Algo extraordinario me sucedió mientras leía Residencia en la tierra. Avanzaba por el poema que lleva por título “Enfermedades en mi casa”, y leí:
El mar se ha puesto a golpear por años una pata de pájaro,
y la sal golpea y la espuma devora,
las raíces de un árbol sujetan una mano de niña,
las raíces de un árbol más grande que una mano de niña,
más grande que una mano del cielo,
y todo el año trabajan, cada día de luna
sube sangre de niña hacia las hojas manchadas por la luna,
y hay un planeta de terribles dientes
envenenando el agua en que caen los niños,
cuando es de noche, y no hay sino la muerte,
solamente la muerte, y nada más que el llanto.
En la mitad de esta estrofa un recuerdo me asaltó: la mano de un niño muerto. Tenía yo 7 u 8 años cuando salí, una mañana soleada, a tomar el bus que me llevaba al colegio. Al frente de mi casa materna se encontraba (aún se encuentra) una de las vías más importantes y transitadas de Bogotá: la Autopista del Norte. Mi mamá, quien me acompañaba al paradero, vio un tumulto en el sardinel de la avenida: un corrillo de personas que observaban algo con cara de consternación. Así, mientras nos acercábamos, fue apareciendo ante mis ojos una mano infantil inerte, que reposaba sobre un pasto sucio, salpicado de barro. Mi mamá le preguntó a alguien; se trataba de un niño que había sido atropellado hacía muy poco, le dijeron. Estaba muerto. Yo quería ver el rostro y la mueca postrera, pero mi mamá me sacó de allí e hizo que tomara el bus. En el recuerdo de los meses infantiles que siguieron al evento, solo quedó esa mano en mi memoria: una mano blanca con algunas manchas rojas.
Tres décadas después el recuerdo revivió. Como en una terapia psicológica, sobrevino un recuerdo lejano del pasado: un momento que reposaba oculto en un lugar olvidado de mi mente. Sentí estupor: dibuje en mi cerebro la imagen nítida de la mano muerta. Reviví esos breves minutos en donde por primera vez en mi vida tuve contacto con la muerte. Conversé con mi esposa y corroboré que se trataba de un recuerdo olvidado: ella no sabía de qué le hablaba. Nos conocemos hace casi 20 años, y no tenía idea.
Neruda, caí en cuenta, a través de un lenguaje onírico, de imágenes surreales que hablan de un tiempo anterior, primigenio, hecho de mares y árboles terribles, de tiempos que persisten en un espacio añejo en la memoria; Neruda, digo, había esclarecido para mí un lugar olvidado de mi infancia. De la mano del poeta chileno entraba en un lugar de catarsis personal, de depuración y remembranza. Estaba asistiendo a mi propia terapia psicológica, y Neruda era mi terapeuta. No es casualidad, en este orden de ideas, que el surrealismo y el psicoanálisis estén emparentados: ese lenguaje de Neruda, pleno de imágenes ligadas al recuerdo, como en el sueño de un pasado remoto, poblado de una naturaleza agreste, hurgaba en mi memoria y llevaba a la conciencia una imagen por tanto tiempo desvanecida.
Neruda leyó a Freud. Neruda se nutrió de los “ismos” tanto como del psicoanálisis. Neruda, Freud, Breton, Jung, etc., estamos en un momento histórico en donde estos “ismos” se retroalimentan, distanciándose e influyéndose a la vez. Neruda, en su “Oda a Federico García Lorca”, hace una enumeración en donde caben varios vanguardistas latinoamericanos, incluyendo a María Luisa Bombal y Oliverio Girondo, quienes hacen parte de mi lista de lecturas. Se trataba, en suma, de lecturas compartidas, de escritores que se leían y se comentaban, se incorporaban y se citaban:
llega un día de viento con un niño,
llego yo con Oliverio, Norah,
Vicente Aleixandre, Delia,
Maruca Malva, Marina, Maria Luisa y Larco…
Fotogramas de Un perro Andaluz, película surrealista de 1929