiento. En la novela de Fogwill hay un planteamiento sobre algo muy similar pero en términos de sobrevivencia. Estar frío significa estar moribundo, estar helado es estar muerto. Estar caliente aparece muchas veces en relación del impulso sexual, otro tema constante del libro, cómo, en medio de la guerra, estos soldados desearían estar “culeando”.
Por último, y esta es la parte que me interesa, el tema es planteado a manera de transición. Una forma de negar que existan cosas tan monolíticas como el frío y el calor, para empezar, porque están conectadas muchas veces, y ese es el punto. Según uno de los pichis: “estás dos o tres días en el calor y lastima salir al frío. Pero los que estuvieron un tiempo en el calor –parece mentira- resisten el frío más y por más tiempo” e insiste “el que estuvo en el frío, siempre en el frío, está frío, olvidó. Está listo, está frío, no tiene más calor en ningún lado y el frío lo come, le entra, ya no hay calor en ningún sitio, lo único que puede calentar es el frío, quedarse quieto, y en cuanto puede imaginar que ese frío quieto es calor, se deja estar al frío, comienza a helarse y el frío ya deja de doler y termina”; y es casi igual si estás todo el tiempo en el calor: “…te quedás como dormido y ya nada te gusta, ni el frío ni el calor, ni el aire, ni vos mismo: nada te gusta” (Fogwill, 140-141). Sospecho que estas palabras podrían servir para adentrarse y entender ciertos temas relacionados a la memoria cultural de América Latina.
Todxs somos pichis, nada nos gusta.
Fogwill. (2006). Los pichiciegos. Buenos Aires: Interzona
Soplar arriba, una línea de fuga hacia la tierra: del cuento a la fotografía y luego al cine y viceversa
Notas sobre “Las babas del diablo” (Las armas secretas 1959) de Julio Cortázar y Blow up (1966) de Michelangelo Antonioni
Por Ricardo García
Estudiante en el Doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)
Al cuento “Las babas del diablo” (Las armas secretas 1959) de Julio Cortázar y a la película Blow up (1966) de Michelangelo Antonioni, los une más que una relación intertextual. Es decir, no es sólo que la película de Antonioni esté inspirada en el cuento de Cortázar, sino que ambos textos comparten ciertas interrogantes enrevesadas en ese marco tejido por la modernidad que se extiende hasta nuestros días. Estos textos se preguntan por las posibilidades de un cuento (Cortázar) y una película (Antonioni); por el rol de los productos artísticos en las sociedades capitalistas post segunda guerra mundial; por el rol del escritor, fotógrafo y cineasta; y por el rol de aquellos que participamos de la lectura o del cine. Así, ambos textos son autorreferenciales, juegos de espejos. Con esto, claro está, no es que otras lecturas no sean posibles ni necesarias, sino que la autorreferencialidad de ambos textos y sus implicaciones son las condiciones condicionantes de todas las demás lecturas.
Hay más semejanzas que diferencias entre ambos textos. Desde el inicio de “Las babas del diablo” la preocupación central del narrador (o narradores) está en saber cómo contar o relatar una fotografía: “Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada”. Esto es, si la fotografía, por la potencialidad de sus imágenes, agota al lenguaje —demás está decir que una imagen vale más que mil palabras—, ¿por qué empeñarse en darle una narración a una fotografía? Igualmente, las letras de los créditos que inauguran Blow up ya sugieren una dificultad al contar en imágenes, pues dentro de la plasticidad del lenguaje, una multiplicidad de imágenes se mueve. El cine mina cualquier sistema de escritura y más aún la escritura, en los créditos, se proyecta siempre sobre una suerte de meseta (en el caso de los créditos, un llano verde, quizás el mismo que aparece el final del filme). Si la narración de una foto no puede ser en su totalidad, porque los sistemas lingüísticos no bastan, la narración cinematográfica, por su parte, ya parece exceder el espacio de la fotografía y de la escritura. Si la foto supera a la escritura, el cine supera a la fotografía. No obstante, en el arte no hay superaciones definitivas, sólo repeticiones, semejanzas, saltos, aceleraciones, intensidades y de vez en cuando algunas diferencias. Estas características son, precisamente, las que sobresalen y se tejen entre “Las babas…” y Blow up. Así, entre ambos textos se retrata el complicado lugar que ocupa la ficción escrita y el cine en contextos tan cercanos pero tan separados por una serie de intensidades y coordenadas afectivas.
