Monthly Archives: April 2018

8. Emilio Ballagas y la corp-oralidad. 1934

Changó y Santa Bárbara. Imágenes del santoral yoruba/católico cubano

En el “Cuaderno de poesía negra”, de Emilio Ballagas, resalta una especie de fusión mágica entre distintos instrumentos musicales: bongós, maracas, guitarras, tres, pianos; diferentes ritmos y motivos afrocubanos: sones, rumbas, congas, comparsas, pregones; distintos licores y frutas: ron, melón, caimito, tamarindo; además de las partes del cuerpo de los negros y las negras que se mueven frenéticamente al ritmo de la música: senos, caderas, torsos, piernas. Todos estos ingredientes, digo, asociándose vigorosamente:

Órbitas de nalgas lentas, blandos torsos de caimito.

(Peces de sueño navegan el mundo de las caderas.)

Eclípticas encendidas de pereza ciñe el trópico

y la noche vigorosa con caderas de guitarra

enseña como una negra su dentadura de estrellas.

Las expresiones del cuerpo traen una memoria ancestral. Bajo los pregones y comparsas de negros y mulatos, de negras y mulatas, en la Cuba de Ballagas, se expresan saberes que lograron transmitirse no por vía escrita, sino en forma de bailes y movimientos corporales que guardaron tradiciones transcontinentales. “Siguiendo a Gruzinski”, dice la historiadora colombiana Adriana Maya, “podría sugerir que la gestión intelectual de lo real en el Caribe, parece haberse constituido sobre una inteligencia de los sentidos y de la corporalidad. Esta hipótesis adquiere mayor relevancia si se tiene en cuenta que, según la legislación colonial, el esclavo era un objeto, una mercancía o un bien mueble”. Así, los bailes y las expresiones del cuerpo eran una forma de resistencia al cautiverio, pues convertían al cuerpo y a sus pasiones en fortín y estandartes de la reconstrucción de la sexualidad y, por ende, del ser “persona”, aun viviendo en calidad de “esclavos”. Un ejercicio, entonces, de resistencia y de memoria histórica que retoma Ballagas al recrear estas comparsas musicales:

Y la mira el congo, negro maraquero:

suena una maraca. Y tira el sombrero!

Retumba la rumba,

hierve la balumba…

Se asoman los muertos del cañaveral.

En la noche se oyen cadenas rodar.

Rebrilla el relámpago como una navaja

que a la noche conga la carne le raja.

Cencerros y grillos, güijes y lloronas:

cadenas de ancestros… y… ¡Sube la loma!

El cuerpo, en estos versos, se yergue como intermediario entre el ser humano y tradiciones ancestrales sagradas, además de que explica fenómenos de la naturaleza. Pero no se trata solo del cuerpo. La corp-oralidad, desde su conformación etimológica, sugiere la verbalización lingüística de una memoria que se transmite por generaciones. Tradición oral en donde se incorporan distintas lenguas (y a partir de allí distintos saberes), y a la que apela Ballagas en otros fragmentos de su libro:

“Emaforibia yambó.

Uenibamba uenigó.”

¡En los labios de caimito,

Los dientes blancos de anón!

La comparsa del farol

Ronca que roncando va…

Y… ¡Sube la loma!… Y ¡dale al tambor!

Sudando los congos van tras el farol.

(Con cantos yorubas alzan el clamor.)

Ballagas, en conclusión, está muy cerca de Guillén, claramente, pero también muy cerca de los dos Andrade brasileños. Esta memoria ancestral, multiétnica, “tupí or not tupí”, por medio de la cual se intenta recrear una memoria cubana o brasileña, un modo de ser, un color local, no la percibí en los textos vanguardistas chilenos, que recorren otros caminos, con una experimentación lúdica por medio de un lenguaje evidentemente novedoso, pero sin fines reivindicatorios de las poblaciones locales ¿Qué sucederá ahora, que empiece con los textos de autores argentinos?

7. Macunaíma. 1928

Póster de la película homónima, de 1969

Algunos comentarios a propósito de Macunaíma, de Mario de Andrade:

Esta obra, en primer lugar, retoma mitos indígenas amazónicos del Brasil y los traslada al  contexto vanguardista de la segunda década del siglo XX, en donde el protagonista: Macunaíma, siente una notable fascinación por la máquina. El automóvil, por ejemplo, según el texto, tiene orígenes mitológicos.

