La conversación, luego de varias cervezas, ha cambiado de rumbo muchas veces. Sin embargo, lo fundamental sigue estando ahí: los amigos. Café bogotano de los años 40.
Me interesa estudiar encuentros, intercambios, interacciones, reuniones sociales. La sociabilidad es uno de los ejes teóricos. Y la sociabilidad, más que temas para la conversación, exige individuos, alteridades. “Ni el hambre o el amor”, dice Georg Simmel, “ni el trabajo o la religiosidad, ni la técnica o los resultados de la inteligencia significan ya por su sentido inmediato una socialización; más bien solo la van formando al articular la yuxtaposición de individuos aislados en determinadas formas del ser con los otros y para los otros, que pertenecen al concepto general del efecto recíproco de la interacción”. Los poetas y escritores vanguardistas, de esta manera, fueron los que hicieron posible, en los años 20, la existencia de ciertos cafés como espacios concretos en donde se subvirtió el orden literario en Colombia. Individuos que interactuaban entre ellos, entre “iguales” (forma pura de sociabilidad, según Simmel), aunque también sociabilizaban con los trabajadores del café: meseros y meseras, coperas, lustrabotas, etc., con los dueños de estos espacios, y en ocasiones también con los representantes de la ley. De estos intercambios se va configurando un perfil de los cafés de Bogotá y de sus clientes “vanguardistas”.
Simmel se refiere, en su texto “La sociabilidad (ejemplo de sociología pura o formal)”, a diferentes instancias en donde tiene lugar la sociabilidad. La conversación, el juego y la coquetería son algunas de ellas. Con respecto a la conversación, es importante señalar que el café, además de ser el lugar ideal para ver y ser visto (Arlt), es también, sobretodo en el caso del café literario, un espacio propicio para oír y ser escuchado. Es en esa alteridad esencial de la palabra que se construyen las conversaciones de café, las cuales se ajustaban sobre esa libertad esencial que supone el acto vanguardista. Sin trabas ni límites, el acto recreativo de encontrarse y conversar favorece el curso de la imaginación y la rebeldía: “estas formas de interacción de la conversación, que en otro contexto estarían al servicio de incontables contenidos y fines de las relaciones humanas, tienen aquí su significado en sí mismo, es decir en el atractivo del juego de las relaciones que se crean entre los individuos, que se vinculan y separan, que vencen y pierden, que dan y reciben; así, el doble sentido de “entretenerse conversando” tiene aquí su pleno derecho”.
En los cafés de Bogotá de los años 20, por otro lado, los contertulios jugaban billar, cartas, dados. Juegos en donde se proyectaban los diferentes atributos de una “sociabilidad vanguardista”. La pertenencia, por ejemplo, a una tertulia literaria y el distanciamiento de otras agrupaciones líricas (Gruta Simbólica vs Los Nuevos); la coloración partidista que se forma luego de la Revolución Rusa (Los Nuevos: liberales o comunistas vs Los Centenaristas: conservadores); las prohibiciones estatales y los edictos gubernamentales que impactaron los cafés, teniendo en mente los escándalos y borracheras de jóvenes escritores de avanzada (higiene física, higiene social); la invasión de lo público sobre lo privado, que comprobamos en los cuentos de García Márquez; la supuesta igualdad entre los hombres; se trata, en fin, de atributos que aparecen evidentes en el enfrentamiento directo del azar. “Todas las formas de interacción y socialización entre las personas”, dice Simmel, “como el querer superar al otro, el trueque, la formación de partidos, y el querer ganar, la oportunidad del encuentro y de la separación causales, la alternancia entre oposición y cooperación, el engaño y la revancha, todo esto… tiene en el juego una vida que se sostiene únicamente por el atractivo de estas funciones mismas”.
En Argentina y Chile, recordemos, las mujeres hicieron parte de grupos literarios de avanzada. Silvina Ocampo, por ejemplo, y sus historias que cuestionaban el orden patriarcal, con relatos que configuraban una crítica a las “labores femeninas” vinculadas con el hogar y la crianza de los hijos. Mujeres de avanzada en el cono sur, entonces, que se ubican en el extremo opuesto al caso colombiano y la ausencia de mujeres vanguardistas. En efecto, no hubo “nuevas” escritoras en los años 20. Ninguna mujer escribió en esta revista homónima. Así, el contacto que mantuvieron estos hombres con mujeres, en los cafés, se redujo en gran parte a las meseras o coperas. Trabajadoras que, en búsqueda de propinas o de un ascenso social, flirteaban en ocasiones con los hombres de manera discreta o indiscreta. Y los poetas, a su vez, podían poner en escena sus atributos galantes. La crítica de Ocampo al rol social de la mujer, entonces, en este caso se confirma con la objetivación femenina a partir de la belleza y el amor. Las mujeres no piensan, según esta imagen, no existe con ellas una interacción de índole intelectual; la copera únicamente sirve al hombre, llegando en ocasiones al escenario amoroso. Y la coquetería funciona como vínculo en donde se configura esta mirada reduccionista sobre lo femenino (y de paso sobre lo masculino), en donde “el hombre propone y la mujer dispone”. Dice Simmel, justificando este lugar común sexista: “la cuestión erótica entre los sexos gira en torno al aceptar y rechazar… y en este aspecto es el carácter de la coquetería femenina el que contrapone una insinuada aceptación y un insinuado rechazo, que atrae al hombre sin llegar al punto de una decisión, que lo rechaza sin quitarle todas las esperanzas. La coqueta extrema su atractivo al máximo poniendo al hombre su aceptación muy cerca sin tomar finalmente la cosa en serio; su comportamiento oscila entre el sí y el no sin parar ni en uno ni en el otro”.