Fachada de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, de la cual Antonio Bonet Correa es presidente
Antonio Bonet Correa publica en el año 2012 el libro “Los Cafés históricos”, en donde hace una suerte de recapitulación cronológica de los cafés literarios más importantes de España y de otros países del hemisferio occidental. El libro cuenta con un voluminoso banco bibliográfico sobre el tema en cuestión, así como con una extensa obra pictórica alusiva a estos espacios de sociabilidad. Valga decir que, de un total de 338 páginas, 2 las dedica el autor a los cafés de Norteamérica y 10 a los de Latinoamérica. Cifras que, más allá de una proporción desfasada, aluden a un escenario neocolonialista en donde América es siempre un pálido reflejo de la luz europea.
“Que los cafés latinoamericanos conocieran un momento estelar a mediados del siglo XX se debió a los conflictos bélicos que sufrió Europa a causa de los regímenes totalitarios”. Con estas palabras comienza Bonet Correa su disertación. Palabras que sugieren que, en Latinoamérica, los cafés florecieron únicamente por las inmigraciones europeas causadas por la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Intelectuales y artistas europeos que dotaron de sentido, con su exilio, a los espacios de sociabilidad “subdesarrollados” del nuevo mundo. Así, de acuerdo con el autor, el esplendor americano solamente se realiza por vía europea; los cafés de Latinoamérica cobran vida por Europa (por el europeo), y carecen de un carácter local. Un pensamiento que se controvierte fácilmente con la lectura de varios de mis escritos anteriores, sobre autores como Vidales, de Greiff, Girondo, Fernández, etc., en donde se advierte claramente que las vanguardias latinoamericanas de los años 20 tuvieron un vínculo indisoluble con cafés literarios que le imprimieron un color local a las tertulias de poetas y artistas, las cuales iban más allá de la simple imitación. Antes de la Guerra Civil, entonces, los cafés latinoamericanos ya eran trascendentes.
Bonet Correa, de esta manera, entiende los cafés de esta parte del Atlántico como simples sustitutos de los espacios europeos. Así, su análisis se realiza siempre con un patrón, un referente, un esquema predeterminado que fija los parámetros que se deben seguir. Hablando de México, por ejemplo, contrasta la influencia que distintos escritores han referido con respecto a los cafés mexicanos y su cercanía con las espacios estadounidenses, lo que ha devenido en sociabilidades desviadas del modelo, y por tanto malsanas: “los cafés en el país azteca “en algunos periodos del siglo XIX, o aún del siglo XX, estuvieron muy cerca de la plenitud” del café europeo pero que la influencia del Norte, tan cercana y tan distante… torció su espíritu desfigurando su propio ser”. El molde, entonces, para el autor de este texto, es siempre el europeo, y es con base en sus cimientos, en sus iniciativas, que se deben medir las expresiones secundarias, siempre imitativas, nunca originales, de las antiguas colonias. Así, por ejemplo, dice que los estridentistas se reunían en el Café de Europa, una tertulia mexicana que, “al igual que los dadaístas y los surrealistas en Europa, habían nacido de la reacción suscitada por la Guerra del 14”.
En el siguiente acápite, luego de referirse al estridentismo mexicano de los años 20, Bonet Correa afirma que, “sin tertulias o peñas literarias, los escritores mexicanos no iban al café “a fabricar sueños o reformar la vida nacional”. Fueron los exiliados españoles los que “hicieron que los cafés mexicanos, antes amodorrados, recobrasen vida”. El autor, de esta manera, primero cita el estridentismo como referente del movimiento vanguardista en América, y luego niega este mismo presupuesto al mencionar la ausencia de tertulias literarias “inquietantes” en los años de la pre Guerra Civil española. La contradicción nos habla de la impostura americana; el estridentismo como una visión que rebota del espejo europeo y que luego se falsifica con la llegada del exiliado ibérico, quien se transforma así, bajo esta mirada eurocéntrica, en el norte civilizador y cultural que dota de sentido los espacios que nuevamente coloniza.
“En lo que atañe a la cultura, los cafés en Europa marcaron metas difícilmente alcanzables en otras latitudes… nadie redactará un tratado de fenomenología en la barra de un bar americano”. Esta frase, inserta en uno de los últimos capítulos del texto, resume la exclusión y el sesgo al que nos hemos referido. En los cafés, como en tanto otros asuntos, pervive una especie de neocolonialismo que explica el devenir americano a partir del espejo europeo. Por eso 10 páginas, de 338, es la síntesis final de un texto que pretende hablar de los cafés históricos europeos, y en donde el capítulo americano es solo un satélite adicional en el universo de un aparente “conocimiento verdadero”.