40. Cruce de caminos en los cafés de la vanguardia latinoamericana. 2006

Hace seis meses, en abril, empecé este itinerario de viaje. “La última niebla”, de María Luisa Bombal, fue el punto de partida. Hoy, luego de la lectura del capítulo titulado “Locating the Future in Los siete locos”, del libro “The Avant Garde and Geopolitics in Latin America”, de Fernando Rosenberg, llego a mi destino.

Hice 38 paradas en este recorrido: algunas más afortunadas que otras, algunas más lucidas que otras. Sin embargo, siento que en el camino varios conceptos se esclarecieron, algunas presunciones se confirmaron, otras intuiciones se problematizaron o se mostraron como falsas. Sobretodo, puedo decir que conozco mejor el campo literario latinoamericano y colombiano de principios del siglo XX. Creo que he llegado a problematizar de manera más fecunda la interacción entre café y vanguardia en las sociabilidades y las tertulias de los años 20 en Colombia.

Hablaba, hace seis meses, de espacio y tiempo en el texto de Bombal. De espacios fantasmales y tiempos imposibles de medir. El café vanguardista, pienso, es un símbolo de esa ambivalencia, de esa pluralidad de registros. El escritor vanguardista encuentra en el café un trasunto de esa “nueva” manera de decir que sobrepasa los registros de lo real, y se impone un mundo nuevo hecho de voces que se solapan en un ambiente denso de interacción. Roberto Arlt, en sus cafetines y boliches; Macedonio Fernández, en sus tertulias con Borges; Luis Vidales, en sus ensoñaciones de ruidos metálicos en el café Windsor, perciben atentos ese llamado de la musa en la euforia de las conversaciones: “the writer”, dice Rosenberg, “is an intermitent figure whose vantage point doesn´t lie outside the system in contemplation of overarching vistas, but exists inside simultaneous overlapping temporalities, whitin the bricolage of superimposing voices”.

El café vanguardista, en este orden de ideas, es un espacio difícil de situar bajo una lógica cartesiana. Entrar a este café es resituarse en un orden diferente al de la sucesión logocéntrica. Público y a la vez privado, según hemos dicho, en él se reproducen los centros y las periferias de la ciudad, con individuos solitarios que maquinan una poesía desconocida y hermética, a la manera de Omar Cáceres, y otros que defienden su magisterio desde las mesas principales, como León de Greiff. Espacio de intersecciones múltiples, el café revela en su esencia, entonces, las características principales de la novela vanguardista, como “Los siete locos” de Roberto Arlt: “In its persistent piercing/crossing of conceptual borders between private and public, subjectivity and culture, national and international politics, center and periphery, spectacle and revolution, the novel suggest that there is actually no privileged arena of political action, and that the field of resonance of this action is always indeterminate”.

La producción que emerge de estos lugares, en consecuencia, no puede ser, ni mucho menos, mimética. Las preguntas por la verosimilitud, por los diferentes tránsitos entre realidad y ficción, fueron claves para varios escritores de la vanguardia en Latinoamérica. Se trata de elucubrar en el café una nueva realidad que revele esas porosidades, como Macedonio, como Borges, como Vidales. El lector, recordemos, es un personaje activo en el Museo de la Novela de la Eterna; a su vez, un personaje de Vidales dice: “hagamos un cuento”; también la rosa inalcanzable de Borges, que luego, en otro poema, se convertirá en el tercer tigre, “que no está en el verso”. Son instancias de esa especie de magia transgresora de la literatura, que nos enseñó Cervantes: “the metafictional inquiry into the rules of verisimilitude that made various kinds of avant-garde literature stand in opposition to mimetic assumptions”.

En suma, alcanzamos a percibir, en estos seis meses, algunos de los alcances de la imbricación del café en los avatares de la vanguardia en Colombia y Latinoamérica. Sin embargo, no hemos descubierto aún sus profundidades críticas y su desarrollo. En seis meses, quizás, tendremos más respuestas (y seguramente más preguntas). Esperamos con ansia ese momento.

39. En busca del campo: los cafés de la vanguardia colombiana. 1997

Requisa en el Café El Gran Delfín

Descubrí, con Julio Ramos, que resultaría imposible analizar la vanguardia en Colombia sin tener en cuenta el legado (en términos de continuidades y rupturas), de los Modernistas, Centenaristas y de los integrantes de la Gruta Simbólica. En otras palabras, la obra de Luis Vidales, León de Greiff, Luis Tejada, etc., resultaría incomprensible sin el reconocimiento de esos otros habitantes del campo literario nacional, y las luchas por la distinción que se gestaron en un ámbito de competencias y autonomías relativas. “Se puede decir que los autores, las escuelas, las revistas, etc., existen en y por las diferencias que los separan”.

La noción de campo, expuesta por Pierre Bourdieu en su libro “Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción”, me hizo pensar entonces en el sistema de competencias y de reglas intrínsecas que, empiezo a vislumbrarlo, caracteriza la gestación de la generación vanguardista en Colombia. La diferencia, por ejemplo, entre Luis Vidales (nuevo) y Luis María Mora (gruta simbólica), no es simplemente la fecha de nacimiento; se trata de una disputa literaria que trasciende la edad (la simple adscripción a algo viejo o nuevo), y que se entiende, más bien, “en función de su posición en el campo, ligada a su capital específico”, que implica que “les interese la conservación, es decir la rutina y la rutinización, o la subversión”. El capital cultural de Mora, vinculado con las escuelas literarias decimonónicas, se confronta con el capital cultural de Vidales, implicado con la subversión vanguardista. A su vez, el mayor capital económico que alcanzó Mora tiene que ver con ese capital cultural, que le permitió entrar a formar parte del establecimiento político conservador de las primeras décadas del siglo XX, a través de labores en organismos del estado como la Biblioteca Nacional o la Escuela Normal Superior. Vidales, en cambio, influido por la revolución rusa y carente de capital económico, en los años 20, quiso obtener un capital cultural que le permitiera “transformar su estructura”. Por eso, las críticas mutuas que se realizaban en sus escritos tenían que ver con esa lucha dentro de un campo de fuerzas que se intentaba perpetuar (Mora) o conquistar por primera vez (Vidales). Dice Bourdieu, a propósito de la configuración de un campo de poder: “es el espacio de las relaciones de fuerza entre los diferentes tipos de capital o, con mayor precisión, entre los agentes que están suficientemente provistos de uno de los diferentes tipos de capital para estar en disposición de dominar el campo correspondiente y cuyas luchas se intensifican todas las veces que se pone en tela de juicio el valor relativo de los diferentes tipos de capital”.