La obra refleja, en este orden de ideas, una suerte de dicotomía entre campo/selva y ciudad. Hay una tensión evidente, a lo largo del texto, entre la selva amazónica: espacio en donde el mito celebra el nacimiento y la crianza del héroe Macunaíma, y la ciudad: San Pablo, a donde éste debe dirigirse con el fin de recuperar una pieza de valor que ha perdido. El protagonista va y vuelve. Siente una fuerte atracción por la gran ciudad en crecimiento, con un retorno posterior a sus orígenes selváticos, en donde sube al cielo. Las máquinas, los edificios, los automóviles, la bolsa de San Pablo, los cafés burgueses, etc., se contraponen a (y en ocasiones se asocian con) la naturaleza, los animales amazónicos, los astros y planetas, etc. Hay una expresión de un pasado primigenio, anterior a la colonización de Brasil por parte de los portugueses, junto con la mención de la ciudad moderna y su paisaje particular de principios del siglo XX. En este sentido, resalta en Macunaíma una visión atemporal de la historia, en donde coexisten múltiples tiempos y múltiples espacios sugiriendo secuencias no lineales en el devenir cronológico.

De Andrade, de esta manera, apela simultáneamente a un tiempo ancestral, mitológico, y se apropia del registro típico de los mitos de creación americanos como el Popol Vuh o Yuruparí, junto con un lenguaje vanguardista que nos ubica en las primeras décadas del siglo XX. En este texto resalta la apropiación de múltiples discursos y registros simultáneos: aquí cohabitan la lengua hiperformal, con el discurso academicista y la crítica al lenguaje acartonado de cierto grupo de intelectuales brasileños (Capítulo IX: Carta a las Icamiabas; valga decir que Luis Vidales y León de Greiff también hacían una crítica al lenguaje de los modernistas en Colombia), con el registro informal, coloquial y cotidiano, en donde las palabras se acortan o se fusionan, como cuando se dice “porfa” o “pos ni modo”. También, hay una burla a las frases hechas de los políticos de izquierda; hay lenguas amazónicas junto con textos en francés; aparecen citas en latín y en griego. En el héroe, Macunaíma, cohabitan todos esos registros: nace como indio y luego se transforma en blanco; habla lengua tupí pero también aprende italiano, latín y griego. Cita la biblia, el Quijote, y también canta temas tropicales y se apropia (o funda) dichos populares.

Hay en este texto, a su vez, reminiscencias de Altazor y la recreación de un nuevo lenguaje. Hay un espíritu lúdico que atraviesa el texto; una intención recreativa constante, con la creación de nuevos verbos como “cabizbajaba” y “metabundaba”. Hay juegos de palabras, neologismos y una recreación constante de las musicalidades de la lengua.  Hay una intención de desacralización a través del humor, y la burla de esos históricos “lugares sagrados”: “los textículos de la biblia”, se lee por ejemplo en un fragmento.

Macunaíma, a su vez, hace una búsqueda de algo que se podría llamar como “brasileñidad”, en un proceso simultáneo a la búsqueda del color cubano de Nicolás Guillén, que mencioné en otro texto. De hecho, entre los asistentes a un rito africano en la novela, está precisamente Nicolás Guillén (en el texto hay múltiples narradores: un pájaro, Macunaíma, etc., y también personajes “reales” y de ficción que reflejan las barreras porosas entre realidad y mito). Y no es una casualidad que se conocieran y que se leyeran: uno percibe influencias recíprocas en los textos de estos dos vanguardistas. Cuba y Brasil, en el contexto de los textos leídos, parecen tener una cosa en común: la intención de recrear el color local. Por eso De Andrade hace referencias explícitas a la música tropical y en su texto cohabitan expresiones católicas con mitos amazónicos (Changó y Santa Bárbara en Cuba); recuerdos de dioses africanos: Bembé, y de tambores: Bongó. Una transculturación que se expresa en el padre nuestro católico que reza Macunaíma, en donde no hay dioses católicos sino dioses africanos.

Por último, en este texto hay episodios de antropofagia literal, de canibalismo, y también antropofagia metafórica, como la burla del habla arcaizante de los pseudointelectuales brasileños que buscan en el más arcaico portugués una expresión artística. De Andrade apelaba a una lengua más local, aunque no deja de mencionar a Freud y la lectura de los sueños. Neruda, Huidobro, los dos Andrade, Guillén, Bombal… todos parecen estar influidos por las mismas lecturas.

