Monthly Archives: May 2018

17. Mihai Grünfeld y una dicotomía. 1995

El texto de Mihai Grünfeld, Antología de la poesía latinoamericana de vanguardia (1916-1935), categoriza por países la producción lírica de distintos poetas latinoamericanos, como una muestra de la vanguardia literaria en esta parte del mundo. Aparte de los que ya leí: Neruda, Borges, Huidobro, etc., y de otros que aún no he leído pero que figuran en mi lista de lecturas: Maples Arce, Vidales, etc., el autor también incorpora poetas no tan conocidos, nativos de países que no figuraron en el primer plano vanguardista, como Panamá, Ecuador, Nicaragua, Guatemala, entre otros. La sugerencia implícita en esta selección transversal es que la vanguardia fue un proceso histórico que repercutió en la gran mayoría de los países latinoamericanos (quizás todos), y que en este sentido se puede entender como expresiones locales de un movimiento global. Aparte de los flujos trasatlánticos que ya hemos comentado, que nutrieron a los viajeros latinoamericanos en esa suerte de turismo literario por Europa, también es evidente que las nuevas tecnologías, como el avión o el teléfono, supusieron un acortamiento espacio/temporal, una redefinición de las distancias y de las cronologías, que influyó decisivamente en esa interconexión a gran escala.

En el texto de Grünfeld, así, pude leer los textos de poetas desconocidos para mí, y corroborar que las vanguardias latinoamericanas, en sus distintos países, fundaban sus cimientos en un ideario temático común, con matices regionales. Así lo sugiere Grünfeld en la introducción del libro, refiriéndose al “sentido de entusiasmo, fervor y experimentación formal” que nutrió a estos poetas, a través de un nuevo arte pleno de creatividad. Pude corroborar, en el texto de Grünfeld, algunos indicios a los que me he referido en el pasado, como el hecho de que “lo específico espacio-temporal latinoamericano se pierde” (en Macunaíma, por ejemplo), o el caso de las escritoras vanguardistas, como Ocampo o Bombal, y un “lado íntimo y personal de una ciudad que vibra en unísono o en discordia con los sentimientos de nostalgia y ausencia del yo poético”.

Quiero destacar, sin embargo, un fragmento de esta introducción que siento que está en el centro de mis lecturas, y es la mención que hace Grünfeld de “dos polos aparentemente opuestos” en el ideario vanguardista: “por un lado la identificación con los movimientos internacionales, y por otro, el empeño en expresar una cultura propia independiente de la europea”. Creo que en mis escritos esta conciencia binaria ha estado presente, con la necesidad de destacar qué poeta o escritor es, en apariencia, más original que los otros, o por lo menos más creativo desde un saber local. Para Grünfeld se trata de una dicotomía falsa, “falsas posibilidades, porque el artista usa necesariamente modelos, inspirándose en otros artistas de la comunidad nacional o internacional, y a la vez su producto es siempre un testimonio que puede dar voz, además de a sus propios pensamientos, a los de un grupo artístico mucho más amplio, o de la clase social a la que pertenece”.

Así, a pesar de que Grünfeld señala que varios escritores, como Borges, los Andrade, Guillén (los mismos que yo he destacado en mis textos), sí se preocuparon por la originalidad, por el tratamiento de temas nacionales y el aporte específico de Latinoamérica a la vanguardia internacional, esto no quiere decir que estos últimos escritores, en un ranking literario, ocupen las primeras plazas, en detrimento de aquellos poetas que no buscaron esa reivindicación del “color local”. Se trata solo de un asunto más en el análisis, no de una categoría para definir quién es mejor o peor. Teniendo en cuenta este asunto, entonces, ya realicé algunas correcciones de textos anteriores, que espero clarifiquen mi análisis.

16. Clemente Colling tomando ajenjo en un café de Montevideo. 1942

Edgar Degas, El ajenjo (titulada originalmente “En un café”), 1876

Clemente Colling, profesor de piano del narrador de esta historia, se encuentra en un café de Montevideo, consumiendo ajenjo. Se trata de una imagen que filtra, desde diferentes aristas, un evidente escenario vanguardista, de origen trasatlántico.