En esta lucha por la distinción, en esta generación de competencias y de polos opuestos, resulta inevitable la disputa entre generaciones pasadas y las nuevas escuelas literarias. Eso fue por lo menos lo que en apariencia hicieron Los Nuevos: deshacerse cuanto antes de “ese lastre”, en palabras de Juan Esteban Constain, “para poder sobrevivir”. Aunque ya sabemos que no tuvo lugar una sustitución directa: esta sería una aproximación simplista. “Lo que hubo en verdad”, señala Constain luego, “fue una especie de acoplamiento entre las dos generaciones”. Así, el campo literario en Colombia señala unas dinámicas complejas que sobrepasan un simple relevo generacional. La disputa va más allá de las dicotomías: vencedores y vencidos, viejos y nuevos, anacrónicos y contemporáneos, y configura un escenario de tensiones y flujos múltiples: “la lucha entre los ostentadores y los pretendientes”, señala Bourdieu, “entre los poseedores del título… y sus aspirantes, como se dice en el boxeo, crea la historia del campo: el envejecimiento de los autores, de las escuelas y de las obras es el resultado de la lucha entre los que marcaron un hito… y que luchan por perdurar… y los que a su vez no pueden marcar ningún hito sin relegar al pasado a aquellos que están interesados en eternizar el estado presente y en detener la historia”.

Es en este momento que el café bogotano de la primera mitad del siglo XX cobra una singular importancia. Los Nuevos, para serlo de verdad, necesitaban un espacio diferenciador. “Si los miembros de la Gruta Simbólica habían tenido La Gran Vía y La Bodega de San Diego para sus gracejos y sus chistes y sus juegos de palabras, si la Generación del Centenario había tenido El Rondinela para sus consignas políticas y sus desvaríos, los Nuevos encontraron en el café de los hermanos Nieto Caballero (Windsor) el espacio perfecto para acabar con el pasado y para renegar de su maligna influencia”. Son los usuarios, de esta manera, los que dotan de sentido a un café. Las sociabilidades discriminan, de acuerdo con la profesión, con el oficio o con las características particulares de los individuos. Así, si por un lado existían los cafés de los ajedrecistas, de los sordomudos, de los aficionados a la hípica; si había cafés de la bolsa, cafés para periodistas, cafés liberales o cafés conservadores; así, digo, también existían cafés diferenciados para las distintas escuelas literarias de la ciudad. El Windsor en los años 20 y 30, El Automático en los años 50, fueron los cafés de los literatos de avanzada; los de otras tendencias acudían a otros cafés: los Piedracielistas al café Victoria, los Centenaristas a La Cigarra. Más adelante Los Nadaístas frecuentarán El Cisne. En los cafés, es claro, se percibe eso que Bourdieu llama la diferencia.

En suma, el café por sí mismo no asegura la vanguardia; son los usuarios los que definen el carácter del espacio que frecuentan. El café, si bien es un lugar propicio para el encuentro y la tertulia y favorece la conservación rutinaria de un viejo discurso, al mismo tiempo, en su espíritu noctámbulo y bohemio, dislocado socialmente, estimula la imaginación y la elucubración de nuevas palabras, de subversiones y transgresiones. Es desde allí que se gesta la disputa: “un campo de luchas dentro del cual los agentes se enfrentan, con medios y fines diferenciados según su posición… contribuyendo de este modo a conservar o a transformar su estructura”.

38. “Universidad verdadera”, “Iglesia pagana”: usos y funciones de los cafés de Bogotá. 1987

 

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La Carrera Séptima en los años 40: conversaciones y cafés

“Transiciones e interferencias” se titula el apartado que leí del Tomo 5 de la Historia de la Vida Privada. Un título que alude a umbrales, a transiciones entre dos espacios que resultan ambiguos, si se quiere, pues aluden a fronteras móviles y evanescentes. En efecto: la delimitación de lo privado, a un lado, y de lo público, al otro, no es ni mucho menos clara. El texto abunda en referencias a esa contaminación, que resulta propia de varios espacios citadinos que emergen con fuerza en el siglo XX. “Influencias cruzadas”, “contaminaciones recíprocas”, “estatuto incierto y equilibrio frágil”, “lugares de encuentro e intercambio”, son algunos de los términos que justifican esa doble faceta. “El barrio o la ciudad”, sentencia el texto, “articulan una compleja transición entre lo público y lo privado”.

El café, claro, es uno de estos espacios de ambigüedad entrañable. “Lugar de transición por excelencia entre el espacio público del trabajo prolongado por los transportes colectivos y el espacio privado de la vida doméstica”. Pienso en León de Greiff y en Luis Vidales, quienes luego de cumplir con su rutina laboral, de 8:00 a.m. a 5:00 p.m., en trabajos numéricos de contaduría y estadística, acudían al café en las primeras horas de la noche, para luego sí llegar a la casa. Una transición necesaria en el espacio de la relajación y del ocio; un divertimento previo a las labores del hogar.

La historia de la vida privada, de esta manera, “es primero la del espacio en que se inscribe”. Así, comprender el café literario bogotano implica descifrar los usos que los contertulios le dieron históricamente. En sus poemas, en sus historias, en el recuerdo, los clientes de los cafés de Bogotá tejieron vínculos con estos espacios que nos ayudan a entender sus distintos significados. Veamos, a continuación, las diferentes asociaciones.

Percibimos, en primer lugar, al café como un sustituto de la casa. Muchos de los contertulios bogotanos se pasaron la mitad de su vida entre sus mesas: charlando, escribiendo, pensando, protegidos siempre de los avatares citadinos. Ante las deficiencias habitacionales de Bogotá en la primera mitad del siglo XX: viviendas que carecían de una sala de recibo apropiada, teniendo en mente la pobreza de estos poetas recién llegados de provincia, bueno es el café para concertar una cita o reunirse con amigos. Como dice Julio Vives Guerra en un poema publicado en 1931, y dedicado al café La Botella de Oro, el café es un refugio que permite soñar.

Este espacio, cálido y placentero para la conversación, también puede entenderse como una de las habitaciones de la casa: la alcoba. El dormitorio, en efecto, lugar de intimidad por excelencia, se compara con el café La Cigarra en un artículo publicado en 1939: “Los arduos problemas de la patria se debaten dentro de una atmósfera tan íntima en La Cigarra, que se podría decir que esta es la alcoba de la república”. En el café, así, se comentaban furtivamente los pormenores de la vida pública de la nación, los cuales se veían como secretos de alcoba pronunciados en “una isla de refugio construida en el océano del tiempo”.