No hay sino 7 años entre ambos textos. Aún así, ambos parecen estar hablando de contextos históricos muy diferentes. Demás está decir que Cortázar escribe sobre fotografía pocos años después de la muerte de Robert Walser —quizá el escritor paseante (y no flâneur) por antonomasia— que capturaba en su prosa la vida cotidiana; y que Antonioni dirige y piensa el cine en las épocas aceleradas y turbias de los sesenta, cuando cada noche era la posibilidad de aperturas de múltiples líneas de fuga. En este sentido, ambos textos evocan una misma posición en la modernidad pero afectada a diferente intensidad. En Cortázar, la fotografía tiene siempre una segunda oportunidad de volver a ayudar al niño que se encuentra preso de la muerte para devolverlo a “su paraíso precario”. Esta segunda oportunidad debe ser entendida como la posibilidad crítica que tiene el “arte” al escribir sobre fotografía e incluso al tomar fotografías, sea de forma amateur o profesional. El problema es que después de esta posibilidad crítica, o luego de tratar de bombear agua fuera del barco que se hunde, como dijera Benjamin, la fotografía y todos los que se relacionan con ella quedan a la sombra del diablo, de esa figura de boca de “lengua negra”, que después borra todo en un perfecto foco. Luego de este momento traumático, fotografía, cuento, escritor, fotógrafo y espectador/lector tienen derecho a deleitarse en el cielo, en ese paisaje que siempre ha estado entre paréntesis en el cuento, detrás de las fotos y de los textos, pero que al final de la desgracia causada por ese monstruo baboso y diabólico adquiere un mal sabor, una mirada más, otra falsedad más.
Antonioni por otra parte, no sucumbe ante el diablo. Los acelerados minutos de la antepenúltima secuencia de la película —que pueden ser leídos como el enfrentamiento del fotógrafo de Blow up con el diablo, situación que comparte con el fotógrafo de “Las babas…”—, contrastan con la calma, la pausa y el silencio del final del filme. Thomas, ese nefasto fotógrafo, deja de dar órdenes, deja de creer que salvó a alguien al tomar fotografías, y al contrario se deja llevar por el juego sencillo de la pantomima. Thomas acepta el juego de la pantomima porque el cine regresa a la imagen a su estado de transferencia afectiva lúdica —aunque también haya transferencias violentas en esto, claro. Si el cine tiene un origen, éste es análogo al de la pantomima, pues una imagen no tiene palabras, pero sí ruidos, sonidos y afectos. Mientras que Roberto Michel, en “Las babas…”, se convence de la posibilidad de segundos escapes, pero de la condena de todo aquel que garantice la fuga de los “oprimidos”. Thomas, en Blow up, por su parte, no sólo explota el dilema al que se enfrenta Michel y Cortázar, pues no es ya el paisaje el que aparece en la instancia narrativa de forma repentina, sino que es Thomas el que se desvanece en una superficie cinematográfica luego de dar un paso hacia atrás. Si el arte tiene un lugar en la sociedad capitalista, no es sólo el de bombear agua fuera de la nave que se hunde, sino el de dejar de apuntar a las nubes para emprender la línea de fuga ya no hacia el cielo, sino hacia la inmensidad de la tierra, pues el artista, después de todo es una columna que hiere el cielo con su frente pero con sus manos, pies y pecho, tangencialmente y en movimientos hacia atrás, transforma silenciosamente el mundo.
