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40. Cruce de caminos en los cafés de la vanguardia latinoamericana. 2006

Hace seis meses, en abril, empecé este itinerario de viaje. “La última niebla”, de María Luisa Bombal, fue el punto de partida. Hoy, luego de la lectura del capítulo titulado “Locating the Future in Los siete locos”, del libro “The Avant Garde and Geopolitics in Latin America”, de Fernando Rosenberg, llego a mi destino.

Hice 38 paradas en este recorrido: algunas más afortunadas que otras, algunas más lucidas que otras. Sin embargo, siento que en el camino varios conceptos se esclarecieron, algunas presunciones se confirmaron, otras intuiciones se problematizaron o se mostraron como falsas. Sobretodo, puedo decir que conozco mejor el campo literario latinoamericano y colombiano de principios del siglo XX. Creo que he llegado a problematizar de manera más fecunda la interacción entre café y vanguardia en las sociabilidades y las tertulias de los años 20 en Colombia.

Hablaba, hace seis meses, de espacio y tiempo en el texto de Bombal. De espacios fantasmales y tiempos imposibles de medir. El café vanguardista, pienso, es un símbolo de esa ambivalencia, de esa pluralidad de registros. El escritor vanguardista encuentra en el café un trasunto de esa “nueva” manera de decir que sobrepasa los registros de lo real, y se impone un mundo nuevo hecho de voces que se solapan en un ambiente denso de interacción. Roberto Arlt, en sus cafetines y boliches; Macedonio Fernández, en sus tertulias con Borges; Luis Vidales, en sus ensoñaciones de ruidos metálicos en el café Windsor, perciben atentos ese llamado de la musa en la euforia de las conversaciones: “the writer”, dice Rosenberg, “is an intermitent figure whose vantage point doesn´t lie outside the system in contemplation of overarching vistas, but exists inside simultaneous overlapping temporalities, whitin the bricolage of superimposing voices”.

El café vanguardista, en este orden de ideas, es un espacio difícil de situar bajo una lógica cartesiana. Entrar a este café es resituarse en un orden diferente al de la sucesión logocéntrica. Público y a la vez privado, según hemos dicho, en él se reproducen los centros y las periferias de la ciudad, con individuos solitarios que maquinan una poesía desconocida y hermética, a la manera de Omar Cáceres, y otros que defienden su magisterio desde las mesas principales, como León de Greiff. Espacio de intersecciones múltiples, el café revela en su esencia, entonces, las características principales de la novela vanguardista, como “Los siete locos” de Roberto Arlt: “In its persistent piercing/crossing of conceptual borders between private and public, subjectivity and culture, national and international politics, center and periphery, spectacle and revolution, the novel suggest that there is actually no privileged arena of political action, and that the field of resonance of this action is always indeterminate”.

La producción que emerge de estos lugares, en consecuencia, no puede ser, ni mucho menos, mimética. Las preguntas por la verosimilitud, por los diferentes tránsitos entre realidad y ficción, fueron claves para varios escritores de la vanguardia en Latinoamérica. Se trata de elucubrar en el café una nueva realidad que revele esas porosidades, como Macedonio, como Borges, como Vidales. El lector, recordemos, es un personaje activo en el Museo de la Novela de la Eterna; a su vez, un personaje de Vidales dice: “hagamos un cuento”; también la rosa inalcanzable de Borges, que luego, en otro poema, se convertirá en el tercer tigre, “que no está en el verso”. Son instancias de esa especie de magia transgresora de la literatura, que nos enseñó Cervantes: “the metafictional inquiry into the rules of verisimilitude that made various kinds of avant-garde literature stand in opposition to mimetic assumptions”.

En suma, alcanzamos a percibir, en estos seis meses, algunos de los alcances de la imbricación del café en los avatares de la vanguardia en Colombia y Latinoamérica. Sin embargo, no hemos descubierto aún sus profundidades críticas y su desarrollo. En seis meses, quizás, tendremos más respuestas (y seguramente más preguntas). Esperamos con ansia ese momento.

