Monthly Archives: August 2018

35. Sociabilidades vanguardistas: conversaciones, juegos y coquetería. 1917

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La conversación, luego de varias cervezas, ha cambiado de rumbo muchas veces. Sin embargo, lo fundamental sigue estando ahí: los amigos. Café bogotano de los años 40.

Me interesa estudiar encuentros, intercambios, interacciones, reuniones sociales. La sociabilidad es uno de los ejes teóricos. Y la sociabilidad, más que temas para la conversación, exige individuos, alteridades. “Ni el hambre o el amor”, dice Georg Simmel, “ni el trabajo o la religiosidad, ni la técnica o los resultados de la inteligencia significan ya por su sentido inmediato una socialización; más bien solo la van formando al articular la yuxtaposición de individuos aislados en determinadas formas del ser con los otros y para los otros, que pertenecen al concepto general del efecto recíproco de la interacción”. Los poetas y escritores vanguardistas, de esta manera, fueron los que hicieron posible, en los años 20, la existencia de ciertos cafés como espacios concretos en donde se subvirtió el orden literario en Colombia. Individuos que interactuaban entre ellos, entre “iguales” (forma pura de sociabilidad, según Simmel), aunque también sociabilizaban con los trabajadores del café: meseros y meseras, coperas, lustrabotas, etc., con los dueños de estos espacios, y en ocasiones también con los representantes de la ley. De estos intercambios se va configurando un perfil de los cafés de Bogotá y de sus clientes “vanguardistas”.

Simmel se refiere, en su texto “La sociabilidad (ejemplo de sociología pura o formal)”, a diferentes instancias en donde tiene lugar la sociabilidad. La conversación, el juego y la coquetería son algunas de ellas. Con respecto a la conversación, es importante señalar que el café, además de ser el lugar ideal para ver y ser visto (Arlt), es también, sobretodo en el caso del café literario, un espacio propicio para oír y ser escuchado. Es en esa alteridad esencial de la palabra que se construyen las conversaciones de café, las cuales se ajustaban sobre esa libertad esencial que supone el acto vanguardista. Sin trabas ni límites, el acto recreativo de encontrarse y conversar favorece el curso de la imaginación y la rebeldía: “estas formas de interacción de la conversación, que en otro contexto estarían al servicio de incontables contenidos y fines de las relaciones humanas, tienen aquí su significado en sí mismo, es decir en el atractivo del juego de las relaciones que se crean entre los individuos, que se vinculan y separan, que vencen y pierden, que dan y reciben; así, el doble sentido de “entretenerse conversando” tiene aquí su pleno derecho”.

En los cafés de Bogotá de los años 20, por otro lado, los contertulios jugaban billar, cartas, dados. Juegos en donde se proyectaban los diferentes atributos de una “sociabilidad vanguardista”. La pertenencia, por ejemplo, a una tertulia literaria y el distanciamiento de otras agrupaciones líricas (Gruta Simbólica vs Los Nuevos); la coloración partidista que se forma luego de la Revolución Rusa (Los Nuevos: liberales o comunistas vs Los Centenaristas: conservadores); las prohibiciones estatales y los edictos gubernamentales que impactaron los cafés, teniendo en mente los escándalos y borracheras de jóvenes escritores de avanzada (higiene física, higiene social); la invasión de lo público sobre lo privado, que comprobamos en los cuentos de García Márquez; la supuesta igualdad entre los hombres; se trata, en fin, de atributos que aparecen evidentes en el enfrentamiento directo del azar. “Todas las formas de interacción y socialización entre las personas”, dice Simmel, “como el querer superar al otro, el trueque, la formación de partidos, y el querer ganar, la oportunidad del encuentro y de la separación causales, la alternancia entre oposición y cooperación, el engaño y la revancha, todo esto… tiene en el juego una vida que se sostiene únicamente por el atractivo de estas funciones mismas”.