Las asociaciones, a su vez, vinculaban al café con otros espacios públicos de naturaleza ambigua. Los cafés, dice el periodista Leopoldo Vargas, “fueron durante muchos años una especie de iglesia donde nuestros hombres de recientes generaciones cantaron el himno a la existencia…”. Este espacio, entonces, propicio para la conversación y el tinto, se entendía como un lugar de reunión espiritual al que acudían unos “fieles” con el ánimo de profesar y enaltecer un mismo credo. Café-iglesia que también puede ser café-aquellarre, según nos dijo León de Greiff: un lugar de hechicería lírica: sesiones esotéricas en donde se intentaban develar misterios esenciales.

Por otro lado, Fernando Arbeláez, asiduo contertulio del Automático en los años 50, menciona que “el café era para mí una aula mucho más importante que aquellas en las que pretendía estudiar el Derecho Civil o las Leyes Indianas”. Lugar de aprendizaje, entonces, en el café se reunían los alumnos, como Arbeláez en su juventud, y los “verdaderos” maestros, encabezados por León de Greiff. Lugares propicios para el debate y la discusión, para el foro y el concilio, el café fue la “verdadera” universidad de muchos de sus concurrentes. El aprendizaje era cotidiano. Y además gratuito: solo se pagaba el consumo.

Por último, es necesario decir que el café fue la oficina de los individuos que no contaban con este tipo de espacio, de características privadas, para trabajar. Una oficina desde donde emergieron revistas literarias, por ejemplo, como Los Nuevos o Mito, las cuales fueron creadas, editadas y muchas veces escritas en estas tertulias. Los “negocios literarios” tenían al café como referente.

El café, como queda dicho, se mueve a caballo entre dos mundos. Esa es su naturaleza: pluriforme, multifuncional. Y ahí está precisamente su gran encanto. Es alcoba, sin serlo del todo (aunque algunos cafetines eran también prostíbulos); una escuela distinta, una iglesia pagana. Público y privado a la vez, es una suerte de refugio conocido: allí se refugiaban los poetas vanguardistas, como León de Greiff, a pesar de que todo el mundo sabía, vaya contradicción, que ese era su refugio.

37. Otros espacios y otros actores en El impúdico brebaje. Los cafés de Bogotá. 2015

A continuación, algunas reflexiones a propósito del libro “El impúdico brebaje. Los cafés de Bogotá”:

Hablaba, en el texto anterior, acerca de la naturaleza del espacio conocido como café, y me preguntaba por sus peculiaridades en el caso colombiano. Un sitio que no puede entenderse de forma desligada a los espacios de sociabilidad anteriores a él, coloniales y republicanos, de los cuales absorbe una manera particular de encontrarse en sociedad. Así, una idea recurrente en el libro que reseño es la herencia que dejan las chicherías, los piqueteaderos, las tiendas de aguardiente, en los cafés bogotanos de las primeras décadas del siglo XX. “En esos lugares el rasgo distintivo es que se bebía copiosamente, chicha sobre todo, aunque no faltaban los vinos pelones y los rústicos aguardientes locales”.

Algunos autores mencionan que los cafés nacen como la antítesis de las chicherías, en el sentido de proporcionar una alternativa no alcohólica a los hombres del pueblo que empezaban a disfrutar de horas libres. Otros sugieren que el café toma el testigo de los establecimientos prehispánicos, de chicha y aguardiente, pero a la francesa: “A partir de las últimas décadas del siglo XIX, las tiendas-tabernas y bebederos coloniales de chicha y aguardiente cedieron gradualmente su lugar y función urbana a los cafés, extraña especie de origen europeo surgida en Colombia a raíz del auge de la explotación del grano, sumada a la francofilia presente en muchas facetas de la vida y hábitos de la burguesía bogotana”. Otros, por último, mencionan explícitamente que las chicherías y tabernas existentes se pusieron al día convirtiéndose en cafés, a imitación europea.

Sea como fuere, entonces, queda claro que entre las chicherías y los demás establecimientos de origen colonial, por un lado, y los cafés del siglo XX, por otro, hay un vínculo estrecho ¿Se trató de una simple sustitución?, como afirman algunos. ¿O es posible encontrar rastros en el café bogotano de ese legado “americano”? ¿Es posible vislumbrar en estos cafés vanguardistas el legado de sociabilidades anteriores?

El libro, en segundo lugar, abrió el espectro de análisis. Ya sabíamos de Vidales, de Greiff y Tejada, pero desconocíamos la posibilidad de que a esta lista se incorporaran Ricardo Rendón, un caricaturista; Emilia Pardo, periodista y novelista; y también la música que se componía directamente en el café Windsor, como el foxtrot del mismo nombre: “Café Windsor”, en donde su autor, Jerónimo Velasco, “rendía honores… a un lugar en el que normalmente tocaba con su orquesta Unión, en el que empezó además a germinar la semilla del género de la rumba criolla, obra y gracia de dos de sus contertulios, Milciades Garavito y Emilio Sierra” ¿Esa germinación de un género nuevo en el café, de índole criollo como reza su nombre, puede considerarse como una expresión de la vanguardia de Los nuevos, en términos musicales?

De la misma manera, ¿hay algo en las caricaturas de Rendón que pueda considerarse vanguardista? Recordemos que Los Estridentistas incorporaban imágenes y diseños a sus textos ¿Rendón, quizás, ilustró algún libro de poemas de su gran amigo León de Greiff (quien lo llamaba El otro, mi alterego), o de algún otro autor nuevo? ¿Hubo arte Nuevo? Sabemos que décadas después los pintores antiacademicistas colgaban sus obras en el café Automático. Pintores de avanzada en Colombia, como Omar Rayo o Saturnino Ramírez ¿Hubo alguna especie de confluencia multidisciplinar de este tipo en los años 20?

Por otro lado, Emilia Pardo, la periodista que mencioné, frecuentaba los cafés en los años 30 y 40. Una única mujer entre muchos hombres. También, trabajó como periodista en diversos periódicos capitalinos del momento: El Espectador, El Tiempo, etc. A su vez: una única mujer entre muchos hombres. Publicó una novela policiaca titulada “Un muerto en la legación”, y una serie autobiográfica titulada “Memorias de un mal periodista” ¿Qué nos dicen esas fuentes sobre ella, en su calidad de contertulia de café? Conocemos que no militó en escuelas literarias, pero no sabemos de su literatura. El libro nos deja esa gran curiosidad, teniendo en cuenta que se trata de una mujer escritora en esos cafés de machos.