Es necesario decir, en primer lugar, que las vanguardias no estuvieron vinculadas exclusivamente con las letras, ni mucho menos. El café era sitio de reunión de poetas y novelistas, pero también de músicos, artistas y periodistas. El arte, la música, el cine, y tantas otras disciplinas, también fueron influidas por el surrealismo, el expresionismo, el canibalismo, etc. Movimientos claramente transdisciplinares que dejaron su impronta a través de registros diversos. Así el mismo Felisberto Hernández, quien se ganó la vida como pianista durante varios lustros, para luego tomar la pluma y volcarse en la literatura. Oliverio Girondo, que incluye dibujos de su autoría como parte integral de sus poemas en “Veinte poemas para ser leídos en el tranvía”. O Salvador Dalí, asociado generalmente con el surrealismo, quien no solamente pinta, sino que también realiza esculturas, escribe guiones de cine y novelas, hace performances…

Clemente Colling, además, en la imagen señalada, consume ajenjo: una bebida alucinógena. “Una pequeña cantidad en un gran vaso y después le dejaban caer lentamente agua de a gotas. Y entonces le llamaban, pernod. Era su bebida”. Colling, parisino, toma ajenjo en un café de Montevideo, como antes lo había consumido seguramente en París. El profesor de piano europeo instruye a su alumno americano: Felisberto Hernández, como una metáfora de las vanguardias europeas que instruyeron a tantos estudiantes a este lado del Atlántico. El café, como el ajenjo, es una de las modas importadas, uno de los gestos imitativos de la vanguardia americana. Una asociación que vincula al café con la bohemia y el vicio, la guarida de los alucinados y los perdidos (los otros), en donde un hombre “decente” no se atrevería a entrar. Si las autoridades francesas ya habían prohibido el consumo de ajenjo en los cafés, en América “la gente de bien” estaba consternada ante estos espacios de consumo de “sustancias psicoactivas”, por parte de artistas, músicos, poetas y otros vagos: “aquella tarde me dijo”, menciona el narrador, “que cuando la comisión le había dicho que no tomara ajenjo, él había contestado que era dueño de sus actos y había mandado la comisión a rodar”.

El café, por otro lado, es siempre un lugar de aprendizaje, en donde se reúnen los alumnos, como Felizberto Hernández: aprendiz de piano, con su maestro. “En el momento que yo había llegado al café”, dice el narrador, “le estaba hablando al niño de historia [se refiere al lazarillo de Colling], estaban terminando con Napoleón”. El café, de esta manera, es un lugar en donde circula el conocimiento; es una escuela, un foro, un concilio. Fue en estos espacios en donde las vanguardias americanas se gestaron y consolidaron, a través del conocimiento mutuo de los contertulios a partir de sus obras: así Borges con Macedonio Fernández; Arlt con los de Boedo; Ómar Cáceres y el café Iris, etc ¿Sin los cafés hubieran podido existir las vanguardias?

Los recuerdos, por último, son la materia prima del texto leído. Recuerdos que se configuran en una zona liminar, como cuando dice el narrador, en la primera página de la obra: “no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”. Esa bruma que se agazapa sobre este testimonio del pasado me recuerda otros textos de mi lista de lecturas, en donde la mención de un tiempo anterior, primordial, se mueve a caballo entre la fantasía y la realidad de una manera cómoda. Borges y sus atardeceres y sus rosas; Neruda y sus manos y sus playas; Bombal y la niebla; una sucesión de recuerdos que se enturbian en el goce de la epifanía (como la magdalena de Proust). Así, la imagen de Colling en un café de Montevideo consumiendo ajenjo y hablando de Napoléon, bien puede ser el recuerdo de una realidad onírica hecha de literatura.

15. Grupo Florida, revista Martín Fierro, café Richmond. 1924

El café Richmond, uno de los espacios de sociabilidad del grupo Florida

Dice Roberto Arlt, en el prólogo de su novela Los Lanzallamas, que escribir, para él, “constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage”.

Arlt, como se observa, opone sus duras labores de escritor a las de otros autores argentinos para quienes la escritura es más una distracción que una manera de ganar dinero. Autores que cuentan con suficientes medios económicos para escribir sin tener la preocupación de trabajar, o de comer. El enfrentamiento opuso históricamente al grupo de Boedo, en donde Arlt se vinculaba, con el de Florida, en donde figuraba Oliverio Girondo. Si los primeros se asociaban con los estratos populares y obreros, los segundos estaban ligados a las élites económicas e intelectuales del país. Al final, varios escritores hicieron tránsito por los dos grupos, reflejando las barreras porosas e inestables que los dividían. Los dos grupos compartían, en el fondo, la necesidad de explorar contenidos y formas vanguardistas en la tercera década del siglo XX, y distanciarse así de los temas modernistas de viejo cuño.

