Más errores de apreciación

Más errores de apreciación
en El Entenado de Juan José Saer

Por Jorge Izquierdo
PhD en Estudios Hispánicos de la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)
Actualmente Docente y Coordinador Académico de UDLA Honors, Universidad de las Américas, Quito-Ecuador
Co-fundador de Editorial Festina Lente

A lo largo de nuestras reuniones en el Virtual Koerner´s me he preguntado: ¿Dónde está América Latina? A pesar de que el grupo no tiene el propósito exclusivo de tratar temas de América Latina, me hago la pregunta porque con frecuencia estos temas sí aparecen y entonces, se produce en mí un cortocircuito geográfico. Estoy frente a mi pantalla en Quito, Ecuador, mientras que la mayoría de las personas con las que converso se hallan frente a sus pantallas en el Norte. No es un cortocircuito devastador, yo mismo he vivido varios años en el Norte, he aprendido allá, sé lo que está ocurriendo, pero sospecho, al recibir la corriente eléctrica, nada más.

Hace poco leímos y nos reunimos con Erin Graff Zivin de USC. La experiencia fue valiosa. Las ideas planteadas y el diálogo me parecieron ricos. Sin embargo, me llamó la atención una cierta metodología que creí notar. Quizás me equivoque al respecto, pero percibí que esa metodología consistía en apoyarse en teóricos franceses para cerrar, apenas, con la lectura detenida de un texto por un autor argentino. ¿Es esa la manera de proceder de los y las latinoamericanistas? En parte sí y no creo que haya ningún problema en ello. Argentina es parte de América Latina, después de todo, y no existe ninguna prohibición acerca de citar a teóricos franceses, casi que sucede lo contrario. Solo menciono esta nueva sospecha porque, para alguien trabajando y produciendo desde el Ecuador, resulta que algo falta o que la cosa sobrevuela por encima, distante. Asimismo, intuyo que lo que yo comparto desde aquí con ustedes, anda por debajo como un bicho rastrero.

Me cautivaron particularmente las ideas de Graff Zivin alrededor del malentendido en la literatura. Su lectura breve de El entenado (1983), la novela de Juan José Saer, me pareció profunda. Graff Zivin además registra otras lecturas académicas que se han hecho sobre la misma novela, marcando por qué la suya puede ser diferente. A partir de ese intercambio me motivé a leer El entenado. La novela está ambientada en la experiencia de la conquista del territorio Latinoamericano y en el testimonio de un europeo que vivió como cautivo por diez años en una tribu de indígenas que habitaban alrededor de lo que hoy es Santa Fe, Argentina. Luego de leerla solo me cupo preguntar por qué Graff Zivin no la exploró incluso más, leyendo más partes del texto que apoyaran su postura. Más Saer y menos Ranciere, por decirlo de alguna manera.

El artículo “Marrano Secrets; Or Misunderstanding Literature” (2014) cierra con una lectura de una escena de la novela de Saer. Es una lectura muy sugerente porque da cuenta de una temática constante del texto, la del reconocimiento del error y la de los malentendidos. La escena sobre la que Graff Zivin se detiene, ocurre al inicio del libro cuando el capitán de la expedición de la conquista parece reconocer un “error de apreciación que había venido cometiendo, a lo largo de toda su vida, acerca de su propia condición”. Instantes después, este conquistador fallido muere en una emboscada de un grupo de indígenas nativos. Es su primer y único contacto con la tierra nueva. La escena es poderosa y el misterio alrededor del mencionado error es relevante, pero, como la propia Graff Zivin admite, esta escena es apenas un detalle en la trama que se viene. El personaje del capitán no resulta ser tan importante en el transcurso del texto, es descrito de manera lejana y tibia. Se sabe que era un cortesano al cual se le encargó la misión de ir a América, se sabe que los tripulantes de las embarcaciones que lideran lo temen y respetan. Se sabe que es pensativo, aunque nunca sabemos qué piensa, y se sabe que logra detener una posible rebelión entre los marineros con una actitud determinada pero sin pronunciar una sola palabra. Es un personaje menor en el contexto de este libro que se estructura como una larga meditación, un flujo, estilo río pues no hay pausas ni capítulos. Este formato alrededor de la abundancia me parece importante, de hecho, y convierte a la selección de cualquier episodio aislado en una limitación frente al texto de Saer. Incluso el tono del protagonista alude a lo colectivo y a la idea de anonimato. No narra desde su particularidad sino en complicidad con la comunidad a la que observa. En relación a esto es interesante el momento en que el protagonista regresa a su comunidad de blancos, luego de los diez años en cautiverio, y habla a las primeras personas que ve, sin darse cuenta, por un buen rato, que no les está hablando en castellano sino en la lengua indígena que ha aprendido.