Por último, hablemos de Los Nuevos en el café Windsor. Juan Esteban Constaín dice que Los Nuevos abrieron una ventana al mundo en Colombia, que trajo un nuevo aire que sacudió la oxidada y decrépita vida literaria del país. “Claro: no podría decirse que Los Nuevos fueran la generación revolucionaria que trajo la modernidad al país, cuando al final su lenguaje y sus ejecutorias, en muchos casos, terminaron siendo tan prosopopéyicos y tan solemnes y tan conservadores como los de ese mundo anquilosado que ellos decían combatir al principio”. Un escenario ambiguo, como se ve, en donde las diferencias entre el pasado anticuado y la vanguardia nueva son tantas como sus coincidencias. Es por eso que Constaín dice, al final de su texto, que fue a pedazos como entró el mundo a Bogotá, a través del café Windsor. Una medida de esa vanguardia conservadora, si se quiere, ejemplificada como dije antes por la revista homónima. Las preguntas que me asaltan son: ¿qué entró por esa rendija?, ¿por qué entró eso específicamente?, ¿cómo se reinterpretó eso en el contexto colombiano?, ¿fue el café un crisol por donde se maceró esa entrada? Y, por otro lado, ¿qué no entró, y por qué no lo hizo?

36. Contentious Encounters en los cafés de Bogotá. 1994

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Tertulia en el café Automático

Colombia está ausente del libro “Latin American Vanguards. The Art of Contentious Encounters”. Su autora, Vicky Unruh, se refiere a una gran diversidad de textos literarios latinoamericanos, que van desde Chile hasta Guatemala, pero a ninguno colombiano. La mención que hace, en la introducción de su estudio, justifica, según ella, la exclusión: “Critics have hesitated to characterize either the Colombian journal Los Nuevos (1925) or the group of poets that published it as vanguardists, but León de Greiff (through linguistic and musical experiments) and Luis Vidales wrote vanguardist poetry”.

Colombia, entonces, es un lugar desconocido para muchos críticos literarios de las vanguardias; mi intención es esclarecer ese lugar, con sus miserias y peculiaridades, a través de un eje de lectura. Dice Unruh que, “until recently research on Latin America´s avant-gardes had often focused more on authors and works than on vanguardism as an activity”. Este es un riesgo inminente, especialmente para el caso colombiano, en donde aparte de de Greiff y Vidales solo encontramos unos pocos nombres adicionales: Luis Tejada en los años 20; Gonzalo Arango en los años 50… Nombres y productos individuales que no señalan un movimiento integrado.

Entonces, ¿qué camino tomar? Unruh misma lo sugiere: “Mexico´s estridentistas gradually took over the Europa café in México City. This establishment… was the site of polemics, recitations, and the concoction of group endeavors… In a similar spirit, during the mid-1920s members of Buenos Aires´s Florida group produced the Revista Oral… Staged at the Royal Keller Café, each of the review´s sixteen “issues”… included readings or recitations of poetry, polemics, and literary satires, or even public trials…”. En el caso bogotano, los Nuevos se encontraban en el café Windsor; décadas después se reunirían en el café Automático. Ese es el campo de intersección; el eje de lectura desde el cual abordar la pregunta sobre cómo se construyó (si es que en efecto fue así), el escenario vanguardista en Colombia.

¿Por qué el café?  Este nos da una medida, en primer lugar, del vanguardismo colombiano “as a form of activity rather than an assemblage of canonical authors or works”. Entender la vanguardia desde el café es una manera de mirar los encuentros y desencuentros, las lecturas y debates, las fricciones y amistades que forjaron esos años de bohemia. Fue en el café que estos individuos se pusieron en cuestión: fundando una revista, escribiendo una columna de opinión, un poema, una crónica. Centro de operaciones, el café fue una plataforma privada que puso a estos escritores en contacto con el mundo: “various kinds of involvement or immersion, including confrontational engagement by artistic works or events with readers or spectators; critical or intellectual engagement through their work by artists with their immediate surroundings”.

También, el café encierra uno de los asuntos centrales del devenir vanguardista en América, y es el contacto (que implica cercanía y distancia a la vez) con Europa. “Latin American vanguardism, notwithstanding the interaction with European currents, unfolded within its own cultural contexts and that the life experience with which it openly engaged was often peculiarly its own”. La experiencia transatlántica, recordemos, fue clave para escritores como Oliverio Girondo, quien encontró en los cafés porteños una suerte de “redescubrimiento” de las tertulias con sabor malevo. A su vez, es en las noches de tertulia bogotana que León de Greiff experimenta con la musicalidad y el lenguaje, encontrando en el voseo de los paisas una forma original de enunciación. El café no es un espacio extranjero, ignoto, para los escritores vanguardistas; tampoco es un lugar trasplantado idéntico al de sus orígenes europeos; la experiencia de varios siglos de sociabilidades (en chicherías prehispánicas y coloniales), por ejemplo, deja una impronta indeleble sobre los espacios de sociabilidad bogotanos de los años 20. El café Windsor, el Automático, son una muestra palpable de ese encuentro histórico entre dos realidades, desde las cuales emerge un nuevo arte de avanzada.

El palimpsesto vanguardista encuentra en el café, así, una forma de expresión latinoamericana. En este espacio conviven caricaturistas, músicos, poetas, periodistas, cronistas, en búsqueda de novedad. Espacios propicios para el debate literario: lugares de lecturas compartidas y posturas en disputa. La revista Los Nuevos recoge esa multiplicidad de voces. Excluirla, entonces, como hace Unruh, por no ser lo “suficientemente vanguardista”, supone desconocer las especificidades mismas del contexto literario en Colombia, en donde cohabitan ciertas continuidades y rupturas con el pasado, en un mismo escenario.

La ciudad y los cafés ejemplifican ese campo de batalla, esos “contentious encounters” en palabras de Unruh. Vidales, luego de la publicación de Suenan Timbres, por ejemplo, salía a la calle armado de un bastón a defenderse de los golpes e improperios que los transeúntes le proferían, como destructor de “todo elemento de nobleza” en la poesía colombiana. De la misma manera, en la revista o en otros textos, esas nociones de “avanzada” podían recibir críticas o matices de otros autores, menos “comprometidos”. Mora leía y criticaba los poemas de Vidales, y viceversa. Un escenario fluctuante, en suma, que se va cercando de acuerdo con las especificidades mismas del contexto colombiano de los años 20.

35. Sociabilidades vanguardistas: conversaciones, juegos y coquetería. 1917

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La conversación, luego de varias cervezas, ha cambiado de rumbo muchas veces. Sin embargo, lo fundamental sigue estando ahí: los amigos. Café bogotano de los años 40.

