Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo el día de su boda en Las Flores, provincia de Buenos Aires (1940). Arriba, a la derecha, Jorge Luis Borges
Viaje olvidado, libro de relatos cortos de la escritora argentina Silvina Ocampo, se acerca y se aleja simultáneamente a los textos que he reseñado de otros vanguardistas latinoamericanos. Existen similitudes y diferencias evidentes.
Por un lado, en cuanto a los puntos en común, la autora recrea en varias de sus historias la tensión entre campo y ciudad a la que nos hemos referido en otras oportunidades. Pero en esta oportunidad, a diferencia de la predominancia urbana de los vanguardistas hombres, la autora sitúa sus historias en casas de campo, haciendas, que se contraponen en este caso a la ciudad de Buenos Aires. Ocampo se refiere en sus relatos a escenarios en donde la naturaleza predomina, con alusiones a ríos, arroyos y árboles, que alimentan escenas surrealistas y bucólicas, con un tono nostálgico e íntimo.
Contraposición que se evidencia también en la experiencia del viaje trasatlántico, con América de un lado y Europa del otro (incluso Asia, y el itinerario de Neruda en Residencia en la Tierra), que sugiere un nuevo espectro de tensiones de mayor alcance al de ciudad/campo, pues refleja la dinámica vanguardista que se gesta en Europa y que nutre a estos autores en sus viajes al viejo continente, pero que de vuelta en América se re-crea a partir del contacto con el color local. Girondo y su café concierto francés que se redefine con la milonga porteña; Borges y el canto al sur, luego de llegar del norte; Silvina Ocampo y su alusión a barcos que naufragan en el viaje y la contraposición de personajes a ambos lados del mar. La experiencia de idas y venidas a través del Atlántico, en conclusión, deja una huella indeleble en la literatura vanguardista americana.
A su vez, Ocampo alude constantemente en su texto a cambios de estado, personajes que atraviesan umbrales: pasadizos en donde se advierte el final de un pensamiento y se atisba una nueva creencia, o en donde ocurre un desencanto que desemboca en una especie de modificación de la conducta. No en vano en el texto abundan escenas de muerte, celos y traición; se retrata la experiencia de personajes derrotados, o de niños que pierden el encantamiento infantil y se acercan a un nuevo estado luego del desengaño. Los textos, entre el ensueño y la realidad, parecen pesadillas de alguien que está a punto de despertar. Un nuevo comienzo, una zona gris, de tránsito, que recuerda los atardeceres y amaneceres de Borges, el itinerario de Macunaíma y la propuesta fundacional “antropofágica” de Oswald de Andrade.
Por otro lado, en cuanto a las diferencias, es evidente que Ocampo apela a tópicos que la alejan de los vanguardistas hombres, que he señalado, y la acercan a María Luisa Bombal, por ejemplo. Hay en algunos de sus relatos una crítica abierta a los roles tradicionales de las mujeres de la época. Mujeres que se pasan la vida tejiendo, dedicadas al cuidado del hogar y a la crianza de los hijos. Mujeres que desean algo distinto a esa vida etiquetada: “Detestaba los chicos. Había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos… La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio”.
Ese mundo femenino de la conversación y el tejido, de la pasividad y el té, le sirve a Ocampo para adentrarse también en el espectro de lo doméstico. La autora recrea lo que ocurre de puertas para adentro, en escenarios íntimos, y rara vez evoluciona hacia la calle o los espacios públicos, como he señalado en el caso de otros vanguardistas. Es en esas casas de campo en donde conviven patrones y subordinados: jardineros, planchadoras, sirvientas, o incluso seres desposeídos como huérfanos y tísicos, que resultan los protagonistas de estos relatos. Así, además de la crítica a la inequidad de género, en el relato también se advierte una especie de conciencia social (las revoluciones socialistas palpitan detrás), dándole voz a los que en otros textos vanguardistas no han tenido voz (hasta ahora). Sirva de ejemplo el relato que lleva por título “Las dos casas de Olivos”, en donde trastocan sus papeles la niña de la casa rica y la niña de la casa pobre. Al final:
Había mucho canto de pájaros y de arroyos a la mañana siguiente cuando subidas las dos chicas sobre el caballo blanco llegaron al cielo. No había casas ni grandes ni pequeñas, ni de lata ni de ladrillos; el cielo era un gran cuarto azul sembrado de frambuesas y de otras frutas. Las dos chicas se internaron adentro y más adentro del cielo, hasta que no se las alcanzó a ver más.