Quizás lo mejor que se puede hacer con esta novela es leerla en este sentido: total, abarcador, fluido, intraducible, dejarse llevar, no recoger una escena puntual, ni un personaje individual, sino aspirar a recogerla toda, no un tema sino varios. Y quizás este mecanismo que acabo de esbozar dice algo acerca de la posibilidad de un pensamiento del Sur que no requiere de anclas en la teoría crítica europea o en la academia del Norte.

Pero ya que estamos en la línea de pensamiento planteada por Graff Zivin, que es muy convincente y atractiva, vale recalcar de nuevo, puedo agregar que la temática del error y del malentendido se plantean en otras partes del libro e incluso con mayor fuerza que la mostrada en “Marrano Secrets”. Voy a singularizar dos escenas adicionales, a pesar de lo que acabo de sugerir en contra de la singularización. Quizás al ampliar la serie a tres, quizás al recoger, a modo de colección, se logre algo. Quizás motive más lecturas.

Escena 2: A lo largo de la novela se comentan las prácticas de canibalismo de la tribu de indígenas. Comen carne humana una vez al año, más o menos en la misma temporada, y esta experiencia, más el consumo de alcohol que la acompaña, conlleva resultados desinhibidores, carnales y misteriosos. El protagonista quiere comprender los sentidos de este ritual y en un momento logra entablar una “conversación confidencial” con uno de los indígenas de la tribu al respecto. Este hombre le explica que para otros indios ser comidos por sus enemigos puede significar un honor y que, además, (lo dice con cierto recelo) estos otros indios hasta disfrutan del hecho de ser comidos. El protagonista agrega: “Por mucho que seguí interrogándolo, no logré que me dijera más. Creí entender que el desprecio venía de lo inexplicable de esa inclinación, y que el indio la consideraba como un gusto equívoco, perverso… comer carne humana no parecía ser tampoco una costumbre de la que se sintiesen muy orgullosos…”. En el mismo contexto, poco después se agrega que “Si, cuando empezaban a masticar, el malestar crecía en ellos, era porque esa carne debía tener, aunque no pudiesen precisarlo, un gusto a sombra exhausta y a error repetido” (énfasis mío).

Escena 3: El entenado cierra con tres recuerdos adicionales, aleatorios, sobre la vida en cautiverio. El segundo de esos recuerdos tiene que ver con un indígena moribundo, a quien el protagonista había conocido desde hacía tiempo y al que siempre había guardado en alta estima por su serenidad y amabilidad. Su muerte coincide con uno de los rituales de canibalismo y desenfreno sexual. En el recuerdo del protagonista, se lo ve al indio tirado sobre la arena de una playa, la mañana siguiente a la fiebre y el pandemonio, su cuerpo mutilado, su mirada perdida. “Su agonía” nos dice “confirmaba, inacabable, mi error” (énfasis mío). Este es un error de apreciación, al igual que el que experimenta el capitán, misteriosamente, al inicio de la novela, como mal presagio de su muerte. En este caso, sin embargo, llegamos a conocer mucho más. El protagonista retrocede en el tiempo para descifrar cómo este amigo indígena, lúcido en principio, se había transformado en un ser errático, ambicioso, malgenio y fatal, lo describe paso a paso en el día y la noche previa a su muerte. La lección que saca de todo esto es que una vida se mide completa, no de manera parcial; es decir, puedes ser paciente y amable todos los días de tu existencia menos uno. También concluye que la muerte es individual, el recuerdo de una vida no vale mucho, sugiere, quizás, frente a la experiencia abierta y tenaz de la muchedumbre: “Del hombre magullado, que ya apenas si respiraba, aprendí, también, aquella mañana, que, de la negrura que nos rodea, la virtud no salva”.

Dejo estas ideas en un intento por ampliar el intercambio que sostuvimos con Erin Graff Zivin, que me pareció enriquecedor y productivo. Asimismo, he aprovechado la ocasión para entablar ciertas discrepancias que siento en un nivel sensible, no racional (y desde el Ecuador) con los estudios latinoamericanos.

Complejo de Prometeo

Cross-post con TheWheelswithinWheels

Complejo de Prometeo
Notas sobre Las cosas que perdimos en el fuego (2016) de Mariana Enríquez

Por Ricardo García
Estudiante en el Doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)

Los 12 relatos que forman la colección Las cosas que perdimos en el fuego (2016) de Mariana Enríquez pudieran ser eso que el título evoca. Es decir, que cada relato sería algo que se perdió en la hoguera de ese fuego fatuo al que llamamos, por comodidad, postmodernidad. Míticamente, el fuego es aquello que Prometeo robó para alumbrar las tinieblas en que vivían los mortales griegos. El fuego de Enríquez tiene carácter prometeico y ritual. Sin embargo, los cuentos no alumbran nuestra oscuridad, sino que, con sus llamas, nos oscurecen dentro un hornillo demente, adicto y hambriento que no se puede parar, que todo se traga. Este es el fuego ritual de la posmodernidad. En este sentido, las cosas que perdimos en el fuego son familias, casas, pueblos del oriente argentino, inocencia, maridos, hijos, parejas, niños criminales y asesinos, gente deforme e intoxicada, mujeres incendiarias, madres adictas y preocupadas, padres ausentes, ríos contaminados, trabajos, huérfanos y religiosos enloquecidos.

