Milonga en cafetín. Graciela Godoy
Oliverio Girondo, entre 1920 y 1922, visita varias ciudades a ambos lados del Atlántico: por un lado Buenos Aires y Río de Janeiro, y por otro Brest, París, Dakar, Venecia, Sevilla, entre otras. Un itinerario urbano que se inscribe nítidamente en su libro Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, pues los poemas, aparte de llevar anotada la fecha y la ciudad de la escritura, se inspiran claramente en los barrios, las calles y los habitantes de la urbe, con títulos como “Croquis sevillano”, “Apunte callejero”, “Río de Janeiro”, “Pedestre”, “Plaza”. Así, en el libro abundan imágenes de calles, edificios, veredas, paredes, faroles, transeúntes, quioscos, esquinas y tranvías; atributos que se contraponen, como hemos visto en el caso de otros vanguardistas latinoamericanos, a las imágenes de selvas y campos que, por lo menos en términos literarios, parecen ya clausuradas en un pasado romántico y costumbrista: “¡Silencio!”, dice Girondo, “-grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Cantar de las canillas mal cerradas! – único grillo que le conviene a la ciudad-”.
Esta experiencia del viaje trasatlántico, a su vez, le permite a Girondo nutrirse con las similitudes y las diferencias entre los dos mundos. Y lo hace teniendo en cuenta un mismo punto de mira urbano. El poeta, en efecto, encuentra a ambos lados del océano un mismo espacio de inspiración: el café. Pero no se trata, como veremos, de sociabilidades idénticas. Son distintos los modos de encontrarse en la ciudad. Me refiero, puntualmente, a dos poemas que se inspiran en este espacio: el que lleva por título “Café-concierto”, fechado en Brest en agosto de 1920, y el que se titula “Milonga”, fechado en la ciudad de Buenos Aires en octubre de 1921.
En el primero, francés, se respira un ambiente de bohemia, en donde la voz poética da cuenta de los llamados artistas y del espectáculo que ofrecen, por un lado, y del público que observa el performance, por otro. Un público que se segmenta de acuerdo con las profesiones o nacionalidades: “Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un “maquereau” tiene en el dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica niebla con sus pupilas y su pipa”. Y, entre esos dos mundos, entre el público y el espectáculo privado, dos umbrales que los conectan: por un lado el telón, que “al cerrarse, simula un telón entreabierto”, y por otro la mesera, que le lleva a la voz poética, “en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos… unos senos que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste”.
En el poema porteño, por otro lado, es clara la influencia trascontinental, incluyendo licores, palabras y clientes heredados de Francia: “Sobre las mesas, botellas decapitadas de “champagne” con corbatas blancas de payaso, baldes de niquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de “cocottes””. Y de inmediato ingresa el tango, la “milonga” con su carácter local, y le imprime al poema (y al café) una fuerza musical que se encauza a través de movimientos del cuerpo transfigurados por el honor en el arrabal porteño: “El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso… Machos que se quiebran en un corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros, la jeta hinchada de palabras soeces. Hembras con las ancas nerviosas, un poquitito de espuma en las axilas, y los ojos demasiado aceitados”. Es un café de Buenos Aires: recibe el influjo trasatlántico en términos de bohemia, clientes, licores, pero lo trasmuta en un despliegue musical y de exhibiciones corporales al que le canta Gardel en sus tangos y milongas. Es, en conclusión, un café americano (es una vanguardia americana). El café, en este orden de ideas, es una expresión de la vanguardia local, que se aleja y se siente heredera simultáneamente de Europa. Bien lo dice Girondo en el prólogo del libro: “en nuestra calidad de latinoamericanos, poseemos el mejor estómago del mundo, un estómago ecléctico, libérrimo, capaz de digerir, y de digerir bien, tanto unos arenques septentrionales o un kouskous oriental, como una becasina cocinada en la llama o uno de esos chorizos épicos de Castilla”.