Poster de Cafetín de Buenos Aires, tango de Enrique Santos Discépolo
Me he referido, anteriormente, a los cafés de la ciudad de Buenos Aires, representados en los textos de Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo y Macedonio Fernández, que he leído semanas atrás. Pues bien, Roberto Arlt no es la excepción. Sus novelas Los siete locos y Los lanzallamas incorporan referencias explícitas al café como un espacio de relajamientos masculinos. Allí los hombres se detienen, sociabilizan, antes de volver a la calle.
Una diferencia, sim embargo, distancia los cafés de Arlt de aquellos otros que mencioné. En Arlt son cafetines: espacios del arrabal que sirven de refugio a delincuentes y a otros forajidos; para los demás son confiterías o cafés literarios, bohemios, en donde no se incorpora ese plano delictivo. Los personajes de Arlt, en efecto, discurren por los bajo fondos porteños, en donde el café sustenta una escenografía que incluye el “conventillo”, o casa de vecindad, en donde las personas o familias arriendan habitaciones sucias y miserables; también el cabaret y el prostíbulo, delineando los suburbios pobres de una ciudad sórdida en los años 1929 y 1930.
La ciudad es un tema fundamental para los vanguardistas latinoamericanos. Lo hemos dicho varias veces ya. Pero lo que nos demuestra Arlt es que hay muchas ciudades dentro de una misma urbe. Una es la que se representa en Fervor de Buenos Aires; otra la de Viaje Olvidado; y otra la de Los Siete Locos y Los Lanzallamas. Esta última es la ciudad de los pobres y los desgraciados; de los proxenetas y las prostitutas. El crecimiento exponencial de Buenos Aires a principios del siglo XX genera nuevos espacios para la clase alta, como el club y la confitería, pero también nuevos espacios para los estratos populares. En este sentido, palpita en la novela de Arlt una conciencia revolucionaria, proletaria, vinculada con la primera guerra mundial y con la revolución Soviética. El grupo de personajes de la novela, que lidera El Astrólogo, busca un cambio social a través de las armas, y hay una conciencia “roja” en esta supuesta insurrección, que al final esconde un simple robo.
El cafetín es un emblema de esa “otra” ciudad, desigual e injusta. El narrador de la novela lo define como una “caverna” en donde se refugian desdichados y marginales; es, en suma, el lugar de la clandestinidad. En esta medida, no es casualidad que Erdosain, el protagonista del relato, reciba en uno de estos cafetines la inspiración necesaria para poder llevar a cabo su treta. Sentado en un café, rumiando su tristeza y su dolor, es testigo del suicidio de un individuo en una mesa vecina. Más tarde se enterará de que el suicida llevó a cabo, horas antes, un feminicidio, un crimen pasional. Así, el recuerdo de este incidente lo conduce hacia su propio final, con el asesinato de la Bizca en el conventillo que habita, y su posterior suicidio en el tren.
Alrededor del crimen pasional se teje entonces el itinerario mismo de la narración. Y es en el cafetín en donde Erdosain se inspira; éste, el lugar de la creación, de la iluminación, se convierte también en emblema de la destrucción:
“En aquel cubo sombrío, de techo cruzado por enormes vigas”, dice Erdosain, “y que la cocina de la fonda inundaba de neblinas de menestra, una “merza” de ladrones, sujetos de frentes sombreadas por las viseras de las gorras… Cuántas veces, arrinconado en esa fonda me la imaginé a Elsa fugitiva con otro hombre. Y yo caía siempre más bajo, y ese antro no era nada más que el anticipo de lo peor que había de ocurrirme más adelante. Y muchas veces, mirando a esos miserables, me decía: ¿No llegaré a ser como uno de estos? Ah, yo no sé cómo, pero siempre he tenido el presentimiento de lo que más adelante ocurriría”.