Los de Florida se reunían en esta importante arteria bonaerense: la calle Florida, bien sea en el café Richmond o en la sede de la revista Martín Fierro. Una revista que sirvió de plataforma ideológica del grupo. En el “Manifiesto de Martín Fierro”, que aparece en el número 4 de la publicación seriada, se advierte esa necesidad de separación entre formas viejas y nuevas: “frente al recetario que inspira las elucubraciones de nuestros más “bellos” espíritus y a la afición al ANACRONISMO y al MIMETISMO que demuestran… MARTÍN FIERRO siente la necesidad imprescindible de definirse… nos hallamos en presencia de una NUEVA sensibilidad y de una NUEVA comprensión, que, al ponernos de acuerdo con nosotros mismos, nos descubre panoramas insospechados y nuevos medios y formas de expresión”.

Al costumbrismo y al modernismo, viejos y anquilosados, es necesario oponerse con textos de formas y tópicos novedosos. Martín Fierro se erige, de esta manera, como propulsor de la vanguardia en la Argentina. Por allí circularon los escritos que alimentaban una expresión local de un movimiento global; el hecho no es crear de la nada, sin reconocer a las vanguardias históricas europeas, sino continuar con un proceso trasatlántico dándole un cariz creativo rioplatense:

“MARTÍN FIERRO cree en la importancia del aporte intelectual de América, previo tijeretazo a todo cordón umbilical. Acentuar y generalizar, a las demás manifestaciones intelectuales, el movimiento de independencia iniciado, en el idioma, por Rubén Darío, no significa, empero, que habremos de renunciar, ni mucho menos, finjamos desconocer que todas las mañanas nos servimos de un dentífrico sueco, de unas tohallas de Francia y de un jabón inglés… MARTÍN FIERRO tiene fe en nuestra fonética, en nuestra visión, en nuestros modales, en nuestro oído, en nuestra capacidad digestiva y de asimilación”.

El campo literario que se forma poco a poco, en estas lecturas, nos muestra grupos de escritores que se acercan o se distancian, dependiendo de sus concepciones artísticas. Individuos que se enfrentan “literariamente” a otros, o que coinciden con aquellos que comparten sus mismos preceptos. Una revista, un periódico, un café, aglutina a los escritores que comparten una posición ideológica y artística, y sirve de escenario de crítica feroz a aquellos a quienes se oponen. Así en Argentina, y así también en Colombia, con León de Greiff y Luis Vidales, y en otros países de Latinoamérica.

Las vanguardias latinoamericanas, en conclusión, usaron estos espacios: las revistas, los cafés, como centros de operaciones desde donde debatir, crear y criticar en búsqueda de una nueva enunciación artística. Ya conocemos la poesía negra de Cuba y la antropofagia brasileña. También el feminismo de Silvina Ocampo. En Colombia, ¿hay algo nuevo, distinto? ¿Cómo fue el proceso en esta nación?

14. Cafetín de Buenos Aires. 1929, 1931

Poster de Cafetín de Buenos Aires, tango de Enrique Santos Discépolo

Me he referido, anteriormente, a los cafés de la ciudad de Buenos Aires, representados en los textos de Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo y Macedonio Fernández, que he leído semanas atrás. Pues bien, Roberto Arlt no es la excepción. Sus novelas Los siete locos y Los lanzallamas incorporan referencias explícitas al café como un espacio de relajamientos masculinos. Allí los hombres se detienen, sociabilizan, antes de volver a la calle.

Una diferencia, sim embargo, distancia los cafés de Arlt de aquellos otros que mencioné. En Arlt son cafetines: espacios del arrabal que sirven de refugio a delincuentes y a otros forajidos; para los demás son confiterías o cafés literarios, bohemios, en donde no se incorpora ese plano delictivo. Los personajes de Arlt, en efecto, discurren por los bajo fondos porteños, en donde el café sustenta una escenografía que incluye el “conventillo”, o casa de vecindad, en donde las personas o familias arriendan habitaciones sucias y miserables; también el cabaret y el prostíbulo, delineando los suburbios pobres de una ciudad sórdida en los años 1929 y 1930.

La ciudad es un tema fundamental para los vanguardistas latinoamericanos. Lo hemos dicho varias veces ya. Pero lo que nos demuestra Arlt es que hay muchas ciudades dentro de una misma urbe. Una es la que se representa en Fervor de Buenos Aires; otra la de Viaje Olvidado; y otra la de Los Siete Locos y Los Lanzallamas. Esta última es la ciudad de los pobres y los desgraciados; de los proxenetas y las prostitutas. El crecimiento exponencial de Buenos Aires a principios del siglo XX genera nuevos espacios para la clase alta, como el club y la confitería, pero también nuevos espacios para los estratos populares. En este sentido, palpita en la novela de Arlt una conciencia revolucionaria, proletaria, vinculada con la primera guerra mundial y con la revolución Soviética. El grupo de personajes de la novela, que lidera El Astrólogo, busca un cambio social a través de las armas, y hay una conciencia “roja” en esta supuesta insurrección, que al final esconde un simple robo.

