León de Greiff, fumando, en el café Automático
Los cafés literarios se encuentran ligados a los nombres de diferentes y reconocidos intelectuales que los visitaron con asiduidad. Así, por ejemplo, en París, la ciudad histórica de los cafés de este tipo: en el Procope, el primero de aquellos establecimientos, se reunían Jean Baptiste Rousseau y Voltaire a finales del siglo XVIII; el Tortoni, a su vez, era visitado por Honoré de Balzac, Víctor Hugo y Alexandre Dumas en las primeras décadas del siglo XIX. Luego, en los albores del siglo XX, las vanguardias históricas asentadas en París siguieron también este modelo de sociabilidad. Los surrealistas, por ejemplo, con André Breton a la cabeza, encontraron en el café de Flore, o en el Certa, un sitio adecuado para la discusión y el debate (Lemaire).
Pues bien, los cafés de Bogotá recorrieron un camino similar. El Automático, en particular, nace y se consolida bajo la égida intelectual de uno de los grandes poetas colombianos: León de Greiff, quien publica un buen número de poemas a lo largo de su vida que tienen como inspiración las estancias del café. A finales de los años cincuenta, en pleno apogeo del café Automático, aparece su Séptimo Mamotreto y el poema titulado “Relato de los oficios y mesteres de Beremundo”, que en uno de sus apartes dice: “Vagué y vagué si divagué por las mesillas del café/ nocharniego, Mil Noches y otra Noche/ con el Mago de lápiz buído y de la voz asordinada. Antes, muy antes, bebí con él (…)/ Después…, ahora …, mejor no meneallo y sí escanciallo y/ persistir en ello” (de Greiff). En estas líneas el poeta nos plantea una continuidad. Su antigua vagancia por los cafés, que comenzó en Medellín en 1910 y continuó luego en el café Windsor de Bogotá como “poeta nuevo”, al lado de Vidales, en los años 20, permanece y persiste en el momento que escribe: 1957. El Automático es la continuación de su di-vagación eterna. Un café, podemos decir, que recibe el influjo de los “vanguardistas históricos”, como Vidales o de Greiff, y que les permite continuar la tarea de subvertir la lírica colombiana.
Llama la atención, en el poema citado, el uso del lenguaje y el vocabulario empleado. Por un lado, se trata de un lenguaje arcaizante, que recuerda el Quijote y el siglo de oro español; palabras como meneallo, escanciallo, nocharniego, que actualmente se encuentran en desuso en la lengua castellana. Sin embargo, son palabras que se corresponden, por otro lado, con la dicción y el acento típico de los antioqueños en Colombia. Las terminaciones “alo” nos remiten al voseo de los “paisas” y sus giros del lenguaje. De Greiff, así, recrea un poema fonético, usando una de las categorías sugerida por Mendonça Teles y Müller-Bergh en su análisis de las vanguardias latinoamericanas; poema fonético en donde hay “una exploración poética de todos los elementos sonoros de la palabra y de la frase, fuera incluso de las convenciones lingüísticas (…) De ahí la importancia de la pronunciación, del acento, de la articulación, del ritmo, de la rima, de las asonancias, de la lectura rápida, de las pausas, de la fragmentación de la palabra” (15). En este sentido, podemos decir que de Greiff se apropió de algunas de las características de la vanguardia europea, empezando por el hecho de reunirse en cafés, pero re-creó ese legado a partir de la incorporación del acervo cultural colombiano, en particular el de la región antioqueña. No se trata, pues, de una simple imitación. Como nos demostraron Mario de Andrade, Oswald de Andrade, Nicolás Guillén, entre muchos otros vanguardistas latinoamericanos que he leído en los últimos meses, hay una propuesta creativa original de este lado del Atlántico que se inscribe en la tensión de saberse influida por el avant-garde europeo, pero también de reconocerse como propositiva y distinta, fundacional y creativa. “La gran contribución de todos esos movimientos”, dicen Mendonça Teles y Müller-Bergh refiriéndose a los “ismos” de Europa,
“fue la renovación del lenguaje literario, ligada naturalmente a la renovación de los temas y las técnicas de lo que se llamó nueva poesía (…) las vanguardias hispanoamericanas (…) recibirán la influencia de todos esos movimientos, asimilándolos, transformándolos o superándolos en sus realizaciones prácticas de producción literaria, y adecuando su filosofía renovadora a la realidad cultural latinoamericana”.
Una “realidad cultural” propia, en el caso de de Greiff, por medio de la cual el poeta trasciende en su escritura. Y dentro de esa realidad cultural el café literario se erige como un bien necesario, indispensable para poder escribir poesía. De Greiff, nos dice König, “necesitaba de la comunidad de la tertulia y el espacio público del café para ser capaz de escribir” (20). Así, por ejemplo, en la “Balada trivial de los trece panidas”:
“(…) satíricos y humoristas,/ o muy ingenuos, -si os parece- / en el Café de los Mokistas / los Panidas éramos trece! (…) / en el Concilio de Agoretas / los Panidas éramos trece! (…) / en veladas aquellaristas/ (…) -sesiones íntimas, secretas!- /y en bodegones, -si os parece- /en esas citas indiscretas / los Panidas éramos trece! / Fumívoros y cafeístas / y bebedores musagetas! (…) en nuestros Sábbats liturgistas / los Panidas éramos trece” (25).
