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31. Neocolonialismo en los cafés. 2012

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Fachada de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, de la cual Antonio Bonet Correa es presidente

Antonio Bonet Correa publica en el año 2012 el libro “Los Cafés históricos”, en donde hace una suerte de recapitulación cronológica de los cafés literarios más importantes de España y de otros países del hemisferio occidental. El libro cuenta con un voluminoso banco bibliográfico sobre el tema en cuestión, así como con una extensa obra pictórica alusiva a estos espacios de sociabilidad. Valga decir que, de un total de 338 páginas, 2 las dedica el autor a los cafés de Norteamérica y 10 a los de Latinoamérica. Cifras que, más allá de una proporción desfasada, aluden a un escenario neocolonialista en donde América es siempre un pálido reflejo de la luz europea.

“Que los cafés latinoamericanos conocieran un momento estelar a mediados del siglo XX se debió a los conflictos bélicos que sufrió Europa a causa de los regímenes totalitarios”. Con estas palabras comienza Bonet Correa su disertación. Palabras que sugieren que, en Latinoamérica, los cafés florecieron únicamente por las inmigraciones europeas causadas por la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Intelectuales y artistas europeos que dotaron de sentido, con su exilio, a los espacios de sociabilidad “subdesarrollados” del nuevo mundo. Así, de acuerdo con el autor, el esplendor americano solamente se realiza por vía europea; los cafés de Latinoamérica cobran vida por Europa (por el europeo), y carecen de un carácter local. Un pensamiento que se controvierte fácilmente con la lectura de varios de mis escritos anteriores, sobre autores como Vidales, de Greiff, Girondo, Fernández, etc., en donde se advierte claramente que las vanguardias latinoamericanas de los años 20 tuvieron un vínculo indisoluble con cafés literarios que le imprimieron un color local a las tertulias de poetas y artistas, las cuales iban más allá de la simple imitación. Antes de la Guerra Civil, entonces, los cafés latinoamericanos ya eran trascendentes.

Bonet Correa, de esta manera, entiende los cafés de esta parte del Atlántico como simples sustitutos de los espacios europeos. Así, su análisis se realiza siempre con un patrón, un referente, un esquema predeterminado que fija los parámetros que se deben seguir. Hablando de México, por ejemplo, contrasta la influencia que distintos escritores han referido con respecto a los cafés mexicanos y su cercanía con las espacios estadounidenses, lo que ha devenido en sociabilidades desviadas del modelo, y por tanto malsanas: “los cafés en el país azteca “en algunos periodos del siglo XIX, o aún del siglo XX, estuvieron muy cerca de la plenitud” del café europeo pero que la influencia del Norte, tan cercana y tan distante… torció su espíritu desfigurando su propio ser”. El molde, entonces, para el autor de este texto, es siempre el europeo, y es con base en sus cimientos, en sus iniciativas, que se deben medir las expresiones secundarias, siempre imitativas, nunca originales, de las antiguas colonias. Así, por ejemplo, dice que los estridentistas se reunían en el Café de Europa, una tertulia mexicana que, “al igual que los dadaístas y los surrealistas en Europa, habían nacido de la reacción suscitada por la Guerra del 14”.

En el siguiente acápite, luego de referirse al estridentismo mexicano de los años 20, Bonet Correa afirma que, “sin tertulias o peñas literarias, los escritores mexicanos no iban al café “a fabricar sueños o reformar la vida nacional”. Fueron los exiliados españoles los que “hicieron que los cafés mexicanos, antes amodorrados, recobrasen vida”. El autor, de esta manera, primero cita el estridentismo como referente del movimiento vanguardista en América, y luego niega este mismo presupuesto al mencionar la ausencia de tertulias literarias “inquietantes” en los años de la pre Guerra Civil española. La contradicción nos habla de la impostura americana; el estridentismo como una visión que rebota del espejo europeo y que luego se falsifica con la llegada del exiliado ibérico, quien se transforma así, bajo esta mirada eurocéntrica, en el norte civilizador y cultural que dota de sentido los espacios que nuevamente coloniza.