El cafetín es un emblema de esa “otra” ciudad, desigual e injusta. El narrador de la novela lo define como una “caverna” en donde se refugian desdichados y marginales; es, en suma, el lugar de la clandestinidad. En esta medida, no es casualidad que Erdosain, el protagonista del relato, reciba en uno de estos cafetines la inspiración necesaria para poder llevar a cabo su treta. Sentado en un café, rumiando su tristeza y su dolor, es testigo del suicidio de un individuo en una mesa vecina. Más tarde se enterará de que el suicida llevó a cabo, horas antes, un feminicidio, un crimen pasional. Así, el recuerdo de este incidente lo conduce hacia su propio final, con el asesinato de la Bizca en el conventillo que habita, y su posterior suicidio en el tren.

Alrededor del crimen pasional se teje entonces el itinerario mismo de la narración. Y es en el cafetín en donde Erdosain se inspira; éste, el lugar de la creación, de la iluminación, se convierte también en emblema de la destrucción:

“En aquel cubo sombrío, de techo cruzado por enormes vigas”, dice Erdosain, “y que la cocina de la fonda inundaba de neblinas de menestra, una “merza” de ladrones, sujetos de frentes sombreadas por las viseras de las gorras… Cuántas veces, arrinconado en esa fonda me la imaginé a Elsa fugitiva con otro hombre. Y yo caía siempre más bajo, y ese antro no era nada más que el anticipo de lo peor que había de ocurrirme más adelante. Y muchas veces, mirando a esos miserables, me decía: ¿No llegaré a ser como uno de estos? Ah, yo no sé cómo, pero siempre he tenido el presentimiento de lo que más adelante ocurriría”.

13. Ómar Cáceres en el café Iris, escribiendo. 1934

Incendio del café Lucerna en Santiago, 1949

Menciona Manuel Peña Muñoz, en su libro “Los cafés literarios en Chile”, que Ómar Cáceres, “sentado en el Café Iris, escribió los versos de su único libro Defensa del ídolo”. Un café de la ciudad de Santiago, ubicado en el edificio Undurraga. “El Iris”, dice Peña Muñoz, “fue centro de reunión de periodistas, escritores y bohemios de la noche santiaguina, especialmente de los años 30 y 40”.

Volodia Teitelboim, por otro lado, destacado escritor chileno y asiduo contertulio de este café, comenta, a propósito del ambiente bohemio del Iris, el instante en que tuvo contacto con Cáceres por primera vez:

Estábamos allí con Eduardo Anguita y el Chico Molina, muchachos de ese tiempo con intenciones de literatos. Se nos acercó un hombre alto, pálido, más bien delgado, con una frente espaciosa y grandes entradas en las sienes, que tenía una mirada penetrante y un poco ausente. Tenía también algo sombrío y cierto énfasis nervioso. Me dije: éste es un animal poético porque aparecía y desaparecía al instante, como por arte de magia negra.

Ómar Cáceres, en el Iris, tuvo la oportunidad, como se observa, de compartir con quienes eran sus pares: muchachos jóvenes en procura de sus primeros escritos, que lo acogían en sus mesas a pesar de su nerviosismo y de su carácter huidizo.

Pues bien, teniendo en mente estos comentarios, decidí hacer una lectura de Defensa del ídolo en clave de café, es decir, revisar en los versos de Cáceres alusiones directas o indirectas a este espacio particular. El café Iris fue el lugar elegido por el poeta para la creación; allí encontró la inspiración y la fuerza necesaria para volcar en papel sus sensaciones. El Iris fue también el lugar en donde conoció otros escritores y seguramente otros escritos; un café literario en donde las ideas circulaban y nutrían la mente de los contertulios ¿Qué de eso se percibe en su libro de poemas?

Alusiones directas al café, en Defensa del ídolo, no se encuentran. Sin embargo, esto no quiere decir que la atmósfera de este espacio no resuene en los poemas. Se trata de una poesía intimista, la de Cáceres, en donde la voz poética se escabulle llegando casi a la desintegración. Así, por ejemplo, el ambiente bohemio, en donde densas nubes de tabaco coronan las cabezas de los contertulios reunidos en las mesas, que se difumina en la introspección del yo narrativo:

…con frecuencia, sin embargo, yo y mis amigos-,

(indefinidamente-,

extendemos nuestros cigarrillos para que el mar se enderece…

y para que así venga, me digo, a sumergir sus dos manos en mi

(alma

y es mi alarido sólo, que apunta a sus rayos para poder girar!

