Notas sobre Siete cajas (2012) de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori
“La mercancía es, en primer lugar, un objeto exterior, una cosa que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas del tipo que fueran. La naturaleza de esas necesidades, el que se originen, por ejemplo, en el estómago o en la fantasía, en nada modifica el problema.” Esta es una de las primeras formulaciones que aparecen en el canónico capítulo sobre las mercancías que Karl Marx escribiera en el Capital. A su vez, en Siete cajas (2012) de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori se ilustran ciertos comportamientos de la mercancía y sobre todo de la forma en que ésta satisface a otros cuerpos. La historia de Víctor, un carretillero en un mercado inmenso en Paraguay, es, en cierta medida, una historia sobre el dinero y su complicada relación con la mercancía. Esto es que Víctor, para poder comprar un celular con cámara y así multiplicar su imagen, debe entrar en relación con patrones que sólo buscan la oportunidad de mover una mercancía —el cadáver partido en siete de la mujer de un comerciante árabe— y ganar una gran suma de dinero. Así, Víctor se hace de una historia en el momento en que decide arriesgar su vida al transportar por un tiempo indefinido las siete cajas de esa “misteriosa mercancía”.
En Siete cajas no hay villanos ni héroes. Todos los personajes desean satisfacer sus apetitos: los policías su amor erótico, los criminales su codicia, otros criminales la salud de sus parientes, otros más sólo desean pasarla bien y Víctor sólo desea ver su imagen dentro de los sueños de la máquina, es decir, él sólo quiere verse de forma narcisista dentro de los medios de producción que también son los medios de su opresión. Víctor sueña con verse como los personajes de diversas películas que ve, incluso imita a la Tony Manero los diálogos en inglés de películas que consume. Víctor vive presa del sueño de otro(s). A lo largo de toda la película, todos los personajes esperan siempre conseguir una manera en que sus relaciones con otros personajes sean beneficiosas. Con esto, cabría decir que Siete cajas ilustra como la lógica del mercado se ha incrustado en la médula de los huesos de todos, desde las satisfacciones más simples, como el hambre, hasta el deseo o la fantasía, todo pasa por esa complicada relación que guardan dinero y mercancía.
En la clásica fórmula marxista, D-M, “M” es menos una mercancía y más la conjunción entre la fuerza de trabajo y los medios de producción. Si siempre hay un dinero antecesor o presupuesto (D´) al primer ciclo de intercambio entre dinero y mercancía, entonces, se tiene que el dinero no puede dividirse, pero la mercancía, aparentemente, puede partirse tanto le plazca. Justamente, este es el catalizador de la narrativa en Siete cajas, pues Víctor recibe un billete de cien dólares partido por mitad con la promesa de que luego de que cumpla con su tarea (pasear la mercancía —el cadáver partido de una mujer) verá su recompensa completada. El problema, claro está, es que los billetes de cien dólares pierden su valor una vez partidos. De igual manera, cualquier división o promesa de dinero en la película termina mal: la hermana de Víctor intenta ayudar a una amiga que acaba de dar a luz y el dinero se pierde en el suelo del hospital; los “socios” que orquestaron el secuestro de la mujer desmembrada que lleva Víctor por todo el mercado terminan peleándose y unos mueren; Nelson promete dinero, que no tiene, a sus compinches por matar a Víctor y el primero muere. Partir el dinero no es ganancia. La pregunta es, entonces, ¿por qué una mercancía se puede partir y seguir generando valor? Y más aún, ¿por qué el cuerpo de una mujer puede/debe sostener la mistificación misma de la producción de valor? Siete cajas no responde del todo a estas preguntas, pero sí apuesta por la distribución y multiplicación de la imagen de los deseos que se satisfacen por medio de las mercancías. Es decir que la película de Maneglia y Schémbori posiciona a Víctor dentro de un sistema cerrado donde su única aspiración es ver aquello que desea desde el hueco de una cámara de celular para que así su imagen se distribuya y se multiplique. En este orden de ideas, los deseos de Víctor están siempre capturados, carentes siempre de imaginación. Sin embargo, como se ve al final de la película, esa sonrisa que da Víctor, en primer plano, guarda una potencia ambivalente que sugeriría no sólo la reproducción de un sistema narcisista de la satisfacción de los deseos, sino también la producción de una ambivalencia, un terror, un suspenso, un secreto y un misterio que cargan todas las sonrisas. Esto es así porque el dolor y la tristeza nunca guardan secretos ni misterios en el cuerpo que los expresa y al contrario, cada sonrisa y cada alegría dentro de un mundo echado a perder, podrido y cerrado antes de comenzar, guarda una potencia ambivalente, casi constituyente de ese caos que orquesta los movimientos más esenciales de todo mercado. En el caos del mercado parece siempre sugerente la emergencia de una práctica o de un sujeto que contenga ese caos, que quizá evite el enredo constituyente de la narración (pero tal vez, sin ese enredo, no haya narración).