“En lo que atañe a la cultura, los cafés en Europa marcaron metas difícilmente alcanzables en otras latitudes… nadie redactará un tratado de fenomenología en la barra de un bar americano”. Esta frase, inserta en uno de los últimos capítulos del texto, resume la exclusión y el sesgo al que nos hemos referido. En los cafés, como en tanto otros asuntos, pervive una especie de neocolonialismo que explica el devenir americano a partir del espejo europeo. Por eso 10 páginas, de 338, es la síntesis final de un texto que pretende hablar de los cafés históricos europeos, y en donde el capítulo americano es solo un satélite adicional en el universo de un aparente “conocimiento verdadero”.

30. La fusión de la poética y de la política de la única vanguardia en Colombia. 1999

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Dos poetas comunistas de América: Nicolás Guillén y Luis Vidales

Los Nuevos impactaron el campo literario en Colombia: Luis Vidales, León de Greiff y Luis Tejada escribieron textos que rompieron con los moldes clásicos impuestos por Los Centenaristas y los de La Gruta Simbólica; textos que escandalizaron a una ciudad con rezagos coloniales. Este ámbito literario, sin embargo, no fue el único punto de choque con el pasado. En “Los Nuevos como vanguardia: lenguaje generacional, historia e imaginario”, Marie Estripeaut Borjac analiza la relación visceral entre literatura y política, en el caso de esta agrupación vanguardista. En efecto: varios de estos “nuevos” evolucionaron de la literatura hacia el compromiso político, como fue el caso de Luis Vidales y su relación con el partido comunista a partir de 1930; otros fueron exclusivamente hombres políticos, como Alberto Lleras Camargo y Jorge Eliécer Gaitán; mientras que algunos combinaron estas dos actividades regularmente, como Luis Tejada, quien apelaba a su lirismo para elogiar a Lenin, el padre fundador, y a los proletarios y desprestigiados. Una característica que los vincula, al decir de la autora, “con las vanguardias latinoamericanas y europeas, que tienen entre sus señas de identidad el compromiso político”. “La fusión de la poética y de la política”, de acuerdo con Henri Meschonnic, “ha constituido la vanguardia”.

La novedad, de esta manera, no era exclusivamente literaria. Se trataba de la búsqueda de una renovación total; de un hastío, en últimas, con la sociedad paquidérmica y anacrónica de las primeras décadas del siglo XX, ejemplificada en los gobiernos de la llamada “Hegemonía Conservadora”. La autora, así, analiza varios poemas de Vidales y de de Greiff en clave política, destacando la relación entre la estética vanguardista que promueve una crítica visceral a esa sociedad aislada que mira el pasado. Se “enmarca el combate político de Los Nuevos”, según la autora, “en el seno del movimiento más general del imaginario de la renovación”. Veamos, a continuación, algunas de las características de este vínculo.

Todo empezó con la separación de Panamá en 1903. Para Los Nuevos, quienes nacieron mayoritariamente en esta coyuntura, el país que sigue a esta amputación es un espacio encerrado, cercado, estático en donde la historia no avanza. La literatura, en este orden de ideas, es circular, y en congruencia con este acontecimiento político, “los modelos y referencias se sitúan en un “más allá” europeo”, inaccesible para un país cercenado. Hablando de las “veladas atroces” de La Gruta Simbólica, por ejemplo, de los concursos de sonetos y de chispazos humorísticos en el cambio de siglo, Alberto Lleras menciona que “nuestros poetas anteriores no habían visto nada distinto del público por la simple razón de que pertenecían también al público”.

