23. “Puse en el sur mi corazón”. 1945

 

“…por los bellos países donde el verde es de todos los colores,

los vientos que cantaron por los países de Colombia”

Después de escribir el texto anterior, en donde me referí a La escuela del sur (1935), del pintor uruguayo Joaquín Torres García, comencé con la lectura del libro que lleva por título Morada al sur (1945), del poeta colombiano Aurelio Arturo. No fue esta una acción deliberada. No fue algo que planee de antemano. Simplemente seguí con uno de los libros que tenía sobre mi escritorio. Sin embargo,  esta fue sin lugar a dudas una elección afortunada, dictada por el azar. Enseguida explico por qué.

Hablaba, en la reflexión anterior, sobre ese espíritu de localización de los vanguardistas latinoamericanos, ejemplificado en el mapa al revés de Torres García. Pues bien, en Colombia, Aurelio Arturo también busca su norte, su “inspiración”, en el sur del país: el sur de su infancia en la hacienda de sus padres en La Unión, Nariño. El título del texto responde a esa búsqueda: la morada al sur es la expresión cartográfica, física, de esa memoria austral: el lugar en donde habita “una mágica tersura que rodea la belleza de ese paisaje con un aura de fascinación cordial, de cercanía fragante”, en palabras de Rafael Gutiérrez Girardot. Así, por ejemplo, los títulos de varios poemas: La ciudad de Almaguer, Clima, Qué noche de hojas suaves, Sol; y así también algunos versos en donde los puntos cardinales, la topografía, la hidrografía, la orografía, los planetas, etc., son signos en el recuerdo exaltado de esas sensaciones (sonidos, olores, colores) que el poeta extrae de un lugar de su memoria: “los vientos que cantaron por los países de Colombia”; “torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida”; “Este verde poema, hoja por hoja,/ lo mece un viento fértil, suroeste”; “un esbelto viento que amó del sur hierbas y cielos”; “mirarás un país turbio entre mis ojos”; “si yo cantara mi país un día,/ mi amigo el sol vendría a ayudarme”; “trabajar era bueno en el sur… Trabajar… Ese río me baña el corazón”.

No es esta, sin embargo, una exaltación telúrica de la geografía americana en donde se destaque, desde afuera, el exotismo de la naturaleza virgen, al mejor estilo de María o de La Vorágine. El recuerdo del escenario natural y físico pervive en el poeta. Una memoria que se recrea, verso a verso, en la sangre, en el rostro, en los ojos, en el corazón, en la carne de quien escribe… en sus palabras, en sus canciones… en el poema. La historia de estos textos, dice Gutiérrez Giradot, “es denominación, no dominio de la Naturaleza y comunidad de las generaciones, de los vivos y los muertos que sobreviven en el canto y para el canto”.

Así, hay una mirada idílica sobre ese pasado infantil en la casa grande, que se identifica y perpetúa como un paraíso que sirve de medida para conjeturar los acontecimientos del presente: “Un largo, oscuro salón, tal vez la infancia./ Leíamos los tres y escuchábamos el rumor de la vida,/ en la noche tibia, destrenzada…”.  Versos que me recuerdan a César Vallejo, quien también reflexiona alrededor de su hogar campesino, de su madre y sus hermanos, en varios poemas de Trilce: “Aguedita, Nativa, Miguel,/ Llamo, busco al tanteo en la oscuridad./No me vayan a haber dejado solo,/ Y el único recluso sea yo”. Vallejo, con tristeza y resignación, y apelando a un lenguaje mucho más estridente y vanguardista, suscita el recuerdo de ese paraíso que Arturo, con una tersa melancolía, asocia con la inocencia de la naturaleza. En efecto: el poderío poético de Arturo no pasa por haber sido parte de las “guerrillas literarias”, como alguna vez él mismo llamó a los movimientos vanguardistas, ni por haber practicado algún “ismo” en particular, ni por sus grandes experimentaciones líricas; su gran talento radicó a la hora de nombrar el viento, las hojas, los ríos, las maderas del sur, como “fenómenos que, como la infancia, están fuera de la historia terrena y tienen, en esa identidad, una forma de estar en la historia: la de ser un comienzo, un principio” (Gutiérrez Girardot). Arturo, efectivamente, le da vida a un mundo nuevo en sus canciones; bautiza un escenario en su recuerdo, dándole luz, como él mismo dice: “una gran luz de sol y maravilla”.

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