39. En busca del campo: los cafés de la vanguardia colombiana. 1997

Requisa en el Café El Gran Delfín

Descubrí, con Julio Ramos, que resultaría imposible analizar la vanguardia en Colombia sin tener en cuenta el legado (en términos de continuidades y rupturas), de los Modernistas, Centenaristas y de los integrantes de la Gruta Simbólica. En otras palabras, la obra de Luis Vidales, León de Greiff, Luis Tejada, etc., resultaría incomprensible sin el reconocimiento de esos otros habitantes del campo literario nacional, y las luchas por la distinción que se gestaron en un ámbito de competencias y autonomías relativas. “Se puede decir que los autores, las escuelas, las revistas, etc., existen en y por las diferencias que los separan”.

La noción de campo, expuesta por Pierre Bourdieu en su libro “Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción”, me hizo pensar entonces en el sistema de competencias y de reglas intrínsecas que, empiezo a vislumbrarlo, caracteriza la gestación de la generación vanguardista en Colombia. La diferencia, por ejemplo, entre Luis Vidales (nuevo) y Luis María Mora (gruta simbólica), no es simplemente la fecha de nacimiento; se trata de una disputa literaria que trasciende la edad (la simple adscripción a algo viejo o nuevo), y que se entiende, más bien, “en función de su posición en el campo, ligada a su capital específico”, que implica que “les interese la conservación, es decir la rutina y la rutinización, o la subversión”. El capital cultural de Mora, vinculado con las escuelas literarias decimonónicas, se confronta con el capital cultural de Vidales, implicado con la subversión vanguardista. A su vez, el mayor capital económico que alcanzó Mora tiene que ver con ese capital cultural, que le permitió entrar a formar parte del establecimiento político conservador de las primeras décadas del siglo XX, a través de labores en organismos del estado como la Biblioteca Nacional o la Escuela Normal Superior. Vidales, en cambio, influido por la revolución rusa y carente de capital económico, en los años 20, quiso obtener un capital cultural que le permitiera “transformar su estructura”. Por eso, las críticas mutuas que se realizaban en sus escritos tenían que ver con esa lucha dentro de un campo de fuerzas que se intentaba perpetuar (Mora) o conquistar por primera vez (Vidales). Dice Bourdieu, a propósito de la configuración de un campo de poder: “es el espacio de las relaciones de fuerza entre los diferentes tipos de capital o, con mayor precisión, entre los agentes que están suficientemente provistos de uno de los diferentes tipos de capital para estar en disposición de dominar el campo correspondiente y cuyas luchas se intensifican todas las veces que se pone en tela de juicio el valor relativo de los diferentes tipos de capital”.

En esta lucha por la distinción, en esta generación de competencias y de polos opuestos, resulta inevitable la disputa entre generaciones pasadas y las nuevas escuelas literarias. Eso fue por lo menos lo que en apariencia hicieron Los Nuevos: deshacerse cuanto antes de “ese lastre”, en palabras de Juan Esteban Constain, “para poder sobrevivir”. Aunque ya sabemos que no tuvo lugar una sustitución directa: esta sería una aproximación simplista. “Lo que hubo en verdad”, señala Constain luego, “fue una especie de acoplamiento entre las dos generaciones”. Así, el campo literario en Colombia señala unas dinámicas complejas que sobrepasan un simple relevo generacional. La disputa va más allá de las dicotomías: vencedores y vencidos, viejos y nuevos, anacrónicos y contemporáneos, y configura un escenario de tensiones y flujos múltiples: “la lucha entre los ostentadores y los pretendientes”, señala Bourdieu, “entre los poseedores del título… y sus aspirantes, como se dice en el boxeo, crea la historia del campo: el envejecimiento de los autores, de las escuelas y de las obras es el resultado de la lucha entre los que marcaron un hito… y que luchan por perdurar… y los que a su vez no pueden marcar ningún hito sin relegar al pasado a aquellos que están interesados en eternizar el estado presente y en detener la historia”.

Es en este momento que el café bogotano de la primera mitad del siglo XX cobra una singular importancia. Los Nuevos, para serlo de verdad, necesitaban un espacio diferenciador. “Si los miembros de la Gruta Simbólica habían tenido La Gran Vía y La Bodega de San Diego para sus gracejos y sus chistes y sus juegos de palabras, si la Generación del Centenario había tenido El Rondinela para sus consignas políticas y sus desvaríos, los Nuevos encontraron en el café de los hermanos Nieto Caballero (Windsor) el espacio perfecto para acabar con el pasado y para renegar de su maligna influencia”. Son los usuarios, de esta manera, los que dotan de sentido a un café. Las sociabilidades discriminan, de acuerdo con la profesión, con el oficio o con las características particulares de los individuos. Así, si por un lado existían los cafés de los ajedrecistas, de los sordomudos, de los aficionados a la hípica; si había cafés de la bolsa, cafés para periodistas, cafés liberales o cafés conservadores; así, digo, también existían cafés diferenciados para las distintas escuelas literarias de la ciudad. El Windsor en los años 20 y 30, El Automático en los años 50, fueron los cafés de los literatos de avanzada; los de otras tendencias acudían a otros cafés: los Piedracielistas al café Victoria, los Centenaristas a La Cigarra. Más adelante Los Nadaístas frecuentarán El Cisne. En los cafés, es claro, se percibe eso que Bourdieu llama la diferencia.