6. Sóngoro Cosongo y el color cubano. 1931

Una tertulia musical con Nicolás Guillén

“Opino por tanto que una poesía criolla entre nosotros no lo será de un modo cabal con olvido del negro. El negro –a mi juicio- aporta esencias muy firmes a nuestro coctel”. Estas palabras de Nicolás Guillén, tomadas del prólogo de su libro Sóngoro Cosongo, así como los versos que componen este poemario, me hicieron recordar a Candelario Obeso, poeta colombiano de la segunda mitad del siglo XIX. En la “Canción del boga ausente”, del libro “Cantos Populares de mi tierra”, Obeso, quien hacía parte del ambiente de bohemia bogotana de la época (frecuente contertulio del café La Botella de oro), reproduce la melancolía del boga (remero) negro en sus travesías por el río Magdalena. Catalogada como “poesía negra” por la crítica colombiana, el autor recrea la dicción y los giros del lenguaje propios del negro, en su apropiación del español que se habla en Colombia, exaltando la melancólica musicalidad de un canto de orígenes africanos:

Qué trijte que ejtá la noche,
la noche qué trijte ejtá:
no hay en er cielo una ejtreya…
Remá! remá!

Obeso, en Colombia, y luego Guillén, en Cuba, recrean en sus poemas melodías transcontinentales, como una expresión de ese coctel de colores y saberes en tierras americanas. Así, en Sóngoro Cosongo el poema “La canción del bongó” se refiere a este instrumento: el bongó, un tambor de orígenes africanos; mientras que en el “Velorio de papá Montero” se habla del son de una guitarra, y en “Quirino” de un tres: instrumento de 3 cuerdas de origen español. Cantos, sones, pregones, guitarras, tambores, rumbas… no hay un solo poema en este libro que no se refiera explícitamente a una especie de música mulata cubana. Por eso, no es casualidad que mientras leía estos poemas me llegaran reminiscencias de algunos grupos musicales de la isla, como Celina y Reutilio (dice Guillén: “Santa Bárbara de un lado,/ del otro lado, Chango”); del trío Matamoros, uno de cuyos sones: “La mujer de Antonio”, sirvió de inspiración a Guillén para escribir el poema “Secuestro de la mujer de Antonio”; o de Compay Segundo, quien musicaliza el “Son de negros en Cuba” que escribe Federico García Lorca en su estancia en la isla en 1930.

La música popular cubana, de esta manera, está en el centro de los poemas de Guillén. Una música que es reflejo del proceso de “trasculturación” de la isla, usando la expresión del antropólogo Fernando Ortiz. Un sincretismo dinámico, trasmutaciones históricas de indios taínos, negros, españoles, chinos…: “en todo abrazo de culturas”, dice Ortiz, “sucede lo que en la cópula genética de los individuos: la criatura siempre tiene algo de ambos progenitores, pero también siempre es distinta de cada uno de los dos”. Por eso, en Sóngoro Cosongo no hay una defensa de eso que mencioné antes como “poesía negra”; Guillén no reivindica un color, una cultura, sino que intenta recrear, como dice en el prólogo, el espíritu mestizo de Cuba, el color cubano.

 

5. El reino de este mundo. 1949

Los vanguardistas latinoamericanos recibieron el influjo de las vanguardias históricas europeas. Este es un hecho que los une. Sin embargo, algunos de estos vanguardistas americanos intentaron producir un pensamiento nacional, americano, de alguna manera fundacional, a este lado del Atlántico. Oswald de Andrade es un ejemplo de ello.

Pues bien, “El reino de este mundo”, novela del escritor cubano Alejo Carpentier, entra dentro de este último grupo. La crítica a los surrealistas europeos, por ejemplo, es evidente en el prólogo de la novela: “…la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección… los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas”. Los artistas europeos no se mojan, según Carpentier; para él hay algo de impostura, de fingimiento en algunos de los vanguardistas europeos, quienes no se involucran verdaderamente, vivencialmente, con los asuntos que recrean en sus obras: “…hay escasa defensa para poetas y artistas que loan el sadismo sin practicarlo, admiran el supermacho por impotencia… fundan sociedades secretas, sectas literarias, grupos vagamente filosóficos… sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más mezquinos hábitos para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe”.

