38. “Universidad verdadera”, “Iglesia pagana”: usos y funciones de los cafés de Bogotá. 1987

 

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La Carrera Séptima en los años 40: conversaciones y cafés

“Transiciones e interferencias” se titula el apartado que leí del Tomo 5 de la Historia de la Vida Privada. Un título que alude a umbrales, a transiciones entre dos espacios que resultan ambiguos, si se quiere, pues aluden a fronteras móviles y evanescentes. En efecto: la delimitación de lo privado, a un lado, y de lo público, al otro, no es ni mucho menos clara. El texto abunda en referencias a esa contaminación, que resulta propia de varios espacios citadinos que emergen con fuerza en el siglo XX. “Influencias cruzadas”, “contaminaciones recíprocas”, “estatuto incierto y equilibrio frágil”, “lugares de encuentro e intercambio”, son algunos de los términos que justifican esa doble faceta. “El barrio o la ciudad”, sentencia el texto, “articulan una compleja transición entre lo público y lo privado”.

El café, claro, es uno de estos espacios de ambigüedad entrañable. “Lugar de transición por excelencia entre el espacio público del trabajo prolongado por los transportes colectivos y el espacio privado de la vida doméstica”. Pienso en León de Greiff y en Luis Vidales, quienes luego de cumplir con su rutina laboral, de 8:00 a.m. a 5:00 p.m., en trabajos numéricos de contaduría y estadística, acudían al café en las primeras horas de la noche, para luego sí llegar a la casa. Una transición necesaria en el espacio de la relajación y del ocio; un divertimento previo a las labores del hogar.

La historia de la vida privada, de esta manera, “es primero la del espacio en que se inscribe”. Así, comprender el café literario bogotano implica descifrar los usos que los contertulios le dieron históricamente. En sus poemas, en sus historias, en el recuerdo, los clientes de los cafés de Bogotá tejieron vínculos con estos espacios que nos ayudan a entender sus distintos significados. Veamos, a continuación, las diferentes asociaciones.

Percibimos, en primer lugar, al café como un sustituto de la casa. Muchos de los contertulios bogotanos se pasaron la mitad de su vida entre sus mesas: charlando, escribiendo, pensando, protegidos siempre de los avatares citadinos. Ante las deficiencias habitacionales de Bogotá en la primera mitad del siglo XX: viviendas que carecían de una sala de recibo apropiada, teniendo en mente la pobreza de estos poetas recién llegados de provincia, bueno es el café para concertar una cita o reunirse con amigos. Como dice Julio Vives Guerra en un poema publicado en 1931, y dedicado al café La Botella de Oro, el café es un refugio que permite soñar.

Este espacio, cálido y placentero para la conversación, también puede entenderse como una de las habitaciones de la casa: la alcoba. El dormitorio, en efecto, lugar de intimidad por excelencia, se compara con el café La Cigarra en un artículo publicado en 1939: “Los arduos problemas de la patria se debaten dentro de una atmósfera tan íntima en La Cigarra, que se podría decir que esta es la alcoba de la república”. En el café, así, se comentaban furtivamente los pormenores de la vida pública de la nación, los cuales se veían como secretos de alcoba pronunciados en “una isla de refugio construida en el océano del tiempo”.

Las asociaciones, a su vez, vinculaban al café con otros espacios públicos de naturaleza ambigua. Los cafés, dice el periodista Leopoldo Vargas, “fueron durante muchos años una especie de iglesia donde nuestros hombres de recientes generaciones cantaron el himno a la existencia…”. Este espacio, entonces, propicio para la conversación y el tinto, se entendía como un lugar de reunión espiritual al que acudían unos “fieles” con el ánimo de profesar y enaltecer un mismo credo. Café-iglesia que también puede ser café-aquellarre, según nos dijo León de Greiff: un lugar de hechicería lírica: sesiones esotéricas en donde se intentaban develar misterios esenciales.

Por otro lado, Fernando Arbeláez, asiduo contertulio del Automático en los años 50, menciona que “el café era para mí una aula mucho más importante que aquellas en las que pretendía estudiar el Derecho Civil o las Leyes Indianas”. Lugar de aprendizaje, entonces, en el café se reunían los alumnos, como Arbeláez en su juventud, y los “verdaderos” maestros, encabezados por León de Greiff. Lugares propicios para el debate y la discusión, para el foro y el concilio, el café fue la “verdadera” universidad de muchos de sus concurrentes. El aprendizaje era cotidiano. Y además gratuito: solo se pagaba el consumo.

Por último, es necesario decir que el café fue la oficina de los individuos que no contaban con este tipo de espacio, de características privadas, para trabajar. Una oficina desde donde emergieron revistas literarias, por ejemplo, como Los Nuevos o Mito, las cuales fueron creadas, editadas y muchas veces escritas en estas tertulias. Los “negocios literarios” tenían al café como referente.

El café, como queda dicho, se mueve a caballo entre dos mundos. Esa es su naturaleza: pluriforme, multifuncional. Y ahí está precisamente su gran encanto. Es alcoba, sin serlo del todo (aunque algunos cafetines eran también prostíbulos); una escuela distinta, una iglesia pagana. Público y privado a la vez, es una suerte de refugio conocido: allí se refugiaban los poetas vanguardistas, como León de Greiff, a pesar de que todo el mundo sabía, vaya contradicción, que ese era su refugio.

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