Foolish Addendum in Response to Sztulwark
(With many thanks to Ana for organizing the series)
By George Allen, PhD student at the University of California, Irvine
The radical restructuring of the economy towards neoliberalization in the past 40+ years altered the governance of relationships, conduct, self-awareness, values, and feelings. Neoliberal rationality attempts to create a normative subjectivity that is individually responsible for material subsistence by equating the value of individuals and institutions with market rationality, “Because neoliberalism casts rational action as a norm rather than an ontology, social policy is the means by which the state produces subjects whose compass is set entirely by their rational assessment of the costs and benefits of certain acts” (Wendy Brown). Precarity is rationalized and normalized by the dissemination of market logics into every sphere of life, often under the aegis of ‘personal responsibility’.
One of the features of neoliberalism is the way that vocabularies have been co-opted, or as Alessandro Fornazzari writes, “one of the characteristics of post-dictatorship Chile is that the boom in memory becomes undistinguishable from the boom in forgetting”.
With this in mind, in his article “¿Dónde están los amigos y las amigas?” Diego Sztulwark writes emphatically,“¡Manipular los enunciados teóricos para hacerlos funcionar de modo tal que sea la propia vida la que reciba orientación! El amateur apasionado es la versión bricoleury activista del sujeto del poema. Es el militante buscando los medios de darse nuevas posibilidades de vida.” Sztulwark finds “nuevas posibilidades de vida” of subjects becoming non-subjects or non-subjects qua becoming, qua friendship, qua militant readers and amateur bricoleurs.
Sztulwark summarizes these theorizations under the banners of a ‘transfiguración perservante’, ’ejercicios espirituales,’—or, put in the language of Colectivo Situaciones, “describir mutaciones subjetivas, y participar de una imaginación política capaz de proyectar formas diferentes del hacer-pensar colectivo” (similarly, Veronica Gago uses the term ‘pragmática vitalista). This line of thinking apropos Fornazarri’s point asks us to think beyond “what is lost?” towards “what is emerging?”. One answer to the latter can be found in the Argentine film Mundo Grúa which tells the story of Rulo, a rotund underemployed handyman–in and around 2000–training to work as a crane operator on a Buenos Aires high-rise. The film questions the language of melancholia—in the neoliberal context—as exclusively contestatory, in favor of documenting a differentiated field of emergent and materializing exhaustion. It utilizes a number of neorealist techniques such as onsite shooting, long takes, deep focus shots, and a cast of non-professional actors—techniques often associated with a representational fidelity to marginalized subjects, repressed histories, and alternative production models that reflect a commitment to social justice. However, the film undermines ‘realist’ aesthetic tendencies with irrational cuts that make characters distant and complicate spatial transparency while at the same time using an observational style not unlike documentary. Film scholar Joanna Page reads this blurring of aesthetic styles as a “provisional form of (auto)ethnography” that seeks to deconstruct the relationship between visibility and knowledge. Writing on the absence of character POV shots in the film, Page argues “As spectators we are denied knowledge of what Rulo is able to see; this technique works to undermine conventional processes of identification” (51).
The appropriation or the faithful mis-reading of texts ala Sztulwark implies a nomadic, fugitive, de-colonial, and anti-institutional movement. However, there is something unsettlingly comfortable about this vision of bricolage, dis-identification, and discontinuity. What kind of consequential choices are left (and what choices does this approach leave us with) to make in a society where commodification, consumer consumption, and capitalistic disjunctive and unequal expansion is the norm? Do the micropolitics of becoming no-neoliberal steer us away from thinking the (re)structure of society? Put differently, what is the congruence of Sztulwark’s redemptive figure of the bricoleur, the friend a venir, the nomad—assemblers for the purposes of disjunction and in the process of dis-identification—with the unequal and discontinuous expansion of capital? Ricardo provides some eloquent thoughts on this.
These structures of relations seek to avoid the fundamental mistake of the Lacanian ‘fool’ who believes in his immediate identity—unlike Zuangh Zi who wonders if he is Zuangh Zi dreaming of being the butterfly or the butterfly dreaming he is Zuangh Zi, the fool believes his identity is his property, not defined by the material and symbolic relations that subtend it. In other words, the ‘fool’ is not far from the psychotic and the narcissist who deny and disavow any mediation of identity. However, even as non-fools, we are the consciousness of the dream–the Lacanian gaze is that which colors Zhuang Zi’s dream. To what degree is Sztulwark’s redemptive reader-bricoleur, friend a venir (etc.) colored by the fantasy of disjunction and the reaction against neoliberal injunctions?