Esos poetas anteriores, ahora bien, eran mayoritariamente bogotanos o de la Sabana de Bogotá. Así, Los Nuevos, muchos de ellos recién llegados de provincia, intentaban alzarse frente a esa “cultura señorial” que se mantenía aislada del resto del país. Con este fin, hacían referencia en sus poemas a un espacio carcelario que intentaban trascender a partir del llamado a la renovación, a la revolución. “La “inversión” afectiva, imaginaria y política de Los Nuevos se efectúa en el presente, el futuro, la Modernidad, lo que conlleva un fenómeno de sobrevaloración de las nociones de “progreso”, “técnica”, “ciencia”, “desarrollo”, “futuro”, “cambio”, “novedad””.

Una Edad Nueva, entonces, está por llegar. La ideología de Los Nuevos exige la desaparición de una civilización anterior y la instauración de un nuevo orden político y social. La primera guerra mundial, la revolución rusa, sugieren vientos de cambio. Luis Tejada, por ejemplo, elogia a la bala y al revólver que se dirigen contra los opresores burgueses. Un instante que se hace realidad en 1930, con la victoria del candidato liberal Enrique Olaya Herrera, pero que se acentúa mucho más con la llamada “Revolución en Marcha” del presidente López Pumarejo (1934-1938). Nueva era, comienzo absoluto, re-nacimiento, nuevos hombres, se materializa así esa transformación trascendental, ese cambio anhelado desde hace varios años.

Por último, está la figura de Jorge Eliécer Gaitán. Nunca incursionó en la literatura, pero enarboló desde la política varias de las consignas del grupo en donde antiguamente militó. Así, sus antiguos contertulios le asignaron un papel redentor y mesiánico, como antaño Luis Tejada se lo había dado a Lenin. Su asesinato, el 9 de abril de 1948, y los gobiernos conservadores y la dictadura militar que sucedieron a su muerte, son quizás el final de ese periplo de renovación que se había iniciado con el despertar de las conciencias tras la pérdida de Panamá.

En el caso de Los Nuevos, entonces, las incursiones literarias no se pueden desligar del escenario político nacional, pues éste último arroja luces que permiten entender mejor la composición ideológica de la única vanguardia colombiana. Como menciona Luis Vidales, “esta labor nuestra de contribución a la formación del país y su incorporación al mundo moderno, nos da carácter de generación integral, la última que conoce la historia cultural nuestra”.

29. Luis Tejada peleando a la contra. 1924

Luis Tejada, León de Greiff y Ricardo Rendón

Los Nuevos: contertulios del café Windsor

La lectura del “Libro de Crónicas”, de Luis Tejada, fue verdaderamente sorprendente. Este es uno de los libros que más he disfrutado en estos meses de lecturas. Sorpresa me causó, debo decirlo, el gran talento literario de un escritor que antes era desconocido para mí; sorprendido también quedé por la gran diferencia que existe entre los textos de La Gruta Simbólica, que acabo de reseñar, y la pluma de Tejada, que va en contravía de ese tradicionalismo lírico que promovía La Gruta. En efecto, Tejada poetiza aquello que antes era visto como alejado de la belleza y las formas líricas tradicionales; en contra de los edictos gubernamentales, que promovían la higiene y el trabajo, Tejada hace, por ejemplo, un elogio crítico del mugre y la pereza, del canibalismo y la indigencia, es decir, un elogio de los antivalores sociales. Como Macunaíma, el (anti)héroe, las crónicas de Tejada revisan esa otra cara de la moneda, paseándose por entre lo prosaico o lo desprestigiado, lo políticamente incorrecto, con el fin de voltear la torta y elogiar lo inmundo, lo incorrecto, lo inelogiable.

