Edgar Degas, El ajenjo (titulada originalmente “En un café”), 1876
Clemente Colling, profesor de piano del narrador de esta historia, se encuentra en un café de Montevideo, consumiendo ajenjo. Se trata de una imagen que filtra, desde diferentes aristas, un evidente escenario vanguardista, de origen trasatlántico.
Es necesario decir, en primer lugar, que las vanguardias no estuvieron vinculadas exclusivamente con las letras, ni mucho menos. El café era sitio de reunión de poetas y novelistas, pero también de músicos, artistas y periodistas. El arte, la música, el cine, y tantas otras disciplinas, también fueron influidas por el surrealismo, el expresionismo, el canibalismo, etc. Movimientos claramente transdisciplinares que dejaron su impronta a través de registros diversos. Así el mismo Felisberto Hernández, quien se ganó la vida como pianista durante varios lustros, para luego tomar la pluma y volcarse en la literatura. Oliverio Girondo, que incluye dibujos de su autoría como parte integral de sus poemas en “Veinte poemas para ser leídos en el tranvía”. O Salvador Dalí, asociado generalmente con el surrealismo, quien no solamente pinta, sino que también realiza esculturas, escribe guiones de cine y novelas, hace performances…
Clemente Colling, además, en la imagen señalada, consume ajenjo: una bebida alucinógena. “Una pequeña cantidad en un gran vaso y después le dejaban caer lentamente agua de a gotas. Y entonces le llamaban, pernod. Era su bebida”. Colling, parisino, toma ajenjo en un café de Montevideo, como antes lo había consumido seguramente en París. El profesor de piano europeo instruye a su alumno americano: Felisberto Hernández, como una metáfora de las vanguardias europeas que instruyeron a tantos estudiantes a este lado del Atlántico. El café, como el ajenjo, es una de las modas importadas, uno de los gestos imitativos de la vanguardia americana. Una asociación que vincula al café con la bohemia y el vicio, la guarida de los alucinados y los perdidos (los otros), en donde un hombre “decente” no se atrevería a entrar. Si las autoridades francesas ya habían prohibido el consumo de ajenjo en los cafés, en América “la gente de bien” estaba consternada ante estos espacios de consumo de “sustancias psicoactivas”, por parte de artistas, músicos, poetas y otros vagos: “aquella tarde me dijo”, menciona el narrador, “que cuando la comisión le había dicho que no tomara ajenjo, él había contestado que era dueño de sus actos y había mandado la comisión a rodar”.
El café, por otro lado, es siempre un lugar de aprendizaje, en donde se reúnen los alumnos, como Felizberto Hernández: aprendiz de piano, con su maestro. “En el momento que yo había llegado al café”, dice el narrador, “le estaba hablando al niño de historia [se refiere al lazarillo de Colling], estaban terminando con Napoleón”. El café, de esta manera, es un lugar en donde circula el conocimiento; es una escuela, un foro, un concilio. Fue en estos espacios en donde las vanguardias americanas se gestaron y consolidaron, a través del conocimiento mutuo de los contertulios a partir de sus obras: así Borges con Macedonio Fernández; Arlt con los de Boedo; Ómar Cáceres y el café Iris, etc ¿Sin los cafés hubieran podido existir las vanguardias?
Los recuerdos, por último, son la materia prima del texto leído. Recuerdos que se configuran en una zona liminar, como cuando dice el narrador, en la primera página de la obra: “no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”. Esa bruma que se agazapa sobre este testimonio del pasado me recuerda otros textos de mi lista de lecturas, en donde la mención de un tiempo anterior, primordial, se mueve a caballo entre la fantasía y la realidad de una manera cómoda. Borges y sus atardeceres y sus rosas; Neruda y sus manos y sus playas; Bombal y la niebla; una sucesión de recuerdos que se enturbian en el goce de la epifanía (como la magdalena de Proust). Así, la imagen de Colling en un café de Montevideo consumiendo ajenjo y hablando de Napoléon, bien puede ser el recuerdo de una realidad onírica hecha de literatura.