Los ambientes nocturnos se ciernen y se cierran sobre la voz poética. En esas veladas noctámbulas, insomnes, los poetas se recrean con sus divertimentos líricos. Luego de la rutina laboral, aburrida y pesada, llega la magia de la noche, plena de alucinaciones y de conjuros hechos de palabras:

Recreo estelar ebrio de superiores hálitos,

frente azulada de cansancios, de apurar su doble vida;

doblega la noche de tumbo en tumbo y dame esa fuerza clara,

serpentina de tus huesos!

“Yo soy el que domina esa extensión gozosa”, dice Cáceres, “el que vela el sueño de los amigos”. Hay, como se observa, un insomnio constante en donde la noche prevalece. Noche de la ciudad y de sus símbolos: tranvías, automóviles, teléfonos, calles y aceras por donde el poeta transita; espacios que al final se anulan en el mismo ojo poético, avizor, que les ha concedido una vida fugaz momentos antes:

Mi pensamiento rueda y se alarga hasta mi casa,

derramando sus lunas de sed en la tormenta;

burgueses y mendigos y vehículos, todo lo que a mi encuentro

(viene,

se agranda a su contacto, resplandece,

y anula su existencia, acábase, en mí mismo.

Es el poeta, como se advierte, quien le da vida a la realidad. Las cosas adquieren presencia, nos dijo Borges, solamente por el hecho de ser vistas. Si el poeta deja de mirarlas estas se pierden en la nada. “Su mirada no cabe en un solo éxtasis de aire”, dice Cáceres refiriéndose a la mirada del poeta, “sino que, ingrávida, todo lo anima y lo devuelve a su constancia”.

Es cierto, entonces, que no hay alusiones directas al café en este libro de poemas. Pero eso no quiere decir, como dije antes, que la atmósfera del café no palpite en estos versos. Hay una conciencia clara de amigos, de contertulios, de colegas: “ni un solo pensamiento, oh poetas,/ los poemas EXISTEN,/nos aguardan”. Y se percibe la sensación, también, de ese hombre solitario en el café, que intenta recordar; ese hombre solitario que rumia malamente sus tristezas con un cigarrillo en la mano y una copa de licor en los labios, y que encuentra lucidez, epifanías, en el lugar de la más sagrada creación:

Y, ahora, recordando mi antiguo ser, los lugares que yo

[he habitado,

y que aún ostentan mis sagrados pensamientos,

comprendo que el sentido, el ruego con que toda soledad extraña

[nos sorprende

no es más que la evidencia que de la tristeza humana queda.

12. Coincidencias y diferencias. Viaje olvidado de Silvina Ocampo. 1937

Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo el día de su boda en Las Flores, provincia de Buenos Aires (1940). Arriba, a la derecha, Jorge Luis Borges

Viaje olvidado, libro de relatos cortos de la escritora argentina Silvina Ocampo, se acerca y se aleja simultáneamente a los textos que he reseñado de otros vanguardistas latinoamericanos. Existen similitudes y diferencias evidentes.

Por un lado, en cuanto a los puntos en común, la autora recrea en varias de sus historias la tensión entre campo y ciudad a la que nos hemos referido en otras oportunidades. Pero en esta oportunidad, a diferencia de la predominancia urbana de los vanguardistas hombres, la autora sitúa sus historias en casas de campo, haciendas, que se contraponen en este caso a la ciudad de Buenos Aires. Ocampo se refiere en sus relatos a escenarios en donde la naturaleza predomina, con alusiones a ríos, arroyos y árboles, que alimentan escenas surrealistas y bucólicas, con un tono nostálgico e íntimo.

Contraposición que se evidencia también en la experiencia del viaje trasatlántico, con América de un lado y Europa del otro (incluso Asia, y el itinerario de Neruda en Residencia en la Tierra), que sugiere un nuevo espectro de tensiones de mayor alcance al de ciudad/campo, pues refleja la dinámica vanguardista que se gesta en Europa y que nutre a estos autores en sus viajes al viejo continente, pero que de vuelta en América se re-crea a partir del contacto con el color local. Girondo y su café concierto francés que se redefine con la milonga porteña; Borges y el canto al sur, luego de llegar del norte; Silvina Ocampo y su alusión a barcos que naufragan en el viaje y la contraposición de personajes a ambos lados del mar. La experiencia de idas y venidas a través del Atlántico, en conclusión, deja una huella indeleble en la literatura vanguardista americana.