En la crónica que se titula “Los Versos”, por ejemplo, es claro el distanciamiento que procura Tejada, en términos poéticos, con aquellas agrupaciones anteriores, de “veladas literarias en que se dicen epopeyas atroces”. “¡Dios me guarde de los versos perfectos!”, dice Tejada, trazando una línea distintiva entre su grupo, el de los Nuevos, con la métrica tradicional de La Gruta y del Modernismo de viejo cuño. Tejada hace un llamado a nuevos temas, a nuevas formas de enunciación poética: “amo esa belleza enfermiza que es una reacción contra la Venus, láctea, inespiritual y horriblemente perfecta”. No es casualidad, en este orden de ideas, que abunden en sus crónicas esos nuevos aparatos tecnológicos que empiezan a poblar las calles bogotanas. El autor poetiza los tranvías, las fotografías, el cine, surcando unas honduras filosóficas que devienen en imágenes de un lirismo magnífico. Y de la mano de esta suerte de “futurismo”, también hay un reconocimiento constante a la Revolución Bolchevique, y a la manera de Maples Arce, un canto al obrero, al indigente, al pobre, y a Lenin, como no, el artífice de ese cambio de perspectiva. “Proclamemos la necesidad”, dice Tejada, “de que los poetas, los poetas de verdad, no tengan oído ni posean el instinto de la musicalidad fastidiosa de las palabras y las estrofas”, y así, en lugar de escribir sobre una Venus se mire al vagabundo pobre de las calles bogotanas.

A Luis Vidales y León de Greiff, de esta manera, se les suma Luis Tejada como una voz de la Vanguardia en Colombia. El diagnóstico de Tejada es claro: “Los hombres cuando tienen numerosos pensamientos inéditos, necesitan, para expresarlos, combinaciones inéditas de palabras, que naturalmente no están catalogadas en los textos ni estereotipadas en el lenguaje tradicional”. En sintonía con Altazor, y la exploración de todas las posibilidades lingüísticas (la golondrina, la golonchina, la goloncina…), se trata, según Tejada, “de una lengua nueva, rejuvenecida, purificada, de que se han eliminado totalmente la ortografía clásica y la gramática”. Así, la escritura adquiere un fin recreativo y el cronista, en este caso, se regodea con las palabras, destacando combinaciones graciosas a partir de ese referente lúdico, tal y como lo hicieran Mario de Andrade y Oliverio Girondo, por citar solo dos casos.

Sin embargo, esta reflexión sobre el contexto literario colombiano, hecha hace un siglo, no es muy halagüeña. El autor hace un registro preciso de la precariedad literaria del país en relación con el conjunto latinoamericano. Atento a las inclinaciones mayoritarias de los literatos nacionales (en donde los Nuevos eran una clara excepción), el diagnóstico de Tejada es de una lucidez tremenda: “nuestra juventud siente una enfermiza afición a la gramática; aquí, con algunas honrosas excepciones, todo el mundo escribe o trata de escribir correctamente, ciñéndose en lo posible a las reglas clásicas. Y es por incapacidad mental, por falta de inquietud espiritual, porque no sabemos ejercer con plenitud la libertad de pensamiento. Por eso nuestra literatura es la más retrasada, la menos inquieta, vigorosa y fecunda del Continente”.

Tejada, entonces, además de “cronista poético”, es un crítico literario muy afilado. Atento a la cotidianidad, alerta frente a las sutilezas de la realidad, el escritor puede encontrar en los asuntos más mundanos y vulgares un valor poético y crítico, tomando distancia así del español enfermizamente castizo de los integrantes de La Gruta. El sombrero, por ejemplo, es para Tejada un referente del espacio privado, de la intimidad personal, que sirve de puente hacia la vida pública: “el sombrero es como una alta torre de señales, entre el mar borrascoso de la vía pública”. O, también, las conversaciones profundas son vistas por el cronista como parte de un mundo surreal, un mundo fantástico, un sueño intenso: “los que conversan, como los que aman o beben, pierden poco a poco la noción de la realidad inmediata, se desconectan del mundo externo y habitual para penetrar en un mundo fantástico donde creen estar solos y donde caminan y accionan idealmente como en un sueño de éter”.