To return briefly to film: Furthering Page’s argument in the vocabulary of Sztulwark, we might say that Mundo Grúa performs an aesthetic coaching, but does not confirm Diego’s ‘ontological optimism.’ Rulo, Mundo Grúa‘s protagonist, is the bricoleur par excellence, but his efforts to assemble and re-arrange the detritus of his lifeworld are constantly thwarted. In one scene, Rulo stops and expresses his admiration for a large film projector. The implications are clearer than they may first appear. Rulo the repairer is fascinated by the smooth-functioning projector just as he views the crane as a space of free-movement. However, Mundo Grúa shows both to be idealistic fantasy spaces, unattainable for and unrelated to Rulo and his lifeworld. On the one hand then, we should reiterate Page’s argument to read the film as anti-representational in the sense that film can not provide direct depictions of life, capital, space, etc. But, it is important to emphasize the way Mundo Grúa, at the aesthetic level, interrupts rather than smoothes and synthesizes depictions through neat cross-cuts. The gambit of Mundo Grúa is one of filmic dysfunction and repair in opposition to the smooth-functioning spaces of commercial cinema.
Estas son (otras/más) ideas desparpajadas sobre la cuarta sesión del ciclo de lectura sobre La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark que Ana Vivaldi organizó para el VK. Presento algunas reacciones a la productiva charla que se tuvo el jueves con Diego Sztulwark luego de leer la mayor parte del libro.
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Pensar desde la crisis no es pensar sobre la crisis. Hay, al menos para mí, un saber desde la crisis que es similar a la suspensión —o el paso hacia atrás— de la infrapolítica, a la exposición de la inestabilidad de cualquier verdad fundacional de la anarqueología, a la imposibilidad de nombrar el cambio o el régimen consecutivo en el momento de interregnum y a la semiótica de la contrapedagogía de la crueldad. Este saber radicaría en eso que Diego Sztulwark llama experiencia plebeya, que “no es la revolucionaria, porque no supone ni da lugar a una política específica, aunque sí involucra una relación explícita y desprogramada con la propia potencia, una indecibilidad de su propio lugar en relación con la axiomática del capital” (57). Así, si la existencia (y la vida) para pensarse debe(n) dar un paso atrás, no llenar los huecos del pasado compulsiva e inquisitorialmente, dudar de someterse a la fuerza del capital, desconfiar terriblemente del estado, pero también apostar por uno que sea restituidor, se debe a que sólo dentro de la sensibilidad plebeya es posible ver formas de vida que desbocan la “razón” del estado y la paranoia del capital. La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark ofrece, quizá, uno de los aportes más interesantes para repensar el excedente de vida (y muerte), de potencia y de deseo que ha dejado el neoliberalismo en su producción de subjetividades en América Latina (por su puesto, claro, con énfasis en la historia moderna y reciente de Argentina).
La crisis del capital no es crisis, es paranoia. La crisis del estado no lo es tampoco, es neurosis. La crisis es, entonces, el momento de los afectos, el momento de la persistencia de viejos hábitos, o la apuesta por nuevos, es casi la antesala del vuelo de la multitud en una línea de fuga. Así, el conatus al que se enfrenta lo plebeyo queda puesto cara a cara con la forma neoliberal. Si el neoliberalismo se ha encargado de forjar modos de vida, que son ese afán “que persigue una adecuación inmediata a los protocolos de compatibilidad que ofrece la dinámica de la axiomática capitalista” (38), entonces, cuando lo plebeyo no entra en ninguna compatibilidad, no desea afirmarse en la axiomática del capital, pero tampoco negarse en la neurosis del estado, sólo queda la persistencia de colectivos, de masas, de multitudes. En este colectivo, por sus lazos comunes, por su amistad, surge también un “proceso de individuación alternativo al neoliberal” (114) e incluso, un proceso multitudinario y ajeno al pueblo. Hay en lo plebeyo todas las potencias para desbaratar la política y el mercado, y aún así, lo plebeyo no se abalanza, en su reverso se suspende como “sombra y vacilación”, como “plasticidad para atravesar el caos” (136), pues el plebeyismo apunta hacia la construcción de un texto en bricolaje, un texto que invita a ser mal leído, porque el exceso de potencia de lo plebeyo no se entrega ni a la red del estado, ni al axioma del capital, sólo a la mesa del Beteleur (el Mago) donde reinan siempre diversos flujos de cuerpos de todo tipo.