Me interesa estudiar encuentros, intercambios, interacciones, reuniones sociales. La sociabilidad es uno de los ejes teóricos. Y la sociabilidad, más que temas para la conversación, exige individuos, alteridades. “Ni el hambre o el amor”, dice Georg Simmel, “ni el trabajo o la religiosidad, ni la técnica o los resultados de la inteligencia significan ya por su sentido inmediato una socialización; más bien solo la van formando al articular la yuxtaposición de individuos aislados en determinadas formas del ser con los otros y para los otros, que pertenecen al concepto general del efecto recíproco de la interacción”. Los poetas y escritores vanguardistas, de esta manera, fueron los que hicieron posible, en los años 20, la existencia de ciertos cafés como espacios concretos en donde se subvirtió el orden literario en Colombia. Individuos que interactuaban entre ellos, entre “iguales” (forma pura de sociabilidad, según Simmel), aunque también sociabilizaban con los trabajadores del café: meseros y meseras, coperas, lustrabotas, etc., con los dueños de estos espacios, y en ocasiones también con los representantes de la ley. De estos intercambios se va configurando un perfil de los cafés de Bogotá y de sus clientes “vanguardistas”.

Simmel se refiere, en su texto “La sociabilidad (ejemplo de sociología pura o formal)”, a diferentes instancias en donde tiene lugar la sociabilidad. La conversación, el juego y la coquetería son algunas de ellas. Con respecto a la conversación, es importante señalar que el café, además de ser el lugar ideal para ver y ser visto (Arlt), es también, sobretodo en el caso del café literario, un espacio propicio para oír y ser escuchado. Es en esa alteridad esencial de la palabra que se construyen las conversaciones de café, las cuales se ajustaban sobre esa libertad esencial que supone el acto vanguardista. Sin trabas ni límites, el acto recreativo de encontrarse y conversar favorece el curso de la imaginación y la rebeldía: “estas formas de interacción de la conversación, que en otro contexto estarían al servicio de incontables contenidos y fines de las relaciones humanas, tienen aquí su significado en sí mismo, es decir en el atractivo del juego de las relaciones que se crean entre los individuos, que se vinculan y separan, que vencen y pierden, que dan y reciben; así, el doble sentido de “entretenerse conversando” tiene aquí su pleno derecho”.

En los cafés de Bogotá de los años 20, por otro lado, los contertulios jugaban billar, cartas, dados. Juegos en donde se proyectaban los diferentes atributos de una “sociabilidad vanguardista”. La pertenencia, por ejemplo, a una tertulia literaria y el distanciamiento de otras agrupaciones líricas (Gruta Simbólica vs Los Nuevos); la coloración partidista que se forma luego de la Revolución Rusa (Los Nuevos: liberales o comunistas vs Los Centenaristas: conservadores); las prohibiciones estatales y los edictos gubernamentales que impactaron los cafés, teniendo en mente los escándalos y borracheras de jóvenes escritores de avanzada (higiene física, higiene social); la invasión de lo público sobre lo privado, que comprobamos en los cuentos de García Márquez; la supuesta igualdad entre los hombres; se trata, en fin, de atributos que aparecen evidentes en el enfrentamiento directo del azar. “Todas las formas de interacción y socialización entre las personas”, dice Simmel, “como el querer superar al otro, el trueque, la formación de partidos, y el querer ganar, la oportunidad del encuentro y de la separación causales, la alternancia entre oposición y cooperación, el engaño y la revancha, todo esto… tiene en el juego una vida que se sostiene únicamente por el atractivo de estas funciones mismas”.

En Argentina y Chile, recordemos, las mujeres hicieron parte de grupos literarios de avanzada. Silvina Ocampo, por ejemplo, y sus historias que cuestionaban el orden patriarcal, con relatos que configuraban una crítica a las “labores femeninas” vinculadas con el hogar y la crianza de los hijos. Mujeres de avanzada en el cono sur, entonces, que se ubican en el extremo opuesto al caso colombiano y la ausencia de mujeres vanguardistas. En efecto, no hubo “nuevas” escritoras en los años 20. Ninguna mujer escribió en esta revista homónima. Así, el contacto que mantuvieron estos hombres con mujeres, en los cafés, se redujo en gran parte a las meseras o coperas. Trabajadoras que, en búsqueda de propinas o de un ascenso social, flirteaban en ocasiones con los hombres de manera discreta o indiscreta. Y los poetas, a su vez, podían poner en escena sus atributos galantes. La crítica de Ocampo al rol social de la mujer, entonces, en este caso se confirma con la objetivación femenina a partir de la belleza y el amor. Las mujeres no piensan, según esta imagen, no existe con ellas una interacción de índole intelectual; la copera únicamente sirve al hombre, llegando en ocasiones al escenario amoroso.  Y la coquetería funciona como vínculo en donde se configura esta mirada reduccionista sobre lo femenino (y de paso sobre lo masculino), en donde “el hombre propone y la mujer dispone”. Dice Simmel, justificando este lugar común sexista: “la cuestión erótica entre los sexos gira en torno al aceptar y rechazar… y en este aspecto es el carácter de la coquetería femenina el que contrapone una insinuada aceptación y un insinuado rechazo, que atrae al hombre sin llegar al punto de una decisión, que lo rechaza sin quitarle todas las esperanzas. La coqueta extrema su atractivo al máximo poniendo al hombre su aceptación muy cerca sin tomar finalmente la cosa en serio; su comportamiento oscila entre el sí y el no sin parar ni en uno ni en el otro”.

34. Unas décadas atrás. Discusiones y discursos. 1989

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He leído, en los últimos meses, varios textos de literatura vanguardista colombiana y latinoamericana. Textos que fueron publicados en las primeras décadas del siglo XX; novelas, libros de poemas, de crónicas, que incorporaban a menudo, según he señalado, una crítica al lenguaje “puro” del período literario anterior, conocido como Modernismo. Luis Vidales, Luis Tejada, en Colombia, pretendían tomar distancia de esa “corrección” literaria, de esos “sueños de oro”, apelando a un lenguaje y a unos tópicos transgresores.

Julio Ramos, en “Desencuentros de la Modernidad en América Latina. Literatura y Política en el siglo XIX”, me enseñó que no solamente existían enormes distancias, entre unos y otros, sino también grandes continuidades en el sentido de la formación de “precursores” y “herederos”. En el devenir cronológico, las últimas décadas del siglo XIX, literariamente hablando, resuenan con fuerza en las primeras del siglo XX, en un contacto que se explica en la obra literaria pero también en el trayecto vital de los autores. La compleja formación de un “escritor de oficio”, que enuncia Ramos, deja entrever, en mi opinión, las características que configuraron luego el campo vanguardista de los años 20 en Colombia: “escribir”, dice Ramos, “tras el auge del periodismo en la segunda mitad del XIX, no era ya únicamente una actividad prestigiosa, exclusiva, inscrita en el interior de la cultura alta. Sujeto a las leyes del mercado, el espacio de la escritura se abría a las nuevas clases medias”.