Por eso, en este prólogo que cito, Carpentier se refiere a su experiencia como turista en Haití, en  donde pudo absorber el influjo mágico de eso que él llama, por primera vez en las letras latinoamericanas, lo “real maravilloso”, y escribir entonces este relato en donde consigna los devenires de Ti Noel bajo el contexto de la guerra de independencia de Haití. No son necesarias invenciones ni exageraciones fingidas, nos dice Carpentier. Esto es real, histórico, podríamos decir: “…el relato que va a leerse ha sido establecido sobre una documentación extremadamente rigurosa que no solamente respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de personajes… de lugares y hasta de calles”; histórico y también maravilloso, como la historia misma de América, y la búsqueda del Dorado, “de la Fuente de la eterna juventud, de la áurea ciudad de Manoa”, etc.

Las barreras porosas entre realidad y ficción han sido exploradas desde El Quijote. En este sentido, la propuesta de Carpentier no es nueva, ni mucho menos. Lo que sí resulta novedoso es pensar que eso que consideramos maravilloso es en realidad patrimonio histórico de los aconteceres americanos. Que Mackandal transmute en distintos animales, a principios de la novela, de la misma manera que Ti Noel muta en pájaro, hormiga y avispa, en la parte final del texto. Que Remedios la bella suba al cielo, mientras dobla sábanas, en Cien años de soledad; que un coronel colombiano se pase décadas esperando una carta que no llega; estos y otros aconteceres no son ficciones, “literatura maravillosa”, según Carpentier, sino que hacen parte de la realidad maravillosa de América. “Todo resulta maravilloso en una historia imposible de situar en Europa, y que es tan real, sin embargo, como cualquier suceso ejemplar de los consignados, para pedagógica edificación, en los manuales escolares”.   

4. Emociones caníbales en el manifiesto antropófago de Oswald de Andrade. 1928

Abaporu (el hombre caníbal). Tarsila do Amaral

Lo bonito del “Canibalismo metafórico” es que me hace pensar en mi propia vida, por lo menos en los últimos 16 meses de mi vida, desde la llegada con mi familia a Vancouver el martes 6 de diciembre de 2016 hasta el día en que escribo este texto, 11 de abril de 2018.

¿Qué tiene el canibalismo que me lleva por los vericuetos de mi propio trasegar? Resulta difícil responder esta pregunta, sobre todo porque, como el canibalismo mismo, las sensaciones de estos últimos meses no se pueden sujetar bajo el lenguaje académico convencional, al que presumidamente pretende aspirar mi monografía. Un pensamiento desviado, o sea delirante, “desde que delirar etimológicamente significa eso: apartarse del camino, de las huellas convencionales. Leer es errar en todas sus acepciones: no acertar, divagar, andar perdido”, dice Gonzalo Aguilar a propósito del manifiesto antropófago. Así, una lectura caníbal de mis sensaciones arrojaría el hecho de emprender este doctorado en UBC porque, como dice Andrade, “solo me interesa lo que no es mío, ley del hombre, ley del antropófago”; echar de menos a mis padres y, en ocasiones, a mi ciudad, porque “antes de que los portugueses descubrieran al Brasil, Brasil había descubierto la felicidad”; ver la imbecilidad del pensamiento colonialista que aún pervive, tanto en la vida cotidiana como en la vida académica, y pensar que “no fueron cruzados los que vinieron. Fueron fugitivos de una civilización que estamos devorando, porque somos fuertes y vengativos como el Jabutí”.

“Tupi, or not tupi, that is the question”, dice Andrade en uno de los apartados más famosos del manifiesto. Una frase que se puede interpretar desde distintos lugares. Por un lado, es una escisión a la cultura clásica, representada en este caso con Hamlet, y la necesidad de privilegiar, ya no los monumentos históricos y culturales de la civilización europea, sino la americanidad caníbal. Por otro lado es una burla, un juego, un divertimento al mejor estilo de Altazor, en donde “orinar o no orinar” es la verdadera disyuntiva. En este sentido, creo que Oswald de Andrade se distancia y a la vez se acerca de los vanguardistas chilenos que hasta este momento he leído: Neruda, Huidobro y Bombal. Andrade, como ellos, se apropió de algunas de las características de la vanguardia europea, y los llamados “ismos”; pero Andrade, a diferencia de ellos, re-creó ese legado a partir de la incorporación del acervo cultural nacional, en este caso brasilero, y su representación más americana a través del canibalismo.