A su vez, Ocampo alude constantemente en su texto a cambios de estado, personajes que atraviesan umbrales: pasadizos en donde se advierte el final de un pensamiento y se atisba una nueva creencia, o en donde ocurre un desencanto que desemboca en una especie de modificación de la conducta. No en vano en el texto abundan escenas de muerte, celos y traición; se retrata la experiencia de personajes derrotados, o de niños que pierden el encantamiento infantil y se acercan a un nuevo estado luego del desengaño. Los textos, entre el ensueño y la realidad, parecen pesadillas de alguien que está a punto de despertar. Un nuevo comienzo, una zona gris, de tránsito, que recuerda los atardeceres y amaneceres de Borges, el itinerario de Macunaíma y la propuesta fundacional “antropofágica” de Oswald de Andrade.

Por otro lado, en cuanto a las diferencias, es evidente que Ocampo apela a tópicos que la alejan de los vanguardistas hombres, que he señalado, y la acercan a María Luisa Bombal, por ejemplo. Hay en algunos de sus relatos una crítica abierta a los roles tradicionales de las mujeres de la época. Mujeres que se pasan la vida tejiendo, dedicadas al cuidado del hogar y a la crianza de los hijos. Mujeres que desean algo distinto a esa vida etiquetada: “Detestaba los chicos. Había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos… La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio”.

Ese mundo femenino de la conversación y el tejido, de la pasividad y el té, le sirve a Ocampo para adentrarse también en el espectro de lo doméstico. La autora recrea lo que ocurre de puertas para adentro, en escenarios íntimos, y rara vez evoluciona hacia la calle o los espacios públicos, como he señalado en el caso de otros vanguardistas. Es en esas casas de campo en donde conviven patrones y subordinados: jardineros, planchadoras, sirvientas, o incluso seres desposeídos como huérfanos y tísicos, que resultan los protagonistas de estos relatos. Así, además de la crítica a la inequidad de género, en el relato también se advierte una especie de conciencia social (las revoluciones socialistas palpitan detrás), dándole voz a los que en otros textos vanguardistas no han tenido voz (hasta ahora). Sirva de ejemplo el relato que lleva por título “Las dos casas de Olivos”, en donde trastocan sus papeles la niña de la casa rica y la niña de la casa pobre. Al final:

Había mucho canto de pájaros y de arroyos a la mañana siguiente cuando subidas las dos chicas sobre el caballo blanco llegaron al cielo. No había casas ni grandes ni pequeñas, ni de lata ni de ladrillos; el cielo era un gran cuarto azul sembrado de frambuesas y de otras frutas. Las dos chicas se internaron adentro y más adentro del cielo, hasta que no se las alcanzó a ver más.

11. Milonga en un café porteño. 1922

Milonga en cafetín. Graciela Godoy

Oliverio Girondo, entre 1920 y 1922, visita varias ciudades a ambos lados del Atlántico: por un lado Buenos Aires y Río de Janeiro, y por otro Brest, París, Dakar, Venecia, Sevilla, entre otras. Un itinerario urbano que se inscribe nítidamente en su libro Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, pues los poemas, aparte de llevar anotada la fecha y la ciudad de la escritura, se inspiran claramente en los barrios, las calles y los habitantes de la urbe, con títulos como “Croquis sevillano”, “Apunte callejero”, “Río de Janeiro”, “Pedestre”, “Plaza”. Así, en el libro abundan imágenes de calles, edificios, veredas, paredes, faroles, transeúntes, quioscos, esquinas y tranvías; atributos que se contraponen, como hemos visto en el caso de otros vanguardistas latinoamericanos, a las imágenes de selvas y campos que, por lo menos en términos literarios, parecen ya clausuradas en un pasado romántico y costumbrista: “¡Silencio!”, dice Girondo, “-grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Cantar de las canillas mal cerradas! – único grillo que le conviene a la ciudad-”.

Esta experiencia del viaje trasatlántico, a su vez, le permite a Girondo nutrirse con las similitudes y las diferencias entre los dos mundos. Y lo hace teniendo en cuenta un mismo punto de mira urbano. El poeta, en efecto, encuentra a ambos lados del océano un mismo espacio de inspiración: el café. Pero no se trata, como veremos, de sociabilidades idénticas. Son distintos los modos de encontrarse en la ciudad. Me refiero, puntualmente, a dos poemas que se inspiran en este espacio: el que lleva por título “Café-concierto”, fechado en Brest en agosto de 1920, y el que se titula “Milonga”, fechado en la ciudad de Buenos Aires en  octubre de 1921.

En el primero, francés, se respira un ambiente de bohemia, en donde la voz poética da cuenta de los llamados artistas y del espectáculo que ofrecen, por un lado, y del público que observa el performance, por otro. Un público que se segmenta de acuerdo con las profesiones o nacionalidades: “Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un “maquereau” tiene en el dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica niebla con sus pupilas y su pipa”. Y, entre esos dos mundos, entre el público y el espectáculo privado, dos umbrales que los conectan: por un lado el telón, que “al cerrarse, simula un telón entreabierto”, y por otro la mesera, que le lleva a la voz poética, “en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos… unos senos que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste”.