Hay un gesto provocador constante, en suma, en los textos de Luis Tejada. En busca de lo nuevo, el autor va en contravía de los edictos gubernamentales, del deber ser, de los viejos poetas tradicionalistas. Aún ahora, con la lectura de estas crónicas, se remueve el lector de su silla, hay un zarandeo que busca erosionar viejos conceptos y el despertar de una belleza inédita.

28. Luis Vidales o “la destrucción de todo elemento de nobleza”. 1932

Algunos de los contertulios de La Gruta Simbólica

Luis María Mora, en su texto “Los contertulios de la Gruta Simbólica”, cita un poema de Luis Vidales como ejemplo paradigmático de todo lo que está mal, según él, con la nueva poesía. Mora, poeta que pertenecía a la Gruta original, toma distancia crítica de la generación vanguardista, mientras que Vidales, recordemos, reniega a su vez de esa poesía que afinca sus raíces en la tradición romántica, de rancia raigambre castellana. Así, el campo literario que se empieza a esbozar en estas lecturas enfrenta a dos poetas que se encuentran en las antípodas literarias. Los vanguardistas veían en la Gruta Simbólica un modelo anacrónico y vetusto de sensiblería falsa, y los poetas de la Gruta Simbólica observaban a los vanguardistas como bichos raros, bandoleros extravagantes que deformaban las formas y los contenidos clásicos. En estos términos se refiere Mora a la nueva poesía:

“…destrozóse el verso y unos renglones largos y otros cortos, sin armonía ninguna, reemplazaron a las antiguas estrofas. Entonces se realizó la consigna bolchevique de la destrucción de todo elemento de nobleza… Con la desorganización de la sintaxis vino la desorganización de la lengua, y con ella la desorganización de la magnífica cultura alcanzada por las generaciones precedentes”.

La Vanguardia de Vidales destroza entonces el verso noble heredado del Parnaso: Suenan timbres es un verdadero escándalo para los poetas aristocráticos y católicos de la generación anterior. “El verso es vaso santo”, decían los de La Gruta citando a José Asunción Silva, y no puede quedar en manos de comunistas ateos que le desvirtúan la tradición de ser talento de unos pocos elegidos. La tradición, el pasado, los museos, las bibliotecas, el buen gusto, el cuidado del estilo y de las bellas formas, se opone, según Mora, al anárquico subconsciente que desorganiza la estructura clásica y que impone contenidos profanos para aquello que se consideraba sagrado. Así, si Mora le cantaba a Grecia en sus poemas y desdeñaba sarcásticamente las imágenes locales: “En estas tristes cimas/ jamás el arte prodigó sus dones;/ no hay mármoles ni dioses tutelares, y apenas Pan oír hace sus sones/ en los antros de selvas seculares”; si Mora, decimos, no veía arte en las cimas andinas sino en las ánforas antiguas, Vidales, como ya sabemos, le cantaba al café bogotano con sus parroquianos borrachos. La vanguardia tomaba distancia de esa excluyente mirada europeizante, y apelaba a una rotación transcontinental de los saberes que incluía el color local.

Esta suerte de confrontación permite advertir, también, que los autores se conocían y se citaban entre sí. La oposición se ventilaba en los periódicos, donde muchos de ellos trabajaban y/o publicaban, o en los libros de crónicas, ensayos, poemarios o novelas que escribían. El texto de Mora, por ejemplo, es de 1932: seis años después de que Luis Vidales publicara “Suenan timbres”. Los autores, según se lee, intentaban desmarcarse de aquellos con los cuales no querían ser relacionados, y afiliarse con algunos que creían en sus mismos presupuestos estéticos.