Así, hay una propuesta creativa original de este lado del Atlántico que se inscribe en la tensión de saberse influida por el avant-garde europeo, pero también de reconocerse como propositiva y distinta, fundacional y creativa a partir de un carácter nacional. Así, si Huidobro buscaba una melodía fundamental al final de Altazor: ““Ai aia aia / ia ia ia aia ui / Tralalí / Lali lalá”, Andrade también la buscaba, y encontró la lengua tupí: “Catiti Catiti Imara Natiá Notiá Imara Ipejú”.

El canibalismo metafórico es una forma de giro postcolonial, en donde desde América devoramos a la civilización europea, mostrando los vacíos y los vicios de la historia colonial, y la barbarie de varios siglos de sometimiento que sigue presente en los discursos contemporáneos. Por eso, “Tupí or not tupí” es un llamado también a esa naturaleza ambigua, colonial y postcolonial a la vez, en donde hay una necesidad de distancia, de señalamiento y crítica,  pero que toma como base, por ejemplo, uno de los símbolos del poder occidental: Cristo: “Nunca fuimos catequizados. Vivimos a través de un derecho sonámbulo. Hicimos nacer a Cristo en Bahía. O en Belén del Pará. Pero nunca admitimos el nacimiento de la lógica entre nosotros”.

3. Altazor: un nuevo credo y sus feligreses. 1931

En Altazor hay un espíritu lúdico. Huidobro se recrea con las posibilidades y los vericuetos de la lengua. Leer este poema es una experiencia recreativa, un divertimento. Hay juego: “Aquí yace Rosario río de rosas hasta el infinito / Aquí yace Raimundo raíces del mundo son sus venas / Aquí yace Clarisa clara risa enclaustrada en la luz/ Aquí yace Alejandro antro alejado ala adentro”. Hay risa, también: “Los planetas maduran en el planetal”. Mucho antes de que la corrección política y de género exigiera el uso de las formas dobles, Huidobro ya experimentaba con el género de las palabras: “La montaña y el montaño / Con su luno y con su luna / La flor florecida y el flor floreciendo / Una flor que llaman girasol / Y un sol que se llama giraflor”. Desde la seriedad de Nicolás Maduro en su discurso, refiriéndose a los “millones y millonas” de Bolívar; o desde los textos plagados de “estimados y estimadas”, “queridos y queridas”, “colombianos y colombianas”, Huidobro se regodea con todas las “incorrecciones” de la lengua y su intención de “corrección” incluyente.

Texto re-creativo, además, porque exige en el lector la invención melódica de palabras y frases en aparente sinsentido, especialmente en los últimos dos cantos. El lector debe re-crear sonidos, no a partir de la interpretación ortodoxa del poema, sino absorbiendo una melodía milenaria en el fondo de su esencia: “Ai aia aia / ia ia ia aia ui / Tralalí / Lali lalá”. Altazor vuela y cae majestuosamente en múltiples posibilidades expresivas.

Este viaje en paracaídas resuena además en los textos de otros escritores vanguardistas, posteriores a Huidobro. Inevitable no pensar en Neruda, por un lado, que en 1934, 3 años después de la aparición de Altazor, publica su Residencia en la Tierra, en donde los temas de la muerte, del mar, de naufragios y la vuelta a un tiempo primigenio, ancestral, se corresponden tan nítidamente con varios pasajes del largo poema de Huidobro. Inevitable no pensar también en Cortázar, varias décadas después, quien no perteneció a las vanguardias históricas pero que claramente recibió el influjo de ellas. El capítulo 68 de Rayuela, por ejemplo, en donde el escritor argentino experimenta a partir de invenciones lingüísticas que recrean una escena de amor: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”, encuentra un correlato anterior en el quinto canto de Altazor, y una necesidad nueva de enunciación, apelando por ejemplo al imaginario discurso del mar: “Y hablo como mar y digo / De la firmeza hasta el horicielo / Soy todo montalas en la azulaya / Bailo en las volaguas con espurinas / Una corriela tras de la otra / Ondola en olañas mi rugazuelo”.