En Argentina y Chile, recordemos, las mujeres hicieron parte de grupos literarios de avanzada. Silvina Ocampo, por ejemplo, y sus historias que cuestionaban el orden patriarcal, con relatos que configuraban una crítica a las “labores femeninas” vinculadas con el hogar y la crianza de los hijos. Mujeres de avanzada en el cono sur, entonces, que se ubican en el extremo opuesto al caso colombiano y la ausencia de mujeres vanguardistas. En efecto, no hubo “nuevas” escritoras en los años 20. Ninguna mujer escribió en esta revista homónima. Así, el contacto que mantuvieron estos hombres con mujeres, en los cafés, se redujo en gran parte a las meseras o coperas. Trabajadoras que, en búsqueda de propinas o de un ascenso social, flirteaban en ocasiones con los hombres de manera discreta o indiscreta. Y los poetas, a su vez, podían poner en escena sus atributos galantes. La crítica de Ocampo al rol social de la mujer, entonces, en este caso se confirma con la objetivación femenina a partir de la belleza y el amor. Las mujeres no piensan, según esta imagen, no existe con ellas una interacción de índole intelectual; la copera únicamente sirve al hombre, llegando en ocasiones al escenario amoroso.  Y la coquetería funciona como vínculo en donde se configura esta mirada reduccionista sobre lo femenino (y de paso sobre lo masculino), en donde “el hombre propone y la mujer dispone”. Dice Simmel, justificando este lugar común sexista: “la cuestión erótica entre los sexos gira en torno al aceptar y rechazar… y en este aspecto es el carácter de la coquetería femenina el que contrapone una insinuada aceptación y un insinuado rechazo, que atrae al hombre sin llegar al punto de una decisión, que lo rechaza sin quitarle todas las esperanzas. La coqueta extrema su atractivo al máximo poniendo al hombre su aceptación muy cerca sin tomar finalmente la cosa en serio; su comportamiento oscila entre el sí y el no sin parar ni en uno ni en el otro”.

34. Unas décadas atrás. Discusiones y discursos. 1989

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He leído, en los últimos meses, varios textos de literatura vanguardista colombiana y latinoamericana. Textos que fueron publicados en las primeras décadas del siglo XX; novelas, libros de poemas, de crónicas, que incorporaban a menudo, según he señalado, una crítica al lenguaje “puro” del período literario anterior, conocido como Modernismo. Luis Vidales, Luis Tejada, en Colombia, pretendían tomar distancia de esa “corrección” literaria, de esos “sueños de oro”, apelando a un lenguaje y a unos tópicos transgresores.

Julio Ramos, en “Desencuentros de la Modernidad en América Latina. Literatura y Política en el siglo XIX”, me enseñó que no solamente existían enormes distancias, entre unos y otros, sino también grandes continuidades en el sentido de la formación de “precursores” y “herederos”. En el devenir cronológico, las últimas décadas del siglo XIX, literariamente hablando, resuenan con fuerza en las primeras del siglo XX, en un contacto que se explica en la obra literaria pero también en el trayecto vital de los autores. La compleja formación de un “escritor de oficio”, que enuncia Ramos, deja entrever, en mi opinión, las características que configuraron luego el campo vanguardista de los años 20 en Colombia: “escribir”, dice Ramos, “tras el auge del periodismo en la segunda mitad del XIX, no era ya únicamente una actividad prestigiosa, exclusiva, inscrita en el interior de la cultura alta. Sujeto a las leyes del mercado, el espacio de la escritura se abría a las nuevas clases medias”.

Así, aparece un segmento poblacional nuevo, desvinculado de las élites intelectuales, que en el caso colombiano se erige desde una posición geográfica. Los de la Gruta Simbólica, en efecto, eran en su mayoría bogotanos de raigambre colonial y altos apellidos en una cuidada genealogía; los vanguardistas posteriores (Tejada, Vidales), en cambio, eran humildes provincianos de la región cafetera que se opusieron a esa “literatura de campanario”. Y usaron los periódicos, claro, como plataforma desde donde articular su crítica. Una correspondencia, entonces, entre el pasado modernista y el presente vanguardista, que asume múltiples aristas.

Ramos se refiere, por un lado, a la forma como los escritores finiseculares empezaron a “depender de instituciones externas para consolidar y legitimar un espacio en la sociedad”. Varios alternaban su “escritura literaria” con otras labores que les permitieron ganarse la vida. En Colombia, el caso de los “vanguardistas provincianos” es esclarecedor: Vidales trabajó en periódicos, bancos y departamentos de estadística; de Greiff tuvo labores constantes como contador; Tejada, en su corta vida, practicó la crónica periodística, como Martí. Un espacio: la crónica, que resulta heterogéneo, ambiguo si se quiere, en su doble función de “forma periodística al mismo tiempo que literaria”. Así, cabe la pregunta: ¿Tejada escogió la crónica o fue la crónica, como medio de vida, la que lo escogió a él? ¿Cómo se dio esta relación entre periodismo y literatura en los vanguardistas colombianos? Una forma: la crónica, que Tejada supo poner al servicio de su pluma transgresora, haciendo, como Martí, “una puesta en orden de la cotidianidad aun “inclasificada” por los “saberes” instituidos”. Entre la referencialidad y la imaginación se mueve la voz del cronista: “el gesto antinformativo de la crónica, que continuamente viola las normas de referencialidad periódistica… la ficcionalidad ahí es concomitante a la voluntad de recrear el espacio colectivo precisamente desarticulado por la fragmentación y dislocación urbana”.