En el poema porteño, por otro lado, es clara la influencia trascontinental, incluyendo licores, palabras y clientes heredados de Francia: “Sobre las mesas, botellas decapitadas de “champagne” con corbatas blancas de payaso, baldes de niquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de “cocottes””. Y de inmediato ingresa el tango, la “milonga” con su carácter local, y le imprime al poema (y al café) una fuerza musical que se encauza a través de movimientos del cuerpo transfigurados por el honor en el arrabal porteño: “El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso… Machos que se quiebran en un corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros, la jeta hinchada de palabras soeces. Hembras con las ancas nerviosas, un poquitito de espuma en las axilas, y los ojos demasiado aceitados”. Es un café de Buenos Aires: recibe el influjo trasatlántico en términos de bohemia, clientes, licores, pero lo trasmuta en un despliegue musical y de exhibiciones corporales al que le canta Gardel en sus tangos y milongas. Es, en conclusión, un café americano (es una vanguardia americana). El café, en este orden de ideas, es una expresión de la vanguardia local, que se aleja y se siente heredera simultáneamente de Europa. Bien lo dice Girondo en el prólogo del libro: “en nuestra calidad de latinoamericanos, poseemos el mejor estómago del mundo, un estómago ecléctico, libérrimo, capaz de digerir, y de digerir bien, tanto unos arenques septentrionales o un kouskous oriental, como una becasina cocinada en la llama o uno de esos chorizos épicos de Castilla”.

10. Cafés y Vanguardia en el Museo de la Novela de la Eterna. 1925-1967

Imagen: Café Royal-Keller. Grupo Florida
Caricaturas de Borges, Evar Méndez, Oliverio Girondo,
Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes, entre otros

Buenos Aires, en el espectro latinoamericano, es la ciudad en donde con mayor profusión y fuerza se arraigaron los cafés y, en este orden de ideas, las tertulias literarias. En las primeras décadas del siglo XX abundaban este tipo de espacios en la ciudad, destinados al encuentro cotidiano: a las sociabilidades urbanas. En el Museo de la Novela de la Eterna se lee la importancia de estos escenarios en el trayecto literario de Macedonio Fernández, y la preponderancia que tuvieron estos encuentros en la elaboración de su teoría personal del arte. Veamos.

En el prólogo que lleva por título “Andando”, en primer lugar, Fernández se refiere a la posibilidad de haber hecho ““la novela salida a la calle” que yo proponía a jóvenes artistas… escenas de novela ejecutándose en las calles… en veredas, puertas, domicilios, bares, y creería ver “vida”, el público soñaría al par que la novela pero al revés: para ésta su vigilia es su fantasía”. En sus conversaciones de café el autor conjetura, junto con otros vanguardistas, sobre las características que tendría esa novela “conversacional”; una novela urdida en la tertulia literaria, en donde los diálogos e intercambios de esa noches de bohemia se convierten en “la materia literaria por excelencia, la confesión, la reflexión, el discurrir de una obra”, en palabras de Fernando Rodríguez Lafuente. El café, así, además de ser un espacio de inspiración para estos literatos vanguardistas, también es el lugar en donde la “verdadera” novela se hace, y la performatividad de su lenguaje adquiere validez.

El café, valga decirlo, es el espacio de lo ambiguo. Entre la calle y la casa; entre lo privado y lo público; íntimo pero accesible para todos, es el escenario perfecto para que la musa aparezca. Un espacio liminar, como decíamos antes con Borges, que sirve de tránsito, pasaje o umbral hacia lo desconocido. En la experiencia de los vanguardistas latinoamericanos el paso por el café es fundamental, pues éste les permite divagar, controvertir, cambiar, elucubrar, alucinar, crear.

En algunos pasajes de la Novela de Fernández, por otro lado, reconocí las voces de otros escritores vanguardistas latinoamericanos. La voz de Borges se escucha nítida, además de que éste último cita a Macedonio en varios de sus poemas: “Leer a Macedonio Fernández con la voz que fue suya”, “Recuerdo a Macedonio, en un rincón de una confitería del Once”. Este último recuerdo en el rincón de un café, en un barrio de Buenos Aires, nos refiere la imagen perdurable de las conversaciones urdidas en las mesas de estos recintos mágicos: en el recuerdo posterior de Borges, Macedonio está allí, siempre. Ese es el recuerdo que sobrevive. Una propuesta que se inscribe en la “novela de artistas”, de acuerdo con Rodríguez Lafuente, quien rescata dos textos vanguardistas del momento: El movimiento V.P., de Cansinos-Assens, y el Café de Nadie, de Arqueles Vela.