En Altazor se respira un ambiente de renovación, de re-creación de la lengua española. Aquí hay un nuevo credo. Con la muerte de Cristo nace Altazor; nacen las palabras, las antipalabras.

2. Residencia en la Tierra y el recuerdo de una mano. 1935

Algo extraordinario me sucedió mientras leía Residencia en la tierra. Avanzaba por el poema que lleva por título “Enfermedades en mi casa”, y leí:

El mar se ha puesto a golpear por años una pata de pájaro,

y la sal golpea y la espuma devora,

las raíces de un árbol sujetan una mano de niña,

las raíces de un árbol más grande que una mano de niña,

más grande que una mano del cielo,

y todo el año trabajan, cada día de luna

sube sangre de niña hacia las hojas manchadas por la luna,

y hay un planeta de terribles dientes

envenenando el agua en que caen los niños,

cuando es de noche, y no hay sino la muerte,

solamente la muerte, y nada más que el llanto.

En la mitad de esta estrofa un recuerdo me asaltó: la mano de un niño muerto. Tenía yo 7 u 8 años cuando salí, una mañana soleada, a tomar el bus que me llevaba al colegio. Al frente de mi casa materna se encontraba (aún se encuentra) una de las vías más importantes y transitadas de Bogotá: la Autopista del Norte. Mi mamá, quien me acompañaba al paradero, vio un tumulto en el sardinel de la avenida: un corrillo de personas que observaban algo con cara de consternación. Así, mientras nos acercábamos, fue apareciendo ante mis ojos una mano infantil inerte, que reposaba sobre un pasto sucio, salpicado de barro. Mi mamá le preguntó a alguien; se trataba de un niño que había sido atropellado hacía muy poco, le dijeron. Estaba muerto. Yo quería ver el rostro y la mueca postrera, pero mi mamá me sacó de allí e hizo que tomara el bus. En el recuerdo de los meses infantiles que siguieron al evento, solo quedó esa mano en mi memoria: una mano blanca con algunas manchas rojas.

Tres décadas después el recuerdo revivió. Como en una terapia psicológica, sobrevino un recuerdo lejano del pasado: un momento que reposaba oculto en un lugar olvidado de mi mente. Sentí estupor: dibuje en mi cerebro la imagen nítida de la mano muerta. Reviví esos breves minutos en donde por primera vez en mi vida tuve contacto con la muerte. Conversé con mi esposa y corroboré que se trataba de un recuerdo olvidado: ella no sabía de qué le hablaba. Nos conocemos hace casi 20 años, y no tenía idea.

Neruda, caí en cuenta, a través de un lenguaje onírico, de imágenes surreales que hablan de un tiempo anterior, primigenio, hecho de mares y árboles terribles, de tiempos que persisten en un espacio añejo en la memoria; Neruda, digo, había esclarecido para mí un lugar olvidado de mi infancia. De la mano del poeta chileno entraba en un lugar de catarsis personal, de depuración y remembranza. Estaba asistiendo a mi propia terapia psicológica, y Neruda era mi terapeuta. No es casualidad, en este orden de ideas, que el surrealismo y el psicoanálisis estén emparentados: ese lenguaje de Neruda, pleno de imágenes ligadas al recuerdo, como en el sueño de un pasado remoto, poblado de una naturaleza agreste, hurgaba en mi memoria y llevaba a la conciencia una imagen por tanto tiempo desvanecida.

Neruda leyó a Freud. Neruda se nutrió de los “ismos” tanto como del psicoanálisis. Neruda, Freud, Breton, Jung, etc., estamos en un momento histórico en donde estos “ismos” se retroalimentan, distanciándose e influyéndose a la vez. Neruda, en su “Oda a Federico García Lorca”, hace una enumeración en donde caben varios vanguardistas latinoamericanos, incluyendo a María Luisa Bombal y Oliverio Girondo, quienes hacen parte de mi lista de lecturas. Se trataba, en suma, de lecturas compartidas, de escritores que se leían y se comentaban, se incorporaban y se citaban:

llega un día de viento con un niño,

llego yo con Oliverio, Norah,

Vicente Aleixandre, Delia,

Maruca Malva, Marina, Maria Luisa y Larco…      

Fotogramas de Un perro Andaluz, película surrealista de 1929

1. Bombal, María Luisa. La última niebla. 1935

Los historiadores, a la hora de mencionar un acontecimiento, hacen uso de dos conceptos claves que les permiten moldear y situar los hechos del pasado. Me refiero a las coordenadas sobre las que aterriza el acontecer histórico: tiempo y espacio. Como los ejes del plano cartesiano, el tiempo y el espacio ubican al historiador en un momento particular de la duración histórica. Bajo un espíritu logocéntrico, los historiadores intentan aprehender, rastrear, interpretar objetivamente los aconteceres narrados en las fuentes.
En La última niebla (1935), de María Luisa Bombal, el tiempo y el espacio son ejes trascendentales de la escritura justamente porque incumplen con los preceptos mencionados arriba. En esta pequeña novela la narradora no ubica a la razón en medio de su discurso, sino a las ensoñaciones en su contacto cotidiano con un amante fantasmal y un marido parco y distante. No hay nombres de lugares o fechas específicas en este texto. No hay alusiones o pistas que permitan rastrear y situar lo descrito: esta historia de amor y desamor pudo pasar, al parecer, en cualquier lugar y en cualquier época.
El tiempo de la novela, por un lado, es un transcurrir de años, de décadas resignadas, en donde el recuerdo brumoso de un encuentro furtivo con un amante sin nombre nutre la rutina de la narradora, en donde ella imagina, sueña con el reencuentro. La sucesión de un tiempo vegetal, hecho de troncos y de plantas acuáticas que se trepan por su nuca, de lluvia y hojas muertas que languidecen en el tiempo, bajo una neblina constante que difumina los instantes y los vuelve eternos, crea en la novela la sensación de un tiempo largo que se disuelve en un instante de eternidad enajenada, de tiempo sin medida y sin límite.
El espacio, a su vez, es inclasificable. Algunos pasajes de una ciudad oscura, difuminada por la niebla constante y en donde, a la manera de un laberinto de Escher, la narradora vuelve por sus pasos en callejuelas y plazas idénticas que aparecen y desaparecen en dimensiones imposibles. También, una hacienda campestre enquistada en un devenir estático, en donde la exposición de los elementos: lluvia, niebla, hojas, tierra, nos habla de un paisaje primigenio e inmutable.
El texto de Bombal, en mi lectura particular, va simplemente más allá de la realidad aprehendida y clasificada por los científicos sociales. La narradora crea una atmósfera que escapa de las lecturas tradicionales. Una meta importante de los vanguardistas era esa, precisamente: escapar, romper, configurar nuevos escenarios de experimentación subversiva.
Subversión que, siendo Bombal una mujer, se potencia de manera definitiva, pues no se trata solamente de plantear una ruptura con la literatura criollista chilena, como de hecho lo hace Bombal; literatura hecha de fechas claras y evidentes escenarios realistas, sino también de nombrar una protagonista mujer que incumple con las normas de una sociedad falocéntrica en donde el hombre es quien otorga placer y la mujer es quien recibe ese placer que el otro ha decidido brindarle. Hay en el texto de Bombal una suerte de autodeterminación del erotismo femenino que no necesita del falo para ser:
Entonces me quito las ropas, todas, hasta que mi carne se tiñe del mismo resplandor que flota entre los árboles. Y así, desnuda y dorada, me sumerjo en el estanque.
No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas, que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas suspendidas sobre el agua.
Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y penetran. Como con brazos de seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua (Bombal, 61, 62).
La narradora no necesita de un hombre para descubrir placeres sensuales y desentrañar los secretos de su propio cuerpo. Ella se funde con los elementos en una suerte de erotismo panteísta. Luego subvertirá los roles, pues será ella la que buscará (soñara) el encuentro con su amante y estará al acecho constante del reencuentro. Esto, ahora bien, bajo la sombra patriarcal que supone el hecho de que ese amante le haya cambiado la vida, pues luego del encuentro ella solo piensa en él. Ese amante, al final, se convierte en la razón de su vida.
Construida sobre esa ambigüedad, entre el falocentrismo y la búsqueda de una identidad femenina, la novela evoca en escenarios surreales, delirantes, la ilusión de romper ese matrimonio por conveniencia entre primos, dejando a un marido torpe y asexuado y sustituyéndolo por un hombre moreno que llega en un carruaje. Al final, Bombal construye, sin fechas ni nombres, un escenario onírico en donde la voz de una mujer atrapada en un mundo patriarcal se oye clara y desgarrada.