El fuego de Prometeo permitió iniciar los sacrificios que daban forma a la cotidianidad griega. Prometeo no se preocupó por las cosas que habría que sacrificar y entregar a las llamas por complacer a los dioses, pero sí en cómo engañar a éstos para beneficio de los mortales. Los relatos de Enríquez, por su parte, también podrían apostar por ese engaño, es decir, por tratar de burlar a ese fuego de nuestros tiempos. Hay, en este sentido, una progresión en la colección. Del primer relato, que narra la desaparición de un “chico sucio”, como lo llama la narradora, y la aparición del cadáver de un niño que fue cercenado y mutilado en un barrio sórdido y ruinoso (Constitución) de Buenos Aires, se llega a un relato donde el fuego y la violencia tienen una función simbólica y política. En otras palabras, mientras en el primer relato no se explica ni la desaparición del chico sucio, ni leitmotiv del asesinato del niño mutilado, en el cuento que cierra la antología, “Las cosas que perdimos en el fuego”, la violencia tiene una función y forma parte de un rito: inmolar cuerpos de mujeres para fundar un mundo ideal de hombres y “monstruas”.

El cuento “Las cosas que perdimos en el fuego” comienza con un recuerdo de Silvina, personaje principal, en el subte de Buenos Aires. “La chica del subte”, probablemente la primera mujer en ser quemada por su esposo, sube a los vagones del transporte colectivo y besa a los pasajeros. Recibe propinas y limosnas, pero no para operarse las quemaduras, pues las cirugías “no tenían sentido, nunca volvería a su cara normal, lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida –nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera en puestos donde no hiciera falta verla” (pos. 295.0 / 315). Conforme progresa la narración, se cuenta cómo más mujeres son quemadas por sus parejas. La violencia contra las mujeres llega a tal grado que, en una estrategia radical, grupos de mujeres deciden prenderse fuego a ellas mismas, quemar la imagen que les había sido impuesta desde siempre. Las autoridades incrementan el control y la represión para evitarlo. Silvina participa en una hoguera filmando a una mujer que quiere difundir su inmolación. El video es visto en internet por millones. La madre de Silvina y una amiga suya son jefas de dos hospitales que atienden a las quemadas luego de su ceremonia, hasta que el gobierno desbarata la red de “Mujeres ardientes”. A pesar de las represalias, las hogueras siguen. “Algunas chicas dicen que van a parar cuando lleguen al número de la caza de brujas de la Inquisición” (314.0 / 315). Silvina duda del movimiento y “sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas” (314.0 / 315). Al final del relato Silvina no puede escuchar claramente a su a su madre y a la amiga que conversan sobre las hogueras, sólo escucha que “ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego” (314.0 / 315).

La historia enfatiza la relación entre “la quema” provocada por los esposos de las mujeres y la inmolación de las mujeres. “La quema” sería una herramienta de liberación de las mujeres, al mismo tiempo que antes fue una herramienta de opresión sobre sus cuerpos*. Si el fuego ritual destruye la imagen “normalizada” de la mujer, también da una nueva belleza, como dice la chica de subte. El problema, por otra parte, es que esta nueva imagen, aunque se produce en un nuevo ritual, voluntario y solemne, depende aún del cuerpo de las mujeres como única ofrenda sacrificable y la lógica de producción de la nueva imagen quiere a toda costa repetir el número de mujeres quemadas en tiempos anteriores, como si hubiera que igualar un marcador. Así, el problema del fuego no es el problema de su apropiación para la opresión o la liberación, sino que el fuego, siempre relacionado al sacrificio, al ritual, a los inicios y finales “del mundo”, guarda una estrecha relación con la reproducción de la realidad, pues el fuego es inmanente a la vida, como el sexo o la violencia. Desde esta perspectiva, tanto “Las cosas…” como otros relatos de la antología no hacen apología sobre aquello devorado por el fuego, pero sí evidencian la terrible situación de una realidad que se consume en clics sedientos de morbo y hambrientos por ver atrocidades (“Pablito clavó un clavito” y “Verde rojo anaranjado”), que sigue condenada por viejos fantasmas como la dictadura  de Videla o los conflictos por las Islas Malvinas (“La Hostería”; “Fin de curso”; “Nada de carne sobre nosotras”), que se vive intoxida para sobrevivir  y donde se es incapaz de producir lazos de ayuda entre los que más sufren de los “descontentos” de la posmodernidad (“Chico sucio”, “Los años intoxicados”, “Tela de araña”, “Patio del vecino” y “Bajo el agua negra”). Se perdió mucho en el fuego, pero no vale la pena llorarlo. Antes bien, parece que nuestra mejor actitud frente al fuego, posmoderno o de cualquier tipo, es la de ser responsables pero estar desempoderados, la de contar(nos) historias, para ver lo que se perdió, lo que queda y lo que podría perderse, o si acaso cambiar.