Sólo en las formas de vida surge el reverso de lo plebeyo. Forma de vida, “toda deriva existencial en la cual los automatismos hayan sido cortocircuitos” (38), ese “malestar que se hace carne en el cuerpo” (38) es también una fecunda reelaboración de esas potencias latentes de la fuerza de trabajo. Así, si el sueño neoliberal es la posible adquisición y adaptación de los modos de vida, de los medios de producción para explotar a otros, la fuerza plebeya y/o el momento plebeyo, recuerda siempre que la fuerza de trabajo no está sólo condenada a satisfacer a aquellos que poseen las máquinas y los mecanismos de producción y reproducción social, sino que los dueños de éstos y las máquinas mismas se alimentan de la potencia de esas aves libres como el viento, plebeyas de nacimiento, multitudinarias por hábito. Repensar la fuerza de trabajo, como forma de vida en la crisis, invita a repensar a los anfibios del mundo, a aquellos cuerpos que entre agua y tierra, como los galeses luego de la acumulación originaria descrita por Marx, están listos para exponer su plasticidad sin detenerse tanto en el pasado y su neurosis, pero sin someterse al narcisismo de los espejos del mercado. Esto, por supuesto, implica que la ofensiva sensible no puede negar su condena a la máquina, su lucha con los modos de vida, ni tampoco negar su ruina, ni su pasado, ni su militancia, ni su fracaso, sino que aún ahí persisten líneas de fuga porque el fracaso revolucionario no agota el planteamiento de los problemas que se hicieron, ni la posibilidad de relanzar el proyecto, de promover esa imagen que diagrame el lugar común de todo aquello que escapa. Aunque, claro, en estos días, no nos queda más que saber que todo va para mal, que ni programa, ni proyecto satisfacen. Por otra parte, ahí, otra vez, late el reverso de lo plebeyo, que se sabe pesimista en la historia, pero se mantiene loco y necio en la ontología, en la materia misma de todo cuerpo.
Estas son sólo algunas ideas desparpajadas sobre la tercera sesión del ciclo de lectura que Ana Vivaldi, amablemente, organizó para el VK. Anoto sólo primeras impresiones acerca de un fragmento (p. 54-72) de La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark
La vida es, quizá, sobre todas las cosas vulnerable. No obstante, al menos hasta antes de la COVID, y quizá aún todavía, la idea que se vende, que se come, que se lee, que se vive, es la de una vida inmunizada, invencible, blindada y accesible para todos siempre a través de la limpidez de los cristales del neoliberalismo. Para nadie era un secreto que esa vida “invencible” depende de la alienación, o habituación, a un régimen que nos engaña y nos somete, pues es “imposible eludir el mandato de ser productivos en el espacio del mercado. La voz del orden ha sido inmanentizada y actúa como compulsión a desarrollar estrategias de valorización sobre nosotros mismos, a participar activa y voluntariamente de los dispositivos de valorización mercantil” (66). Esa vida, abnegada de su propia vulnerabilidad, es el vitalismo del neoliberalismo, una compulsión. Sin embargo, siempre parece emerger una movilización de lo sensible, una escucha del síntoma, un punto en el que pasamos primero “por no entender” (68), por el que los errores se vuelven productivos, por el que las suspensiones o los pasos hacia atrás son necesarios y precisos.
