Por Rodolfo Ortiz
Estudiante en el Doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)
Reescribo unas notas sobre la palabra bizarre y cierta conexión que hallo con un cuadro de Joel Peter Witkin (una de las influencias de Nelson Garrido).
J.A. Miller propone no confundir la palabra bizarre con “bizarro”. Si la palabra española “bizarro” pasó de los adjetivos “valiente y esforzado” al opulento “grotesco”, bizarre sugiere un sentido más bien del lado de lo impar, de lo odd. En este sentido, usar un diccionario para definir esta palabra ya es en sí mismo un gesto antibizarre. Lo bizarre, en todo caso, florece en la abertura que quebranta una antigua conexión y, de esta forma, libera un saber. Para pulsar esta diferencia vale la pena volver al cuento de Poe, “The Angel of the Odd”, que Cansinos-Assens tradujo como “El ángel de lo grotesco”. En este cuento el narrador introduce al personaje del ángel como alguien portador de un acento en el habla que durante sus intervenciones e interferencias llegaba a configurar precisamente un gesto bizarre. Poe, ese “oscuro ángel de la zona increíble”, según Suárez Figueroa, hace hablar a un ángel en un espantoso acento alemán que representa el espacio de una práctica del habla perturbadora y trastocada. Un claro precursor de las peregrinaciones de Gombrowicz en la Argentina, sin duda, pues lo bizarre se engancha a un modo de la interpretación, a un modo particular del habla que interrumpe el sentido y desfamiliariza la lengua causando merecidamente imparidad.
Algo torna en bizarre cuando algún orden diverge del sentido común y se desestabiliza. Diría a favor de las reflexiones de Foucault, que un diccionario es lo menos bizarre que hay por el hábito de uso que se hace del mismo. Una práctica bizarre se define por su anomalía, su irregularidad, su discapacidad. De allí la fascinación que nos habita por los lenguajes mutilados, tartamudos, traslapados, que celebran siempre las fisuras del mundo. El genial fotógrafo Joel Peter Witkin elabora una réplica bizarre del cuadro barroco de Velázquez precisamente para perturbar, entre otras cosas, la categoría social de disability que los angloamericanos utilizaron para domesticar aquello que se nombró como “impedimentos [impairment] físicos y mentales” de sus habitantes. En Las Meninas (1987) de Witkin el efecto bizarre irradia, en todo caso, no en un encubrimiento sino en el mecanismo que pone a funcionar lo real. Aquello que operó en el barroco como fundamento o “doctrina exquisita” debajo del vestido, aquí es un espacio hueco conformado por un cuerpo, el de una Menina “discapacitada”, a quien no se le han desaparecido mágicamente las extremidades inferiores, sino que las expone en su faz de “par de piernas mutiladas” encima de aquello que malamente la cubre. Si Góngora celebró el vestido de un serafín (a mi serafín vestido/ hallé de un azul turquí/ que no se viste de menos/ que de cielo un serafín), aquí Lacan celebraría el “demonio pensante” de lo que carece de fundamento.