Los Nuevos: contertulios del café Windsor
La lectura del “Libro de Crónicas”, de Luis Tejada, fue verdaderamente sorprendente. Este es uno de los libros que más he disfrutado en estos meses de lecturas. Sorpresa me causó, debo decirlo, el gran talento literario de un escritor que antes era desconocido para mí; sorprendido también quedé por la gran diferencia que existe entre los textos de La Gruta Simbólica, que acabo de reseñar, y la pluma de Tejada, que va en contravía de ese tradicionalismo lírico que promovía La Gruta. En efecto, Tejada poetiza aquello que antes era visto como alejado de la belleza y las formas líricas tradicionales; en contra de los edictos gubernamentales, que promovían la higiene y el trabajo, Tejada hace, por ejemplo, un elogio crítico del mugre y la pereza, del canibalismo y la indigencia, es decir, un elogio de los antivalores sociales. Como Macunaíma, el (anti)héroe, las crónicas de Tejada revisan esa otra cara de la moneda, paseándose por entre lo prosaico o lo desprestigiado, lo políticamente incorrecto, con el fin de voltear la torta y elogiar lo inmundo, lo incorrecto, lo inelogiable.
En la crónica que se titula “Los Versos”, por ejemplo, es claro el distanciamiento que procura Tejada, en términos poéticos, con aquellas agrupaciones anteriores, de “veladas literarias en que se dicen epopeyas atroces”. “¡Dios me guarde de los versos perfectos!”, dice Tejada, trazando una línea distintiva entre su grupo, el de los Nuevos, con la métrica tradicional de La Gruta y del Modernismo de viejo cuño. Tejada hace un llamado a nuevos temas, a nuevas formas de enunciación poética: “amo esa belleza enfermiza que es una reacción contra la Venus, láctea, inespiritual y horriblemente perfecta”. No es casualidad, en este orden de ideas, que abunden en sus crónicas esos nuevos aparatos tecnológicos que empiezan a poblar las calles bogotanas. El autor poetiza los tranvías, las fotografías, el cine, surcando unas honduras filosóficas que devienen en imágenes de un lirismo magnífico. Y de la mano de esta suerte de “futurismo”, también hay un reconocimiento constante a la Revolución Bolchevique, y a la manera de Maples Arce, un canto al obrero, al indigente, al pobre, y a Lenin, como no, el artífice de ese cambio de perspectiva. “Proclamemos la necesidad”, dice Tejada, “de que los poetas, los poetas de verdad, no tengan oído ni posean el instinto de la musicalidad fastidiosa de las palabras y las estrofas”, y así, en lugar de escribir sobre una Venus se mire al vagabundo pobre de las calles bogotanas.
A Luis Vidales y León de Greiff, de esta manera, se les suma Luis Tejada como una voz de la Vanguardia en Colombia. El diagnóstico de Tejada es claro: “Los hombres cuando tienen numerosos pensamientos inéditos, necesitan, para expresarlos, combinaciones inéditas de palabras, que naturalmente no están catalogadas en los textos ni estereotipadas en el lenguaje tradicional”. En sintonía con Altazor, y la exploración de todas las posibilidades lingüísticas (la golondrina, la golonchina, la goloncina…), se trata, según Tejada, “de una lengua nueva, rejuvenecida, purificada, de que se han eliminado totalmente la ortografía clásica y la gramática”. Así, la escritura adquiere un fin recreativo y el cronista, en este caso, se regodea con las palabras, destacando combinaciones graciosas a partir de ese referente lúdico, tal y como lo hicieran Mario de Andrade y Oliverio Girondo, por citar solo dos casos.
Sin embargo, esta reflexión sobre el contexto literario colombiano, hecha hace un siglo, no es muy halagüeña. El autor hace un registro preciso de la precariedad literaria del país en relación con el conjunto latinoamericano. Atento a las inclinaciones mayoritarias de los literatos nacionales (en donde los Nuevos eran una clara excepción), el diagnóstico de Tejada es de una lucidez tremenda: “nuestra juventud siente una enfermiza afición a la gramática; aquí, con algunas honrosas excepciones, todo el mundo escribe o trata de escribir correctamente, ciñéndose en lo posible a las reglas clásicas. Y es por incapacidad mental, por falta de inquietud espiritual, porque no sabemos ejercer con plenitud la libertad de pensamiento. Por eso nuestra literatura es la más retrasada, la menos inquieta, vigorosa y fecunda del Continente”.
Tejada, entonces, además de “cronista poético”, es un crítico literario muy afilado. Atento a la cotidianidad, alerta frente a las sutilezas de la realidad, el escritor puede encontrar en los asuntos más mundanos y vulgares un valor poético y crítico, tomando distancia así del español enfermizamente castizo de los integrantes de La Gruta. El sombrero, por ejemplo, es para Tejada un referente del espacio privado, de la intimidad personal, que sirve de puente hacia la vida pública: “el sombrero es como una alta torre de señales, entre el mar borrascoso de la vía pública”. O, también, las conversaciones profundas son vistas por el cronista como parte de un mundo surreal, un mundo fantástico, un sueño intenso: “los que conversan, como los que aman o beben, pierden poco a poco la noción de la realidad inmediata, se desconectan del mundo externo y habitual para penetrar en un mundo fantástico donde creen estar solos y donde caminan y accionan idealmente como en un sueño de éter”.
Hay un gesto provocador constante, en suma, en los textos de Luis Tejada. En busca de lo nuevo, el autor va en contravía de los edictos gubernamentales, del deber ser, de los viejos poetas tradicionalistas. Aún ahora, con la lectura de estas crónicas, se remueve el lector de su silla, hay un zarandeo que busca erosionar viejos conceptos y el despertar de una belleza inédita.