A su vez, si Mora criticaba este tipo de innovación literaria, como acabamos de ver, Vidales no se quedaba atrás, y criticaba en los siguientes términos ese tradicionalismo retardatario, en su poema “Oración de los Bostezadores”: “Señor, / nos aburren tus auroras, / y nos tienen fastidiados / tus escandalosos crepúsculos […]; Señor / te suplicamos todos los bostezadores / que transfieras tus crepúsculos / para las 12 del día. / Amén”. Se trata, evidentemente, de una crítica al catolicismo visceral que los poetas tradicionalistas de la Gruta Simbólica expresaban en sus poemas. Ellos, los vanguardistas, los bostezadores, hastiados del canto a la naturaleza y al amor, suplican a una deidad en la que no creen que acabe con las pinturas paisajísticas, costumbristas y románticas de viejo cuño castellano.

Mora y Vidales, en conclusión, van configurando un escenario literario móvil, en donde los flujos del conocimiento y la escritura se ponen en entredicho, oponiendo las viejas generaciones bogotanas que intentan defender su legado, con las nuevas generaciones de provincia que intentan romper con los viejos esquemas del pasado.

27. La Gruta Simbólica: semejanzas y diferencias con la vanguardia en Colombia

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Recuerdos de la vieja Bogotá: puentes de piedra y hombres de capa

Varias agrupaciones literarias se formaron en la primera mitad del siglo XX en Colombia. Ya hablamos de Luis Vidales y de León de Greiff, “poetas nuevos” que tomaron distancia del modernismo de Silva y de Rubén Darío y apelaron a un lenguaje novedoso, revolucionario, en las letras colombianas. Pues bien, antes de que Los Nuevos publicaran sus primeros textos, ya se había formado otra agrupación: “La Gruta Simbólica”, en el contexto de la guerra de los 1000 días (1899-1902). Con el fin de hacerle frente al toque de queda de esos años (la imposibilidad de reunirse o circular por los espacios públicos de Bogotá), algunos bohemios y poetas se empezaron a encontrar en privado para improvisar algunas rimas, fraguar chispazos humorísticos, recitar sonetos y participar en concursos literarios y obras de teatro. Luego de concluida la guerra, según se lee en el libro “La Gruta Simbólica. Reminiscencias del ingenio y la bohemia en Bogotá”, las reuniones continuaron durante varias décadas, así como la producción poética de los sobrevivientes de la Gruta original ¿Qué tienen en común, entonces, Los Nuevos con La Gruta Simbólica? ¿Qué los distancia? A continuación esbozamos algunas respuestas, con el fin de articular un campo literario que nos ayude a discernir la localización estética de estas agrupaciones poéticas.

Hablemos, en primer lugar, de las características que comparten. La gran coincidencia, quizás, es que los dos grupos se reunían en cafés. Las sociabilidades tenían lugar en estos espacios: allí se reunían, allí improvisaban, allí circulaban las nuevas composiciones y surtía efecto la inspiración; fue allí que varios se conocieron y entablaron amistad, coincidiendo en la articulación de este espacio como eje sobre el cual se organizó la tertulia. El café, efectivamente, les permitió entenderse como grupo y afianzarse como bohemios y poetas, y les permitió también, a los de La Gruta, articular una respuesta a la confrontación bélica en el cambio de siglo. Ante el toque de queda y la muerte, se lee en el libro, buena es la cofradía de amigos, el licor y el chiste. Una característica que supo mantener León de Greiff, según vimos, pues encontró en el café literario de los años 50 una forma de hacerle frente a las prohibiciones, controles y censuras de la dictadura y los gobiernos conservadores.

A su vez, otra característica que comparten Los Nuevos con los poetas de La Gruta Simbólica, es la posición crítica que mantuvieron con otros poetas colombianos. Ellos, como grupo, tomaban distancia de otros grupos literarios contemporáneos o anteriores. A su vez, los dos tenían en cuenta un espíritu lúdico en sus textos; existe una necesidad compartida de entretención, de recreación de la lengua, que en el caso de los de La Gruta se quedaba muchas veces en el chiste de rima fácil o en el doble sentido, sin llegar a las profundidades líricas que se advierten en los poemas de Luis Vidales, por ejemplo.

