Incendio del café Lucerna en Santiago, 1949
Menciona Manuel Peña Muñoz, en su libro “Los cafés literarios en Chile”, que Ómar Cáceres, “sentado en el Café Iris, escribió los versos de su único libro Defensa del ídolo”. Un café de la ciudad de Santiago, ubicado en el edificio Undurraga. “El Iris”, dice Peña Muñoz, “fue centro de reunión de periodistas, escritores y bohemios de la noche santiaguina, especialmente de los años 30 y 40”.
Volodia Teitelboim, por otro lado, destacado escritor chileno y asiduo contertulio de este café, comenta, a propósito del ambiente bohemio del Iris, el instante en que tuvo contacto con Cáceres por primera vez:
Estábamos allí con Eduardo Anguita y el Chico Molina, muchachos de ese tiempo con intenciones de literatos. Se nos acercó un hombre alto, pálido, más bien delgado, con una frente espaciosa y grandes entradas en las sienes, que tenía una mirada penetrante y un poco ausente. Tenía también algo sombrío y cierto énfasis nervioso. Me dije: éste es un animal poético porque aparecía y desaparecía al instante, como por arte de magia negra.
Ómar Cáceres, en el Iris, tuvo la oportunidad, como se observa, de compartir con quienes eran sus pares: muchachos jóvenes en procura de sus primeros escritos, que lo acogían en sus mesas a pesar de su nerviosismo y de su carácter huidizo.
Pues bien, teniendo en mente estos comentarios, decidí hacer una lectura de Defensa del ídolo en clave de café, es decir, revisar en los versos de Cáceres alusiones directas o indirectas a este espacio particular. El café Iris fue el lugar elegido por el poeta para la creación; allí encontró la inspiración y la fuerza necesaria para volcar en papel sus sensaciones. El Iris fue también el lugar en donde conoció otros escritores y seguramente otros escritos; un café literario en donde las ideas circulaban y nutrían la mente de los contertulios ¿Qué de eso se percibe en su libro de poemas?
Alusiones directas al café, en Defensa del ídolo, no se encuentran. Sin embargo, esto no quiere decir que la atmósfera de este espacio no resuene en los poemas. Se trata de una poesía intimista, la de Cáceres, en donde la voz poética se escabulle llegando casi a la desintegración. Así, por ejemplo, el ambiente bohemio, en donde densas nubes de tabaco coronan las cabezas de los contertulios reunidos en las mesas, que se difumina en la introspección del yo narrativo:
…con frecuencia, sin embargo, yo y mis amigos-,
(indefinidamente-,
extendemos nuestros cigarrillos para que el mar se enderece…
y para que así venga, me digo, a sumergir sus dos manos en mi
(alma
y es mi alarido sólo, que apunta a sus rayos para poder girar!
Los ambientes nocturnos se ciernen y se cierran sobre la voz poética. En esas veladas noctámbulas, insomnes, los poetas se recrean con sus divertimentos líricos. Luego de la rutina laboral, aburrida y pesada, llega la magia de la noche, plena de alucinaciones y de conjuros hechos de palabras:
Recreo estelar ebrio de superiores hálitos,
frente azulada de cansancios, de apurar su doble vida;
doblega la noche de tumbo en tumbo y dame esa fuerza clara,
serpentina de tus huesos!
“Yo soy el que domina esa extensión gozosa”, dice Cáceres, “el que vela el sueño de los amigos”. Hay, como se observa, un insomnio constante en donde la noche prevalece. Noche de la ciudad y de sus símbolos: tranvías, automóviles, teléfonos, calles y aceras por donde el poeta transita; espacios que al final se anulan en el mismo ojo poético, avizor, que les ha concedido una vida fugaz momentos antes:
Mi pensamiento rueda y se alarga hasta mi casa,
derramando sus lunas de sed en la tormenta;
burgueses y mendigos y vehículos, todo lo que a mi encuentro
(viene,
se agranda a su contacto, resplandece,
y anula su existencia, acábase, en mí mismo.
Es el poeta, como se advierte, quien le da vida a la realidad. Las cosas adquieren presencia, nos dijo Borges, solamente por el hecho de ser vistas. Si el poeta deja de mirarlas estas se pierden en la nada. “Su mirada no cabe en un solo éxtasis de aire”, dice Cáceres refiriéndose a la mirada del poeta, “sino que, ingrávida, todo lo anima y lo devuelve a su constancia”.
Es cierto, entonces, que no hay alusiones directas al café en este libro de poemas. Pero eso no quiere decir, como dije antes, que la atmósfera del café no palpite en estos versos. Hay una conciencia clara de amigos, de contertulios, de colegas: “ni un solo pensamiento, oh poetas,/ los poemas EXISTEN,/nos aguardan”. Y se percibe la sensación, también, de ese hombre solitario en el café, que intenta recordar; ese hombre solitario que rumia malamente sus tristezas con un cigarrillo en la mano y una copa de licor en los labios, y que encuentra lucidez, epifanías, en el lugar de la más sagrada creación:
Y, ahora, recordando mi antiguo ser, los lugares que yo
[he habitado,
y que aún ostentan mis sagrados pensamientos,
comprendo que el sentido, el ruego con que toda soledad extraña
[nos sorprende
no es más que la evidencia que de la tristeza humana queda.