“Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enríquez
Por Olga Albarrán
PhD en Estudios Hispánicos de la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)
El fuego, en muchas tradiciones originarias, no pertenecía a los mortales, tuvo que ser robado a los dioses. El tlacuache, en algunos mitos prehispánicos, fue el encargado de hacerlo. Para los griegos, fue Prometeo. Y gracias al fuego, nació la civilización… Y la inmolación. El fuego purifica por medio de la destrucción, uniendo principio y fin en una misma llamarada. Quizá por ello provoca a un tiempo terror y fascinación: permite acabar con todo en cuestión de segundos ofreciendo la oportunidad de un nuevo comienzo.
En “Las cosas que perdimos en el fuego,” Mariana Enríquez relata también otra historia del robo del fuego a los que se creyeron en algún momento dioses. Su cuento narra cómo un grupo de mujeres decidieron auto-inmolarse para carbonizar toda huella de feminidad, la principal culpable de la furia machista, con la esperanza de acabar así con el mundo viejo y encender uno nuevo en donde sus cuerpos no sean calcinados a causa de su misma corporalidad.
El cuerpo de la mujer, como sabemos, ha sido identificado con la naturaleza en la tradición humanista occidental (la cual ha naturalizado asimismo sus propias construcciones), mientras que el del hombre ha sido equiparado al reino de la razón. Cuerpo y mente, dos extraños entre sí que mantienen una relación desigual. Y la mente, dicen, es la que debe mantener al cuerpo (ese gran enigma) bajo control.
Al igual que a la naturaleza.
En el campo, por ejemplo, se realiza periódicamente una quema de rastrojos para regenerar el terreno y poder cultivarlo. O, históricamente, se ha venido incendiando algunos cuerpos de mujeres para “beneficio” del campo social. Como recuerda una mujer en el cuento: “siempre nos quemaron,” evocando la quema de brujas que durante siglos bien servía de escarmiento y advertencia para toda (potencial) desviación.
Tras arder, sin embargo, la regeneración puede ser simplemente una copia de lo anterior, como el Ave Fénix. O no, como sugiere la chica del subte del cuento: arde y resurge a una nueva vida en que su sensualidad y belleza han sido completamente calcinadas a manos de su marido. Ahora es un monstruo que provoca compasión y rechazo, pero también, como el cuento insinúa, la chispa de la rebelión.
Y el contagio.
El fuego sigue acabando con la vida de otras mujeres: sus parejas (y padres) las rocían con alcohol y queman vivas. Como una “epidemia” que se va propagando por la ciudad, los crímenes contra las mujeres se reproducen rápidamente. Hasta que, en el relato, llega el contraataque y un grupo de mujeres se apropia de los modos incendiarios de sus agresores y empiezan a auto-infligirse quemaduras en hogueras rituales. Su plan es crear una nueva realidad de “hombres y monstruas,” escapando así a la mirada que al ser mujer las convertía en presa, adquiriendo, en un doble sentido, “anti-cuerpos.”
Ese nuevo mundo que propone el relato es, no obstante, perturbador. Un mundo que, como a la amiga anoréxica, si bien le permite tomar el control, le conduce a la muerte. Las alternativas que hace plantearnos el relato de Enríquez para erradicar la violencia machista tan presente en nuestras sociedades apuntarían entonces hacia otras líneas de acción, pues son demasiadas las cosas que podríamos perder en el fuego.
Nuestra tarea es ahora imaginarlas.