Por último, en cuanto a las semejanzas, es necesario decir que en los dos casos las mujeres estaban presentes en estos espacios de sociabilidad, en su rol de sirvientas o coperas de los contertulios. Esa era su labor: servir al hombre que crea, al hombre que piensa. También, los de La Gruta pretendían enamorar a estas mujeres a través de simples versos amorosos. Ellas remataban su rol de servidumbre con su función de musas, en donde sus cuellos son de cisne, sus ojos como dos estrellas, etc., haciendo parte de la más simple tradición romántica. La pasividad femenina de las coperas colombianas contrasta con la producción activa de escritoras vanguardistas como Silvina Ocampo o María Luisa Bombal. En Colombia, en cambio, La Gruta no incluía ninguna mujer, y Los Nuevos eran eso: hombres nuevos.

Los Nuevos, recordemos, intentaban distanciarse de un lenguaje tradicional, romántico y modernista; los de La Gruta Simbólica, en cambio, recorrieron el camino opuesto: criticaban con fiereza a los poetas renovadores de la lengua, como Los Piedracieslistas o los mismos Nuevos, y buscaban en el pasado sus raíces literarias. Esta es la primera diferencia entre ambas escuelas. Así se refiere el texto, por ejemplo, a uno de estos poetas de La Gruta, llamado Fray Lejón: “Como poeta de valía que es, no conviene con el piedracielismo; es un admirador sincero de los dos romanticismos: del austero e ideológico de José Eusebio Caro y Rafael Pombo, y de aquel otro vivido y sentido por los poetas que fueron compañeros de su padre”. Entonces, si los vanguardistas colombianos, como Vidales, se entretenían con los timbres y las bombillas eléctricas, a través de un lenguaje nuevo que miraba el futuro, los de La Gruta observaban el pasado con deleite y afincaban sus postulados en los bardos clásicos del siglo XIX, como José Asunción Silva, Miguel Antonio Caro, Victor Hugo o Gustavo Adolfo Becquer. Todo tiempo pasado, para los de La Gruta, fue mejor.

Otra característica que los distancia es el uso que hicieron de los espacios privados. Los de La Gruta, por un lado, empezaron a reunirse en residencias particulares, como las casas de Rafael Espinosa Guzmán y Federico Rivas Frade (un vestigio del siglo XIX, si se quiere, en donde las tertulias literarias se realizaban exclusivamente en la casa de algún miembro del grupo). Luego alternaron estos encuentros con lugares como cantinas, cafés, fondas, piqueteaderos, restaurantes, etc. El libro, sin embargo, es enfático en señalar que “algunos de los contertulios de la “Gruta” jamás frecuentaron aquellos sitios de diversión, y que las verdaderas reuniones de aquel centro de intelectuales jamás tuvieron lugar allí”. El café como un escenario público del exceso alcohólico, del vicio, no se compaginaba al parecer con la raigambre colonial y aristocrática de varios de los miembros de La Gruta. La taberna, la cantina, es un lugar indigno para ellos. Los Nuevos, en cambio, según lo que hasta ahora he leído, se reunían exclusivamente en cafés, y nunca frecuentaron el espacio privado de algún miembro del grupo. Hay un cambio de mentalidad, como se advierte, entre una agrupación y otra, en donde los espacios públicos de sociabilidad resultan cada vez más numerosos y visibles en la ciudad luego de 1910, con la celebración del centenario de la Independencia, y en donde estos poetas nuevos, provenientes de la provincia colombiana, no debían cuidar su “honra” restringiendo sus visitas a estos lugares bohemios que eran mal vistos por los “cachacos” de “alta sociedad”.