Una ofensiva de lo sensible estaría en buscar potencias ocultas o ajenas a toda estrategia del neoliberalismo. Sin embargo, aunque la crítica al propio sistema neoliberal es clara en el fragmento de La ofensiva…, no es aún preciso decir que ciertos “ejercicios espirituales” vayan a diferenciarse tan fácilmente de las estrategias del coaching. Esto es, que si el neoliberalismo reconoce su coaching como un ejercicio espiritual, nosotros, los que insistimos en la tarea crítica caemos presos del juego de transparencias y equivalencias del modelo neoliberal al reconocer que nuestras prácticas no son coaching, pero sí ejercicios del espíritu. Si el neoliberalismo es la voluntad de organizar “la intimidad de los afectos y de gobernar las estrategias existenciales. Llamamos neoliberalismo, entonces, al devenir micropolítico del capitalismo, a su manera de hacer vivir” (61), entonces, las oposiciones son, en buena medida, la leña que alimenta el fuego del soplado y transparente cristal del sistema neoliberal. Por otra parte, ¿no será más bien que la contradicción también demuestra la vulnerabilidad de la vida y que esto es precisamente eso que cataliza la emergencia de las potencias?, ¿no será que la contradicción propia del modelo neoliberal ya propulsa hacia “ese no-poder, trocado en una escucha, [que] es ya signo de la elaboración procesal de una potencia” (69) y así, por tanto, el neoliberalismo nos impulsa como nos detiene?
El neoliberalismo puede ser también una intoxicación del mercado, un dopaje de su forma. No es que la forma mercado esté limpia, que sea justa o que tenga alguna forma pura o verdadera. Sino que los males del neoliberalismo son también parte estructural de la labor silenciosa del estado, de su labor por cerrar y cancelar las posibilidades en que lo sensible podía, de una u otra forma emerger. Como Guillaume Sibertin-Blanc menciona, el mercado neoliberal se satura en los procesos de acumulación alargada y así el estado interviene sucesivamente con un nuevo proceso de acumulación originaria para generar un nuevo hueco a saturar (Politique et État chez Deleuze et Guattari, 211). Así, estado y capitalismo tejen una red que mucho abarca y captura. Uno no llega de ciudadano a consumidor sin el silencio concesivo del estado. El panorama se ve terrible. No obstante, por lo último que se lee en el fragmento de Sztulwark y por las entrevistas de Contra ofensiva sensible, uno puede intuir que a pesar de la reproducción alocada del modelo neoliberal, cada forma de reproducción social no sólo carga con su dosis de abyección, pero también con las herramientas para la recodificación de una potencia secreta que escape de la lógica del estado y del capital. En estos días, hablar de contrarrevolución resulta absurdo, pero la idea de programa persiste, la potencia se equivoca, no entiende, pero aún insiste.
Con miedo a caer en una terrible precipitación, me arriesgo a pensar sobre el rol de los que “enseñamos algo” en estos tiempos de pandemia. Sí, es cierto, se ha perdido mucho, demasiado, tal vez. Las escuelas sólo siguen contando los números de estudiantes felices, sólo se sigue pensando en la forma en que la universidad no ha sabido apropiarse de los espacios más íntimos de los estudiantes para usarlos en su contra. Cada vez con más delirio los jefes de departamento, los profesores, los decanos, cualquiera que tenga algo de autoridad pide una prueba de la energía de los estudiantes. Los modelos estudiantiles buscan mayor productividad: colegas invitan a sus clases de simulacro sólo a aquellos que piensan igual que ellos. Y claro, no está para menos la situación, en tiempos de COVID sólo se quiere escuchar a los que piensan igual a uno, el desacuerdo está fuera de lugar, las preguntas extremas están todavía más desterradas.
