Borges en una tertulia en el café Tortoni de Buenos Aires
En el texto “Fervor de Buenos Aires”, de Jorge Luis Borges, percibí la recurrencia del poeta a la hora de referirse a situaciones de tránsito, de cambio, pasajes de un estado a otro, y en esta medida la descripción de umbrales, momentos de paso en donde ocurre alguna revelación que torna un suceso cotidiano en un acontecimiento maravilloso, iluminado por las palabras.
Empecemos mencionando que varios de los títulos del volumen ya hacen una referencia explícita a esa especie de momento liminar: “Calle desconocida”, “Barrio recuperado”, “Final de año”, “La vuelta”, “Afterglow”, “Amanecer”, “Ausencia”, “Atardeceres”, “Campos atardecidos”, “Despedida”, “Líneas que pude haber escrito y perdido hacia 1922”. Por un lado, se percibe la confrontación entre un espacio que se creía perdido: “Buenos Aires”, y la “recuperación” de sus calles, plazas, casas y arrabales. Así, por ejemplo, en el poema titulado “Arrabal”:
…y sentí Buenos Aires.
Esta ciudad que yo creí mi pasado
Es mi porvenir, mi presente;
Los años que he vivido en Europa son ilusorios,
yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires.
Hay una intención, como se observa, de contraponer a Europa con Latinoamérica (Buenos Aires en este caso), fijando los pies en la expresión local del poema. Otros escritores, como Mario y Oswald de Andrade, en Brasil, y Nicolás Guillén y Emilio Ballagas, en Cuba, también expresaban esa especie de tensión transcontinental en sus obras. La reivindicación de una literatura vanguardista local, de espíritu mestizo, que reivindica lo propio en confrontación con aquello que le resulta ajeno, es una intención evidente en los textos de estos vanguardistas latinoamericanos. En el caso de Borges hay un fervor explícito por su ciudad natal (que se nutre además de la contraposición entre el campo y Buenos Aires) y los símbolos urbanos que la caracterizan: una carnicería, el arrabal, el puerto, el cementerio, los barrios, la casa de la infancia…
Además de esa búsqueda en el espacio porteño, a Borges lo entretienen también los amaneceres y atardeceres, el tiempo, y las luces ambiguas en el tránsito de la oscuridad a la luz y viceversa. Esas zonas invisibles de cambio son motivos que llevan al poeta a confrontar su propio devenir en espacios de amor y soledad, conciencia e inconciencia, ayer y ahora, campo y ciudad, etc. Quizás, una de las imágenes más fuertes en este juego de las dicotomías es la que contrapone a las palabras con la realidad. A Borges lo maravilla la naturaleza ambigua de la realidad: “Yo soy el único espectador de esta calle;/ si dejara de verla se moriría”, así como la fuerza re-creativa del lenguaje. En esos pasadizos momentáneos, en esos lugares de tránsito y de cambio, las palabras logran recrear una realidad que no es mera imitación de lo real, sino que cobra vida solo en el lenguaje.
“El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma.. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura”. Estas frases de Borges, insertas en el prólogo del libro, dejan claro el juego metafísico que se va a experimentar luego en los poemas: la realidad, por un lado, las palabras, por el otro, y el hecho estético que nace y muere como un atardecer. Así, la rosa real que pesa, la rosa de los símbolos, y una tercera rosa mágica, momentánea, inalcanzable:
La rosa,
la inmarcesible rosa que no canto,
la que es peso y fragancia,…
la joven flor platónica,
la ardiente y ciega rosa que no canto,
la rosa inalcanzable.