En suma, el café por sí mismo no asegura la vanguardia; son los usuarios los que definen el carácter del espacio que frecuentan. El café, si bien es un lugar propicio para el encuentro y la tertulia y favorece la conservación rutinaria de un viejo discurso, al mismo tiempo, en su espíritu noctámbulo y bohemio, dislocado socialmente, estimula la imaginación y la elucubración de nuevas palabras, de subversiones y transgresiones. Es desde allí que se gesta la disputa: “un campo de luchas dentro del cual los agentes se enfrentan, con medios y fines diferenciados según su posición… contribuyendo de este modo a conservar o a transformar su estructura”.

38. “Universidad verdadera”, “Iglesia pagana”: usos y funciones de los cafés de Bogotá. 1987

 

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La Carrera Séptima en los años 40: conversaciones y cafés

“Transiciones e interferencias” se titula el apartado que leí del Tomo 5 de la Historia de la Vida Privada. Un título que alude a umbrales, a transiciones entre dos espacios que resultan ambiguos, si se quiere, pues aluden a fronteras móviles y evanescentes. En efecto: la delimitación de lo privado, a un lado, y de lo público, al otro, no es ni mucho menos clara. El texto abunda en referencias a esa contaminación, que resulta propia de varios espacios citadinos que emergen con fuerza en el siglo XX. “Influencias cruzadas”, “contaminaciones recíprocas”, “estatuto incierto y equilibrio frágil”, “lugares de encuentro e intercambio”, son algunos de los términos que justifican esa doble faceta. “El barrio o la ciudad”, sentencia el texto, “articulan una compleja transición entre lo público y lo privado”.

El café, claro, es uno de estos espacios de ambigüedad entrañable. “Lugar de transición por excelencia entre el espacio público del trabajo prolongado por los transportes colectivos y el espacio privado de la vida doméstica”. Pienso en León de Greiff y en Luis Vidales, quienes luego de cumplir con su rutina laboral, de 8:00 a.m. a 5:00 p.m., en trabajos numéricos de contaduría y estadística, acudían al café en las primeras horas de la noche, para luego sí llegar a la casa. Una transición necesaria en el espacio de la relajación y del ocio; un divertimento previo a las labores del hogar.

La historia de la vida privada, de esta manera, “es primero la del espacio en que se inscribe”. Así, comprender el café literario bogotano implica descifrar los usos que los contertulios le dieron históricamente. En sus poemas, en sus historias, en el recuerdo, los clientes de los cafés de Bogotá tejieron vínculos con estos espacios que nos ayudan a entender sus distintos significados. Veamos, a continuación, las diferentes asociaciones.

Percibimos, en primer lugar, al café como un sustituto de la casa. Muchos de los contertulios bogotanos se pasaron la mitad de su vida entre sus mesas: charlando, escribiendo, pensando, protegidos siempre de los avatares citadinos. Ante las deficiencias habitacionales de Bogotá en la primera mitad del siglo XX: viviendas que carecían de una sala de recibo apropiada, teniendo en mente la pobreza de estos poetas recién llegados de provincia, bueno es el café para concertar una cita o reunirse con amigos. Como dice Julio Vives Guerra en un poema publicado en 1931, y dedicado al café La Botella de Oro, el café es un refugio que permite soñar.

Este espacio, cálido y placentero para la conversación, también puede entenderse como una de las habitaciones de la casa: la alcoba. El dormitorio, en efecto, lugar de intimidad por excelencia, se compara con el café La Cigarra en un artículo publicado en 1939: “Los arduos problemas de la patria se debaten dentro de una atmósfera tan íntima en La Cigarra, que se podría decir que esta es la alcoba de la república”. En el café, así, se comentaban furtivamente los pormenores de la vida pública de la nación, los cuales se veían como secretos de alcoba pronunciados en “una isla de refugio construida en el océano del tiempo”.