A los que de forma necia hemos decidido estudiar algo que (nos) apasiona, pero nada nos tiene que retribuir (aunque de esto dependa el resto de nuestras vidas), las nuevas medidas de la pandemia no hacen sino deprimirnos. ¿Qué podemos enseñar en este conexto?, ¿nuestra vulnerabilidad?, pero ¿no ha sido claro que siempre hemos sido vulnerables, que siempre hay algo que nos falta y que precisamente eludimos esa carencia porque para nosotros la enseñanza no es una fórmula o una carencia que haya que satisfacer? Enseñar es exhibirse. Un amigo, un profesor (al que le debo mi escritura, y por supuesto más de una noche desasosiego —y claro, miles de crisis), siempre decía que un profesor universitario pasaba por diferentes “estados”. Este amigo me decía, “´primero pasas a ser comediante de ‘stand-up’; luego pasas a ser predicador y luego exorcista”. Terminábamos nuestras charlas con risas, sobre todo luego de que cada uno imitaba a un exorcista. Lo cierto, claro está, es que todos los que hemos estado frente a un grupo, a veces, quisiéramos que los estudiantes entendieran, por fuerzas ocultas, que el conocimiento viene de una invocación-ritual, que todos fuéramos exorcistas y que “el-mal-saber” no tuviera lugar en la clase. Claro, todos fantaseamos con esto, pero ¿hay un mal saber?
Luego de leer algunos textos del Colectivo Situaciones, sobre todo su hipótesis sobre la carencia de objeto en la investigación militante, uno pudiera preguntarse sobre el lugar de esta investigación en tiempos de la COVID. Si la situación es lo que determina las opiniones, ahora más que nunca compartimos algo en común. No obstante, ya nos fallamos: en Europa, y en muchas partes, los debates ahora son por saber porqué algo tan común, como la pandemia, no pudo unificarnos. Así, nuestra situación tiene algo particular: una capacidad de horizontalizar afectos en el plano más cercano y la de diversificar presentimientos en el plano más lejano. Un militante comprometido compone, por lo que se lee en Situaciones, pero a la vez experimenta. Esto es que antes de la composición hay una suerte de idealización, de imagen, de aquello que un cuerpo puede hacer. Claro que siempre hay un excedente de esta predicción, pues el cuerpo siempre nos excede, siempre se escapa a las predicciones. No habría, entonces, que abandonar las predicciones, pero sí la manera tradicional de hacerlas. Es decir, habría que desechar los modelos estudiantiles que piden siempre capturar, y mejor proponer fuerzas pasivas que saben cómo comenzar pero nunca hacia dónde ir. Suena todo esto a ese viejo slogan, ése de no saber qué querer pero sí cómo conseguirlo. A mi generación (nuestra generación) no nos sobran las imágenes pero sí los medios para producirlas, y más aún, la disputa de éstos medios de producción. Nosotros somos la generación que no soñó, pero sí repitió sueños; que no lloró, pero sí se perdió en los ruidos de la tristeza. Igualmente, somos la generación que sabe ocultar la cara en conferencias, que sabe seguir escribiendo en medio de comentarios difíciles, que sabe eludir cualquier captura, que sabe guardar secretos, vengan de dónde vengan. Nuestro rol, entonces, ahora que hemos reconocido nuestro lugar, está en saber que las imágenes nos van a acompañar (y nos han acompañado) por largo rato, que la imagen no se subordina, pero sí que el deseo mismo la excede. Enseñar en estos tiempos es exhibirse. Uno pasa de exorcista, diría mi muy querido amigo, a youtuber o instagramer, igual la imagen nos excedería, e igual nada nos capturaría completamente.
Notas sobre Siete cajas (2012) de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori
“La mercancía es, en primer lugar, un objeto exterior, una cosa que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas del tipo que fueran. La naturaleza de esas necesidades, el que se originen, por ejemplo, en el estómago o en la fantasía, en nada modifica el problema.” Esta es una de las primeras formulaciones que aparecen en el canónico capítulo sobre las mercancías que Karl Marx escribiera en el Capital. A su vez, en Siete cajas (2012) de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori se ilustran ciertos comportamientos de la mercancía y sobre todo de la forma en que ésta satisface a otros cuerpos. La historia de Víctor, un carretillero en un mercado inmenso en Paraguay, es, en cierta medida, una historia sobre el dinero y su complicada relación con la mercancía. Esto es que Víctor, para poder comprar un celular con cámara y así multiplicar su imagen, debe entrar en relación con patrones que sólo buscan la oportunidad de mover una mercancía —el cadáver partido en siete de la mujer de un comerciante árabe— y ganar una gran suma de dinero. Así, Víctor se hace de una historia en el momento en que decide arriesgar su vida al transportar por un tiempo indefinido las siete cajas de esa “misteriosa mercancía”.