*Valdría revisar lo que otros han escrito sobre esta distinción, ya sea para la producción de géneros nuevos ” o sobre la dificultad de renunciar a la imagen de género y la distinción de arma y herramienta.

“Las cosas que perdimos en el fuego”

Cross-posted from Posthegemony.

enriquez_last-cosas-que-perdimosFemininity is all too often defined by the image (and so by the male gaze). Women are reduced to appearance, and judged in terms of the extent to which they measure up to some mythical ideal. Mariana Enríquez’s short story, “Las cosas que perdimos en el fuego” (“Things We Lost in the Fire”), presents a surreal and disturbing counter-mythology that explores what happens when that image is subject to attack, not least by women themselves.

It all starts with a woman who is compelled to support herself by begging on the Buenos Aires subway, after a jealous husband inflicts on her horrific burns that destroy her arms and face, leaving her with only one eye and a slit for a mouth, her lips burnt off. As she seeks contributions from subway passengers, she tells her story: that her husband threw alcohol on her face while she was asleep, setting her alight to “ruin” her, so she wouldn’t belong to anybody else. In the hospital, when everyone expected her to die and she couldn’t speak for herself, he said that she had done this to herself, a tragic accident after a fight. Now that she has recovered her voice, the woman on the subway reclaims her narrative and names the perpetrator. She knows, however, that she will never recover her appearance; her image was lost in the fire.

But perhaps it doesn’t all start there. As another character comments later, referring to a history of witch-hunts but also much more, “They’ve always burned women, they’ve been burning us for four centuries!” No doubt this is why the woman on the subway’s story starts to resonate so much with others.

First, it inspires copy-cat crimes: a model, who seems truly to incarnate that idealized image of femininity, is burnt by her footballer boyfriend in much the same way that the woman on the subway had been attacked. And he, too, blames her for what happened. As if it is only in death (the model does not survive her injuries) that women are granted agency, much like the famous if perhaps apocryphal witch-trials by water, in which only the drowned were presumed innocent.

Then, as Enríquez’s story progresses, small groups of Argentine women start to reclaim their agency while still alive, albeit by anticipating the torture inflicted on them by men. They begin to set light to themselves. Some do so alone, perhaps intending suicide. But, in the face of official disapproval, others form shadowy networks of “Burning Women” to aid and abet ritual ceremonies of self-immolation, complete with clandestine hospitals to ensure recovery thereafter. Because the point is to survive, and to put that survival on display. As one woman puts it: “They have always burned us. Now we are burning ourselves. But we’re not going to die: we’re going to flaunt our scars.”

The notion here is a kind of immunization: if women burn themselves, then they also rid themselves of the idealized image, the fetish that justifies men burning them. Moreover, they show that they cannot be reduced to appearances, albeit by paradoxically revelling in the way in which their new, “monstrous” appearance repels the male gaze. As the woman from the subway puts it, “Men are going to have to get used to us. Soon most women are going to look like me, if they don’t die. And wouldn’t that be nice? A new kind of beauty.” Laying claim to deformity, they challenge the gendered scopic regime of representation and power.

Yet this sacrificial logic is disturbing, and not only to men. The story is told from the perspective of a young woman, Silvina, whose mother is one of the first to throw herself into the campaign. It ends as she overhears her mother and a friend talking about her as a possible candidate for a burning: “Silvinita, oh, when Silvina burned it would be beautiful, she’d be a true flower of fire.” Here, the vision is (almost literally) of the Revolution eating its children, of a new image that ends up as horrific and coercive as the old one. The “ideal world of men and monsters” is no more (or perhaps no less) ideal than our own.

There are obvious resonances here with debates over the tactics of militant groups during Argentina’s Dirty War. There is also an explicit comparison to anorexia, which is also as much a self-destructive as a subversive mode of (re)claiming female agency. Perhaps, too, we might think of our contemporary immunological paradigm, and the price we are called upon to pay to confront all manner of diseases (metaphorical and otherwise). Fire both purifies and corrupts. Without nostalgia, and without any easy judgements, Enríquez compels us to think in new ways about what gets lost when we turn the tools that oppress us into weapons for liberation.

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