Las asociaciones, a su vez, vinculaban al café con otros espacios públicos de naturaleza ambigua. Los cafés, dice el periodista Leopoldo Vargas, “fueron durante muchos años una especie de iglesia donde nuestros hombres de recientes generaciones cantaron el himno a la existencia…”. Este espacio, entonces, propicio para la conversación y el tinto, se entendía como un lugar de reunión espiritual al que acudían unos “fieles” con el ánimo de profesar y enaltecer un mismo credo. Café-iglesia que también puede ser café-aquellarre, según nos dijo León de Greiff: un lugar de hechicería lírica: sesiones esotéricas en donde se intentaban develar misterios esenciales.

Por otro lado, Fernando Arbeláez, asiduo contertulio del Automático en los años 50, menciona que “el café era para mí una aula mucho más importante que aquellas en las que pretendía estudiar el Derecho Civil o las Leyes Indianas”. Lugar de aprendizaje, entonces, en el café se reunían los alumnos, como Arbeláez en su juventud, y los “verdaderos” maestros, encabezados por León de Greiff. Lugares propicios para el debate y la discusión, para el foro y el concilio, el café fue la “verdadera” universidad de muchos de sus concurrentes. El aprendizaje era cotidiano. Y además gratuito: solo se pagaba el consumo.

Por último, es necesario decir que el café fue la oficina de los individuos que no contaban con este tipo de espacio, de características privadas, para trabajar. Una oficina desde donde emergieron revistas literarias, por ejemplo, como Los Nuevos o Mito, las cuales fueron creadas, editadas y muchas veces escritas en estas tertulias. Los “negocios literarios” tenían al café como referente.

El café, como queda dicho, se mueve a caballo entre dos mundos. Esa es su naturaleza: pluriforme, multifuncional. Y ahí está precisamente su gran encanto. Es alcoba, sin serlo del todo (aunque algunos cafetines eran también prostíbulos); una escuela distinta, una iglesia pagana. Público y privado a la vez, es una suerte de refugio conocido: allí se refugiaban los poetas vanguardistas, como León de Greiff, a pesar de que todo el mundo sabía, vaya contradicción, que ese era su refugio.

37. Otros espacios y otros actores en El impúdico brebaje. Los cafés de Bogotá. 2015

A continuación, algunas reflexiones a propósito del libro “El impúdico brebaje. Los cafés de Bogotá”:

Hablaba, en el texto anterior, acerca de la naturaleza del espacio conocido como café, y me preguntaba por sus peculiaridades en el caso colombiano. Un sitio que no puede entenderse de forma desligada a los espacios de sociabilidad anteriores a él, coloniales y republicanos, de los cuales absorbe una manera particular de encontrarse en sociedad. Así, una idea recurrente en el libro que reseño es la herencia que dejan las chicherías, los piqueteaderos, las tiendas de aguardiente, en los cafés bogotanos de las primeras décadas del siglo XX. “En esos lugares el rasgo distintivo es que se bebía copiosamente, chicha sobre todo, aunque no faltaban los vinos pelones y los rústicos aguardientes locales”.

Algunos autores mencionan que los cafés nacen como la antítesis de las chicherías, en el sentido de proporcionar una alternativa no alcohólica a los hombres del pueblo que empezaban a disfrutar de horas libres. Otros sugieren que el café toma el testigo de los establecimientos prehispánicos, de chicha y aguardiente, pero a la francesa: “A partir de las últimas décadas del siglo XIX, las tiendas-tabernas y bebederos coloniales de chicha y aguardiente cedieron gradualmente su lugar y función urbana a los cafés, extraña especie de origen europeo surgida en Colombia a raíz del auge de la explotación del grano, sumada a la francofilia presente en muchas facetas de la vida y hábitos de la burguesía bogotana”. Otros, por último, mencionan explícitamente que las chicherías y tabernas existentes se pusieron al día convirtiéndose en cafés, a imitación europea.

Sea como fuere, entonces, queda claro que entre las chicherías y los demás establecimientos de origen colonial, por un lado, y los cafés del siglo XX, por otro, hay un vínculo estrecho ¿Se trató de una simple sustitución?, como afirman algunos. ¿O es posible encontrar rastros en el café bogotano de ese legado “americano”? ¿Es posible vislumbrar en estos cafés vanguardistas el legado de sociabilidades anteriores?