En Siete cajas no hay villanos ni héroes. Todos los personajes desean satisfacer sus apetitos: los policías su amor erótico, los criminales su codicia, otros criminales la salud de sus parientes, otros más sólo desean pasarla bien y Víctor sólo desea ver su imagen dentro de los sueños de la máquina, es decir, él sólo quiere verse de forma narcisista dentro de los medios de producción que también son los medios de su opresión. Víctor sueña con verse como los personajes de diversas películas que ve, incluso imita a la Tony Manero los diálogos en inglés de películas que consume. Víctor vive presa del sueño de otro(s). A lo largo de toda la película, todos los personajes esperan siempre conseguir una manera en que sus relaciones con otros personajes sean beneficiosas. Con esto, cabría decir que Siete cajas ilustra como la lógica del mercado se ha incrustado en la médula de los huesos de todos, desde las satisfacciones más simples, como el hambre, hasta el deseo o la fantasía, todo pasa por esa complicada relación que guardan dinero y mercancía.
En la clásica fórmula marxista, D-M, “M” es menos una mercancía y más la conjunción entre la fuerza de trabajo y los medios de producción. Si siempre hay un dinero antecesor o presupuesto (D´) al primer ciclo de intercambio entre dinero y mercancía, entonces, se tiene que el dinero no puede dividirse, pero la mercancía, aparentemente, puede partirse tanto le plazca. Justamente, este es el catalizador de la narrativa en Siete cajas, pues Víctor recibe un billete de cien dólares partido por mitad con la promesa de que luego de que cumpla con su tarea (pasear la mercancía —el cadáver partido de una mujer) verá su recompensa completada. El problema, claro está, es que los billetes de cien dólares pierden su valor una vez partidos. De igual manera, cualquier división o promesa de dinero en la película termina mal: la hermana de Víctor intenta ayudar a una amiga que acaba de dar a luz y el dinero se pierde en el suelo del hospital; los “socios” que orquestaron el secuestro de la mujer desmembrada que lleva Víctor por todo el mercado terminan peleándose y unos mueren; Nelson promete dinero, que no tiene, a sus compinches por matar a Víctor y el primero muere. Partir el dinero no es ganancia. La pregunta es, entonces, ¿por qué una mercancía se puede partir y seguir generando valor? Y más aún, ¿por qué el cuerpo de una mujer puede/debe sostener la mistificación misma de la producción de valor? Siete cajas no responde del todo a estas preguntas, pero sí apuesta por la distribución y multiplicación de la imagen de los deseos que se satisfacen por medio de las mercancías. Es decir que la película de Maneglia y Schémbori posiciona a Víctor dentro de un sistema cerrado donde su única aspiración es ver aquello que desea desde el hueco de una cámara de celular para que así su imagen se distribuya y se multiplique. En este orden de ideas, los deseos de Víctor están siempre capturados, carentes siempre de imaginación. Sin embargo, como se ve al final de la película, esa sonrisa que da Víctor, en primer plano, guarda una potencia ambivalente que sugeriría no sólo la reproducción de un sistema narcisista de la satisfacción de los deseos, sino también la producción de una ambivalencia, un terror, un suspenso, un secreto y un misterio que cargan todas las sonrisas. Esto es así porque el dolor y la tristeza nunca guardan secretos ni misterios en el cuerpo que los expresa y al contrario, cada sonrisa y cada alegría dentro de un mundo echado a perder, podrido y cerrado antes de comenzar, guarda una potencia ambivalente, casi constituyente de ese caos que orquesta los movimientos más esenciales de todo mercado. En el caos del mercado parece siempre sugerente la emergencia de una práctica o de un sujeto que contenga ese caos, que quizá evite el enredo constituyente de la narración (pero tal vez, sin ese enredo, no haya narración).