Vemos nuevamente, en este poema, el juego de la sintaxis y la innovación y exploración en el vocabulario (fumívoros, cafeístas), que repercute en la creación de ritmos nuevos en la lírica colombiana. En lugar de falsos brillos modernistas, parece decir de Greiff, poeticemos el oscuro café: sitio de sesiones íntimas, secretas, confidenciales; lugar de citas indiscretas en donde incluso se hace presente lo supersticioso. Es la junta, en este poema, de trece brujos que, en la soledad de la noche, convocan los misterios de la poesía o de la pintura apurando un trago de licor o fumando un cigarrillo. Veladas mágicas que, como en los poemas al revés de Luis Vidales, nos hablan del café como un recinto misterioso, que hechiza a estos poetas vanguardistas bajo su luz ambigua y sus artefactos alucinantes.
No es casualidad, en este sentido, que el establecimiento político haya visto con malos ojos a los cafés bogotanos. El espíritu transgresor de los vanguardistas se asoció con el espacio mismo de sus tertulias. Por eso algunos de los individuos que frecuentaban los cafés eran en realidad informantes de la policía. Ese espíritu contestario del poeta vanguardista, por medio del cual promovía su disenso y su crítica, no se compaginaba con la censura y las restricciones de los gobiernos conservadores en Colombia a finales de los años 40 y durante la siguiente década. Sirva de ejemplo ilustrativo el siguiente suceso, referenciado en el libro Café El Automático. Arte, crítica y esfera pública:
“(…) llegó la policía (al Automático) y se llevó a de Greiff, a Zalamea, a Montaña y a Vidales. Era el gobierno de Mariano Ospina Pérez (MOP) y a de Greiff que era cultista de la poesía abstrusa se le ocurrió un poemilla satirizando a Mariano como el mop -trapo sucio en inglés (…). Estuvieron detenidos cuatro o cinco días y tuvo que intervenir la sociedad literaria que acusó el acto de franquismo (…). Se los llevaron porque alguien los trató de revolucionarios o de golpistas (…)”.
Los organismos de inteligencia de la policía colombiana, quizás, pasaron muchas horas tratando de descifrar, como de un oscuro acertijo, las claves del motín planeado por los intelectuales del Automático en los versos enrevesados del poeta vanguardista antioqueño. Esta anécdota, entre hilarante y deprimente, muestra el poder performativo de las palabras y su voluntad de cambiar la realidad a través de una toma de conciencia por medio del poema (en un acto indudablemente vanguardista, que recuerda la frase “¿Quién mató a Herzog” estampada en los billetes que puso a circular el artista Cildo Meireles en los tiempos de la dictadura brasileña), y la paranoia de un estado coercitivo que busca en los bolsillos de sus poetas las claves secretas de la revolución.
El café, de esta manera, asume una faceta novedosa en el itinerario de estas lecturas, y es la de ser considerado como un lugar “peligroso” por el establecimiento político. Una condición que ya habíamos intuido en los cafetines de Roberto Arlt: espacios marginales que resultaban proclives a la clandestinidad. El café, en suma, es múltiple, plural, como la vanguardia misma. Es una musa inspiradora, ya lo dijimos, pero también es centro de discusión, con la celebración de las tertulias diarias (café Richmond, en Buenos Aires); centro de producción intelectual, también, pues muchos poetas escribían en las mesas mismas del café (Ómar Cáceres); lugar de circulación editorial, pues allí mismo los escritores se leían e intercambiaban los textos; espacio de exhibición y de encuentro, además, pues fue ahí que muchos se volvieron amigos y colegas; la “oficina” de otros, a su vez, que se pasaban la vida departiendo entre sus mesas; también una “escuela” en donde se dictaban fecundísimos seminarios para los poetas jóvenes, quienes admiraban a sus “maestros”, como de Greiff y Vidales. Un espacio polivalente, en suma, que puede pensarse como atributo indispensable e insoslayable de la gestación de la vanguardia literaria en Colombia.
Luis Vidales y León de Greiff comparten el hecho de haber introducido en el país el espíritu vanguardista. Como “poetas nuevos” asimilaron el influjo de la vanguardia europea y lo re-crearon a la luz de un espíritu nacional. Y como catalizador que hizo posible el contacto entre estos dos mundos aparece el café, un espacio que los hechizó con su luz hipnótica y su música entrañable y que les permitió trascender en la búsqueda de un nuevo lenguaje.