El libro, en segundo lugar, abrió el espectro de análisis. Ya sabíamos de Vidales, de Greiff y Tejada, pero desconocíamos la posibilidad de que a esta lista se incorporaran Ricardo Rendón, un caricaturista; Emilia Pardo, periodista y novelista; y también la música que se componía directamente en el café Windsor, como el foxtrot del mismo nombre: “Café Windsor”, en donde su autor, Jerónimo Velasco, “rendía honores… a un lugar en el que normalmente tocaba con su orquesta Unión, en el que empezó además a germinar la semilla del género de la rumba criolla, obra y gracia de dos de sus contertulios, Milciades Garavito y Emilio Sierra” ¿Esa germinación de un género nuevo en el café, de índole criollo como reza su nombre, puede considerarse como una expresión de la vanguardia de Los nuevos, en términos musicales?

De la misma manera, ¿hay algo en las caricaturas de Rendón que pueda considerarse vanguardista? Recordemos que Los Estridentistas incorporaban imágenes y diseños a sus textos ¿Rendón, quizás, ilustró algún libro de poemas de su gran amigo León de Greiff (quien lo llamaba El otro, mi alterego), o de algún otro autor nuevo? ¿Hubo arte Nuevo? Sabemos que décadas después los pintores antiacademicistas colgaban sus obras en el café Automático. Pintores de avanzada en Colombia, como Omar Rayo o Saturnino Ramírez ¿Hubo alguna especie de confluencia multidisciplinar de este tipo en los años 20?

Por otro lado, Emilia Pardo, la periodista que mencioné, frecuentaba los cafés en los años 30 y 40. Una única mujer entre muchos hombres. También, trabajó como periodista en diversos periódicos capitalinos del momento: El Espectador, El Tiempo, etc. A su vez: una única mujer entre muchos hombres. Publicó una novela policiaca titulada “Un muerto en la legación”, y una serie autobiográfica titulada “Memorias de un mal periodista” ¿Qué nos dicen esas fuentes sobre ella, en su calidad de contertulia de café? Conocemos que no militó en escuelas literarias, pero no sabemos de su literatura. El libro nos deja esa gran curiosidad, teniendo en cuenta que se trata de una mujer escritora en esos cafés de machos.

Por último, hablemos de Los Nuevos en el café Windsor. Juan Esteban Constaín dice que Los Nuevos abrieron una ventana al mundo en Colombia, que trajo un nuevo aire que sacudió la oxidada y decrépita vida literaria del país. “Claro: no podría decirse que Los Nuevos fueran la generación revolucionaria que trajo la modernidad al país, cuando al final su lenguaje y sus ejecutorias, en muchos casos, terminaron siendo tan prosopopéyicos y tan solemnes y tan conservadores como los de ese mundo anquilosado que ellos decían combatir al principio”. Un escenario ambiguo, como se ve, en donde las diferencias entre el pasado anticuado y la vanguardia nueva son tantas como sus coincidencias. Es por eso que Constaín dice, al final de su texto, que fue a pedazos como entró el mundo a Bogotá, a través del café Windsor. Una medida de esa vanguardia conservadora, si se quiere, ejemplificada como dije antes por la revista homónima. Las preguntas que me asaltan son: ¿qué entró por esa rendija?, ¿por qué entró eso específicamente?, ¿cómo se reinterpretó eso en el contexto colombiano?, ¿fue el café un crisol por donde se maceró esa entrada? Y, por otro lado, ¿qué no entró, y por qué no lo hizo?

36. Contentious Encounters en los cafés de Bogotá. 1994

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Tertulia en el café Automático

Colombia está ausente del libro “Latin American Vanguards. The Art of Contentious Encounters”. Su autora, Vicky Unruh, se refiere a una gran diversidad de textos literarios latinoamericanos, que van desde Chile hasta Guatemala, pero a ninguno colombiano. La mención que hace, en la introducción de su estudio, justifica, según ella, la exclusión: “Critics have hesitated to characterize either the Colombian journal Los Nuevos (1925) or the group of poets that published it as vanguardists, but León de Greiff (through linguistic and musical experiments) and Luis Vidales wrote vanguardist poetry”.