Así, aparece un segmento poblacional nuevo, desvinculado de las élites intelectuales, que en el caso colombiano se erige desde una posición geográfica. Los de la Gruta Simbólica, en efecto, eran en su mayoría bogotanos de raigambre colonial y altos apellidos en una cuidada genealogía; los vanguardistas posteriores (Tejada, Vidales), en cambio, eran humildes provincianos de la región cafetera que se opusieron a esa “literatura de campanario”. Y usaron los periódicos, claro, como plataforma desde donde articular su crítica. Una correspondencia, entonces, entre el pasado modernista y el presente vanguardista, que asume múltiples aristas.

Ramos se refiere, por un lado, a la forma como los escritores finiseculares empezaron a “depender de instituciones externas para consolidar y legitimar un espacio en la sociedad”. Varios alternaban su “escritura literaria” con otras labores que les permitieron ganarse la vida. En Colombia, el caso de los “vanguardistas provincianos” es esclarecedor: Vidales trabajó en periódicos, bancos y departamentos de estadística; de Greiff tuvo labores constantes como contador; Tejada, en su corta vida, practicó la crónica periodística, como Martí. Un espacio: la crónica, que resulta heterogéneo, ambiguo si se quiere, en su doble función de “forma periodística al mismo tiempo que literaria”. Así, cabe la pregunta: ¿Tejada escogió la crónica o fue la crónica, como medio de vida, la que lo escogió a él? ¿Cómo se dio esta relación entre periodismo y literatura en los vanguardistas colombianos? Una forma: la crónica, que Tejada supo poner al servicio de su pluma transgresora, haciendo, como Martí, “una puesta en orden de la cotidianidad aun “inclasificada” por los “saberes” instituidos”. Entre la referencialidad y la imaginación se mueve la voz del cronista: “el gesto antinformativo de la crónica, que continuamente viola las normas de referencialidad periódistica… la ficcionalidad ahí es concomitante a la voluntad de recrear el espacio colectivo precisamente desarticulado por la fragmentación y dislocación urbana”.

En una entrevista, al final de su vida, le preguntaron a Luis Vidales: “¿Cómo compaginó la actividad poética con la estadística?” La respuesta fue esta: “No hay nada separado en el universo… Poesía y estadística son búsqueda de lo secreto o desconocido y la emoción ante el hallazgo es exacta. Basta tener un poco de sensibilidad”. Multiplicidad de discursos que operan dentro de un mismo envoltorio, según Vidales. Una búsqueda similar a la que realizó Martí, obligado por la necesidad de ganarse la vida: “la iluminación martiana”, dice Ramos, “opera en lugares insospechados: crónicas, cartas, apuntes, diarios, anuncios: pequeños textos”. Así, por ejemplo, hablando de la inauguración del puente de Brooklyn, Martí apela al lenguaje de las matemáticas en conjunción con una imaginación literaria que desborda su pluma: “en el lugar heterogéneo de la crónica”, dice Ramos, “Martí asume el discurso otro: la cuantificación, corolario a su vez de una mirada que tiende a racionalizar geométricamente el espacio. Sin embargo, en ese mismo fragmento, la figuración y la dislocación sintácticas proliferan…”. Se trata, como vemos, de la obligación que tiene Martí de informar a los lectores de periódico sobre la inauguración de un prodigio de la ingeniería, la ciencia y la tecnología, y la inserción simultánea en ese texto de un discurso literario que acompaña las cifras que expresan el peso y volumen del puente. “Una representación”, dice Ramos, “que no es desinteresada ni pasiva: supone la lucha del discurso literario abriéndose campo entre los signos “fuertes” de la modernidad”.

Los vanguardistas, décadas más tarde, convivirán con esa “tensión científica”, incorporando ese tópico decididamente en sus creaciones. Vidales dice, en su poema Súper ciencia:

“Por medio de los microscopios

Los microbios

Observan a los sabios”.

El giro vanguardista se opera: el discurso literario tuerce el eje científico y prima sobre ese saber “fuerte”. Son las bacterias las protagonistas en esta dislocación de saberes, no los sabios. La mirada cambia de sentido, muta, en esta inversión de los roles tradicionales. Así, la lucha anterior entre conocimientos, la simultaneidad de códigos, en este caso se transfigura a partir del humor, y la transgresión que provoca la imagen.

La lectura de Ramos, en suma, me hizo pensar que los vanguardistas, a pesar de su espíritu revolucionario, fueron herederos de varias de las discusiones y preguntas que se hacían los modernistas. Existen unas líneas que los conectan en un juego histórico de continuidades y rupturas, de experiencias que se distancian e intenciones que se concretan en el tiempo.

33. Revista Los Nuevos: dos contradicciones. 1925.

Publicidades de cafés en la revista Los Nuevos

Los cinco primeros números de la revista “Los Nuevos”, del año 1925, sugieren un deseo de renovación de la política y la literatura en Colombia, que finalmente se queda corto en sus alcances. En la revista hay denuncia, expresada algunas veces con tibieza; hay intenciones revolucionarias que se acompañan con posturas reaccionarias. Esta especie de ambigüedad se explica a partir de la política del “todo cabe” que se lee en el editorial de la revista: “Los Nuevos como revista amplia en cuyas columnas se pueden decir todas las verdades de cada uno de los del grupo no tiene orientación específica”. Así, teniendo en mente este “todo vale”, desde que sea “nuevo”, la revista evidencia dos contradicciones estructurales en su línea argumentativa. Dos contradicciones que resultaron cruciales para la vanguardia en Colombia.

La primera de ellas tiene que ver con un choque generacional. Los Nuevos criticaban la poesía de los Centenaristas (1910) y de la Gruta Simbólica: “ante el apogeo del calembour de gusto dudoso, mendigo de aticismo y de ingenio, y del chascarrillo de aguda infantilidad, es preciso reaccionar… a eso venimos nosotros”. Ellos, Los Nuevos, pretendían oponer esa vieja literatura de campanario a una nueva manera de decir las cosas, para ocupar un lugar en la Vanguardia literaria y política colombiana. Una Nueva generación, en otras palabras, que intentaba superar a la precedente, refutándola, destruyéndola y luego creando algo Nuevo: “queremos ocupar un puesto de combate en las avanzadas de una generación que está resuelta a asumir un papel enérgico y acaso decisivo en la vida de la República”. Con este fin, entonces, echaron mano de los presupuestos vanguardistas.

