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Complejo de Prometeo
Notas sobre Las cosas que perdimos en el fuego (2016) de Mariana Enríquez
Por Ricardo García
Estudiante en el Doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)
Los 12 relatos que forman la colección Las cosas que perdimos en el fuego (2016) de Mariana Enríquez pudieran ser eso que el título evoca. Es decir, que cada relato sería algo que se perdió en la hoguera de ese fuego fatuo al que llamamos, por comodidad, postmodernidad. Míticamente, el fuego es aquello que Prometeo robó para alumbrar las tinieblas en que vivían los mortales griegos. El fuego de Enríquez tiene carácter prometeico y ritual. Sin embargo, los cuentos no alumbran nuestra oscuridad, sino que, con sus llamas, nos oscurecen dentro un hornillo demente, adicto y hambriento que no se puede parar, que todo se traga. Este es el fuego ritual de la posmodernidad. En este sentido, las cosas que perdimos en el fuego son familias, casas, pueblos del oriente argentino, inocencia, maridos, hijos, parejas, niños criminales y asesinos, gente deforme e intoxicada, mujeres incendiarias, madres adictas y preocupadas, padres ausentes, ríos contaminados, trabajos, huérfanos y religiosos enloquecidos.
El fuego de Prometeo permitió iniciar los sacrificios que daban forma a la cotidianidad griega. Prometeo no se preocupó por las cosas que habría que sacrificar y entregar a las llamas por complacer a los dioses, pero sí en cómo engañar a éstos para beneficio de los mortales. Los relatos de Enríquez, por su parte, también podrían apostar por ese engaño, es decir, por tratar de burlar a ese fuego de nuestros tiempos. Hay, en este sentido, una progresión en la colección. Del primer relato, que narra la desaparición de un “chico sucio”, como lo llama la narradora, y la aparición del cadáver de un niño que fue cercenado y mutilado en un barrio sórdido y ruinoso (Constitución) de Buenos Aires, se llega a un relato donde el fuego y la violencia tienen una función simbólica y política. En otras palabras, mientras en el primer relato no se explica ni la desaparición del chico sucio, ni leitmotiv del asesinato del niño mutilado, en el cuento que cierra la antología, “Las cosas que perdimos en el fuego”, la violencia tiene una función y forma parte de un rito: inmolar cuerpos de mujeres para fundar un mundo ideal de hombres y “monstruas”.
El cuento “Las cosas que perdimos en el fuego” comienza con un recuerdo de Silvina, personaje principal, en el subte de Buenos Aires. “La chica del subte”, probablemente la primera mujer en ser quemada por su esposo, sube a los vagones del transporte colectivo y besa a los pasajeros. Recibe propinas y limosnas, pero no para operarse las quemaduras, pues las cirugías “no tenían sentido, nunca volvería a su cara normal, lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida –nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera en puestos donde no hiciera falta verla” (pos. 295.0 / 315). Conforme progresa la narración, se cuenta cómo más mujeres son quemadas por sus parejas. La violencia contra las mujeres llega a tal grado que, en una estrategia radical, grupos de mujeres deciden prenderse fuego a ellas mismas, quemar la imagen que les había sido impuesta desde siempre. Las autoridades incrementan el control y la represión para evitarlo. Silvina participa en una hoguera filmando a una mujer que quiere difundir su inmolación. El video es visto en internet por millones. La madre de Silvina y una amiga suya son jefas de dos hospitales que atienden a las quemadas luego de su ceremonia, hasta que el gobierno desbarata la red de “Mujeres ardientes”. A pesar de las represalias, las hogueras siguen. “Algunas chicas dicen que van a parar cuando lleguen al número de la caza de brujas de la Inquisición” (314.0 / 315). Silvina duda del movimiento y “sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas” (314.0 / 315). Al final del relato Silvina no puede escuchar claramente a su a su madre y a la amiga que conversan sobre las hogueras, sólo escucha que “ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego” (314.0 / 315).
La historia enfatiza la relación entre “la quema” provocada por los esposos de las mujeres y la inmolación de las mujeres. “La quema” sería una herramienta de liberación de las mujeres, al mismo tiempo que antes fue una herramienta de opresión sobre sus cuerpos*. Si el fuego ritual destruye la imagen “normalizada” de la mujer, también da una nueva belleza, como dice la chica de subte. El problema, por otra parte, es que esta nueva imagen, aunque se produce en un nuevo ritual, voluntario y solemne, depende aún del cuerpo de las mujeres como única ofrenda sacrificable y la lógica de producción de la nueva imagen quiere a toda costa repetir el número de mujeres quemadas en tiempos anteriores, como si hubiera que igualar un marcador. Así, el problema del fuego no es el problema de su apropiación para la opresión o la liberación, sino que el fuego, siempre relacionado al sacrificio, al ritual, a los inicios y finales “del mundo”, guarda una estrecha relación con la reproducción de la realidad, pues el fuego es inmanente a la vida, como el sexo o la violencia. Desde esta perspectiva, tanto “Las cosas…” como otros relatos de la antología no hacen apología sobre aquello devorado por el fuego, pero sí evidencian la terrible situación de una realidad que se consume en clics sedientos de morbo y hambrientos por ver atrocidades (“Pablito clavó un clavito” y “Verde rojo anaranjado”), que sigue condenada por viejos fantasmas como la dictadura de Videla o los conflictos por las Islas Malvinas (“La Hostería”; “Fin de curso”; “Nada de carne sobre nosotras”), que se vive intoxida para sobrevivir y donde se es incapaz de producir lazos de ayuda entre los que más sufren de los “descontentos” de la posmodernidad (“Chico sucio”, “Los años intoxicados”, “Tela de araña”, “Patio del vecino” y “Bajo el agua negra”). Se perdió mucho en el fuego, pero no vale la pena llorarlo. Antes bien, parece que nuestra mejor actitud frente al fuego, posmoderno o de cualquier tipo, es la de ser responsables pero estar desempoderados, la de contar(nos) historias, para ver lo que se perdió, lo que queda y lo que podría perderse, o si acaso cambiar.
*Valdría revisar lo que otros han escrito sobre esta distinción, ya sea para la producción de géneros nuevos ” o sobre la dificultad de renunciar a la imagen de género y la distinción de arma y herramienta.