Colombia, entonces, es un lugar desconocido para muchos críticos literarios de las vanguardias; mi intención es esclarecer ese lugar, con sus miserias y peculiaridades, a través de un eje de lectura. Dice Unruh que, “until recently research on Latin America´s avant-gardes had often focused more on authors and works than on vanguardism as an activity”. Este es un riesgo inminente, especialmente para el caso colombiano, en donde aparte de de Greiff y Vidales solo encontramos unos pocos nombres adicionales: Luis Tejada en los años 20; Gonzalo Arango en los años 50… Nombres y productos individuales que no señalan un movimiento integrado.

Entonces, ¿qué camino tomar? Unruh misma lo sugiere: “Mexico´s estridentistas gradually took over the Europa café in México City. This establishment… was the site of polemics, recitations, and the concoction of group endeavors… In a similar spirit, during the mid-1920s members of Buenos Aires´s Florida group produced the Revista Oral… Staged at the Royal Keller Café, each of the review´s sixteen “issues”… included readings or recitations of poetry, polemics, and literary satires, or even public trials…”. En el caso bogotano, los Nuevos se encontraban en el café Windsor; décadas después se reunirían en el café Automático. Ese es el campo de intersección; el eje de lectura desde el cual abordar la pregunta sobre cómo se construyó (si es que en efecto fue así), el escenario vanguardista en Colombia.

¿Por qué el café?  Este nos da una medida, en primer lugar, del vanguardismo colombiano “as a form of activity rather than an assemblage of canonical authors or works”. Entender la vanguardia desde el café es una manera de mirar los encuentros y desencuentros, las lecturas y debates, las fricciones y amistades que forjaron esos años de bohemia. Fue en el café que estos individuos se pusieron en cuestión: fundando una revista, escribiendo una columna de opinión, un poema, una crónica. Centro de operaciones, el café fue una plataforma privada que puso a estos escritores en contacto con el mundo: “various kinds of involvement or immersion, including confrontational engagement by artistic works or events with readers or spectators; critical or intellectual engagement through their work by artists with their immediate surroundings”.

También, el café encierra uno de los asuntos centrales del devenir vanguardista en América, y es el contacto (que implica cercanía y distancia a la vez) con Europa. “Latin American vanguardism, notwithstanding the interaction with European currents, unfolded within its own cultural contexts and that the life experience with which it openly engaged was often peculiarly its own”. La experiencia transatlántica, recordemos, fue clave para escritores como Oliverio Girondo, quien encontró en los cafés porteños una suerte de “redescubrimiento” de las tertulias con sabor malevo. A su vez, es en las noches de tertulia bogotana que León de Greiff experimenta con la musicalidad y el lenguaje, encontrando en el voseo de los paisas una forma original de enunciación. El café no es un espacio extranjero, ignoto, para los escritores vanguardistas; tampoco es un lugar trasplantado idéntico al de sus orígenes europeos; la experiencia de varios siglos de sociabilidades (en chicherías prehispánicas y coloniales), por ejemplo, deja una impronta indeleble sobre los espacios de sociabilidad bogotanos de los años 20. El café Windsor, el Automático, son una muestra palpable de ese encuentro histórico entre dos realidades, desde las cuales emerge un nuevo arte de avanzada.

El palimpsesto vanguardista encuentra en el café, así, una forma de expresión latinoamericana. En este espacio conviven caricaturistas, músicos, poetas, periodistas, cronistas, en búsqueda de novedad. Espacios propicios para el debate literario: lugares de lecturas compartidas y posturas en disputa. La revista Los Nuevos recoge esa multiplicidad de voces. Excluirla, entonces, como hace Unruh, por no ser lo “suficientemente vanguardista”, supone desconocer las especificidades mismas del contexto literario en Colombia, en donde cohabitan ciertas continuidades y rupturas con el pasado, en un mismo escenario.

La ciudad y los cafés ejemplifican ese campo de batalla, esos “contentious encounters” en palabras de Unruh. Vidales, luego de la publicación de Suenan Timbres, por ejemplo, salía a la calle armado de un bastón a defenderse de los golpes e improperios que los transeúntes le proferían, como destructor de “todo elemento de nobleza” en la poesía colombiana. De la misma manera, en la revista o en otros textos, esas nociones de “avanzada” podían recibir críticas o matices de otros autores, menos “comprometidos”. Mora leía y criticaba los poemas de Vidales, y viceversa. Un escenario fluctuante, en suma, que se va cercando de acuerdo con las especificidades mismas del contexto colombiano de los años 20.