M. García Herreros, en su texto “Las letras en Colombia”, publicado en el número 4 de la revista, sintetiza esta búsqueda. “Se buscan nuevas formas e ideas”, dice el autor. La lectura de este documento es sumamente esclarecedora, pues se advierte allí que en la Bogotá de 1925 Los Nuevos conocían la obra de Vicente Huidobro, reconocían el impacto que las vanguardias (usaban este término: vanguardia) ejercieron en el cono sur del continente, sabían de publicaciones como Martín Fierro o Proa, y sabían también que las vanguardias europeas impactaron las artes en general, entre otras cosas. Un reconocimiento exhaustivo de su contemporaneidad literaria, que al final se falsea: “No se grite -como alguna vez se nos acusó- que nos proponemos instalar aquí el futurismo, el dadaísmo, el verso sin rima, sin reglas… No. No somos partidarios de escuela, ni nos proponemos iniciar ninguna tendencia”. El autor, de esta manera, hace una valoración positiva de las vanguardias para luego aclarar enfáticamente que Los Nuevos no quieren hacer parte de ellas. Hay una expresión de tibieza, de mansedumbre: en su afán de superar la vieja generación, García Herreros echa mano de las vanguardias, pero luego no se atreve a llegar a tanto. De hecho, al final del artículo llama a esa agrupación futura, que él propone, “La Falange del Porvenir”. (REVISAR ESTE PÁRRAFO: GARCÍA HERREROS DECLARA UNA INTENCIÓN PARECIDA A LA DE PROA; QUIZÁS, LO QUE QUERÍA DECIR, ES QUE NO PRETENDÍAN IMITAR)

Las vanguardias, de esta manera, son un medio para situar los nuevos aires de la literatura mundial, y contradecir así a los grupos literarios anteriores, pero no son el fin, de acuerdo con García Herreros, que debe perseguir la literatura colombiana. El autor, en suma, echa mano de estas tendencias pero al final se asusta, se devuelve.

Flujos y variaciones que se leen frecuentemente en esta revista, en donde conviven, según dijimos, múltiples discursos, diversos tonos, diferentes formas de decir. Hay referencias a una literatura tradicional, de retóricas pesadas (con epígrafes de autores conservadores como Maurice Barrés), con textos vanguardistas, arriesgados, como el cuento “Los Fantoches” de Luis Vidales, en donde uno de los personajes de la narración se hace preguntas sobre el tema y las características de la historia misma, a la manera de Macedonio Fernández en el Museo de la Novela de la Eterna. Hay una conciencia literaria dentro de la obra literaria (realidad y ficción), en donde lo que de verdad importa es la literatura: “ –Ola! Amigo! ¿tiene usted tiempo?   – ¿Para qué? – Para que hagamos un cuento – ¿Cómo?”.

La segunda contradicción tiene que ver directamente con los cafés. García Herreros menciona que el poeta de café está pasado de moda: “El bardo de bohemias y cafés empieza a eclipsarse. Cada poeta es un enterado”. El autor valora la labor solitaria del poeta, que además es un crítico de arte, y no se queda en su tertulia reducida sino que sale y se entera de las últimas novedades artísticas. Una afirmación que, ahora bien, se contradice con la revista misma, en donde aparecen varios textos que dan cuenta del café como lugar de inspiración para los poetas y los personajes de los narraciones que allí se publican; también, el café como un espacio en donde la mayoría de los autores Nuevos escribían, pues hacían parte de la tertulia del Café Windsor: lugar en donde circulaba la información de esa Nueva literatura. Las innumerables menciones a cafés, incluso en publicidades, demuestra la preponderancia de estos espacios en la Bogotá de 1925. Espacios de origen burgués que representaban a la Bogotá moderna: lugares con luz eléctrica, teléfono, orquesta, piano, que maravillaron con su luz hipnótica a los Nuevos poetas. Los cafés, en 1925, no hacían parte, ni mucho menos, del pasado.

En la revista, en suma, se leen artículos o textos literarios en donde palpita una intención de novedad, de sublevación con el pasado y revolución en las formas, que encuentra su contracara inmediata dentro de la misma revista, con artículos que desdicen esas intenciones de avanzada y se estacionan en las viejas formas. En esta política del “todo vale” tuvo cabida la “avanzada”, pero también la “retrasada”.

32. Cuadernos de Piedra y Cielo: una asimilación conservadora de las vanguardias. 1939/1940

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Los “piedracielistas” en la tertulia, empuñando el vaso de licor

“Cuadernos de Piedra y Cielo” es el título escogido por los “piedracielistas” para llevar a cabo sus publicaciones. Me refiero a seis entregas periódicas, realizadas entre septiembre de 1939 y febrero de 1940, en donde este grupo de poetas colombianos radicados en Bogotá, los cuales frecuentaban el café Victoria, se lanzaron “resueltamente a la conquista de sus ocultas y permanentes minorías… ya es hora”, decían, “de que nuestra poesía sea sopesada y medida”. Así, cada uno de los contertulios entregaba a la imprenta un ejemplar de sus escritos, y con tiradas de 300 a 500 ejemplares iban apareciendo estos textos en el cambio de década mencionado.

¿Quiénes eran los “piedracielistas”? Se autodenominaban de esta manera en referencia al texto “Piedra y Cielo”, del poeta español Juan Ramón Jiménez. Se trataba, entonces, de una agrupación poética que se reconocía heredera de la Generación del 27. Intentaban, con estas publicaciones, “decirle a los hombres ciegos nuestra entrañable verdad”; recrear, en cierta medida, un lenguaje “distinto”, una verdad nueva, en la lírica colombiana de ese tiempo.

Sin embargo, luego de la lectura de los distintos poemarios, creó que se trata, más bien, de una verdad a medias: de poemas que se encuentran a medio camino entre la renovación y la repetición de viejas formas. Se liberan, en otras palabras, incorporando algunos elementos vanguardistas, pero también conservan signos tradicionales cercanos al casticismo más reaccionario de la Gruta Simbólica. Veamos, a continuación, algunos ejemplos de esta doble vía.

Por un lado, en cuanto a los temas, se advierten afinidades con algunos de los vanguardistas que he reseñado en el pasado. Jorge Rojas, por ejemplo, en “La Ciudad Sumergida”, se refiere a una “ciudad que entre mi sangre transitoria estás creciendo”; una apropiación de la urbe americana que recuerda la pasión entrañable de Borges a la hora de cantar el arrabal y el tango bonaerense. Carlos Martín, también, en “Territorio Amoroso”, apela a múltiples combinaciones sensoriales (como Luis Vidales lo hiciera en algunos poemas de “Suenan Timbres”), en donde resulta evidente la apropiación del mundo del subconsciente que buscaban las vanguardias: “Enciende sus miradas como llamas,/ me acarician sus llamas como manos,/ deja caer sus manos como lluvias/ y me besan sus lluvias como labios”. Y por último, de la mano de estas influencias temáticas, hay poemas que verdaderamente suenan al Neruda de “Residencia en la Tierra”: “a veces hay auroras que son como banderas”, al García Lorca de “La Casada Infiel”: “alto pecho, bajo sueño,/ en naranjales baldíos,/ con eco de diez canciones/ y llanto destituido”, o al Vallejo de “Los Heraldos Negros”, que apelaba a fórmulas y sentencias religiosas: “eres llena de fuego entre todos mis sueños/ ahora y en la hora de nuestro amor”. El poeta “piedracielista”, en suma, hace una replicación de estilos vanguardistas en boga, sin llegar casi a proponer un ideario temático o estilístico propio.

