Abaporu (el hombre caníbal). Tarsila do Amaral
Lo bonito del “Canibalismo metafórico” es que me hace pensar en mi propia vida, por lo menos en los últimos 16 meses de mi vida, desde la llegada con mi familia a Vancouver el martes 6 de diciembre de 2016 hasta el día en que escribo este texto, 11 de abril de 2018.
¿Qué tiene el canibalismo que me lleva por los vericuetos de mi propio trasegar? Resulta difícil responder esta pregunta, sobre todo porque, como el canibalismo mismo, las sensaciones de estos últimos meses no se pueden sujetar bajo el lenguaje académico convencional, al que presumidamente pretende aspirar mi monografía. Un pensamiento desviado, o sea delirante, “desde que delirar etimológicamente significa eso: apartarse del camino, de las huellas convencionales. Leer es errar en todas sus acepciones: no acertar, divagar, andar perdido”, dice Gonzalo Aguilar a propósito del manifiesto antropófago. Así, una lectura caníbal de mis sensaciones arrojaría el hecho de emprender este doctorado en UBC porque, como dice Andrade, “solo me interesa lo que no es mío, ley del hombre, ley del antropófago”; echar de menos a mis padres y, en ocasiones, a mi ciudad, porque “antes de que los portugueses descubrieran al Brasil, Brasil había descubierto la felicidad”; ver la imbecilidad del pensamiento colonialista que aún pervive, tanto en la vida cotidiana como en la vida académica, y pensar que “no fueron cruzados los que vinieron. Fueron fugitivos de una civilización que estamos devorando, porque somos fuertes y vengativos como el Jabutí”.
“Tupi, or not tupi, that is the question”, dice Andrade en uno de los apartados más famosos del manifiesto. Una frase que se puede interpretar desde distintos lugares. Por un lado, es una escisión a la cultura clásica, representada en este caso con Hamlet, y la necesidad de privilegiar, ya no los monumentos históricos y culturales de la civilización europea, sino la americanidad caníbal. Por otro lado es una burla, un juego, un divertimento al mejor estilo de Altazor, en donde “orinar o no orinar” es la verdadera disyuntiva. En este sentido, creo que Oswald de Andrade se distancia y a la vez se acerca de los vanguardistas chilenos que hasta este momento he leído: Neruda, Huidobro y Bombal. Andrade, como ellos, se apropió de algunas de las características de la vanguardia europea, y los llamados “ismos”; pero Andrade, a diferencia de ellos, re-creó ese legado a partir de la incorporación del acervo cultural nacional, en este caso brasilero, y su representación más americana a través del canibalismo.
Así, hay una propuesta creativa original de este lado del Atlántico que se inscribe en la tensión de saberse influida por el avant-garde europeo, pero también de reconocerse como propositiva y distinta, fundacional y creativa a partir de un carácter nacional. Así, si Huidobro buscaba una melodía fundamental al final de Altazor: ““Ai aia aia / ia ia ia aia ui / Tralalí / Lali lalá”, Andrade también la buscaba, y encontró la lengua tupí: “Catiti Catiti Imara Natiá Notiá Imara Ipejú”.
El canibalismo metafórico es una forma de giro postcolonial, en donde desde América devoramos a la civilización europea, mostrando los vacíos y los vicios de la historia colonial, y la barbarie de varios siglos de sometimiento que sigue presente en los discursos contemporáneos. Por eso, “Tupí or not tupí” es un llamado también a esa naturaleza ambigua, colonial y postcolonial a la vez, en donde hay una necesidad de distancia, de señalamiento y crítica, pero que toma como base, por ejemplo, uno de los símbolos del poder occidental: Cristo: “Nunca fuimos catequizados. Vivimos a través de un derecho sonámbulo. Hicimos nacer a Cristo en Bahía. O en Belén del Pará. Pero nunca admitimos el nacimiento de la lógica entre nosotros”.