En una entrevista, al final de su vida, le preguntaron a Luis Vidales: “¿Cómo compaginó la actividad poética con la estadística?” La respuesta fue esta: “No hay nada separado en el universo… Poesía y estadística son búsqueda de lo secreto o desconocido y la emoción ante el hallazgo es exacta. Basta tener un poco de sensibilidad”. Multiplicidad de discursos que operan dentro de un mismo envoltorio, según Vidales. Una búsqueda similar a la que realizó Martí, obligado por la necesidad de ganarse la vida: “la iluminación martiana”, dice Ramos, “opera en lugares insospechados: crónicas, cartas, apuntes, diarios, anuncios: pequeños textos”. Así, por ejemplo, hablando de la inauguración del puente de Brooklyn, Martí apela al lenguaje de las matemáticas en conjunción con una imaginación literaria que desborda su pluma: “en el lugar heterogéneo de la crónica”, dice Ramos, “Martí asume el discurso otro: la cuantificación, corolario a su vez de una mirada que tiende a racionalizar geométricamente el espacio. Sin embargo, en ese mismo fragmento, la figuración y la dislocación sintácticas proliferan…”. Se trata, como vemos, de la obligación que tiene Martí de informar a los lectores de periódico sobre la inauguración de un prodigio de la ingeniería, la ciencia y la tecnología, y la inserción simultánea en ese texto de un discurso literario que acompaña las cifras que expresan el peso y volumen del puente. “Una representación”, dice Ramos, “que no es desinteresada ni pasiva: supone la lucha del discurso literario abriéndose campo entre los signos “fuertes” de la modernidad”.

Los vanguardistas, décadas más tarde, convivirán con esa “tensión científica”, incorporando ese tópico decididamente en sus creaciones. Vidales dice, en su poema Súper ciencia:

“Por medio de los microscopios

Los microbios

Observan a los sabios”.

El giro vanguardista se opera: el discurso literario tuerce el eje científico y prima sobre ese saber “fuerte”. Son las bacterias las protagonistas en esta dislocación de saberes, no los sabios. La mirada cambia de sentido, muta, en esta inversión de los roles tradicionales. Así, la lucha anterior entre conocimientos, la simultaneidad de códigos, en este caso se transfigura a partir del humor, y la transgresión que provoca la imagen.

La lectura de Ramos, en suma, me hizo pensar que los vanguardistas, a pesar de su espíritu revolucionario, fueron herederos de varias de las discusiones y preguntas que se hacían los modernistas. Existen unas líneas que los conectan en un juego histórico de continuidades y rupturas, de experiencias que se distancian e intenciones que se concretan en el tiempo.

33. Revista Los Nuevos: dos contradicciones. 1925.

Publicidades de cafés en la revista Los Nuevos

Los cinco primeros números de la revista “Los Nuevos”, del año 1925, sugieren un deseo de renovación de la política y la literatura en Colombia, que finalmente se queda corto en sus alcances. En la revista hay denuncia, expresada algunas veces con tibieza; hay intenciones revolucionarias que se acompañan con posturas reaccionarias. Esta especie de ambigüedad se explica a partir de la política del “todo cabe” que se lee en el editorial de la revista: “Los Nuevos como revista amplia en cuyas columnas se pueden decir todas las verdades de cada uno de los del grupo no tiene orientación específica”. Así, teniendo en mente este “todo vale”, desde que sea “nuevo”, la revista evidencia dos contradicciones estructurales en su línea argumentativa. Dos contradicciones que resultaron cruciales para la vanguardia en Colombia.

La primera de ellas tiene que ver con un choque generacional. Los Nuevos criticaban la poesía de los Centenaristas (1910) y de la Gruta Simbólica: “ante el apogeo del calembour de gusto dudoso, mendigo de aticismo y de ingenio, y del chascarrillo de aguda infantilidad, es preciso reaccionar… a eso venimos nosotros”. Ellos, Los Nuevos, pretendían oponer esa vieja literatura de campanario a una nueva manera de decir las cosas, para ocupar un lugar en la Vanguardia literaria y política colombiana. Una Nueva generación, en otras palabras, que intentaba superar a la precedente, refutándola, destruyéndola y luego creando algo Nuevo: “queremos ocupar un puesto de combate en las avanzadas de una generación que está resuelta a asumir un papel enérgico y acaso decisivo en la vida de la República”. Con este fin, entonces, echaron mano de los presupuestos vanguardistas.