Es entonces que, de la mano de esta especie de “imitación vanguardista”, a un costado del epígrafe de Huidobro encontramos epígrafes de escritores románticos, como Gustavo Adolfo Becquer (adorado por los de La Gruta), o de Jorge Isaacs y su costumbrismo romántico del siglo XIX. Conviven el presente y el pasado, entonces, en estos “Cuadernos de Piedra y Cielo”. Hay un excesivo uso del símil en estos poemas, los cuales, en su mayoría, siguen una rima tradicional, mientras que, por otro lado, se refieren a tópicos del subconsciente propios de la vanguardia. Poemas en donde se apela a un lenguaje arcaizante, del más puro castellano ibérico, que difícilmente puede abrir senderos que conecten con Huidobro, por ejemplo, más allá de cualquier epígrafe: “Si veis fulgir una ciudad,/ si adivináis un puerto unánime… pensad en mí que yo lo tuve…”.

Los “piedracielistas”, en suma, hicieron una “asimilación conservadora” de las vanguardias. Poetas que no fueron más allá de la imitación de un lenguaje ya elaborado por otros. Neruda y Vallejo llevaron su discurso hasta las últimas consecuencias; los “piedracielistas” se quedaron en el placer imitativo. Es por eso que el “piedracielismo” no supuso una revolución lírica en Colombia; influidos por las vanguardias, pero sin dejar de lado el casticismo más excluyente, ellos acercaron a Colombia al mundo de la revolución, retrotrayéndolo al mismo tiempo al lugar del orden y la tradición.

31. Neocolonialismo en los cafés. 2012

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Fachada de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, de la cual Antonio Bonet Correa es presidente

Antonio Bonet Correa publica en el año 2012 el libro “Los Cafés históricos”, en donde hace una suerte de recapitulación cronológica de los cafés literarios más importantes de España y de otros países del hemisferio occidental. El libro cuenta con un voluminoso banco bibliográfico sobre el tema en cuestión, así como con una extensa obra pictórica alusiva a estos espacios de sociabilidad. Valga decir que, de un total de 338 páginas, 2 las dedica el autor a los cafés de Norteamérica y 10 a los de Latinoamérica. Cifras que, más allá de una proporción desfasada, aluden a un escenario neocolonialista en donde América es siempre un pálido reflejo de la luz europea.

“Que los cafés latinoamericanos conocieran un momento estelar a mediados del siglo XX se debió a los conflictos bélicos que sufrió Europa a causa de los regímenes totalitarios”. Con estas palabras comienza Bonet Correa su disertación. Palabras que sugieren que, en Latinoamérica, los cafés florecieron únicamente por las inmigraciones europeas causadas por la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Intelectuales y artistas europeos que dotaron de sentido, con su exilio, a los espacios de sociabilidad “subdesarrollados” del nuevo mundo. Así, de acuerdo con el autor, el esplendor americano solamente se realiza por vía europea; los cafés de Latinoamérica cobran vida por Europa (por el europeo), y carecen de un carácter local. Un pensamiento que se controvierte fácilmente con la lectura de varios de mis escritos anteriores, sobre autores como Vidales, de Greiff, Girondo, Fernández, etc., en donde se advierte claramente que las vanguardias latinoamericanas de los años 20 tuvieron un vínculo indisoluble con cafés literarios que le imprimieron un color local a las tertulias de poetas y artistas, las cuales iban más allá de la simple imitación. Antes de la Guerra Civil, entonces, los cafés latinoamericanos ya eran trascendentes.

Bonet Correa, de esta manera, entiende los cafés de esta parte del Atlántico como simples sustitutos de los espacios europeos. Así, su análisis se realiza siempre con un patrón, un referente, un esquema predeterminado que fija los parámetros que se deben seguir. Hablando de México, por ejemplo, contrasta la influencia que distintos escritores han referido con respecto a los cafés mexicanos y su cercanía con las espacios estadounidenses, lo que ha devenido en sociabilidades desviadas del modelo, y por tanto malsanas: “los cafés en el país azteca “en algunos periodos del siglo XIX, o aún del siglo XX, estuvieron muy cerca de la plenitud” del café europeo pero que la influencia del Norte, tan cercana y tan distante… torció su espíritu desfigurando su propio ser”. El molde, entonces, para el autor de este texto, es siempre el europeo, y es con base en sus cimientos, en sus iniciativas, que se deben medir las expresiones secundarias, siempre imitativas, nunca originales, de las antiguas colonias. Así, por ejemplo, dice que los estridentistas se reunían en el Café de Europa, una tertulia mexicana que, “al igual que los dadaístas y los surrealistas en Europa, habían nacido de la reacción suscitada por la Guerra del 14”.

En el siguiente acápite, luego de referirse al estridentismo mexicano de los años 20, Bonet Correa afirma que, “sin tertulias o peñas literarias, los escritores mexicanos no iban al café “a fabricar sueños o reformar la vida nacional”. Fueron los exiliados españoles los que “hicieron que los cafés mexicanos, antes amodorrados, recobrasen vida”. El autor, de esta manera, primero cita el estridentismo como referente del movimiento vanguardista en América, y luego niega este mismo presupuesto al mencionar la ausencia de tertulias literarias “inquietantes” en los años de la pre Guerra Civil española. La contradicción nos habla de la impostura americana; el estridentismo como una visión que rebota del espejo europeo y que luego se falsifica con la llegada del exiliado ibérico, quien se transforma así, bajo esta mirada eurocéntrica, en el norte civilizador y cultural que dota de sentido los espacios que nuevamente coloniza.

“En lo que atañe a la cultura, los cafés en Europa marcaron metas difícilmente alcanzables en otras latitudes… nadie redactará un tratado de fenomenología en la barra de un bar americano”. Esta frase, inserta en uno de los últimos capítulos del texto, resume la exclusión y el sesgo al que nos hemos referido. En los cafés, como en tanto otros asuntos, pervive una especie de neocolonialismo que explica el devenir americano a partir del espejo europeo. Por eso 10 páginas, de 338, es la síntesis final de un texto que pretende hablar de los cafés históricos europeos, y en donde el capítulo americano es solo un satélite adicional en el universo de un aparente “conocimiento verdadero”.