Las tertulias de café, podríamos resumir, se unen inextricablemente a la consolidación de las vanguardias latinoamericanas. Un pensamiento que nos recuerda al poeta colombiano Luis Vidales, y su libro Suenan Timbres. Vidales, como Macedonio, también recogió la disputa entre dos posibilidades literarias: modernistas y vanguardistas en el caso colombiano, “enternecientes” e “hilarantes” en el caso de la Novela. Vidales, como Macedonio, se nutrió de la ciudad burguesa, con timbres, tranvías y teléfonos, tal y como hace Fernández con sus enumeraciones: “…corridas, timbres, frenos, guardas, inspectores y el vigilante…”. Vidales y Fernández tematizan el café, erigiéndolo como el lugar de la tergiversación elocuente. El café… símbolo vanguardista.

9. La rosa inalcanzable. Umbrales y dicotomías en Fervor de Buenos Aires. 1923

Borges en una tertulia en el café Tortoni de Buenos Aires

En el texto “Fervor de Buenos Aires”, de Jorge Luis Borges, percibí la recurrencia del poeta a la hora de referirse a situaciones de tránsito, de cambio, pasajes de un estado a otro, y en esta medida la descripción de umbrales, momentos de paso en donde ocurre alguna revelación que torna un suceso cotidiano en un acontecimiento maravilloso, iluminado por las palabras.

Empecemos mencionando que varios de los títulos del volumen ya hacen una referencia explícita a esa especie de momento liminar: “Calle desconocida”, “Barrio recuperado”, “Final de año”, “La vuelta”, “Afterglow”, “Amanecer”, “Ausencia”, “Atardeceres”, “Campos atardecidos”, “Despedida”, “Líneas que pude haber escrito y perdido hacia 1922”. Por un lado, se percibe la confrontación entre un espacio que se creía perdido: “Buenos Aires”, y la “recuperación” de sus calles, plazas, casas y arrabales. Así, por ejemplo, en el poema titulado “Arrabal”:

…y sentí Buenos Aires.

Esta ciudad que yo creí mi pasado

Es mi porvenir, mi presente;

Los años que he vivido en Europa son ilusorios,

yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires.

Hay una intención, como se observa, de contraponer a Europa con Latinoamérica (Buenos Aires en este caso), fijando los pies en la expresión local del poema. Otros escritores, como Mario y Oswald de Andrade, en Brasil, y Nicolás Guillén y Emilio Ballagas, en Cuba, también expresaban esa especie de tensión transcontinental en sus obras. La reivindicación de una literatura vanguardista local, de espíritu mestizo, que reivindica lo propio en confrontación con aquello que le resulta ajeno, es una intención evidente en los textos de estos vanguardistas latinoamericanos. En el caso de Borges hay un fervor explícito por su ciudad natal (que se nutre además de la contraposición entre el campo y Buenos Aires) y los símbolos urbanos que la caracterizan: una carnicería, el arrabal, el puerto, el cementerio, los barrios, la casa de la infancia…

Además de esa búsqueda en el espacio porteño, a Borges lo entretienen también los amaneceres y atardeceres, el tiempo, y las luces ambiguas en el tránsito de la oscuridad a la luz y viceversa. Esas zonas invisibles de cambio son motivos que llevan al poeta a confrontar su propio devenir en espacios de amor y soledad, conciencia e inconciencia, ayer y ahora, campo y ciudad, etc. Quizás, una de las imágenes más fuertes en este juego de las dicotomías es la que contrapone a las palabras con la realidad. A Borges lo maravilla la naturaleza ambigua de la realidad: “Yo soy el único espectador de esta calle;/ si dejara de verla se moriría”, así como la fuerza re-creativa del lenguaje. En esos pasadizos momentáneos, en esos lugares de tránsito y de cambio, las palabras logran recrear una realidad que no es mera imitación de lo real, sino que cobra vida solo en el lenguaje.

“El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma.. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura”. Estas frases de Borges, insertas en el prólogo del libro, dejan claro el juego metafísico que se va a experimentar luego en los poemas: la realidad, por un lado, las palabras, por el otro, y el hecho estético que nace y muere como un atardecer. Así, la rosa real que pesa, la rosa de los símbolos, y una tercera rosa mágica, momentánea, inalcanzable:

La rosa,

la inmarcesible rosa que no canto,

la que es peso y fragancia,…

la joven flor platónica,

la ardiente y ciega rosa que no canto,

la rosa inalcanzable.