M. García Herreros, en su texto “Las letras en Colombia”, publicado en el número 4 de la revista, sintetiza esta búsqueda. “Se buscan nuevas formas e ideas”, dice el autor. La lectura de este documento es sumamente esclarecedora, pues se advierte allí que en la Bogotá de 1925 Los Nuevos conocían la obra de Vicente Huidobro, reconocían el impacto que las vanguardias (usaban este término: vanguardia) ejercieron en el cono sur del continente, sabían de publicaciones como Martín Fierro o Proa, y sabían también que las vanguardias europeas impactaron las artes en general, entre otras cosas. Un reconocimiento exhaustivo de su contemporaneidad literaria, que al final se falsea: “No se grite -como alguna vez se nos acusó- que nos proponemos instalar aquí el futurismo, el dadaísmo, el verso sin rima, sin reglas… No. No somos partidarios de escuela, ni nos proponemos iniciar ninguna tendencia”. El autor, de esta manera, hace una valoración positiva de las vanguardias para luego aclarar enfáticamente que Los Nuevos no quieren hacer parte de ellas. Hay una expresión de tibieza, de mansedumbre: en su afán de superar la vieja generación, García Herreros echa mano de las vanguardias, pero luego no se atreve a llegar a tanto. De hecho, al final del artículo llama a esa agrupación futura, que él propone, “La Falange del Porvenir”. (REVISAR ESTE PÁRRAFO: GARCÍA HERREROS DECLARA UNA INTENCIÓN PARECIDA A LA DE PROA; QUIZÁS, LO QUE QUERÍA DECIR, ES QUE NO PRETENDÍAN IMITAR)

Las vanguardias, de esta manera, son un medio para situar los nuevos aires de la literatura mundial, y contradecir así a los grupos literarios anteriores, pero no son el fin, de acuerdo con García Herreros, que debe perseguir la literatura colombiana. El autor, en suma, echa mano de estas tendencias pero al final se asusta, se devuelve.

Flujos y variaciones que se leen frecuentemente en esta revista, en donde conviven, según dijimos, múltiples discursos, diversos tonos, diferentes formas de decir. Hay referencias a una literatura tradicional, de retóricas pesadas (con epígrafes de autores conservadores como Maurice Barrés), con textos vanguardistas, arriesgados, como el cuento “Los Fantoches” de Luis Vidales, en donde uno de los personajes de la narración se hace preguntas sobre el tema y las características de la historia misma, a la manera de Macedonio Fernández en el Museo de la Novela de la Eterna. Hay una conciencia literaria dentro de la obra literaria (realidad y ficción), en donde lo que de verdad importa es la literatura: “ –Ola! Amigo! ¿tiene usted tiempo?   – ¿Para qué? – Para que hagamos un cuento – ¿Cómo?”.

La segunda contradicción tiene que ver directamente con los cafés. García Herreros menciona que el poeta de café está pasado de moda: “El bardo de bohemias y cafés empieza a eclipsarse. Cada poeta es un enterado”. El autor valora la labor solitaria del poeta, que además es un crítico de arte, y no se queda en su tertulia reducida sino que sale y se entera de las últimas novedades artísticas. Una afirmación que, ahora bien, se contradice con la revista misma, en donde aparecen varios textos que dan cuenta del café como lugar de inspiración para los poetas y los personajes de los narraciones que allí se publican; también, el café como un espacio en donde la mayoría de los autores Nuevos escribían, pues hacían parte de la tertulia del Café Windsor: lugar en donde circulaba la información de esa Nueva literatura. Las innumerables menciones a cafés, incluso en publicidades, demuestra la preponderancia de estos espacios en la Bogotá de 1925. Espacios de origen burgués que representaban a la Bogotá moderna: lugares con luz eléctrica, teléfono, orquesta, piano, que maravillaron con su luz hipnótica a los Nuevos poetas. Los cafés, en 1925, no hacían parte, ni mucho menos, del pasado.

En la revista, en suma, se leen artículos o textos literarios en donde palpita una intención de novedad, de sublevación con el pasado y revolución en las formas, que encuentra su contracara inmediata dentro de la misma revista, con artículos que desdicen esas intenciones de avanzada y se estacionan en las viejas formas. En esta política del “todo vale” tuvo cabida la “avanzada”, pero también la “retrasada”.