En conclusión, La Gruta Simbólica no se puede llamar vanguardia, no solamente porque surge con anterioridad a las vanguardias históricas europeas, sino porque su tradición lírica se afinca, con el paso del tiempo, en el romanticismo y costumbrismo del siglo XIX. Esta gran diferencia, sin embargo, no impidió que se reunieran en cafés, como Los Nuevos, a pesar de la reticencia de algunos de sus miembros. Eso sí: nunca poetizaron el café; ninguno de sus poemas se refiere a este lugar. El café no los hipnotizó, como sí lo hizo a Vidales o a de Greiff.

26. Espacios ambiguos en El Señor Presidente. 1946

Sello de 1917 en donde aparece retratado “El Señor Presidente”: Manuel Estrada Cabrera

En la novela “El señor presidente”, de Miguel Ángel Asturias, palpita la Ciudad de Guatemala. La ciudad se siente, capítulo a capítulo, línea por línea, como un escenario nefasto en donde se recrea el envilecimiento y la degradación de los personajes que caen en desgracia frente al jefe de estado. Así Miguel Cara de Ángel, que discurre por la ciudad a su antojo, siendo en principio el favorito del señor presidente, y visita fondas, tabernas, prostíbulos, casas, basureros, incluso la residencia del jefe de estado, para luego caer en desgracia frente a este último y morir en la degradación máxima en una cárcel aberrante. O también el general Canales, cuya casa es asaltada y cuya hija, Camila, camina por las calles de la ciudad y golpea en las puertas de las casas de sus tíos pidiendo un asilo que no llega, pues sus familiares temen deshonrar con este acto al señor presidente. Ella esperaba encontrar en las casas, de puertas para adentro, tranquilidad, seguridad y ocultamiento, pero la novela enseña que el ojo del señor presidente no se detuvo ante esta barrera (llamémosla vida privada), y su censura no distinguió ningún tipo de espacio. Con una red de informantes a su servicio, una policía secreta atenta a cualquier movimiento y un tejemaneje maquiavélico de amigos y enemigos, los ciudadanos de la ciudad de Guatemala debían cuidarse de cualquier compañía indebida (estar en el lugar equivocado), de cualquier palabra de más, incluso de una mirada incorrecta, pues un simple gesto podía significar la caída en desgracia que desembocaba en la prostitución, el despido del trabajo, el fusilamiento, la cárcel, la muerte.

Es, de esta manera, en la novela, que los espacios privados y los espacios públicos no se diferencian claramente entre sí. La taberna, por ejemplo, es un mirador hacia la calle, que sirve para que los esbirros del señor presidente vigilen lo que ocurre en las avenidas o en las puertas de las casas. La cantina o fonda, también, es el centro de operaciones en donde se ejecutan los planes auspiciados por el señor presidente, en donde circula la publicidad política del jefe de estado, o en donde se censuran las tretas o confidencias de los opositores que allí mismo se reúnen. No es casualidad, así, que estos espacios híbridos se conviertan en un eje narrativo de la novela. Fue en una fonda, el Tus Tep, que Cara de Ángel planeó el rapto de Camila; allí mismo estuvo Camila agonizante, luego de que sus tíos no la aceptaran en sus casas. Fue en otra cantina, El Despertar del León, que Lucio Vásquez comenta el plan de asalto a la casa del general, lo cual desemboca en muerte y destrucción para él y para la familia de su confidente: Genaro Rodas.

Los hechos acaecidos en fondas, cantinas o cafés, en suma, disparan en la novela la trama argumentativa, pues revelan en su naturaleza ambigua, pública y privada a la vez, la metáfora más acertada de una urbe en donde nada escapa a los ojos y oídos del primer mandatario. Todos los personajes se encuentran al acecho: observan lo que ocurre y a su vez son observados por otros. En palabras de Camila, que se refiere a las calles de la Ciudad de Guatemala, pero cuyo pensamiento puede extrapolarse a todos los espacios urbanos, se trata de “un mundo de inestabilidades, peligroso, aventurado, falso como los espejos, lavadero público de suciedades de vecindario”.