32. Cuadernos de Piedra y Cielo: una asimilación conservadora de las vanguardias. 1939/1940

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Los “piedracielistas” en la tertulia, empuñando el vaso de licor

“Cuadernos de Piedra y Cielo” es el título escogido por los “piedracielistas” para llevar a cabo sus publicaciones. Me refiero a seis entregas periódicas, realizadas entre septiembre de 1939 y febrero de 1940, en donde este grupo de poetas colombianos radicados en Bogotá, los cuales frecuentaban el café Victoria, se lanzaron “resueltamente a la conquista de sus ocultas y permanentes minorías… ya es hora”, decían, “de que nuestra poesía sea sopesada y medida”. Así, cada uno de los contertulios entregaba a la imprenta un ejemplar de sus escritos, y con tiradas de 300 a 500 ejemplares iban apareciendo estos textos en el cambio de década mencionado.

¿Quiénes eran los “piedracielistas”? Se autodenominaban de esta manera en referencia al texto “Piedra y Cielo”, del poeta español Juan Ramón Jiménez. Se trataba, entonces, de una agrupación poética que se reconocía heredera de la Generación del 27. Intentaban, con estas publicaciones, “decirle a los hombres ciegos nuestra entrañable verdad”; recrear, en cierta medida, un lenguaje “distinto”, una verdad nueva, en la lírica colombiana de ese tiempo.

Sin embargo, luego de la lectura de los distintos poemarios, creó que se trata, más bien, de una verdad a medias: de poemas que se encuentran a medio camino entre la renovación y la repetición de viejas formas. Se liberan, en otras palabras, incorporando algunos elementos vanguardistas, pero también conservan signos tradicionales cercanos al casticismo más reaccionario de la Gruta Simbólica. Veamos, a continuación, algunos ejemplos de esta doble vía.

Por un lado, en cuanto a los temas, se advierten afinidades con algunos de los vanguardistas que he reseñado en el pasado. Jorge Rojas, por ejemplo, en “La Ciudad Sumergida”, se refiere a una “ciudad que entre mi sangre transitoria estás creciendo”; una apropiación de la urbe americana que recuerda la pasión entrañable de Borges a la hora de cantar el arrabal y el tango bonaerense. Carlos Martín, también, en “Territorio Amoroso”, apela a múltiples combinaciones sensoriales (como Luis Vidales lo hiciera en algunos poemas de “Suenan Timbres”), en donde resulta evidente la apropiación del mundo del subconsciente que buscaban las vanguardias: “Enciende sus miradas como llamas,/ me acarician sus llamas como manos,/ deja caer sus manos como lluvias/ y me besan sus lluvias como labios”. Y por último, de la mano de estas influencias temáticas, hay poemas que verdaderamente suenan al Neruda de “Residencia en la Tierra”: “a veces hay auroras que son como banderas”, al García Lorca de “La Casada Infiel”: “alto pecho, bajo sueño,/ en naranjales baldíos,/ con eco de diez canciones/ y llanto destituido”, o al Vallejo de “Los Heraldos Negros”, que apelaba a fórmulas y sentencias religiosas: “eres llena de fuego entre todos mis sueños/ ahora y en la hora de nuestro amor”. El poeta “piedracielista”, en suma, hace una replicación de estilos vanguardistas en boga, sin llegar casi a proponer un ideario temático o estilístico propio.

Es entonces que, de la mano de esta especie de “imitación vanguardista”, a un costado del epígrafe de Huidobro encontramos epígrafes de escritores románticos, como Gustavo Adolfo Becquer (adorado por los de La Gruta), o de Jorge Isaacs y su costumbrismo romántico del siglo XIX. Conviven el presente y el pasado, entonces, en estos “Cuadernos de Piedra y Cielo”. Hay un excesivo uso del símil en estos poemas, los cuales, en su mayoría, siguen una rima tradicional, mientras que, por otro lado, se refieren a tópicos del subconsciente propios de la vanguardia. Poemas en donde se apela a un lenguaje arcaizante, del más puro castellano ibérico, que difícilmente puede abrir senderos que conecten con Huidobro, por ejemplo, más allá de cualquier epígrafe: “Si veis fulgir una ciudad,/ si adivináis un puerto unánime… pensad en mí que yo lo tuve…”.

Los “piedracielistas”, en suma, hicieron una “asimilación conservadora” de las vanguardias. Poetas que no fueron más allá de la imitación de un lenguaje ya elaborado por otros. Neruda y Vallejo llevaron su discurso hasta las últimas consecuencias; los “piedracielistas” se quedaron en el placer imitativo. Es por eso que el “piedracielismo” no supuso una revolución lírica en Colombia; influidos por las vanguardias, pero sin dejar de lado el casticismo más excluyente, ellos acercaron a Colombia al mundo de la revolución, retrotrayéndolo al mismo tiempo al lugar del orden y la tradición.